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CAPÍTULO 2

Morsa me preguntó si éramos lesbianas, así, de pronto. Sin que hubiéramos iniciado una conversación que poco a poco nos llevara al tema y sin que aún tuviéramos la amistad que más tarde tuvimos. Nos conocíamos sólo de la rutina del trabajo y de tomarnos unas cañas después, pero nada más. No me dijo exactamente si éramos lesbianas, me dijo bolleras. ¿Vosotras dos sois bolleras, no? íbamos en el camión, ya de recogida. Después de la pregunta se echó a reír con esa risa suya, bruta, entrecortada. Me miraba de reojo, yo seguía con la vista atenta al frente, sintiendo que un sudor nervioso empezaba a calarme hasta el jersey, notaba que él me miraba, atento a mi reacción.

Eso es lo que se comenta, decía sin perder la sonrisa, y yo prefiero preguntártelo.

Normalmente, volvemos andando con el carro y los cubos, pero ese día estaba lloviendo y yo me encontraba regular, tenía un dolor de ovarios que me doblaba. No es un trabajo duro para el que necesites una fuerza física extraordinaria, de hecho, ya me ves, yo soy normal tirando a floja, no tengo fuerza en las manos, y tengo una espalda esmirriada, pero quieras que no, recorrerte de cabo a rabo toda una calle empujando el carro, manejando el cepillo, vaciando las papeleras, cansa, cansa mucho. Cansa la rutina. Yo te puedo decir ahora mismo el número de papeleras que tiene la calle Condes de Barcelona, porque ya te vuelves tarumba, maniática, y dejas de mirar a tu alrededor y te pones a contar papeleras en series de diez o de veinte y cuentas también los minutos que necesitas en hacerte quince papeleras, y haces combinaciones numéricas y les das un sentido simbólico, dices, por ejemplo, si me hago diez papeleras en diez minutos hoy echaré un polvo, y aunque hay una parte de ti que te dice que eso es una gilipollez, la otra parte, la que te conduce por el lado de las manías, te hace ir deprisa, deprisa, mirar el reloj, correr como loca para que incluso te sobre tiempo y puedas respirar aliviada, esperanzada, sabiendo que seguramente no echarás un polvo pero que al menos no has cerrado una puerta. Yo qué sé, son formas de ocupar la mente. A mí las manías me ayudan a soportar la rutina. La rutina, el ritual, venenos para la inteligencia, para la memoria. Luchar contra la rutina, aunque sea con estos juegos idiotas, me hace el trabajo más llevadero. Me cronometro. Cinco minutos: tres papeleras.

Al principio me ponía la radio con cascos, pero a los jefes no les gusta, porque no oyes al compañero cuando te pita desde el camión para que le descargues el cubo, y porque en la calle tienes que estar al tanto, aun con la chupa reflectante puesta siempre hay algún subnormal que está a punto de llevarte por delante con el coche, por descuido o por placer. La calle está llena de anormales. Cuando nos llamaron la atención por llevar los cascos, Milagros optó por llevar la radio pegada con fixo en el mismo cubo, iba empujando el carro con la música a toda hostia, parecía que llevaba un carro de helados. Alguna vez le protestaban desde un balcón, pero ella no se achantaba, les plantaba cara, «¿Pero qué te pasa a ti, paleto?, vete al campo, ya verás qué silencio tienes allí, cateto, encima de que le estoy limpiando la calle, me dice que me calle el gilipollas». Eso sí, en cuanto veía que se acercaba el jefe la apagaba, y en cuanto le veía alejarse, la volvía a encender. Ella decía que de la radio no pensaba prescindir y se ponía a cantar a voz en grito, como una loca. Yo me acabé alegrando cuando me llamaron la atención por llevar los cascos porque escuchar música a las seis de la madrugada, sola, de noche todavía, me ponía muy triste. Me daba por pensar en mi soledad existencial, ¿entiendes?

