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CAPÍTULO 4

Para mí, echar la llave no era encerrarla. Igual que atar a alguien, según y cómo, no es amordazarlo ni tenerlo secuestrado. Ella se metía voluntariamente en el armario, allí, debajo de los abrigos, se acurrucaba. Podía estar una, dos, tres horas y, normalmente, era yo la que abría la puerta y le decía, mamá, ya es de noche, ¿no estarías mejor en la cama? Se me quedaba mirando sin decir nada y si tiraba de su brazo para sacarla se ponía a gemir como una niña chica. Pero era tan imprevisible que igual que te intentaba morder la mano para que no la sacaras luego salía y entraba cada cinco minutos. No había forma de pillarle el punto a su rutina. Dicen que cada locura tiene su lógica, pues que me cuenten a mí qué lógica tenía la suya. Ninguna.

Después de pasar tardes y tardes en el armario de los abrigos, el día en que llego a casa con Morsa para echar un polvo, ella decide salir, caminar por el pasillo, entreabrir la puerta de mi habitación -que yo creo recordar que estaba cerrada- y mirar. ¿Qué es lo que entendió de lo que estaba viendo? No lo sé. El caso es que tres noches después de que eso ocurriera me desperté de un sobresalto porque la oí gemir, gritar, y entonces fui yo quien entreabrió su puerta y allí estaba ella, acostada, con los ojos abiertos, simulando que un hombre la estaba… No puedo decir la palabra tratándose de mi madre, igual que me siento incapaz de reproducir las palabras obscenas que ella decía, las peores, las más guarras. Me dio taquicardia, se me puso el corazón como loco. Y comencé a obsesionarme con la idea de que lo había hecho para herirme, para vengarse de lo que había visto. Aún hoy, por más que razono y pienso que era imposible que ella tuviera esa reacción tan retorcida, que el cerebro no le daba para tanto (ni antes ni después de la enfermedad), aún hoy, ese pensamiento me tortura, ¿me estaba imitando?

Propósito de la enmienda: no volveré a follar en casa de mi madre. No volveré a follar con Morsa. Preguntas que te formulas: ¿Es que tengo tantas ganas, es que me muero por tirármelo otra vez? En principio la respuesta está clara: No. Muy bien, si las cosas están tan claras, no lo haré, no tengo por qué volver a hacerlo y si el alcohol o las drogas me ablandan la voluntad recordaré la cara de mi madre mirando cómo el culo blanco y peludo de Morsa bajaba y subía.

Pero lo que piensas no es lo que haces, al menos en mi caso, y después de tomarte cuatro vermús de grifo a ver quién coño se acuerda ya de los propósitos de enmienda, al contrario, estás viendo venir que el ambiente y la conversación se ponen propicios y aunque estás a tiempo de cortar no haces nada por pararlo. Es como si te estuvieras desafiando a ti misma, es la pelea interior del ángel bueno contra el ángel malo. Cuando Morsa va y te pregunta, ¿te gustó? Tú mueves la cabeza afirmativamente. ¿Poco o mucho?, pregunta Morsa. Y tú te ríes, no dices nada, pero tu risa le hace creer que sí, que te gustó mucho. Y él, tonto del culo, chulesco, dice, pues mi segunda vez siempre es mejor que la primera, y no lo digo yo solamente. Y yo me río, como si me hiciera gracia y como si al mismo tiempo me produjera cierta vergüenza femenina, y pagamos apurando el último trago de vermú y vamos a mi casa otra vez, y le digo, espérate cinco minutos, ¿quieres?, que quiero cerciorarme de que no hay nadie. Y cuando voy a la altura del segundo piso le oigo decir por el hueco de la escalera, ay, pillina, tú lo que quieres es prepararte, coqueta, lo que quieres es maquearte, que eres una pilla, si a mí me gustas de todas formas, hasta con el uniforme. Le veo la cara asomada, veo la sonrisa que pudo ser la sonrisa de un hombre atractivo, pero que se hubiera quedado a medio camino. Ay, yo quiero creer que es atractivo, que me gusta, que dentro de poco su culo subirá y bajará y sus dedos me tocarán, buscarán el botón mágico, diciendo, quiero volverte loca antes de meterla. Me prometo a mí misma no pensar demasiado, me hago el propósito de que no invadan mi mente los pensamientos sucios.

