40361.fb2 Una palabra tuya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

Una palabra tuya - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

CAPÍTULO 6

Porque creo en la vida eterna, por eso me dan miedo los muertos. Porque creo que el alma no abandona el mundo en el que ha vivido así sin más, como el calor abandona el cuerpo, sino que se dedica a deambular entre las cosas que le pertenecieron y poco a poco se desvanece igual que se desvanece el olor o el recuerdo de las personas.

El olor de mi madre estuvo mucho tiempo en la casa, pegado a los sillones, a las faldillas de la mesa, el olor y los ruidos que ella hacía al andar alejándose por el pasillo. Yo la veía a veces. Fugazmente, la veía. Cuando entraba en casa, sentía su presencia detrás de la puerta, igual que siempre, igual que cuando me esperaba alterada para preguntarme si era cierto que era Milagros la mujer que conducía el taxi. Nunca te la quitarás de encima, decía. Y yo pensaba, ni a ti tampoco. La sentía igual que entonces y el corazón me empezaba a latir y cuando, armada de valor, miraba tras la puerta, ya había desaparecido; también la oía respirar dentro del armario y tomé por costumbre dejarlo abierto para que el alma pudiera salir y entrar a su antojo, a no ser que viniera Morsa a dormir, entonces no, entonces la encerraba con llave, como hacía cuando ella aún vivía.

Ya sé que cualquiera me podría decir que para las almas no hay puertas ni llaves que valgan, que las almas atraviesan paredes y muros de piedra porque son incorpóreas, pero yo lo hacía, sobre todo, para que ella percibiera que seguía habiendo un respeto, que el que ya no estuviera no me había arrojado a la mala vida. Al contrario, después de morir mi madre me volví más comedida porque me torturaban los remordimientos.

Es tremendo el daño que nos puede hacer un enfermo, primero nos convierte en esclavos de su debilidad y luego, una vez que ha muerto, nos hace preguntarnos si lo hicimos de buen grado o estuvimos deseando a cada rato que se muriera. Y aunque yo estoy convencida de que en cierta medida los remordimientos son necesarios para prevenir locuras tales como acabar con la vida de tu madre antes de que tu madre acabe con la tuya y que sólo los psicópatas no los tienen y sólo los ateos radicales los evitan, los remordimientos después de que ella muriera fueron tan continuos y agresivos que me llevaron primero al psiquiatra del seguro y luego al sacerdote al que ella solía acudir y que tuvo el detalle de decir una misa en su memoria sin que tuviéramos que abonarle nada, sólo por amistad. Pero ni una cosa ni la otra dio resultado. Para empezar, no sé cómo serán los psiquiatras privados, tal vez tienen más consideración con el cliente (de lo que no sé no me siento autorizada a opinar), pero en lo que se refiere al del ambulatorio aún hoy que lo pienso fríamente no me cabe en la cabeza que aquel individuo que llevaba toda la mañana atendiendo a drogadictos mentirosos y amas de casa ludópatas no estuviera a la altura de mi problema, que era un problema, sobre todo, de índole moral, porque yo con mi madre no me porté rematadamente mal, me porté como cualquiera en mi lugar (tal vez no debería haber llevado a Morsa a casa, eso es lo único por lo que se me podría culpar y lo acepto), pero los remordimientos eran más profundos, eran la consecuencia de que yo sabía que dentro de mí había un deseo íntimo de que muriera.

Todas las tardes cuando abría la puerta de casa pensaba, ¿dónde estás: armario, cama, sillón?, y cuando la encontraba le pasaba la mano por la cabeza, y lo que yo sentía con tanta fuerza que me costaba horrores no decirlo a gritos, era: muérete ya, muérete. Los deseos se pueden ocultar a los ojos del hombre pero no a los de Dios ni a los de los muertos y yo tenía la sensación de que las fugaces apariciones de mi madre eran señales de reproche. Así mismo se lo confesé al psiquiatra, con la sinceridad con la que hablo ahora, de la forma en la que creo que debes hablar a un especialista al que acudes al borde de la desesperación, con ojeras porque el miedo te quita el sueño. Había cosas inexplicables, como que un día oí desde el salón que algo se rompía en la cocina y reponiéndome del terror que me agarrotó la nuca, fui a ver qué pasaba, aunque estaba segura de que era ella, porque eso lo sientes, y me encontré en el suelo la taza en la que mi madre solía tomarse el poleo-menta, taza que, sin lugar a dudas, yo había dejado perfectamente apoyada en el poyo de la cocina y que no había fenómeno racional que pudiera explicar que fuera deslizándose hasta estamparse contra el suelo. Salí de casa jadeante, en zapatillas de andar por casa, y llamé a Morsa para que viniera a pasar conmigo la noche porque no tenía valor para cruzar el pasillo y sentir su presencia a mis espaldas. A su vez aquello me hizo pensar si la lectura correcta de esos hechos fuera de toda lógica no sería que mi madre intentaba atraer a Morsa hasta casa y así afianzar nuestra relación. Yo qué sé. El miedo lleva al pensamiento por caminos inesperados.