Un día muy temprano, pusieron Voulez-vous coucher avec moi. Yo estaba tarareándola porque es una canción que desde que la bailé en una función de fin de curso disfrazada de negra con una peluca afro que me compró mi madre siempre me ha dado un buen rollo impresionante y pasé muchos años bailándola delante del espejo de luna, reviviendo los aplausos que recibimos las tres que hicimos el número (afortunadamente, Milagros ya había dejado por aquel entonces el colegio porque, si no, fijo que me habría tocado hacer el número con ella), aunque ya un buen día, hace no tanto, perdí la ilusión y me pareció patético verme tan mayor con la peluca delante del espejo y con mi madre sin memoria en el armario empotrado y dejé de hacerlo para siempre. Pero esa mañana, a esas horas en que parece que el creador está haciendo magia y que, una por una, toca con sus dedos las cosas para que adquieran su forma y sus colores precisos, la canción que en un principio había empezado tarareando y que estaba a punto de bailar movida por la inercia de los recuerdos de aquella función se me fue quedando helada en la boca. Por un lado pensé en todas las promesas que me había hecho la vida y que luego me había arrebatado, por otro, empecé a imaginarme a toda esa gente que estaría todavía bailando en una discoteca, toda esa gente que saldría medio borracha y volvería a casa dando tumbos y se dejaría caer en la cama y dormiría mientras la ciudad se ponía en marcha. Lo veía tan claramente como Dios debe ver a sus hijos, desde arriba, vigilante pero sin intervenir. Me ha pasado muy pocas veces, ese desdoblarme y entender de forma tan nítida el funcionamiento del mundo, como entiende el relojero la maquinaria del reloj, pero cuando me ha ocurrido he tenido que empezar a respirar hondo porque el corazón se me desbocaba. Dijo el médico que era ansiedad. Es la respuesta mágica que han encontrado cuando no saben muy bien de qué les estás hablando.

Yo estaba ahí, liliputiense, recogiendo mierda, escuchando aquella canción, imaginando la maquinaria planetaria, y saliendo a duras penas de ese ensimismamiento, porque todos esos pensamientos un tanto astrales me habían descolocado de tal manera la cabeza que me encontraba a punto de marearme y me costaba entender lo que tenía delante de mis ojos: un tío ahorcado debajo del scalextric. Llamé como pude, con dificultades para atinar en los números, al encargado. Yo pregunto: ¿es necesario suicidarse así, en plena noche, en ese lugar comido por las ratas, a la espera de que pase una pobre desgraciada, como yo, y te vea con los pies colgando? ¿No tienes una habitación, tío, no tienes una madre para que sea ella la que te encuentre primero, o un hermano para que sea el que te descuelgue, no tienes una miserable caja de pastillas?

Me acuerdo de que una vez le dije a Milagros: Milagros, mi vida es para suicidarse. Era en los últimos tiempos de mi madre, imagina, su afición al armario, tener que atarla, lo que se hacía encima, o aquella tarde en que untó la pared con sus propios excrementos. Yo lo decía para desahogarme, pero en el fondo, no tengo valor para eso, ni quiero, yo adoro la vida, aunque la vida haya sido muy perra conmigo y me haya puesto las cosas difíciles y no me haya concedido el dinero necesario para cambiar. Pero lo repito: adoro la vida. El caso es que Milagros se me queda mirando y empieza a llorar desconsoladamente y me dice: si un día tú decides suicidarte, si un día tú lo tienes claro y quieres hacerlo, yo me suicidaré contigo. Al principio me quedé muy sorprendida pero luego me dio la risa. La abracé y le decía, ay, Milagros, ni suicidándome me voy a librar de ti. Ay, Milagros, qué sabes tú de suicidios. Y ella lloraba y lloraba. Qué poco sabemos de los demás.

Por alguna razón la música todavía me exageraba más ese tipo de pensamientos negros, así que, ya te digo, me alegré cuando nos prohibieron llevar el discman. Sin música, mejor. Menos emociones. A mí me sobran las emociones. Al principio yo tuve muchos problemas con este trabajo. No con el trabajo en sí, porque yo en el trabajo cumplía, entre otras cosas porque ya no me quedaban más huevos. A mi madre le había contado que estaba trabajando en el departamento de limpieza del ayuntamiento pero de capataza, no de barrendera, porque yo sé que para ella hubiera supuesto un trauma verme barriendo. Milagros me decía que es que en mi casa hemos tenido siempre mucha arrogancia, aires de grandeza. No me voy a defender. Sólo sé que mi madre, hasta que yo tuve unos quince años, tuvo muchacha y ella no sabía lo que era limpiar un váter, y para ella ver a su hija limpiando era bajar varios peldaños en la escalera de la vida. Para mí también. Son prejuicios que, quieras que no, te los inculcan en tu educación desde pequeño, y ahí se quedan. Es un orgullo de clase, sí, pero no sé por qué tengo que pedir perdón por ello.