No pensar en la repercusión que tienen sus empujones sobre mis esfínteres, no pensar en los esfínteres, no pensar en la grima que me da el hecho de tener las piernas abiertas para que un trozo de carne de Morsa entre en la mía, no, no, no, me digo, fuera todo eso, fuera la nube negra. Un poco de Pollyana en mi corazón, me descubro diciéndome a mí misma.

Abro la puerta y busco a mi madre. No está en el salón.

No está en su cama.

No está en el váter.

La encuentro emboscada bajo los abrigos, le acaricio el pelo, mamá, cómo estás, mamá, ¿vas a ser buena?, y después, sintiéndome Caín o Judas o cualquier hijo de puta mal nacido que vive sin poder librarse de su pecado original cierro la puerta con llave y la dejo dentro, sentada entre zapatos, paraguas, y esas cien mil cosas inútiles que yo tiraré al contenedor algún día, en cuanto ella muera. Me asalta de pronto el temor a que se ahogue, pero no, no podría ser, me digo, quedan rendijas al cerrar las puertas por las que entra el oxígeno. Tal vez la pobrecita llore al sentir que echo la llave. O tal vez sea feliz como la niña que juega a las cuevas. Bueno, bueno, no le des más vueltas, me digo, no será mucho rato. Morsa es de los que acaban rápido. Yo soy de las que hago que ellos acaben rápido. Me asomo al hueco de la escalera y le hago una seña a Morsa, eh, tío, sube ya, y él sube los peldaños de dos en dos, empalmado desde el primer piso.

Fueron cinco, seis veces, las que lo hicimos en mi casa en esas condiciones, ya no me acuerdo. Yo mantenía a raya a Morsa y a cada polvo que echábamos le decía, entérate, si te vas de la lengua éste será el último, porque Morsa es un bocazas y no quería que lo soltara en el trabajo. Se lo tenía dicho: esto es un secreto, como seas tan gilipollas de largarlo en los vestuarios, se acabaron los polvos, tú verás. Y él que sí, que sí, pero dime, qué hay de malo en que la gente sepa que te echo un polvo de vez en cuando, así Sanchís se enterará de que no eres ni virgen ni bollo.

A Morsa le gustaba hablar así, recalcar que los polvos me los echaba él, y a lo mejor estaba en lo cierto, pero sólo oírselo me provocaba rechazo. Yo le hacía jurar por lo más sagrado que no traicionaría nuestro secreto, pero lo contó. A Morsa lo más sagrado le traía al fresco. No creía en lo más sagrado. Aunque siempre lo negó yo sé que se le acabó escapando porque Milagros, sin dejar de masajearme el pie en los vestuarios me dijo, no te creas que no lo sé.

No te creas que no lo sé, repitió, porque yo le puse cara de extrañeza.

El qué sabes, le digo.

Que te acuestas con Morsa.

Y a ti quién te ha dicho eso, le dije.

Ella me aseguraba que no se lo había dicho nadie, que no le había hecho falta, que lo había sabido por pura intuición, que esas cosas se notan en la cara de la gente, en la piel, que está más hidratada, en el olor hormonal que uno despide, pero yo sabía que Milagros lo sabía por Morsa, porque si hay una cualidad que Milagros no tenía ésa era la de la perspicacia.

Me empecé a medio disculpar, primero porque me daba algo de vergüenza que mis compañeras supieran que estaba liada con el tonto de Morsa. Yo con Morsa me había hecho mi composición de lugar, me había organizado más o menos los mismos planes que cuando empecé a trabajar en la calle para la caída de la hoja: me saco un dinero con esto y, mientras, me busco un trabajo mejor, más presentable, que no me haga avergonzarme delante de mi madre. Con él lo mismo: me acuesto con Morsa, eso me da seguridad en mí misma, la práctica misma del sexo sube la autoestima, activa las feromonas y eso me hace más deseable para el resto de los hombres, y en cuanto se me presente una oportunidad mejor, ahí te quedas, Morsa, muchas gracias por los servicios prestados.

