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Lo encontré limpiando la carrocería de su coche color crema en la puerta de mi casa a las nueve en punto de la mañana. Según las condiciones que habíamos establecido, el viaje había de durar cuatro días y si todo funcionaba bien le contrataría para visitar todo el país.
Aunque me había parecido una persona de trato poco fácil tenía la esperanza de que ante esta perspectiva reprimiría su mal talante.
Pero ni siquiera cuando comprendí lo que le tenía tan irritado, pude apearme de la convicción de que el carácter, como las ideas y las creencias, acaba por aflorar y no hay intereses de ningún tipo que puedan con él. Lo supe en aquel mismo instante, cuando le di la bolsa de viaje y me senté en el asiento delantero. Me fulminó con la mirada sin añadir una palabra al escueto buenos días que, sin embargo, había dicho en español. Frunció el ceño y su rostro adquirió una mueca rígida de malhumor que durante esos cuatro días había de alternarse a partes iguales con la conversación.
Salimos hacia el norte por una hermosa autopista que corre en parajes amplios al pie de los 2.814 metros de la cordillera del Antilíbano después de haber recorrido de este a oeste la falda del Casiún en la zona norte de Damasco.
Había chicos y chicas a la puerta de las escuelas, vestidos con el mismo uniforme que en Europa utilizan los soldados, de color caqui oscuro, casi verde, con pantalones y camisa con charreteras. La educación en este país es laica, mixta y obligatoria, y en la universidad hay más o menos el mismo número de chicos que de chicas, decía uno de los folletos que me habían dado en el Ministerio de Turismo.
El cielo estaba neblinoso, la gran fábrica de cemento extendía el polvo sobre las inmensas ciudades dormitorio que rodean Damasco por el norte, formando un telón de fondo los edificios de hormigón de veinte pisos, con las universales y raquíticas terrazas que el progreso concede a los marginados de la sociedad. Tras ellas los vergeles, las líneas de cipreses y eucaliptus, dibujaban corrientes de agua en lo que quedaba del oasis.
A medida que avanzábamos hacia el norte, los montes a nuestra izquierda, coronados por una piedra más oscura y más dura de aristas descubiertas por las lluvias y los vientos, se perfilaban frente al sol como sombras de castillos en la cumbre. Aparecieron después amplias laderas con cipreses, pinos y abetos recién plantados en una campaña por ganarle la batalla al desierto que, sin embargo como en nuestras latitudes, avanza todos los años. Algunas torres de agua lejanas y las canteras despanzurradas y huecas van modificando el perfil de las montañas. El resto es desierto, y más allá montes sin arbolado.
Setrak llevaba cincuenta kilómetros sin hablar y apenas respondía a mis preguntas. De pronto alargó el brazo derecho sin dejar de mirar al frente y exclamó:
– ’Jan, Jan’, allí.
Miré en la dirección que me indicaba y vi en una vaguada de arena y tierra ocre, una sólida construcción cuadrada con un gran patio central, en piedra bien conservada y con portalones cerrados.
Setrak se limitaba a dar información con monosílabos:
– ’Jan’, posada para hombres y animales. Muy antigua. Abandonada.
¡Vaya viaje!, me dije sin hacerle demasiado caso.
Maalula.
En un cruce nos desviamos hacia el oeste por una carretera más estrecha que asciende a los montes Calamún, a 1.500 metros sobre el nivel del mar donde se encuentra la ciudad de Maalula. Es un pequeño pueblo cuyas casas, construidas unas sobre otras y pintadas en distintas intensidades de azul cuelgan de las escarpadas paredes de roca como “un nido de águilas”, dicen las guías. Una zona que a pesar de las invasiones sigue siendo católica y donde se habla todavía el arameo, la lengua de Jesús, repiten sus habitantes muy ufanos, la lengua que dominó el Oriente desde el siglo I a.C. hasta el siglo VII de nuestra era. De los muchos conventos, santuarios y sepulcros que excavados en la roca se mantienen en pie, dos son los más visitados: el de San Sergio, construido a raíz del Edicto de Milán por el que se concedió libertad religiosa a los ciudadanos del Imperio romano, y el de Santa Tecla.