A mí no me gustaba limpiar la agencia de viajes, pero por lo menos en la agencia, para empezar, trabajabas bajo techo y, además, era un sitio más discreto, tú te organizabas y procurabas quitarte de en medio cuando llegaban los clientes. De ahí a limpiar la calle, a la vista de todo el mundo, hay un abismo. Es un palo. Yo lo veía así. Me llega a tocar mi barrio en el reparto y yo no acepto el puesto, eso tenlo por seguro. Pero como me salió el barrio de Pacífico, me dije, esto para mi madre es como la China. Pero en esta vida nunca estás a salvo. Me acuerdo que un día se me cruzó una de las amigas viudas de mi madre. Justo la misma portera que le había ido con el cuento hacía años de que me veía todos los días montándome en un taxi. Ésa. La vi venir cruzando la calle hacia mí y pensé, joder, joder, es que no me lo puedo creer, otra vez esta tía, será posible la persecución a la que me tiene sometida, esta portera se ha propuesto no dejarme vivir en paz la cabrona. Se acercaba hacia donde yo estaba, paralizada, apoyada en el cepillo. Hubiera jurado que me estaba mirando, porque tenía la cara del que va, pero cuál no sería mi sorpresa cuando veo que la mirada de la tía me traspasa, sigue andando, y me deja atrás. No me había reconocido. Se ve que ni se le pasó por la cabeza que aquella barrendera que había dentro de un traje verde fosforescente y que tenía un cepillo en la mano era la hija de su vecina Encarnación, la que siempre va en taxi. Al principio fue un trago. Todo. Por un lado, mi orgullo herido, que decía Milagros que mi orgullo no es orgullo sino soberbia, pero yo te demuestro que es orgullo, porque no me digas que no es fácil de entender que ser barrendera no es el sueño de alguien que ha llegado hasta primero de facultad. Por muchas oposiciones y muchas pruebas que te hagan para hacerte el contrato, por mucho que tengas que arrastrarte para que te den tu huequecito laboral, para mí este trabajo fue la típica caída en picado en el escalafón social. Más luego los detalles prácticos del propio trabajo, el tener que llamar al del camión para que pase a recoger un gato muerto o un perro o al tío de los pies colgando, que no es algo excepcional, Sanchís se encontró a un tío ahogado en el estanque del Retiro, que todavía es más siniestro, porque se lo estaban comiendo las carpas, que comen carne humana con toda naturalidad, según Sanchís, que lo vio con sus ojos. Que conste que yo, en un primer momento, lo vi así de lejos, a mi muerto, desde la bruma de mis pensamientos, y pensé que estaba vivo porque no estaba totalmente quieto, pendulaba, como si se acabara de colgar en ese momento. Me quedé parada, sin entender nada, pensé, la gente es la hostia, qué te parece, a las seis de la mañana haciendo el mono. Pero pasaba el rato y nada. Nada. Me acerqué un poco más y ya me pareció que los brazos también colgaban a lo largo del cuerpo y entonces me di cuenta de que el balanceo del tío se producía cada vez que pasaba un coche por arriba y los pilares del scalextric vibraban.

Dios mío, Dios mío, Dios mío. Sólo me salía eso de la boca y ni tan siquiera me podía oír mi voz porque llevaba los cascos puestos escuchando Voulez-vous coucher avec moi, que a raíz del suicida, cuando la oigo, se me acelera el corazón y me salen tres o cuatro canas del susto. Es un reflejo que me ha quedado y que me ha impedido escuchar esa canción en concreto, con la de buenos recuerdos que me traía (menos el del día en que me vi mayor con la peluca afro reflejada en el espejo de luna. De esa imagen prefiero no acordarme).

Hay compañeros que son como más fríos y sin que les tiemble el pulso se echan el muerto al cubo (me refiero a un animal) hasta que llega el Cabstar y lo recoge, pero yo no. A mí me da mucho escrúpulo. Yo no puedo empujar el carro sabiendo que llevo dentro un pájaro muerto. No me atrevo ni a arrimarlo al borde de la acera con el cepillo. Sólo de pensar que puedo encontrarme con los ojos de un bicho muerto en algún momento me espanta. Porque está demostrado que el alma tarda un tiempo, al menos un día, en abandonar el cuerpo de un ser vivo, hasta que el cuerpo físico pierde el último punto de calor en las entrañas, y quién sabe de quién es el alma que está en los ojos de un pájaro, o quién fue el ser humano que se reencarnó en ese perro muerto que hay en medio de la calle y que tú empujas con el cepillo. Yo, desde luego, mientras no se demuestre lo contrario, creo en la reencarnación.

Al principio de este trabajo, no me preguntes por qué, ves toda la mierda. La distingues toda. Es como si los ojos se te convirtieran en lupas. Distingues todos los escupitajos, todas las cagadas, las cucarachas que se cruzan, las ratas, la porquería que se acumula en los alcorques, las bolsas que la gente deja a deshora al lado de los bancos o en los árboles, las patas de pollo que sobresalen de las bolsas, que brillan en la oscuridad, y que parecen que claman al cielo pidiendo auxilio, los condones usados de alguien que echa un polvo rápido en el coche y luego abre la ventanilla y lo tira en medio de la calle lleno de semen, el vómito que aún huele a alcohol agrio y a cena descompuesta y las hojas de los árboles, que cuando el tiempo está seco vuelan y se te escapan y cuando llueve se pegan al suelo como calcomanías y no hay forma de despegarlas.