Morsa es un clásico. Es un clásico dentro de los arquetipos humanos que hay en todos los trabajos, es un tío que le cae de puta madre a todo el mundo pero al que nadie toma en serio, que no inspira ningún respeto. Cuando Morsa está en grupo y empieza a hablar, antes de que acabe la frase, por muy corta que sea, ya hay otro compañero que está contando otra historia y todo el mundo se olvida del pobre Morsa, pero él no se traumatiza por eso, él sabe que tiene su lugar en el mundo y que es un tío popular aunque a nadie le interese realmente lo que diga. Morsa es una de esas personas que no saben comprimir lo que cuentan, empieza con una historia que promete ser interesante pero de camino añade unos detalles innecesarios, fatigosos, que te sacan de quicio. Al grano, Morsa, le digo, al grano. Morsa es uno de esos individuos que encima de estar cansándote con una película que no te interesa demasiado, se para en seco y te dice, oye, si te estoy aburriendo, dímelo y lo dejo. Los compañeros no tienen piedad con él, y siempre le dicen, sí, Morsa, me estás aburriendo, corta el rollo. Pero yo soy incapaz de decirle a nadie eso a la cara, yo le digo, venga, coño, sigue y acaba ya de una vez, que es para hoy.

No, Milagros y Morsa no se parecen: Morsa es como cualquier tío, es normal y corriente, tiene los defectos de cualquiera; Milagros siempre tuvo una rareza.

Milagros nunca tuvo la regla. Yo pienso que eso es algo que psicológicamente te tiene que marcar la vida. Yo me enteré de casualidad, la noche en que encontramos al niño, porque ella, creo recordar, bueno no, estoy segura, simulaba que la tenía y compraba compresas incluso. Cantidad de veces me he bajado yo del taxi para comprarle compresas, y ella hablaba, como cualquier tía, de vez en cuando, de sus períodos.

Ahora, visto con el tiempo, uno va juntando las piezas y piensa que sí, que hacía cosas raras: en los lavabos del instituto, por ejemplo, se hizo célebre por subirse al váter para asomarse y mirar a la de al lado. Yo no fui la única que la pilló sujetándose con las manos y con la barbilla apoyada en el borde del muro, observando atentamente cómo te quitabas la compresa y mirabas, como siempre, la sangre, la cantidad, el color, sintiendo el olor fresco, húmedo, del primer día y el olor seco y reconcentrado de los siguientes, esas cosas que haces mecánicamente desde que eres mujer y te encuentras con la mancha.

Un día, mientras repetías esa rutina secreta en el lavabo del colegio, sentías, porque eso al menos yo lo siento, que alguien estaba espiándote desde arriba. No los ojos de Dios sino los ojos de un ser humano. Yo reaccioné con una rapidez inaudita y le tiré el rollo de papel higiénico a la cara; a ella le pilló tan por sorpresa que del susto que se llevó se cayó para atrás provocando un ruido tremendo, y luego el silencio.

¿Milagros, estás bien?, le dije varias veces, ¿Milagros? Después de un minuto o así empezó a gritar y a gritar, que no me puedo mover, que me saquen de aquí, que me saquen, y tuve que salir corriendo a llamar a la profesora y volvimos las dos con el conserje que tuvo que saltar por arriba, desde el váter de al lado, porque al hombre le daba miedo echar la puerta abajo y hacerle daño y cuando abrió al fin la puerta la encontramos retorcida, con el pie enganchado dentro de la taza, que costó Dios y ayuda sacárselo de allí porque a cada intento lloraba y berreaba como un animal. No dijo cómo ni por qué se había caído, ni yo tampoco, y en la confusión de sacarla de allí y llevarla al hospital no lo preguntaron, pero era vox populi que la Monstrua espiaba en los servicios y que en cuanto se le presentaba la oportunidad les tocaba el culo por detrás a las niñas cuando sabía que tenían la regla. Nadie sospechaba, claro, que más que instintos irrefrenables de tortillera lo que movía a Milagros a meter mano era la curiosidad. Yo casi estoy segura de que nadie supo jamás que Milagros no tenía la regla y es posible que nadie se lo preguntara en su vida porque ella estuvo casi desde los nueve años en casa de su tío Cosme y su tío Cosme no era mala persona pero tenía la sensibilidad de un corcho.