El caso es que, como digo, cuando me vi delante del psiquiatra le hablé abriendo mi corazón de par en par, animada por esa leyenda que dice que los psicólogos y los psiquiatras están cansados de oír las mayores barbaridades sin cambiar el gesto dado que a ellos nada que produzca la mente del ser humano les parece anormal. Y cuál no sería mi sorpresa cuando el hombre puso una cara de preocupación, un gesto raro, que a mí me inquietó profundamente, porque es evidente que si acudes a un especialista de este tipo, de cuya eficacia yo tengo mis dudas porque aún está por llegar el día en que a un loco de verdad le den el alta definitiva, es para que el especialista te tranquilice a ti, pero más bien fue al contrario, yo creo que le tuve que convencer al tío de que yo estaba en mis cabales. Inaudito. Hoy regalan los títulos en las universidades.

El tío me empezó a preguntar si dormía bien, me preguntó si en el período de duermevela sabía distinguir entre la realidad y el sueño, si alguna vez creía haber tenido alucinaciones, y si era la primera vez que tenía visiones. Cuando oí la palabra visiones es que no daba crédito. No daba. Le pregunté si lo que él llamaba «visiones» eran imágenes provocadas por cierto trastorno. Se lo pregunté sin andarme por las ramas. Las cosas claras desde el principio, le dije, que somos dos personas adultas. Y me dijo que sí, pero que tampoco había que dramatizar la palabra «trastorno». Ah, bueno, le dije, muchas gracias, y me dio la risa, pero el hombre sólo fue capaz de sonreír con un lado de la boca.

Siendo fiel a la verdad, él se dirigía a mí todo el tiempo serio y seco, como si estuviera delante de una trastornada. Me dolió su actitud distante y me reafirmó en la idea de que en la actualidad este tipo de especialistas, psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales, tratan mejor ciertas dolencias, como la adicción a ciertas drogas o determinadas patologías que están, por así decirlo, de moda, como la depresión, el estrés o la falta de apetito sexual, que las que podemos tener personas normales y corrientes a las que la vida nos sitúa en una encrucijada. Es como si ellos lo tuvieran que tener todo clasificado, todo en su casillita, y si tu «mal», tu «enfermedad», no corresponde a ninguna de esas casillitas que ellos han estudiado y que les sirven para andar todo el día de congresos, eso les irrita profundamente.

Sintiéndome un poco humillada, la verdad, yo le pregunté si era creyente. Él quiso aparentar que la pregunta no le hacía mella, pero yo le noté cierta incomodidad (se revolvió en el asiento, carraspeó, no me miró a los ojos) y me contestó que eso no tenía la menor importancia. No me dio la risa porque el momento era bastante tenso pero era para reírse. Yo le dije que para mí esa cuestión era fundamental porque su forma de interpretar mi problema sería completamente distinta si él creía en la existencia de vida después de la vida o si al contrario pensaba que con la muerte moría el alma y se acababa todo. Y entonces me dijo, ¿y si le digo que no creo, qué pasa?; y yo le dije, pues si me dice que no cree entonces lo más seguro es que usted esté pensando que yo estoy perdiendo la cabeza. No tanto, no tanto, me dijo.

Creo, dijo apuntando algo en el papel donde estaba estrenando mi «historial», que tal vez tiene usted una depresión bastante seria, provocada por una pérdida que ha sido traumática, complicada, y que ha venido después de un sufrimiento demasiado prolongado en el tiempo; no me refiero únicamente al sufrimiento de su madre, sino al suyo también.