Yo empecé a currar con la caída de la hoja, en esa época contratan al doble de gente, y te aseguro que si tienes una idea romántica del otoño ahí se te acaba cualquier romanticismo. Se lo aconsejo a cualquiera: si quieres meterte a barrer, no lo hagas en otoño. Pero por otra parte, como es lógico, es la estación en la que contratan a más gente y la gente hoy en día trabaja en cualquier cosa. Y más los inmigrantes. O gente como yo, que teniendo una mínima posición, por azares de la vida, nos vemos arrojados al trabajo de calle. Yo tenía una compañera ecuatoriana que me decía que después de haber limpiado en tres casas, esto le parecía el paraíso terrenal, decía que siempre es más llevadero limpiar porquería en abstracto, la porquería anónima de la calle, que la mierda que producen unos seres concretos a los que a veces tienes una manía espantosa y que te están explotando miserablemente. Es una forma de verlo muy respetable también.

Empecé, ya digo, para los dos meses de la hoja y luego, como puede verse, me quedé para siempre. Yo me había hecho mis cálculos, había pensado, Rosario, estás octubre y noviembre, y mientras, te buscas otro trabajo mejor, bajo techo por lo menos. Pero no lo hice. Salía a las dos de la tarde, me tomaba una caña con los compañeros en el bar y cuando volvía a casa me tumbaba en el sofá, me ponía la tele y me echaba una siesta de tres horas. A mi madre esa actitud le quemaba la sangre, decía (cuando aún decía algo), hija, por la Virgen, pierdes la tarde, apúntate a una academia de inglés o de mecanografía para manejar el ordenador, que el inglés no te va a sobrar nunca en ningún trabajo, que con el inglés se te abrirán puertas y sin el inglés se te cerrarán todas. Así lo decía, tal y como lo escuchaba en los anuncios de la radio. Con el inglés, las puertas abiertas; sin el inglés, las puertas cerradas. Yo no he conocido a ninguna persona que diera tanto crédito a la publicidad como mi madre, ella no tenía ese mecanismo tan simple por el cual distinguimos lo que es información y lo que es propaganda. Su obsesión era que si me aplicaba y estudiaba inglés igual podía intentar que me contrataran otra vez en la agencia de viajes. Eso venía en parte porque a los seis meses de salir de la agencia ya no pude alargar la mentira por más tiempo y no tuve más remedio que confesarle que ya no trabajaba allí, sencillamente se me acabó el paro y mis planes de enriquecimiento en el taxi con Milagros se habían quedado en nada.

Cómo nos íbamos a enriquecer si Milagros no veía el momento de montar en el taxi a ningún cliente, si se nos iba todo lo que habíamos sacado en restaurantes. Si nos lo pulíamos a diario. Yo le decía, esto es un desastre, Milagros, un desastre.

Nos comimos mi paro, nos comimos lo poco que salió del taxi y a Milagros su tío Cosme le dijo un día, bonita, se acabó el taxi, yo el taxi no te lo he dado para que te pasees con una amiguita por Madrid. Y de muy buenas maneras la mandó a tomar por culo. Natural.

Me acuerdo del último día que Milagros me llevó a casa y me dijo, esto se ha terminado, mi tío dice que antes que confiar en mí se busca una inmigrante. Y yo le decía, es que, Milagritos, Mila, esto se veía venir, no se puede vivir así, haciendo lo que a una le apetezca sin pensar en el mañana. Y ella decía, Rosario, ¿es que para ti no cuenta todo el tiempo que hemos pasado juntas, todas las experiencias acumuladas, todos los restaurantes?, ¿es que para ti la vida es sólo trabajo, trabajo y trabajo?

Ya ves, me lo decía a mí, que no he sido precisamente el colmo de la responsabilidad. Pero ella me abocaba a ese papel como de hermana mayor, como de madre, ahora que lo pienso.

Ella decía, nunca nos vamos a ver en otra en la vida. Nunca podremos tener tan buenos recuerdos como éstos.

Y visto con la perspectiva del tiempo, puede que tuviera razón. Yo ya no me he visto en otra. Ahí se acabó el dinero y se acabaron los restaurantes y los porros y las mañanas de paseo en el taxi del tío.

Qué raros son los recuerdos que nos hacen disfrutar de una felicidad de la que no nos dimos cuenta y con la que no fuimos felices.