Con el tiempo, me he preguntado muchas veces cuántos años tenía entonces Milagros, me refiero a cuál era su verdadera edad mental, si maduró o se detuvo en los doce años, la edad a la que la mayoría de las niñas les viene la regla. Cabe la posibilidad de que a partir de esa edad fueran pasando los años sin que en realidad ella los cumpliera psicológicamente, y en cierta manera, tampoco físicamente porque Milagros siempre tuvo una textura en la piel, una mirada, una forma de moverse muy infantil. El caso es que tú no podías decir de dónde venía su rareza, pero su rareza ahí estaba, tanto por fuera como por dentro. Reconozco que éstas son cosas sobre las que yo nunca pensaba cuando la tenía delante. Cuando la tenía delante me limitaba a enfadarme, a aguantar sus extravagancias y a veces a reírme con ella, porque, qué coño, también nos hemos reído lo nuestro. Pero no veía más allá de mis narices. Ahora, a posteriori todo empieza a cuadrar. Es lo que tiene la vida, que a posteriori todos somos muy listos y hacemos grandes predicciones a toro pasado.

Cuando Milagros se subió al váter para espiarme yo tenía catorce años, llevaba dos con el período, me había acostumbrado a la presencia mensual de la sangre, ya había humanizado a mis dos ovarios: el uno, el ovario bondadoso, venía casi sin que yo lo sintiera, y me provocaba un sueño y un cansancio muy gustosos, incluso un amago de dolor que no llegaba a ser dolor con mayúsculas y que me producía cierto placer, el deseo de enroscarme sobre mí misma como si fuera un gusano y dormir en mi caja de cartón, dormir, hasta convertirme en mariposa; el otro, el ovario satánico, se hacía presente cada dos meses con sudores, con mareos, con un dolor que me obligaba a tumbarme y con una hemorragia que traspasaba la compresa, la sábana y llegaba al colchón, era el ovario vampiro, el que me dejaba la cara pálida, y me chupaba la sangre. El ovario bueno, el ovario malo, el ángel bueno y el ángel malo, esos dos seres que estaban dentro de ti y con los que entablabas una relación familiar. ¿Lo hacen todas las niñas?, yo supongo que sí, igual que los niños pequeños imaginan historias cada vez que van al váter, historias inconscientes que están relacionadas con la expulsión de las heces (por utilizar la misma palabra que usa la Biblia), igual que un niño besa durante un tiempo su dedo índice por las noches porque cree que ese dedo tiene alma y vida y habla con él y le pinta ojos y boca y se siente acompañado.

Catorce años tenía yo aquella mañana en que estaba cambiándome la compresa en los servicios del colegio, dos años mirando la sangre, sintiendo su olor, acostumbrada ya al rojo purísimo del primer día de regla, dos años con la idea, aunque fuera remota, de que ya podía concebir un hijo, de que había algo que me separaba de la niñez para siempre, dos años desde que mi madre puso aquella cara de preocupación, ay, ay, Rosario), ahora tienes que empezar a comportarte. Dos años desde aquel primer día, el día de Reyes («Vaya regalo que ha recibido la pobre», comentario de mi madre a alguna de sus viudas por teléfono), en que dormía con mi hermana en la cama de matrimonio-cariñoso que pasó a ser la nuestra, la cama de las niñas, cuando mi padre se fue, y aunque yo ya había desvelado, desde hacía mucho tiempo, el secreto mejor guardado de las Navidades, la verdadera naturaleza de sus Majestades de Oriente, en parte, según decía mi madre, porque mi carácter me llevaba a no creer en fantasías y a buscarle explicaciones lógicas a todo y hasta que no di con la respuesta de que todo dependía del poder adquisitivo de mi madre no paré, y sinceramente, puedo recordar que sentí un alivio al comprobar que, al menos, ni Dios ni los Reyes Magos eran responsables directos de la injusticia por la cual yo no recibí nunca unos vaqueros Levi Strauss ni uno de esos espantosos abrigos Loden que llevaban los niños pijos sino imitaciones con marcas que querían aproximarse al nombre original y que me avergonzaban bastante, aunque digo, yo había descubierto muy pronto, a los siete años, que era mi madre la que salía, compraba, hacía malabarismos con el dinero y producía ruidos misteriosos en el salón la noche del día cinco, mi hermana, tres años menor que yo, seguía en su limbo, del que hubo que sacarla casi de las orejas por cierto, porque ella siempre ha sido partidaria de creer firmemente en aquello que le conviene, sea o no sea racional.