¿Cómo se cree, le dije, que era yo antes de la muerte de mi madre? No lo sé, me dijo. Entonces, le dije, ¿cómo puede saber que mis convicciones son producto de una depresión?; ¿qué convicciones?, me dijo. Ay, ay, ay, no me hace usted caso, el convencimiento de que no somos sólo un cacho de carne, de que hay vida eterna, y de que durante un tiempo los muertos tienen cuentas pendientes con los que se quedan. Yo creo, me dijo, que al margen de sus creencias, que para mí son muy respetables, aunque no las comparto, pero las respeto, repito, todo lo que usted ve por los pasillos de su casa o esas sombras que percibe dentro del armario son el producto de su mala conciencia, justificada o no, tampoco lo sé, una mala conciencia que suele ser algo común en las personas que han cuidado a enfermos terminales, y más a enfermos que pierden la cabeza.

Rosario, me dijo, y entonces levantó la vista del papel y me miró a los ojos, si yo fuera su amigo, no un psiquiatra en una consulta, no, si yo fuera su amigo le diría que no hay nadie, ningún espíritu en su casa, que lo más sensato, lo más saludable sería que saliera usted un tiempo de allí, que se perdonara, desde un punto de vista cristiano también si quiere, por todo lo que ha hecho, que pensara que la vida ha sido con usted lo suficientemente dura como para dejar huellas traumáticas, y que en el corazón, por emplear una palabra común, quedan heridas, igual que quedan en los huesos o en la piel después de un golpe, y usted tiene que estar atenta a esas heridas, tiene que mimarse, y si tiene amigos o familia, dejar que la mimen, y ahora, desde mi posición de psiquiatra, le puedo mandar una medicación, un antidepresivo que puede tomarse por la mañana, y un relajante para dormir, esto, a mi entender, le vendría a usted fenomenal, y dentro de un mes viene y me cuenta. El tiempo también cura, el tiempo y la química, tal vez si combinamos el efecto beneficioso del tiempo con el de ciertos componentes químicos sienta usted una notable mejoría, si no fuera así, si usted sigue sintiendo la angustia que ahora siente, porque creo que lo que usted sufre es una angustia insoportable, tendríamos que hablar de una terapia, de una ayuda semanal.

El doctor Nosecómo, no me acuerdo del nombre, levantó el boli y me miró interrogativamente. Ellos levantan el boli y ya se sienten mejor. También tienen su patología.

Recete, recete, le dije.

Seropram, una al día. Idalprem, una por la noche.

¿Esto, digo, lo que le he dicho que me pasa, no tendrá nada que ver con la esquizofrenia, por lo de ver apariciones y tal?, le dije con ironía.

No, dijo él serio, o bien no captó la ironía o bien no le hizo gracia. A lo mejor al principio, dijo, siente un sabor metálico en la boca y algunos pacientes han hablado de una sensación rara en la cabeza, pero si usted estima que son pequeños síntomas y puede soportarlos, déjelos pasar, el cuerpo normalmente se acostumbra y los síntomas desaparecen.

Y esto dice usted que lo tomo durante un mes, le dije sin perder la sorna.

No, al mes lo que tiene que hacer es venir aquí, a no ser que le sienten mal los medicamentos, entonces tiene que venir antes; de momento creo que lo va a tener que tomar usted al menos seis meses, luego ya veremos.

¿Y la baja, no me la da?, le dije.

¿Usted la cree necesaria?, me miró a los ojos.

Una semanilla o dos, si no le importa, dije haciendo un gesto como de trapicheo con las manos que me hizo sentir por primera vez más idiota que el médico.

Muy bien, dos semanas, le vendrán estupendamente, dijo sin mirarme, siempre y cuando no se quede usted en casa inactiva recreándose en sus obsesiones. La medicación es para ayudarla a salir de ellas. ¿La regla le viene regularmente?

Sí, sí, como un reloj, le dije con cierto orgullo, ¿por qué me iba a venir mal?

Por nada, era sólo una pregunta formularia.

¿Es usted creyente?, le volví a preguntar.

No, no soy creyente.