El caso es que ante la evidencia de la falta de dinero le tuve que decir a mi madre que no me habían renovado el contrato. Mi madre se ha ido enterando de mi vida poco a poco, digamos que con cierto retraso y con un poco de adorno. Pero no era voluntad mía mentirla, hay personas que te piden que las mientas; a mí bien que me hubiera gustado llegar a casa con la verdad por delante, pero me vi obligada a enredarme en embustes para que no sufriera. Le dije que no me renovaban el contrato porque necesitaban a una persona con un nivel de inglés más alto que el mío. Mi nivel es cero, todo hay que decirlo, pero eso mi madre no lo sabía. Luego me arrepentí de haberle dicho eso porque a ella se la quedó grabado en su cerebro aquello del inglés, y entre mis palabras y el anuncio de la radio (con el inglés se te abren las puertas y sin el inglés se te cierran todas) no había tarde que no lo repitiera dos o tres veces, y encima elegía para machacarme con el asunto cuando acababa de despertarme de la siesta, que es cuando yo personalmente tengo menos aguante. Todos estos consejos me los daba, claro, cuando aún el cerebro le servía para retener alguna cosa, aunque mi madre siempre fue una de esas personas a las que sólo les caben tres ideas en la cabeza y esas tres ideas las marean durante toda una vida. Ella siempre decía que veía más para mí y para cualquier mujer femenina (mi madre siempre añadía lo de femenina, cosa que me dolía) el trabajo en la agencia de viajes que el de capataza de basureros. Ay, pensaba yo, si tú supieras que por no ser no soy ni capataza. Luego se consoló un poco cuando la dije que Milagros estaba de barrendera. Mi madre decía, ¿ves?, a Milagros lo de barrer, el trabajo físico, le va como anillo al dedo, porque dime, Rosario, si tu amiga Milagros no trabaja limpiando, dime tú dónde la colocas, ¿de cara al público? No, eso desde luego que no.

Para mi madre, ver que existía un escalafón y que yo estaba por encima de Milagros fue una forma de acomodarse a la idea de que su hija trabajaba en las basuras. Además, oyó por la radio que encima de los antiguos vertederos estaban construyendo parques y eso la tranquilizó mucho y durante una temporada siguió muy de cerca todas las noticias que salían por la tele relacionadas con el reciclaje de residuos y se las contaba a sus amigas, como si yo tuviera alguna mano en eso. Se ilusionaba con poco.

Yo creo que fue justo en aquellos dos meses de la caída de la hoja cuando me empecé a dar cuenta de que se desorientaba en el pasillo. Salía de la cocina y en vez de ir a la derecha hacia el salón con la bandeja en la que me traía la comida echaba a andar en dirección contraria. Se la llevaba al váter y allí se quedaba, de pie, con la bandeja en las manos, sin saber qué hacer.

Mamá, qué haces.

Se daba la vuelta, me miraba, y me seguía hasta el salón, avergonzada por el despiste, con el balanceo aún más acusado.

Un día llego a casa, abro, y ahí estaba, detrás de la puerta, como siempre que me tenía algo que contar que ella consideraba «importante». La miro y veo en su cara una sonrisa, una sonrisa pícara y misteriosa. Me pone la comida sin decir palabra, deprisa. Y se queda a mi lado, de pie, impaciente por que acabara rápido. Cuando yo me empiezo a pelar la pera veo que saca una botella de pacharán del mueble-bar y me dice mientras sirve dos copas: hoy tenemos algo que celebrar, nena. A ver si va a estar caducado el pacharán, le digo. El pacharán estaba en el mueble-bar desde mi primera comunión, que yo me acuerde. Y ella, molesta, porque siempre decía que yo era experta en echarle por tierra sus ilusiones, dice: anda, anda, Rosario, qué cosas tienes, si el alcohol, cuanto más años pasan más valor tiene. Bueno, qué, le pregunto, qué es esto tan importante que me tienes que decir. Y entonces, va y me cuenta que ha llamado mi hermana, para decir que viene por Navidades, que le dan permiso en el trabajo y que nos va a presentar a su novio. Se me paró el corazón, de verdad.

– Mamá, mamá, qué novio ni qué niño muerto, de qué novio estás hablando.

– De un muchacho que ha conocido en el mismo Corte Inglés, él está en la planta cuarta y ella en la baja; él en electrodomésticos y ella en perfumería. Parece ser que se han conocido en los ascensores.

– Mamá, que Palmira está casada desde hace diez años con Santi, mamá, que tienen dos hijos, que tienes dos nietos, mamá, qué me estás contando, mujer.

Se quedó paralizada, con las manos agarradas a la mesa, como si tuviera miedo de caerse si se soltaba. Murmuró, no, no, qué va, va a venir con su novio a presentárnoslo, la tenías que haber oído, menuda ilusión tenía, y yo también tenía ilusión, hija mía, pero siempre me la quitas, eres especialista en quitarme la ilusión, siempre me echas por tierra todas mis esperanzas. Y se puso a llorar. La sacudí fuerte agarrándola por los hombros, pero ya no dijo nada, se quedó como buscando en la maraña de su pensamiento todos los recuerdos que le habían desaparecido desde aquella llamada que mi hermana le había hecho hacía ya lo menos doce años hasta ese momento del presente en el que estaba sirviéndome un plato de pescado y una copa del pacharán de mi primera comunión.