Yo había visto entrar en el cuarto la primera luz del amanecer y, aunque lo normal hubiera sido que como era costumbre la despertara para que fuéramos las dos corriendo al salón donde debían estar ya, al lado del nacimiento, nuestros regalos, me quedé quieta, como con una cierta melancolía hasta ahora desconocida, que estaba relacionada con un impreciso dolor en el vientre y que me hizo sentir, no bromeo ni exagero, por vez primera, el inexorable paso del tiempo. Notaba la temperatura de mi piel muy caliente, y tenía la necesidad de permanecer bien acurrucada bajo las sábanas, recogida en el silencio que aún no se había roto por los otros niños de la escalera. Hubiera querido que ese descanso se prolongara siempre, que no se hiciera de día, y más, cuando empecé a notar que mi cuerpo expulsaba algo, un líquido más espeso que el pis, que me mojaba las bragas muy lentamente, como si fuera lento en expandirse. Mi hermana, Palmira, abrió los ojos cuando ya la luz había invadido la habitación y me dijo, venga, Rosario, ya, vamos a levantarnos y tiró con fuerza de las mantas y entonces vio la gran mancha en la sábana, y en mi pijama y en el suyo y empezó a gritar, empezó a gritar como una histérica, despertó a mi madre, que apareció en el cuarto con la cara descompuesta, sin entender aún lo que le gritaba Palmira, ¡Mamá, Rosario se está muriendo, se va a morir el día de Reyes y ni tan siquiera hemos abierto los regalos, mamá!, y hubo que explicarle lo que ocurría, se lo explicó mi madre, con el hipo de su llanto de fondo, porque yo me fui con toda mi vergüenza al cuarto de baño, a intentar limpiar la sangre que se me había quedado pegada a las ingles, a sentir por primera vez cuál es la textura de ese líquido pegajoso, que no se va al primer chorro de agua y que al principio asusta, asusta el rojo tan rojo, tan violento, como si te lo provocara un ser desconocido y maléfico que te estuviera comiendo por dentro. Dos años habían pasado desde que mi hermana se enteró de que en el futuro también ella recibiría la visita de la sangre, mucho antes, por cierto, de que se enterara de la verdadera identidad de los Reyes, cosa que siempre ha lamentado, no sé muy bien por qué, como si me hiciera a mí responsable de recibir la primera noticia desagradable de la vida adulta, como si para ella todo tuviera una cronología natural: primero, uno debe enterarse de quiénes son los Reyes, luego has de enterarte de qué es el período menstrual y así, todo por su orden, que según ella es un orden tan lógico como el principio por el cual para que salgan los dientes definitivos primero se te tienen que haber caído los de leche.

No son reproches que ella se atreva a soltarme a la cara porque formulados así hasta a ella misma le parecerían un disparate, es algo más sutil, son ese tipo de rencores que se suelen tener los hermanos entre sí, algo que yo he observado que sucede en todas las familias y que no está reñido con el cariño. Es más, yo diría que la relación filial está compuesta por dos factores que a menudo luchan entre sí: cariño más rencor. El problema es que el porcentaje de rencor sea tan alto que ya del cariño ni te acuerdes, que es lo que me pasó a mí en los últimos tiempos.

La mañana en que a Milagros se le metió el pie en la taza del váter del colegio yo ya llevaba dos años con la visita del Nuncio, por emplear una expresión que solía decir mi madre, que no sé de dónde se la habría sacado, dos años en los que yo ya me había familiarizado con la visión repentina del rojo chillón, porque ya sabía que el cuerpo te avisa antes de que manches, que el sudor es distinto, y el olor, y la temperatura y la percepción de las cosas. Esas cosas formaban parte ya de mi experiencia cuando Milagros se asomó para verme manipular la compresa, doblarla, enrollarla hasta hacerla mínima y envolverla en una tira de papel higiénico, dos años en que no preguntó nada a nadie ni nadie le preguntó a ella, sólo escuchó conversaciones de las otras niñas, las espió, supo en qué consistía ese ritual mensual y decidió apuntarse a él aunque ella nunca tuvo sangre, nunca fue mujer, como decíamos las niñas.

No creo que viviera atormentada por ello. De verdad, no lo creo. Era demasiado fantasiosa. Estoy segura de que desde la primera vez en que ella sin haberlo premeditado le contara a alguien, con la mayor naturalidad, que tenía la regla, pasó a creérselo, sin tener que hacer un gran esfuerzo, sin ser consciente de estar guardando un secreto vergonzoso ni nada de eso. Es que ahora tal vez, dadas las circunstancias, tal vez haya gente inclinada a pensar que era más complicada de lo que era, pero yo me niego, la he conocido desde siempre, así que digo yo que eso servirá para formarte una opinión de una persona y para saber cómo es.