Muy bien, le dije intentando ser suave, tranquila, razonable, yo me tomo la medicación que usted me manda, yo descanso, cambio los muebles de mi casa, me deshago de las cosas de ella, tiro hasta el colchón, y tal vez eso arregle algo, no digo que no, pero le aseguro que mi madre se aparece, ella me amenazaba con hacerlo, con aparecerse, si no la enterraba como ella quería, tenía sus manías y a pesar de ser muy creyente defendía la idea equivocada de que el alma es tan frágil como el cuerpo, pensaba que el alma sufría dentro de un crematorio, pensaba, era muy inocente, que si una vez muerta donábamos sus riñones o su hígado para devolverle la vida a un moribundo, la falta de alguno de sus órganos alteraría su vida eterna, o sea, que aun siendo creyente estaba llena de supersticiones, como les ocurre a muchos beatos. Aunque yo no tengo una idea tan pueril de la muerte todo se hizo como ella deseaba porque yo soy una persona que tiene un respeto a las últimas voluntades de la gente, ya sé que a usted esto le puede parecer una solemne tontería, a usted le parecerá, como a todo el mundo, que las últimas voluntades que importan son las tocantes a la parte económica, mi hermana es así, mi hermana no paró hasta que se quedó con la sortija, con la lamparita, con la cubertería, yo no quería nada, bueno, quería algo más importante, que todo quedara en paz con respecto a ella, a mi madre, que su vida tuviera un punto final y que a mí se me permitiera estar tranquila, tener al fin una oportunidad, pero es que después de cumplir paso a paso todos sus deseos, de vestirla con el hábito morado, de colocar el rosario entre sus dedos y de enterrarla con su madre, ella tenía ese capricho, en el cementerio de Saelices, que estaba a tomar por saco, y me costó una discusión muy agria con mi hermana, porque ella, muchos golpes de pecho pero al día siguiente, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y se quería volver volando a Barcelona porque dice que tiene una familia y yo no, y dice que por eso la tengo envidia, yo envidia de ella, qué risa, y le dije, no, de eso nada, tú te llevas la sortija, la lamparita, la cubertería, la vajilla y lo que quieras, tuyo es, pero no me dejas sola en el cementerio de ese pueblo en el que no conozco a nadie porque todos los que nos conocían, unos tíos que teníamos allí, se han muerto, y los que no se han muerto, no se acuerdan ya ni de cómo nos llamamos, y qué hago yo, como una desgraciada, recibiendo tres pésames de mierda y sin saber qué cara poner, y me puse tan burra que se tuvo que venir, a ver, se tuvo que venir, de morros, pero se vino, y fue muy triste, es muy triste enterrar a las personas sin que vaya casi nadie a ver cómo esos animales que trabajan en los cementerios bajan con las cuerdas el ataúd al hoyo. Yo no digo que todos los trabajos se tengan que hacer por vocación, porque comprendo que hay algunos en los que cuesta tenerla, como en el mío, porque es evidente que nadie nace con vocación de limpiar la mierda ajena, pero hay que tener amor propio por el trabajo bien hecho, y no sé cómo eligen a esos fulanos que meten los ataúdes en el hoyo, que antes eran enterradores y ahora son funcionarios, pero en todos los entierros de los que he sido testigo bajan al muerto a trompicones, y vale, no sufre, porque el alma ya no puede sufrir físicamente, pero yo creo en el respeto, creo en el respeto, y como era de esperar en el entierro de mi madre se lucieron, como siempre, sólo les faltó dejar caer el ataúd dándole una patada, tirándola encima de la madre de mi madre, mi abuela, que está en el mismo hueco enterrada, la Rosario que tuvo la culpa de que a mí me pusieran Rosario, y no me parece bonito ni delicado ni cristiano tratar así a los muertos, para eso acabemos antes y arrojémosles en una fosa común. El enterrador me dijo que si abría la tapa para verle la cara por última vez, pero me lo dijo como si fuera una molestia muy grande, como si estuviera frito por marcharse a tomar un coñac, y yo le dije, no, da igual. Proceda, le dije. Y no sé cómo me vino ese verbo a la boca porque es un verbo que yo no había usado nunca ni creo que vuelva a usar en mi vida. Proceda, le dije con solemnidad. Y el animal, ayudado por otro animal que debía estar en prácticas, porque era un jovencito, procedió, vaya que si procedió, ya digo, se oyó el golpazo de la madera al caer desde esa altura considerable sobre el otro ataúd. Y entonces fue cuando yo le dije, un poco de consideración, por favor, que es mi madre, y me miró con cara de decir, y a mí qué me cuenta, señora mía. Todo eso me hizo pensar en la poca fidelidad que tenemos las personas a nuestros antepasados, en que las personas se merecen un final más bonito, se merecen más gente en un entierro, y se merecen que el funcionario las baje a la tierra en la que han de convertirse en polvo con más cuidado. Esas cosas te pueden herir más que la muerte, se lo aseguro, pero lo que yo me pregunto, lo que no dejo de preguntarme es: si cumplí con todos sus deseos, si hice todo aquello que ella me pedía cuando aún en su cabeza vagaban sus únicas tres ideas, si lo hice aun teniendo que pelearme con su hija favorita, si conseguí llevármela a su cementerio del pueblo para que estuviera junto a su madre y su abuela, si llamé a mi padre, según su deseo, y le pedí que viniera, si lloré delante de su tumba, por ese final tan solitario que tienen aquellos que pierden la memoria y también por mi suerte, entonces, dígame, por qué parece tener ese empeño de no abandonarme, de qué manera quiere intervenir en mi vida, si yo he sido, al fin y al cabo, la que ha seguido sus órdenes a rajatabla, por qué su alma no viaja a Barcelona donde vive mi hermana, que no vino a visitarla casi en el último año, por qué el alma se ha quedado encerrada en un piso de setenta metros cuadrados. Y ya sé que me obsesiono intentando interpretar el significado de sus apariciones, cuando lo que yo debería hacer, de una vez por todas, es pensar en mí misma, tener por fin una vida que se pareciera un poco a lo que yo deseaba.