Durante aquellos dos meses que me contrataron para la caída de la hoja no busqué ningún otro trabajo. Ni fui a una academia de inglés. Para qué coño quería saber yo inglés si me pasaba las horas con un cepillo en la mano sin hablar con nadie.

Al principio me dolía todo. Los músculos y la moral. Cualquier cosa hería mi dignidad. Cosas a las que luego te vas acostumbrando. Por ejemplo, limpias un trozo de la calle y entonces pasa un individuo a tu lado y sin mirarte, sin reparar en ti, se arranca del pecho un tremendo escupitajo. Limpias una esquina y alguien te adelanta con un perro y el perro va y caga, y nada, ahí se queda la mierda. Empujas el carro a lo largo de la calle y algunas viejas están vigilando en la ventana, esperando a que pases por debajo y entonces, desde un cuarto, desde un quinto piso, tiran la bolsa de la basura para que tú la recojas. Y la bolsa se revienta al caer, claro. Se esparce toda la basura de la vieja por la acera, las pieles de los plátanos, los desechos del pollo, los restos del cocido, los botes vacíos de las medicinas, el pañal enorme que le pondrá al marido, toda la vida de la vieja se desparrama delante de tus narices para que la recojas.

Un día se me hinchó la vena porque la bolsa casi me da en la cabeza y me puse a insultarle a gritos a una de aquellas viejas, la llamé cerda, bruja, muérete ya, cabrona, de todo, y entonces salió el dueño de un bar y me dijo, qué quieres, ¿que se la coma la porquería a la pobre abuela que no puede ni dar dos pasos?, bastante hace que espera a que tú pases. Por Dios, mujer, me decía el humanista, un poquito de compasión.

¿Y de mí, le gritaba yo, quién tiene compasión de mí?

Son cosas a las que te acostumbras, te acostumbras a que la desconsideración de la gente no te haga daño. Se te hace callo en el alma igual que en las manos. Al principio, te digo, cuando salía de noche, en el turno de las seis de la madrugada, que en invierno se hace tan duro por el frío, ese frío cabrón que a mí me traspasa todos los calcetines, me sentía desgraciada por mi manía de compararme con el resto de la humanidad. Milagros decía que era envidia, y no, no es envidia. Ni es soberbia ni es envidia. No lo digo por defenderme, pero no es envidia. Es el sentido de la justicia, que yo lo tengo muy interiorizado. Hay personas que viven una vida asquerosa en todos los sentidos, desde el sueldo que ganan hasta el marido que les tocó en la rifa, o la cara horrenda que les ha dado Dios para que afeen el mundo a su paso, y sin embargo, esas personas son felices con lo que tienen, son felices cuando dicen, qué bien que estamos todos juntos otra vez por Nochevieja; son capaces de ver a todo ese famoseo que sale en la televisión entrando y saliendo de fiestas, entrando y saliendo de hoteles, saliendo del aeropuerto, entrando en el AVE, y en ningún momento se les pasa por la cabeza el pensar, y por qué coño ellos sí y yo no. A ver, que alguien me diga por qué. Son personas que ven al prójimo y no se comparan, ¿no es increíble? Y se alegran cuando los Reyes de España saludan desde el yate en verano porque no son capaces de hacer una mínima reflexión, no son capaces de decirse a sí mismos, qué pasa aquí, qué pasa conmigo, Dios mío, tú que todo lo ves, por qué a mí no me llega el sueldo ni para ir a un camping de Benidorm. Indignaos, cono, que no tenéis sangre en las venas. ¿Estoy hablando de la envidia?, pregunto.

Mi madre solía decirme, hija mía, es que tú tiendes a ver siempre la vida por el lado más desagradable. Y si tu madre te machaca con esa idea de ti misma desde pequeña, te lo crees, porque cuando eres niño te crees todo lo que diga tu madre, aunque vaya en contra de tu autoestima, aunque te deje para siempre hundida en el barro, aunque te coma las entrañas, como un alien, la sospecha de que tal vez tenga razón, que puede que la vida sea de otra manera pero que hay algo en ti, como una tara de nacimiento, que hace que la veas por el lado más miserable. Aun así, en cuanto tuve un poquito de uso de razón, en cuanto tuve conciencia, me esforcé por convencerme de que no era mío el problema, como me repetía mi madre, sino del mundo, que no está bien repartido. Ni el dinero ni la belleza. El problema es que en el cerebro de mi madre sólo cabían tres ideas y la pobre las mareó toda su vida y me torturó a mí, y a pesar de que, repito, no era una mujer inteligente, y ahora lo sé, lo sé todo, lo tengo todo ordenadito en el cerebro, los padres, aunque sean tontos de baba, o locos o asesinos, influyen sobre nosotros. Quien haya sido capaz de librarse de una madre que tire la primera piedra.