Milagros era clara y simple y a lo mejor eso tiene que ver con que nunca fue de verdad una persona mayor, y mientras yo y todas las otras niñas de mi clase nos íbamos adiestrando para bien y para mal poco a poco en el mundo adulto ella siguió entre nosotras, compartiendo en principio las mismas emociones, sin haber crecido. Pero no se vio obligada a fingir, igual que el niño no está fingiendo cuando juega a que él era el papá y ella la mamá, no, ellos no fingen, ellos viven en la mentira mientras están jugando con normalidad, los niños no se avergüenzan del papel que representan cuando juegan.

Me acuerdo ahora de que un año, para la función de fin de curso, representamos en el salón de actos la historia de Pocahontas, mucho antes, claro, de que la película de dibujos animados fuera un éxito en el cine. La idea de hacer Pocahontas vino de nuestro profesor de inglés, que quería aprovechar esa historia mítica para introducirnos un poco en la cultura norteamericana ya que él era de Seattle y debía echar de menos su tierra. Bueno, todo el mundo conoce la historia, los peregrinos que llegan en el Mayflower a las costas de Plymouth Rock, encabezados por John Smith, y que gracias a la india Pocahontas, una india de extraordinaria y exótica belleza, consiguen no morirse de hambre al mismo tiempo que John por primera vez conoce el amor en los brazos de esa mujer primitiva y supongo que conocedora de unas técnicas sexuales hechizantes (a esta conclusión llegas con los años, no entonces).

El caso es que Milagros, dadas sus enormes dimensiones físicas, era la más grande de la clase, fue elegida para representar el papel de madre de Pocahontas y, siendo fiel a la verdad, el traje de india gorda con la peluca de las dos enormes trenzas azabache parecía haber sido pensado para ella. Yo no hice de Pocahontas, eso está claro, a mí siempre me encasquetaban en todas las funciones escolares el papel del chico, imagino que por mi gesto serio, un tanto grave, lo cual por un lado me facilitaba salir en todas las obras, porque parece que no había otra niña que tuviera tanta cara de tío como yo, pero por otro, me acomplejaba, cosa en la que los profesores parecían no reparar porque conmigo, los profesores, demostraron tener la sensibilidad en el culo. Para colmo, mi madre, cuando se enteraba del papel que se me había asignado, mostraba ese gesto de contenida resignación (cristiana) que a mí tanto me ha hecho sufrir en esta vida. De Pocahontas hizo Margarita Suárez, la típica niña que los profesores tienen por dulce y femenina, porque Dios le ha dado físico engañoso, aunque para las otras niñas pueda ser, como de hecho era, una serpiente de cascabel. Pero dejando a un lado esos pequeños encasillamientos a los que te someten los adultos casi desde que naces y que determinan tu vida (al menos a mí esas cosas me proporcionaron infinidad de complejos, complejos que creo se habrían mitigado si un año, sólo un año, se me hubiera permitido hacer de Pocahontas o de Blancanieves o de la Sirenita o de la Virgen María o de quien coño fuera), yo me preparé bastante para la función, repasé y repasé con mi madre mis diálogos, ella me daba la réplica, ahora ella hacía de madre de Pocahontas, luego hacía de la propia Pocahontas, y cuando llegué al día de fin de curso puedo decir que lo tenía bastante interiorizado. Así que ahí estaba yo, con un bigote postizo encima de mi vello del labio superior, esa sombra que me martirizaba cada vez que me miraba al espejo, dándome un aire aventurero, y mi camisa blanca de grandes mangas fruncidas y mis mallas y mis botas, todo un peregrino de la época, oyendo tras el telón la música idílica que se escuchaba en el paisaje salvaje de la bahía americana, y esperando la señal del profesor de Seattle para entrar en escena, llevando en brazos el propio Mayflower, un barco de cartón que habíamos hecho en clase de trabajos manuales, y cuyo tamaño diminuto nos obligaba a los peregrinos a caminar muy juntos, avanzando muy lentamente, como nos había indicado el profesor, después de reñirnos porque en los primeros ensayos moviéramos el barco como quien mueve una silla, sin gracia ninguna. Cosas de niños, que aún me hacen reír. Pues bien, el barco entraba en escena, con la tripulación andando detrás del cartón del Mayflower a pasitos cortos, chinescos, y con muchísimo cuidado de no pisarnos ni tropezarnos porque todo podía acabar en desastre. Nos colocábamos a un lado del escenario y entonces íbamos, uno a uno, desembarcando, o sea, dando un paso adelante y saliendo de detrás del cartón, hasta que todos estábamos en tierra. El último que se bajaba del Mayflower lo dejaba apoyado en un árbol, porque después de mucho pensar no habíamos encontrado otra solución para el barco, y a partir de ahí entablábamos un diálogo con los nativos, al que seguía el enamoramiento que todo el mundo conoce entre yo, John Smith, y Margarita Suárez, Pocahontas. En el diálogo de los enamorados entraba en escena la madre de Pocahontas, Milagros, que en un principio, tenía que decir dos frases negándose a todo tipo de relación entre su hija y el invasor, dos frases sólo, hasta que finalmente, consciente de que el invasor tenía buenas intenciones para con su hija, se ablandaba y aceptaba.