¿Y qué deseaba usted?, me preguntó el médico.

Se me hizo un nudo en la garganta, me entró una necesidad repentina de llorar. Le miré con los ojos llorosos pero no quise que me viera frágil, no quería que me tratara como a cualquiera de sus pacientes.

Ya no me acuerdo, le dije, no me acuerdo. Pero a lo que iba, que ella se aparece, eso se lo aseguro.

Y salí de allí con las recetas en la mano.

Podía haber cogido el autobús para volver a casa pero tenía una ansiedad, un mal cuerpo, que era incapaz de ponerme a la cola a esperar debajo de la marquesina. Olía la tormenta que amenazaba con descargar de un momento a otro pero me dije que hay días en los que uno tiene que arriesgarse a lo que sea, a que le caiga un chaparrón encima. Salí en un estado tan penoso del psiquiatra que me pregunté cómo es que la gente vuelve una vez a la semana. Yo sería incapaz. Me había sentido como si me estuvieran examinando. Examen de comportamiento. Y además era muy deprimente que te pusieran en la misma sala de espera que gente tan echada a perder. Es lo que tiene lo público, que no discrimina, va a mogollón. Cayó una gota enorme, ya esa sola gota me mojó media cabeza, y a partir de ahí fue como si me estuvieran tirando cubos de agua encima. Yo era la única criatura que iba por la acera, sin paraguas, sin prisas, dejando que la lluvia me purificara, una escena que se ha visto tantas veces en las películas y que, ahora, dada mi situación, cobraba sentido. Crucé el puente sobre la M-30, ese puente que se ha convertido con los años, inexplicablemente para mí, en paseo de madres con niños y abuelas deportistas, y me detuve en el centro a mirar los coches que pasaban por debajo. Me pareció que un coche reducía la velocidad; tal vez el conductor pensó que yo me encontraba al borde del suicidio porque incluso yo entiendo que es un poco raro que una mujer esté apoyada en la baranda de un puente cuando está diluviando. Comprendo que eso a un conductor le inquiete. Pero no estaba en mi corazón quitarme de en medio, al contrario, aunque me daba miedo volver a casa por las apariciones sentía el vértigo de la curiosidad que me provocaba imaginar cómo iba a ser mi vida a partir de ahora. Cuando me decidí a echar a andar de nuevo y cruzar el puente dejó de llover, así es la vida y el cielo se despejó iluminando la tarde como si el día fuera a tener muchas más horas de las previstas. Las cosas adquirieron esos tonos que a mí me parecen celestiales porque son los tonos con los que estaban coloreadas las ilustraciones del libro de la catequesis. Antes de torcer para casa, de pronto, me sentí poderosamente atraída por la parroquia a la que iba mi madre, cuando aún iba a algún sitio. Completamente mojada y desorientada psicológicamente, entré, me santigüé y me quedé parada frente al altar mayor, bueno, no hay que exagerar, frente al altar, porque sólo había uno y con un Jesucristo de estilo abstracto, que sabías que era un Jesucristo porque estaba pegado a una cruz, y digamos que eso es una pista importante. Claro que también sabías que aquello era una iglesia porque había un cartel en la puerta, pero podía haber sido perfectamente un hogar del pensionista. No había nadie en la iglesia, no había esas viejas de los pueblos que se pasan la vida encendiendo velas a los santos, estaba yo sola, sin saber qué hacer ni cómo rezar, porque como ya digo, mi relación con Dios es continua, yo no concentro mis conversaciones con el Señor en unas cuantas oraciones, yo hablo con él de una manera natural, sintiendo su presencia constante. Si piensas como yo y como algunos teólogos, que Dios está contigo siempre, qué sentido tiene dirigirte a él de pronto, en un lugar y en un sitio determinado, cuando se supone que camina siempre contigo. Sentí unos pasos a mi espalda y me llevé un sobresalto tal que me llevé las manos al pecho para contenerme los latidos del corazón. Sinceramente, por un momento, temí que fuera mi propia madre que había hecho acto de presencia en la iglesia, pero al ver que era el cura, me dio la risa, y pensé, sin querer darle la razón al doctor Nosecuántos, que tenía que admitir que estaba un poco obsesionada. El padre Lorenzo me dijo, vaya, vaya, qué sorpresa, Sagrario, ¿cómo estás?; pues empapada, le dije, y no le corregí mi nombre porque me pareció feo de entrada.