Al llegar a la cumbre, en San Sergio, dejé a Setrak en el coche y le dije que me esperara al pie del pueblo, en Santa Tecla. Me miró con estupor.
– Yo puedo esperar a que acabes la visita -dijo.
– Gracias, pero prefiero ir caminando.
Me dio la espalda moviendo la cabeza como si me dejara por imposible.
Una vez dentro del monasterio y aunque no quería guía no tuve más remedio que oír lo que recitaba el monje con voz monótona porque están prohibidas las visitas si no se va en grupo. Había varios alemanes que escuchaban con atención.
– ¿Habla usted alemán? -me preguntó el monje-. Si quiere después se lo repito en francés.
– Sé alemán -respondí, aunque mi conocimiento se limita a unas pocas palabras, porque detesto las visitas guiadas en grupo.
– Nosotros somos griegos porque somos orientales -repitió entonces en francés contra toda lógica-, somos católicos porque creemos en el papa y somos merquitas porque celebramos la misa en árabe.
Dejé de escuchar porque había vuelto al alemán y me concentré en los iconos y los arcaicos altares de la iglesia que conservan la losa vaciada de las antiguas mesas paganas para el sacrificio de los animales. Recorrimos naves excavadas en la roca y aposentos de la comunidad y llegamos al último espacio de la visita, la tienda donde se venden cintas con una oración en la lengua de Jesús, reproducciones de los iconos, estampas, platos y hasta cucharillas con la efigie de san Sergio. Dejé a los alemanes comprando sus recuerdos, salí del monasterio y me fui en busca del camino que, según una antigua tradición, abrió el Altísimo entre las rocas para que santa Tecla pudiera escapar de sus paganos padres que al parecer la perseguían con saña, modificando, igual que la cantera, el perfil de la cordillera y del paisaje. El pueblo está formado por casas colgadas en la montaña, con sus callejas sobre las azoteas de las inferiores, y los caminos que corren entre ellas se deshacen en escaleras que a su vez se encaraman en otras azoteas, pintadas todas de azules pálidos, azules de añil, el mismo azul de las ventanas de tantas casas del Mediterráneo, el azul que ahuyenta a los malos espíritus y a los mosquitos. Pero también aquí ha llegado la fiebre de la modernización y de los apartamentos con terraza, y las casas remodeladas ya no están pintadas sino encaladas. Me detuve a media ladera y entre las rendijas de las altísimas rocas que el Altísimo separó, vi la inmensidad del horizonte cruzada por las carreteras del llano donde rompen el silencio las pequeñas motos sin silenciador de los nuevos beduinos que las recorren con la cabeza envuelta en el ‘kufie’ a cuadros y las rodillas a la altura de las manos. El paisaje grandioso tiene el aire desordenado que dan las piedras y pedruscos esparcidos por doquier y los plásticos que ya invaden el país, igual que las playas del cabo de Creus y del resto del Mediterráneo, planean indestructibles por el llano, como alas de aves siniestras, hasta que los detienen alambradas o cercas donde seguirán debatiéndose para siempre prisioneros bajo el sol de este Levante que en menos de veinticinco años se habrá cubierto de una capa de plástico.
¿Qué habría ocurrido si los cascos de soldado de las legiones romanas, y de los ejércitos cartagineses, godos, árabes, mongoles, napoleónicos, y sus indumentarias y sus carros, no hubieran sido de materias capaces de refundirse y deshacerse para formar parte del mundo que nos encontramos al nacer?
¿En cuántos se habrían convertido los pocos que la historia ha preservado para que las generaciones futuras los admirasen en los museos locales? ¿Dónde se guardarán las toneladas de desechos fabricados con sustancias indestructibles?
¿Dónde se vierten ahora?