En los ensayos Milagros había recitado su papel con cierta vehemencia pero sin pasarse, aunque sólo su presencia física, su gordura, y esa forma que tenía de decir su papel como echando la barriga para delante te intimidaban un poco, pero el día de la función, cuando yo la vi inmensa, metida dentro de ese traje de india y con la peluca negro azabache con dos grandes trenzas, avanzando hacia mí con esa arrogancia y hablándome en ese tono, me dio miedo, y cuando ella se midió con el público, con ese público brutal que son los niños, que parece que más que aplaudir están siempre pidiendo sangre y venganza, cuando ese público de animales le jaleó la primera negativa a mis requerimientos amorosos, Milagros empezó a negarme la mano de su hija como si en ello le fuera la vida, y cuanto más me gritaba ella, más me aterrorizaba yo, que decía mi papel medio tartamudeando y tan bajo que casi no se me oía, hasta que sin más me quedé callada, sudándome el vello debajo del bigote, con ganas de echarme a llorar y de salir corriendo. Lo más lamentable es que Pocahontas, viendo que Milagros se había emocionado y había sobrepasado los límites de su papel y estaba improvisando un monólogo absurdo, que yo me había quedado totalmente paralizada, y aquello tenía la pinta de no terminarse nunca, tomó las riendas del asunto, echó a la madre india para atrás de un empujón, me agarró del brazo y me llevó a un lado del escenario ante los abucheos del público que exigía, al menos así lo sentía yo entonces, una pelea a muerte entre la madre de Pocahontas, el tonto de John y la propia Pocahontas.

Lo prodigioso es que cuando salimos todos a saludar, el público, sin ningún tipo de piedad, me abucheó, y a Milagros, aquel día, casi la sacan en hombros. A mí me daba una terrible vergüenza imaginarme a mi madre sufriendo en las primeras filas, destinadas a los padres, y me daba coraje imaginar a mi hermana tal vez disfrutando, no lo sé. Estuve muchos días sin hablar a Milagros. Odiándola porque hubiera conseguido su gran éxito teatral a costa de mi derrota y de mi ridículo. Ella tuvo casi que arrastrarse para que yo volviera a dirigirle la palabra, me pidió perdón mil veces, me esperó en la puerta de casa, me puso notas encima del pupitre, «perdón, perdón, pégame, si quieres», y me siguió hasta el colegio días y días hasta que me rendí, aunque estaba segura de que si volvíamos a representar la tontería de Pocahontas se volvería a comportar de la misma manera porque el sólo hecho de disfrazarse de india y de que le hubiera sido asignado el papel de madre autoritaria la había hecho transformarse de tal manera que no llegaba a distinguir entre la verdad y la mentira. Ella iba a muerte con las mentiras.