No tengo ningún interés en ver la vida negra, mamá, te lo juro, le decía, ningún interés, pero cualquier persona con dos dedos de frente se plantea así de crudamente la realidad: esto es lo que Dios les concedió a éstos y esto es lo que me concedió a mí y esto lo que te concedió a ti. Y no hay más verdad en la vida que ésa, mamá. Ella decía que mis creencias eran incompatibles con la palabra de Dios, que Dios nos manda pruebas y que hay que intentar superarlas y que en ese afán se puede encontrar también la felicidad. Y yo le decía que desde hacía tiempo se sabía que marxismo y religión eran compatibles. Y es extraordinario que aunque mi madre no tenía ninguna noción del marxismo, era escucharme decir eso y echarse a llorar. Nunca llegué a entender por qué.

Como ejemplo de esa resignación cristiana que practicaba mi madre y que yo no compartía (para nada) está el hecho de que a mi madre se le caía la baba con los niños de las Infantas. Yo creo que hay madres que acaban queriendo más a los hijos de las Infantas que a los suyos propios. O a los de Carolina, que encima es de otro país. Mi madre puede servir de ejemplo de ese disparate.

Sí, creo en Dios. No veo por qué, no me importa volver a repetirlo, eso tiene que ser incompatible con todo lo que he dicho. Creo en Dios, hablo con él y muchas veces le he preguntado: por qué a mí. Y me ha costado muchos años encontrar la respuesta. Creo que la he encontrado.

Me acuerdo de un libro que me trajeron los Reyes cuando tenía diez años. Se llamaba Pollyana y era de una niña pobre y huérfana de madre que vive con su padre; resulta que cuando llegan las Navidades la tal Pollyana tiene que ir por su regalo a la beneficencia, porque en su casa no hay dinero ni para eso, y la niña se encuentra con que Papá Noel (en este caso las señoras de la beneficencia), por un error organizativo, le ha dejado unas muletas. La niña, Pollyana, se va llorando a casa, natural, pero creo recordar que es su padre, que en el cuento estaba retratado como un santo pero que para mí era un cínico porque si no es que no me lo explico, quien viendo a la niña llorar tan amargamente con las muletas en la mano le enseña a jugar al Juego de la Alegría. El Juego de la Alegría consiste en buscar un motivo de alegría a cualquier acontecimiento de tu vida, por mucho que te joda un acontecimiento. El padre de la niña, San Cínico, le propone que jueguen al juego de la alegría con las putas muletas y Pollyana de momento se queda sin habla, con los ojos a cuadros, como se hubiera quedado cualquier criatura ante una propuesta tan ridícula, pero luego de pronto a Pollyana, que hasta el momento parecía un ser inteligente, se le enciende una luz espiritual en el cerebro (es un libro de ficción, evidentemente) y siente que hay razones para ser feliz porque, dentro de las innumerables desgracias que le han ocurrido (muerte de la madre, padre enfermo, pobreza, embargo de la casa, etc.), piensa Pollyana, ya absolutamente contagiada de la locura de San Cínico, ese beato, dentro de la tragedia que marcó su vida desde el primer día en que sus ojos se abrieron al mundo, hay un motivo de celebración: ha recibido unas muletas, de acuerdo, ¡pero no tiene que usarlas, sus piernas están sanas!

Fíjate que yo sólo tenía diez años cuando me leí el libro y ya a esa edad anduve varios días entre cabreada y deprimida. Si no llega a ser porque no quería ofender a mi madre, lo hubiera tirado por la ventana. A mi madre le gustaba. Para ser exactos, le gustaba la teórica: esa niña, la felicidad que provoca el saber resignarse, la superación de contratiempos. Pero en la práctica, ya lo ves, en la práctica mi madre no quería verme limpiando. Los beatos siempre andan en el terreno de la especulación. Ah, la vida real ya es otra cosa. ¿Qué hubiera pasado si yo le hubiera dicho: madre, mira a tu hija, soy barrendera, soy marmota municipal, así me gano la vida y así creo que me la voy a ganar hasta que me jubile? Madre, ¿ahora qué me dices?, ¿no crees que éste es el momento de poner en la práctica el juego de la alegría de Pollyana? Me puedo imaginar perfectamente cuál hubiera sido su reacción, ay, hija mía, no seas cruel conmigo, no me castigues, por qué me dices esas cosas. Conclusión: mi madre no se hubiera conformado con las muletas, como no se conformó con que yo no fuera más que tres meses a la universidad, igual que no quería que sus vecinas me vieran en paro, igual que nunca quiso que me vieran con la monstrua Milagros. Y seguro que había momentos en que le hubiera gustado borrarme del mapa para no tener que dar explicaciones a los demás, explicaciones en las que ella también introducía sus mentiras, «la volverán a contratar en la agencia cuando suba su nivel de inglés, esto de la limpieza municipal es sólo temporal», pero todo ese poso de decepción que estaba en su interior lo transformaba en un estado de permanente preocupación por mí, de espíritu de sacrificio. Supongo que así entendía ella que debía ser la actitud correcta ante Dios, pero lo que yo me pregunto es, si Dios sabe lo que cada una de sus criaturas está pensando, si Dios todo lo ve, para qué representar una comedia de cara a Dios. Eso es lo que yo me pregunto.