El convento de Santa Tecla, al que llegué después de atravesar todo el pueblo de arriba abajo, es una copia de chalet suizo con sus techos de pizarra y sus infinitas riquezas, y parece reproducir la misma historia de devoción y fanatismo que envuelve a la sobrina del profeta pero sin apenas fieles y mucho más comercio. De todo había para que vendieran esas monjas vestidas con hábito negro y toca blanca, más cubiertas aún que las mujeres integristas, mientras me contaban que santa Tecla fue una protomártir y tiene por tanto categoría de apóstol.
Setrak me esperaba junto al convento y continuamos el viaje.
El ejército.
En Siria el ejército y sus instalaciones están siempre presentes, aunque sea desde lejos, porque no está permitido acercarse ni detenerse cerca de los cuarteles y campamentos que lindan con los poblados, o con el páramo del que apenas se distinguirían -ocres como la tierra las construcciones y las tiendas, y verdes los camiones como el verde sombrío de los cipreses de no ser por el gran arco de la entrada en cuyo cenit sonríe la efigie del presidente Al Assad.
El mismo arco, aunque más sobrio y menos festivo que el que se levanta a la entrada de todos los pueblos y ciudades.
Habíamos llegado a un punto donde el viento que se filtraba por una rendija entre las montañas del Antilíbano había dejado los árboles escorados.
De pronto aparecieron por el norte cinco helicópteros militares volando tan a ras de tierra que se podía ver la cara de los pilotos.
Al coger la máquina para hacerles una fotografía, Setrak me detuvo con mano firme mientras chillaba:
– ¡No! ¡No!, es el ‘muyabarat’, ‘c.est le deuxiéme bureau [1]‘ -y estaba asustado.
Entendí que me estaba hablando de la policía secreta. Aunque no parece tan secreta, le dije.
– Podríamos tener problemas -respondió en el tono del que no quiere hablar de todo lo que sabe.
Y cuando insistí para que me contara más, miró a lo lejos como si no me oyera y no respondió.
No sé si los helicópteros eran o no de la policía secreta, lo que sí supe más tarde por informaciones y cifras de Amnistía Internacional es que hay en Siria tres clases de ‘muyabarat’: el general, el militar y el de las fuerzas aéreas; hay además ‘Al Amn al Siyasi’, las fuerzas de seguridad política, y la oficina de seguridad nacional que depende del Consejo Presidencial, sin contar con las Brigadas para la defensa de la Revolución compuestas de unos veinte mil hombres y las unidades especiales de información de paracaidistas y comandos.
Y seguimos. Yo tenía sueño, hacía calor y la noche anterior había dormido poco preparando el viaje con Teresa y Adnán y creo que había abusado de ese vino tinto espeso, sabroso y peleón que debían de haberse traído de las profundidades de Aragón. Y pensé que quizá encontraría un lugar donde echarme una siesta, pero fue imposible. Apenas hay carreteras transversales y cuando las hay no son más que desviaciones que mueren en las aldeas o los pueblos próximos, sin un árbol, sin una sombra.
En esa zona todas las casas tienen jardín o huerto, pero fuera de la propiedad no hay más que sembrado o desierto, nunca árboles a no ser las plantaciones o las zonas de repoblación forestal que el gobierno mantiene cercadas. Los habitantes son en su mayoría cristianos, y las casas ya no tienen azotea como las árabes sino cubiertas a dos aguas de teja roja, como el monasterio de Santa Tecla, que les da el aspecto de chalecitos sin acabar a los que se han incorporado los altos arcos de la arquitectura monumental árabe.