¿Quieres algo, quieres hablar conmigo, o prefieres sentarte sola?, preguntó.

Y yo hice así con los hombros, como diciendo que no sabía qué es lo que prefería, o como sopesando la posibilidad. El me señaló la banca y, para mi sorpresa, se sentó conmigo. Por algo habrás entrado, me dijo. Y yo le dije, sí…, y me quedé con la frase a medias por no saber cómo llamarle porque al padre Lorenzo todo el mundo le llama Lorenzo, a secas, y a mí llamar a un cura sólo Lorenzo me da apuro, ¿qué hago yo con un Lorenzo sentada en la semioscuridad de una banca de iglesia?

He entrado, le dije, casi sin darme cuenta, me estaba acordando de la cantidad de veces que he acompañado yo a mi madre hasta está puerta. ¿Tú nunca entrabas?, me preguntó. Yo no, a mí las misas…, hice un gesto negativo con la cabeza y bajé las comisuras de los labios, en una mueca muy frecuente en mí y que me pone muy fea. Tengo la voluntad de no hacerla más, pero se me escapa, debí nacer con ese gesto genéticamente. Pero que conste que soy creyente, le dije, una cosa no quita la otra. ¿Echarás de menos a tu madre?, me dijo. Sí y no, le dije mirando al suelo.

¿Sí y no?, repitió.

Bueno, ya sabe la enfermedad que tenía, le dije, por si no se acordaba. Tutéame, dijo. Y yo le dije que lo sentía mucho pero que no, que para mí un cura era un cura y tenía que ser un cura.

¿Quieres rezar tú sola?, me dijo, hasta las ocho está abierta la parroquia.

¿Y a las ocho, a las ocho qué es lo que pasa?, le dije. A mí misma me sonó mi pregunta impertinente.

A las ocho echo el cierre, me voy a casa, veo el telediario, ceno y me acuesto. Lo que tú, más o menos.

Debería estar abierto siempre, le dije, hay urgencias espirituales.

¿Tú tienes una urgencia espiritual?, me preguntó y como bajé la cabeza, él se inclinó, buscó mis ojos, ¿tienes tú una urgencia espiritual?

No lo sé, no sé por qué he entrado, la verdad, empecé a tiritar.

Te ha pillado la tormenta en plena calle.

Venía del psiquiatra, y como está al lado del puente, pues me ha pillado cruzándolo. No, no ha sido así, padre, la verdad es que he querido mojarme, me he dicho, bah, qué importa, qué me importa mojarme si cuando suba a casa no va a haber nadie para decirme que estoy loca.

¿Te sientes muy sola?, me dijo.

Psss, yo es que no encuentro a nadie de mi cuerda.

Todo el mundo encuentra gente de su cuerda.

Menos yo. Padre, ¿usted cree en las apariciones?

Pues depende.

En las de Lourdes, las de Fátima, etc., ¿en ésas cree?

Bueno, ésas parece que están documentadas.

Ya, documentadas.

¿Se te aparece la Virgen?, dijo con una sonrisa paternal, estúpida, me pareció impropio de un religioso tomarse el tema tan a cachondeo.

¿Le hace gracia este tema?, le pregunté seria, con el ánimo de turbarle.

No, no, perdona si te he molestado, dijo algo cortado.

Mi madre anda por los rincones de mi casa. Acabo de contárselo al psiquiatra y ha sido…, ha sido para mí bastante humillante, la verdad, me ha tratado como a una enferma.