Por qué tenía yo que vivir esa vida, ésa era mi pregunta íntima y desesperada al Señor. Por qué tenía que salir a las seis de la mañana con un cubo de basura en pleno invierno. No todo depende de Dios, eso está claro, también influye la voluntad, la fortaleza de las personas. Por qué entonces Dios me había dado a mí tan poca voluntad.

Yo siempre paso frío. Veinticinco calcetines que me ponga veinticinco que traspasa el puto frío y me deja los dedos curvados para dentro, como garras de pájaro. Milagros se empeñaba en darme masajes en los pies cuando llegábamos a los vestuarios, decía que había hecho un curso de reflexoterapia por correspondencia. De reflexoterapia. Y cuando yo le preguntaba detalles para desmontarle esa invención tan disparatada, que cuándo había hecho ese curso, que dónde se había matriculado -porque si hay algo que no te puedes imaginar es a Milagros siguiendo un curso de nada-, ella me decía que lo había hecho en todos esos años en que no nos habíamos visto y que cuando yo quisiera me enseñaba el título. Ven a mi casa y te lo enseño, me decía, ahí lo tengo colgado en el recibidor, para no darme importancia.

Ya sé que puede parecer de una mala hostia impresionante este interés mío por desmontarle sus embustes pero es que con ella corrías el peligro de consentir que todo valiera igual: la verdad y los disparates.

Ya sé que yo mentía a mi madre pero no es lo mismo. Yo lo hacía por piedad y ella lo hacía por vicio, por costumbre, ella contaba mentiras y se las creía. Yo las contaba conscientemente.

Hubiera hecho o no hubiera hecho el curso de reflexoterapia por correspondencia a mí sus masajes me aliviaban mucho. La verdad es la verdad y hay que reconocerla aunque nos cueste. Milagros tenía las manos muy calientes, como si tuviera siempre unas décimas de fiebre y era simplemente ponérmelas sobre los dedos desnudos, curvados y rígidos por el frío, y ya me sentía mejor.

Además te tocaba sin escrúpulo, de una forma que yo no me siento capaz de tocar los pies de nadie. Me tumbaba en el banco del vestuario, debajo de las perchas, cerraba los ojos y Milagros empezaba a masajearme los pies de una manera que alguna vez hasta me quedé dormida. Las otras compañeras miraban. Al principio, de refilón, luego, convencidas de que Milagros era reflexoterapeuta (por correspondencia), se atrevieron a pedirle masajes. Es lo que te digo, ella conseguía integrarse en los grupos de la manera más estúpida que puedas imaginarte.

De cualquier forma yo siempre notaba una cierta desconfianza hacia nosotras dos, notaba como que se comentaban cosas por detrás. Eso lo notas. Y más cuando te ha pasado desde niña. Yo noto, por ejemplo, cuando me mira alguien que tengo a mi espalda. Fue una pena que no siguiera estudiando psicología porque tenía muchas facultades, y considero injusto que haya que estarse ahí cinco años de carrera para poder ejercerla cuando la psicología es un don y yo, por suerte o por desgracia, lo tengo. Y digo por desgracia porque eso me hace ver en los demás cosas muy desagradables que si yo no tuviera este sexto sentido tan desarrollado que tengo no las vería y sería infinitamente más feliz. La inteligencia a veces es un veneno para la felicidad.

Pero, curiosamente, cuando pasaron los dos primeros meses de la caída de la hoja y fui consciente de que no había buscado otro trabajo, de que no lo iba a buscar, de que nunca me apuntaría a ninguna academia ni de inglés ni de informática y de que me daban de pronto la posibilidad de hacerme fija, pensé, a tomar por culo, firma y olvida, olvida que no quieres estar aquí y que la vida que te ha tocado es la equivocada. Y firmé. Y fue firmar y empezar a salir a la calle de otra manera, con otro empuje. Ocurrió como a los diez días de tener la fijeza. Iba empujando el cubo, al principio de la calle Condes de Barcelona, era completamente de noche y hacía un frío soportable, gustoso. Sentí que el aire me despertaba, que mi cuerpo era más ligero, que el trabajo no costaba y que nada malo podía ocurrirme. Morsa hizo sonar el claxon desde el Cabstar y yo levanté la mano para saludarle. No sé si vio mi sonrisa pero yo misma me quedé asombrada de haber sentido, así, sin oponer resistencia, un pequeño brote de camaradería.