Es característico de este país, que está sumido en una profunda transformación como la de España en los años sesenta, la proliferación de obras. Por todas partes se construyen nuevas casas en un alarde de entusiasmo por el progreso que llega, aunque no pueda hablarse cabalmente de ‘boom’. Muchas de ellas están inacabadas -ojos vacíos de los huecos de las ventanas-, y la mayoría desiertas. Sus propietarios están trabajando en Arabia Saudí o Kuwait o cualquier país del Golfo, o en Argentina y el Brasil. Vienen cuando tienen el dinero suficiente para continuar la casa, y vuelven a irse. Son construcciones baratas que se levantan con hiladas de grandes ladrillos, o a veces bloques de hormigón, y los larguísimos hierros de los pilares mirando al cielo, que dejan al aire por si llega el día de levantar un segundo piso, crean un paisaje inusitado, un bosque de hierros mezclados con las antenas de televisión, que se extiende sobre las casas en los arrabales de los pueblos y de las ciudades. E igual que los indianos en nuestras latitudes, las viviendas de los más ricos son rocambolescas, espectaculares, de altísimos arcos adornados con floreadas cornisas y cenefas de yeso y cúpulas y alminares, o imitando el estilo europeo, dicen, con grandes ventanales enrejados, lo que no impide que la dejen también por acabar. Y la construcción es de tan escasa calidad y se hace con tanto empeño y tan poco conocimiento, que cuando vuelven del Golfo los que fueron en busca de dinero, ya está deteriorada la mampostería, el encofrado o las cornisas que dejaron acabados el año anterior.
De tal modo que nunca se sabe si una vivienda está a medio hacer o a medio deshacer.
Cuando nos cruzamos con un cartel torcido por el viento que anunciaba en dirección norte “80 kilómetros a Damascus”, pensé: Setrak lleva 80 kilómetros comiendo pipas. Yo había dejado de hacerlo hacía rato en un esfuerzo de voluntad del que me sentía orgullosa.
Al salir de Maalula, Setrak había puesto entre los dos asientos una bolsa de papel llena de pistachos, garbanzos secos, pipas, almendras y cacahuetes, tan sabrosos y crujientes que era casi imposible resistírseles. Al verme comer durante los primeros kilómetros le había cambiado la cara; luego, cuando me detuve, insistió varias veces para que continuara, y al comprender que yo ya no iba a tomar más, recuperó la expresión huraña.
En Siria, y me parece que en todas partes, a los hombres les gusta ser protectores y amables con las mujeres pero se irritan si no les hacen caso. Y eso no quiere decir que todos tengan mujeres sumisas. Ni siquiera en Siria: hay mujeres casadas que son jefas de empresa, directoras de departamento y hasta investigadoras y ministras.
Pero comienza a ocurrir que algunos sirios se sienten tal vez un poco incómodos al ver que ellas van más deprisa en el camino de su propia autonomía que ellos en perder el lastre paternalista de los siglos.
Homs.
Llegamos a Homs, una ciudad industrial situada en un valle tan fértil que de pronto el suelo se había cubierto de verde intenso, pequeños riachuelos descendían por las laderas, y junto a la carretera corría repleto un canal. Antes de llegar a la ciudad se sucedieron en los populosos suburbios las casas con patios cubiertos de hiedra o pámpanos, los eternos primeros pisos sin acabar con sus hierros mirando al cielo que se utilizan para sostener la parra. En una plaza y sobre un elevado parterre lleno de caléndulas nos recibió un presidente en bronce de tamaño natural que levantaba las manos en un gesto de bienvenida.
Homs es una hermosa ciudad con amplias avenidas de plátanos bajo cuya sombra deambula la multitud.
Empujados sus habitantes, o su alcalde, por el ansia de modernización, han condenado a muerte la gran plaza del zoco: se van a derribar los edificios antiguos, se va a cruzar de avenidas y se van a construir rascacielos de hormigón para albergar a la población que no cesa de llegar del campo. En pocos años se convertirá en un barrio anodino, mugriento y descascarillado, como todos los que forman los cinturones de las ciudades populosas del mundo.
Desde Homs, Setrak tomó la autopista para ir a Crac de los Caballeros, un castillo de los cruzados reconstruido y que visitan los turistas. Me apetecía poco, pero nos cogía de camino y pensé que allí podríamos comer. Cuando le pedí que tomara la carretera, Setrak me miró mal.
– No hay carretera -dijo.
– ¿Cómo que no hay carretera?