Es un especialista, me dijo, y estoy seguro de que no ha tenido intención de ofenderte, te habrá dicho lo que pensaba honradamente.

Le miré fijamente.

Padre, me deja usted muy sorprendida. Estoy por preguntarle ahora a usted lo mismo que le he preguntado a él. Padre, ¿es usted creyente?

Sagrario, por favor…

Tanto pregonar los milagros, tanto con la vida eterna, y luego no se lo creen ni ustedes, me parece alucinante.

Es un tema delicado.

Ya lo sé, por eso se lo cuento a un cura y no estoy en la barra de un bar, no te digo. Se me quedó una risa de lado, como la que ponía Morsa a veces.

Bien, me dijo, se quedó pensando unos segundos, estudiando cómo formular su pregunta: ¿por qué crees que se te aparece?

Ahí está la cuestión, que no lo sé, pero sus apariciones me causan mala conciencia.

Tú te encargaste de cuidarla estos dos años, ¿no es así?

Sí, dos años…, al decir esto, no sé por qué, se me quedó la cabeza vacía, como si me hubieran borrado el pensamiento.

¿Sagrario?

Sí, dos años, dije volviendo a la conversación, pero en dos años uno pierde toda la energía positiva que se tiene hacia alguien.

¿Y?, dijo y miró el reloj.

Que tiene usted que cerrar, le dije.

Sí, pero yo no tengo prisa, tú me esperas y yo echo el cerrojo y seguimos.

Se fue, cerré los ojos y oí el ruido de sus pasos yendo hacia la puerta. Imaginé que estábamos en una gran catedral, en la de Burgos o en Nôtre Dame, lugares como Dios manda, lugares donde la confesión sale sin esfuerzo, no esta mierda. Los pasos se acercaron y con ellos el olor del cura, que olía a colonia Brumel, la misma que usaba Morsa. Estaría bueno, pensé, que tuviera un lío con el cura. Será gay, como todos, pensé también.

Le voy a ser franca, le dije, como si en el tiempo en que él se había ido yo hubiera tomado una decisión.

Te escucho, Sagrario.

Póngase en mi lugar, aunque no sé si será capaz, pero inténtelo: dos años en los que tu madre va perdiendo la noción hasta para orientarse por el pasillo de su casa, dos años en los que ya no ordena sus horas de sueño, ni el camino de la cuchara hasta la boca, ni controla sus esfínteres, dos años en los que se pasa el día en el armario, dos años en los que grita por las noches, dos años para comerte todo eso tú sola, sola, con una hermana que se lava las manos y con una asistente social que viene de higos a brevas, un día a la semana y le canta unas cositas y le da la merienda como a los niños chicos, vale, muy bonito todo. Comprenderá que en dos años yo también tenía derecho a perder la cabeza…

Es comprensible, dijo.

…y empecé a atarla al sillón. Lo hice por vez primera el día en que se lo hizo encima y me lo restregó por la pared del pasillo. Y aún hay más, aún más, yo soy joven, padre, soy joven, parezco fuerte, pero no lo soy, padre, yo necesitaba de vez en cuando compañía, una mano que me sobara el lomo, y alguna vez me subí a casa a un compañero de trabajo, y para evitar que ella anduviera por ahí mientras nosotros lo hacíamos, porque la primera vez abrió la puerta de mi cuarto y nos vio, y es fácil imaginarse qué sucia me sentí, pues la encerré en el armario bajo llave las veces siguientes.

¿Cuántas fueron?, preguntó ahora, con una cara de cura preconciliar.

Cinco. O nueve, ya pierde una la cuenta.

¿Y qué quieres que haga yo, Sagrario?

Que me dé la absolución y a ver si así me tranquilizo, me lo empiezo a quitar de la cabeza y ella deja de incordiarme.

¿Tú crees que ella te incordia por eso?

Por qué si no, a no ser, ésa es la otra posibilidad que barajo, que lo que esté buscando es que yo le pida a Morsa, el hombre con el que le digo que subía yo a casa, que venga a dormir conmigo para que yo no pase miedo y poco a poco nuestra relación se vaya consolidando, cosa que tampoco me extrañaría, porque ella siempre tuvo miedo a que yo, no sé, a que yo fuera incapaz de tener una relación con un hombre. No sé, la verdad es que no sé a qué carta quedarme. Y ahora, de pronto, pienso que tal vez una absolución es como un borrón y cuenta nueva.