Esto me ha hecho pensar más de una vez, cuando oigo a los actores esa pamplina que cuentan siempre, eso de meterse en el personaje, que para esa profesión hay que ser algo infantil, exactamente como era Milagros, no hasta el extremo de afirmar que las actrices que no hayan tenido la regla pueden ser mejores actrices que las que la hayan tenido, eso sería una afirmación exagerada, pero sí que serán más creíbles aquellas que, por la razón que sea, no hayan madurado del todo, porque opino sinceramente que una persona adulta con dos dedos de frente lo normal es que al actuar se sienta siempre al borde del ridículo. Y no te digo los adultos que se ven en la situación embarazosa de tener que hacer de niños o de jóvenes que tienen que hacer de abuelas y se doblan así hacia delante y hablan con un hilillo de voz. Cuando lo he visto en el teatro me ha parecido patético, sonrojante. Así al menos es como yo lo veo, en mi modesta opinión.

Pero el que fuera infantil no significa que ella no tuviera maldad, cuidado, eso sería como disculparla, y no pretendo eso, Milagros a veces era borde y mala, como sólo pueden serlo los niños.

No sé si su lesbianismo era lesbianismo en estado puro, quiero decir que Milagros se acostaba con tías, de eso sí que tenía alguna noticia, pero lo hacía como yo cuando tenía ocho años y me acostaba desnuda con la hija de mi vecina y nos poníamos la una encima de la otra y la hija de mi vecina decía, hay que besarse el chichi, como los matrimonios, y ella me lo besaba un rato y luego decía, ahora es tu turno, pero yo nunca llegué a hacerlo porque a mi vecina le olía demasiado y me daba repugnancia y entonces ella se enfadaba y me echaba de su casa. Mi madre, tan ignorante siempre, me decía, hay que ver, que siempre tienes que acabar a mal con todo el mundo, Rosario, qué carácter tan imposible.

Lo que creo es que Milagros necesitaba cariño, así de simple, y se arrimaba a quien se lo daba, pero que no era sexo puro y duro lo que ella buscaba. Las personas necesitamos que alguien nos quiera y la falta de cariño físico nos puede empujar a la experiencia homosexual en un momento determinado de nuestra vida. El sesenta por ciento de los presos en las cárceles americanas tienen relaciones sexuales con sus compañeros, ¿son todos homosexuales? Habrá quien piense que sí, de hecho yo sé que los homosexuales creen que todo el mundo lo es en el fondo, pero yo me pregunto si algunos de esos presos lo hacen porque no tienen otro ser humano que les acaricie viviendo como están en la más aterradora soledad.

Eso es lo que yo le intentaba explicar a Milagros el día que vino con el cuento, con el chisme, de que yo me acostaba con Morsa. Más bien vino con el reproche, como si fuera una novia a la que yo le hubiera puesto los cuernos, y estuvimos un buen rato, allí en los vestuarios, cuando ya todas se habían ido y podíamos hablar a nuestras anchas, hablando del asunto y quise dejarle bien claras dos cosas: primera, que Morsa no era el hombre de mi vida y que no sabía si me volvería a acostar con él teniendo en cuenta además que el muy cabrón me había traicionado haciendo circular el cuento, y segunda cosa, que yo no era bollo, que no era su novia, ni su amiga íntima, como ella quería que yo dijera al menos («no lo soy, Milagros, ni lo seré nunca»), y que aquello que había sucedido aquella noche cuando se quedó a cuidarnos a mi madre y a mí sólo había sido una necesidad casi enfermiza de cariño.

Pero tú te dejaste, me decía, te dejaste.

Milagros, tú sabes en qué situación física y psicológica me encontraba, estaba derrotada, Milagros, y sucedió mientras yo estaba medio dormida, le dije, y por la mañana pensé que era un sueño provocado por la fiebre.

Eso es lo que hacen todos los maricones y todas las bolleras del mundo que se avergüenzan de serlo, hacerse los dormidos para que al día siguiente parezca que no ha pasado nada. Ah, pero sí que pasó, Rosario, aunque tú estés ahora por negarlo, pasó y pasó, a mí no se me olvidan los detalles. Para mí no cuenta lo que tú opines ahora, para mí cuenta lo que tú decías aquella noche.

¿Qué dices, le decía yo, de qué estás hablando?

Que si uno se corre, si uno se corre, y dice, ay, Milagros, Milagros, es porque a uno le gusta.

Podía ser terrible. Tenía la disculpa de los inocentes, de los niños, de los que están un poco tarados, pero eso no lo justifica todo, su cariño era acaparador, agobiante, no se detenía ante nada, ni aunque ella se diera cuenta (porque se daba cuenta) de que te estaba hiriendo.