– le dije mostrándole el mapa. Pero Setrak miró el mapa con displicencia. Conocía el país como la palma de la mano, dijo, porque llevaba más de treinta años recorriéndolo, no sólo desde que compró ese coche de color crema, sino mucho antes, con las primeras prospecciones de petróleo, luego con los ingenieros rusos que construyeron la presa del Éufrates y ahora con los representantes de todas las multinacionales. Para demostrármelo sacó de la guantera un álbum enfundado en plástico que contenía las tarjetas de las personas a las que había acompañado. Insistí en lo de la carretera pero no se dejó convencer. Dijo:
– ¿No querías comer en Crac?
Pues vamos a comer a Crac.
Para hacerme obedecer habría tenido que violentarme, así que como la autopista corría un poco alta por un valle tapizado de verde, con toda probabilidad uno de esos valles bíblicos donde mana leche y miel, no insistí y él sonrió satisfecho, no sé si por haberse salido con la suya o por haber logrado engañarme.
El paisaje cambiaba. Habíamos dejado la carretera que se dirige al norte para tomar la ortogonal hacia el oeste, hacia el mar, por un valle frondoso y exuberante: teníamos a la izquierda las estribaciones longitudinales de los montes del Líbano y de la cordillera del Antilíbano con sus picos de dos mil y hasta tres mil metros, que mantenían algunos ventisqueros blancos en las cumbres entre las que se abría un valle estrecho y profundo donde el Orontes se deslizaba hacia el norte; a la derecha las primeras colinas de la cordillera As Sahiliye, que se levanta a poco más de mil cuatrocientos metros a lo largo de la costa hasta llegar a Turquía, y al frente, no visible aún pero a menos de cuarenta kilómetros, el Mediterráneo que no había visto aún desde mi llegada. La hierba cubría las lomas casi hasta la cumbre, masas de abetos daban al paisaje la calma y la seguridad de los espacios fértiles y sin embargo seguía teniendo ese aspecto de desorden tan caro a los árabes, con las construcciones a medio hacer, las calles de los pueblos y aldeas sin acabar, descampados mezclados con vergeles, piedras y pedruscos tapizando los prados, monumentos en todo lugar y por cualquier motivo con sus banderas como nuestros cámpings, y plásticos, plásticos por todas partes volando sobre los campos, tapizando los caminos, encharcando los arroyos, temblando prendidos en las cercas y las alambradas que les habían detenido.
El Crac de los Caballeros.
Cerca ya de Tel Kalay se divisa en lo alto de la cordillera la silueta de una fortaleza impresionante. Nos internamos entonces en un valle que asciende serpenteando entre pueblos más prósperos, aunque el paisaje urbano y rural no cambia. La gente seguía en la calle, los niños se jugaban la vida ante el coche y a veces teníamos que detenernos porque una vaca se negaba a moverse. Chopos, nogales, frutales en flor, las alfombras en el balcón en una eterna limpieza a la que no importan las basuras desperdigadas en la calle fangosa.
Cantaban los pájaros en las frondosidades verdes de los montes mientras seguíamos ascendiendo, atravesando pueblos y riachuelos y molinos de viento con aspas de metal, como los que todavía se encuentran descascarillados en España, apenas una ruina que aparece de pronto en el paisaje. Y me preguntaba si un día nosotros volveríamos también a ellos para ahorrar energía, como los sirios van haciendo, porque pasamos a continuación por una fábrica de herramientas que produce energía solar para sí misma y para suministrar la necesaria a los pueblos adyacentes. Más casas a medio hacer en espera del hijo o el hermano o el marido que ha de volver con el ansiado dinero para el segundo piso, casas entre viñas, naranjos, olivos, cerezos, adelfas, granados, higueras y ropa tendida y gallinas por los prados y más calles sin asfaltar. Iglesias, pocas mezquitas ahora, con cúpulas sobre columnas y campanarios que dejaban ver las campanas al trasluz. Y como en todo el mundo las mujeres, dobladas sobre la tierra trabajando en el campo, mientras los hombres tomaban té y hablaban con los amigos en la puerta de la casa. Setrak dijo que los hombres han de descansar para poder hacerles hijos a las mujeres, no menos de diez o doce, añadió, y sonrió mirándome por el rabillo del ojo con tal picardía que se le cambió por completo la expresión de la cara.