Tampoco es eso, Sagrario. Lo que has hecho es muy serio. Yo podría hacer lo que se hacía antes, mandarte tres padrenuestros, dos avemarías y que salgas tú descalza en una procesión, pero pienso que si tienes mala conciencia, una mala conciencia que llega hasta tal punto que probablemente veas cosas donde no las hay, es porque hay razones poderosas para tenerla, y que lo que tienes que hacer, eso es lo que te aconsejo, es pensar, reflexionar, y cargar con tu culpa.

Usted quiere que yo esté amargada ya para toda mi vida.

Por mucho que yo pensara que eso es lo que te mereces, Sagrario, la realidad es que los seres humanos se olvidan de todo, dicen los psicólogos que lo hacen para seguir viviendo, yo creo que lo hacen por egoísmo.

Resumiendo, que usted quiere que me acuerde todos los días de mi vergüenza, quiere que no pare de darle vueltas, que me joda, usted quiere que me joda.

– Yo no empleo ese término.

Que me fastidie, entonces.

¿Crees de verdad que tu madre desea verte con ese hombre, con Morsa? ¿Morsa es un mote?

No, yo creí que era un mote porque tiene un bigote ralo y tieso, pero aunque parezca raro es su apellido.

¿No será que la tesis de que tu madre está manipulando la situación para que acabes teniendo una relación estable con ese hombre es la forma más benévola de interpretar sus apariciones?

Pero vamos a ver, que no lo entiendo, ¿usted no decía que no se creía lo de las apariciones?

No quiero entrar en si son ciertas o no, Sagrario, porque entonces no iríamos a ninguna parte, lo que me interesa es saber si intentas consolarte con esa interpretación porque estás deseando llevarte de nuevo a Morsa al piso.

No dejaba de tener gracia que ya estuviera hablando de Morsa como si lo conociera de toda la vida. Me tuve que controlar, pero por un momento, sólo por un momento, estuve a punto de echarme a reír.

No, no estoy deseando subírmelo a casa. Tengo que aclararle que a mí Morsa no me gusta tanto, vamos, que no me gusta. Me lo subo porque no hay otro. Por eso me lo subo.

O sea, dijo el padre Lorenzo, que en todo este juego, ¿también engañas al pobre Morsa?

¿A Morsa? A Morsa le da igual, él va a lo que va.

Tienes una idea un poco miserable del ser humano, Sagrario.

Es lo que hay, le dije, a mi entender, es lo que hay.

¿Y dónde quedan el amor, la amistad, dónde quedan?, me dijo como si yo fuera un caso perdido.

Ay, yo qué sé, ya me gustaría a mí saberlo.

¿Quieres irte con la sensación de que Dios te perdona?

Bueno, no exactamente, yo quiero irme…, a ver cómo se lo explico, yo quiero que Dios, o que usted mismo, para qué nos vamos a ir tan lejos, quiero que usted me comprenda, que comprenda que hay veces que hacemos cosas feas, sucias, lo reconozco, pero porque la vida que tenemos delante también es fea.

El padre Lorenzo se levantó y se sacudió la ropa, como si se sacudiera también todo lo que acababa de escuchar. Por mucho que quisiera ser simplemente Lorenzo, el padre Lorenzo era un cura acusador, como tantos otros. Por eso hablo directamente con Dios, porque Dios no me da tantos problemas como sus intermediarios.

Vuelve otro día, Sagrario, seguiremos hablando.

No lo sé, le dije, estoy pasando una mala época y, la verdad, no sabe una dónde acudir, el médico del seguro me mira con suficiencia, usted me echa la bronca, estoy por ir a la peluquería a ver si allí, con eso de que se paga, me tratan mejor.

El padre Lorenzo me sonrió, quería ser comprensivo, pero yo sabía que ya no había nada que hacer.

Pensándolo bien, le dije, lo más sensato es sospechar que mi madre quiere echarme en brazos de Morsa, ella pensaba que yo era un ser imposible, no me lo decía, pero todos sabemos lo que nuestra madre piensa de nosotros desde que nacemos, ella pensaba que yo estaba condenada a estar sola, parecía saber desde el principio que mi hermana le daría nietos y yo no, así que a lo mejor, lo que quiere es cambiar el destino que ella misma me ayudó a fabricar, ¿no cree?

Yo no creo en el destino, Sagrario.

Usted no es creyente, padre.