– ¿Para qué tantos? -pregunté para desviar la intención.
– En la ciudad no hace falta tener hijos -respondió-, pero en el campo los hijos son manos para trabajar.
– ¿Los hijos o las hijas?
Setrak devolvió su rostro al entrecejo habitual consciente de que había resbalado y estaba hablando por boca de sus abuelos. Yo miraba a los muchachos que ya desde jóvenes, desde niños casi, aprenden a sacar el taburete y la mesa a la puerta de la casa, bajo la parra, para charlar y comer pipas y pistachos y tomar el té con los amigos, como sus padres. Las chicas, en grupos, iban y venían del campo con bultos y cestas en la cadera o en la cabeza, o se doblaban sobre las lechugas que luego colocarían en cestas y cargarían en el carro para que fueran ellos los que las llevasen al mercado, las vendiesen y guardasen y administrasen a su conveniencia el dinero ganado.
El Crac de los Caballeros me sorprendió. La fortaleza es mucho más impresionante y hermosa de lo que yo esperaba. Es una excelente muestra de la arquitectura militar de la Edad Media, mejor conservada de lo que cabría esperar por los siglos y los avatares de la historia y debidamente restaurada. Es un testimonio de un importante periodo de la historia de Siria, un periodo de lucha contra la ocupación de los cruzados durante los siglos XII y XIII con la que acabaron, según reza mi guía, los llamados movimientos de liberación de la época, en 1271.
La historia vista desde la otra orilla es siempre asombrosa. Para los sirios, el Crac es una prueba más de que por invasiones que sufran, a la larga ellos sabrán cómo deshacerse de los conquistadores.
Para nuestra historia occidental en cambio, las Cruzadas, ejércitos de hombres que marcharon al Oriente desde distintos países de Europa a principios del siglo XI, fueron una empresa titánica para recuperar, decían, los santos lugares que, olvidando el origen palestino del propio Jesús, consideraban una pertenencia por derecho propio.
Una locura colectiva, piensan otros, en la que fanáticos iluminados predicaron con cenizas en la cabeza el alistamiento de los cristianos en esa desaforada aventura que como siempre hizo príncipes y ricos a los poderosos y llevó al hambre y a la muerte a cientos de miles de ciudadanos, incluidos los niños que tuvieron su cruzada propia, cuyas conciencias habían sido usurpadas, en nombre de la patria y la religión, por el señuelo de un premio eterno.
De las fortalezas para defender los cuatro principados que fundaron los francos en las tierras conquistadas del litoral, desde Palestina hasta Anatolia -Jerusalén, Trípoli, Antioquía y Efeso-, el Crac de los Caballeros parece ser el que conserva más historia entre la penumbra de sus muros. En 1031 no era más que una pequeña fortaleza con una guarnición de kurdos (en árabe ‘hosn al akrat’ significa fortaleza de los kurdos)
que por orden del emir de Homs vigilaba los caminos desde el litoral hasta sus propias tierras.
Construido con grandes piedras calizas que con el tiempo y a la luz del atardecer adquieren reflejos dorados, el Crac se levanta sobre una colina de roca volcánica a 650 metros de altitud y desde sus atalayas se domina un vasto panorama en el que, dicen, en días claros aparece en la lejanía la línea del horizonte del mar apenas a treinta y cinco kilómetros a vuelo de pájaro. Sus muros, torres y almenas, sus múltiples dependencias, graneros, patios y claustros, adaptándose al terreno sobre una superficie de tres hectáreas, llegaron a albergar a una guarnición de cuatro mil soldados francos que resistieron el ataque de Nureddin en 1163, el acoso de Saladino en 1188 y el de su hermano Al Malek al Adel en 1207, y sólo cuando tras un asedio de más de un mes comprendieron que su resistencia era inútil, se rindieron a Al Zaher Baybars el 8 de abril de 1271. Durante siglos el Crac fue residencia de reyes y príncipes hasta que perdió el interés de los magnates y pasó a convertirse en un poblado de varios cientos de habitantes. Cuando en 1919 los franceses volvieron como amos al país, en la época del Mandato, desalojaron el lugar y en 1934 lo convirtieron en un centro turístico y arqueológico.
En el antiguo comedor de la fortaleza se han instalado largas mesas cubiertas de hule donde compartimos con turistas alemanes el ‘kebab’ con alioli, deliciosas ensaladas de lechuga con menta y perejil, aceitunas curadas en aceite y pimienta, el ‘homos’ de los árabes, garbanzos cocidos y trinchados con limón, y aceite de sésamo, y cerveza clara y pálida. Acabamos con el café espeso al que nos invitaron unos pastores con pantalones turcos, americana y el ‘kufie’ rojo o negro envolviéndoles la cabeza.
El mar: Tartus (Tortosa) y Lataquia.
Descendimos del Crac y, al llegar al llano, Setrak tomó disimuladamente la autopista en el momento en que pasaba una caravana de camiones precedidos por un coche de la policía de fronteras cuyas unidades, como las antiguas caravanas de camellos, no seguían una estricta fila india y nos vimos obligados a arrimarnos a la cuneta. Eran camiones cargados de mercancía que se dirigían a Jordania y al Golfo procedentes de Turquía. Setrak suspiró varias veces, y yo tuve que imponerme para que saliera de la autopista y de mal talante cogiera la general. Pero a los pocos kilómetros volvió a entrar en ella.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– ¿No querías ir a Tartus a ver el puerto? Pues ya tomaremos la carretera entonces, así vamos más deprisa.
– Pero yo no tengo ningún interés en ir deprisa.
– Si no vamos deprisa no podrás coger el barco para ir a la isla Arwad.
– Si no voy a la isla, no voy a la isla.
Se refería a la única isla que tiene Siria, la isla Arwad, a unos tres kilómetros de Tartus, Tortosa, que en la época de los cananeos fue un reino independiente llamado Aradús. Un servicio de barquichuelas la comunica con tierra firme. Es una isla muy poblada que habría de visitar al cabo de unas semanas, de estrechas callejuelas y hermosas y antiguas casas de piedra, llena de cafés con terrazas sobre el mar desde donde se divisa Tartus y la cadena de montañas que la separa del valle del Orontes. Tras las casas se levanta la ciudadela que los franceses del Mandato convirtieron en cárcel donde se pudrieron durante años los hombres que lucharon en la resistencia. Por eso los sirios, sin que pueda decirse que consideran enemigos a los franceses, conservan intactas las inscripciones que contra ellos grabaron en las piedras los soñadores nacionalistas que les precedieron.
Setrak se rió, pero no tomó la general. Bien es cierto que en cuanto se entraba en la autopista era difícil dejarla porque había pocas salidas, quizá por esto la gente las atraviesa por donde les parece, igual que atraviesan las calles divididas de la ciudad.
Finalmente apareció el mar. El Mediterráneo brillaba al oeste, plácido bajo un cielo inmóvil y pálido. La costa de Siria de unos 183 kilómetros se extiende desde este punto hasta Turquía en un sinfín de playas de arena suave.
No pude dejar de pensar en el tópico: del otro lado de este mar, en su extremo más occidental, está mi ciudad, mi país, la gente que quiero. La gente que también vive en pueblos y ciudades de calles estrechas, y toma el sol en los bancos de los paseos de palmeras o de las plazas duras como todas las del Mediterráneo, la gente que comerá esta noche, como nosotros, pan mojado en aceite y sal y cordero a la brasa con alioli o pescado de roca cocido con patatas, cebolla, ajo y especias, mientras el olor a salitre entra por las ventanas siempre abiertas, porque en nuestros países nunca hace demasiado frío y el exceso de calor se suaviza con la brisa que llega del mar al atardecer.
Le dije a Setrak que se detuviera y salí del coche. Las márgenes de la carretera estaban rebosantes de retama, el aire olía a procesión y a primavera. Saqué la pequeña nevera, la botella de whisky, me serví un trago y le eché agua y hielo.
– ¿Quiere usted? -pregunté a Setrak que me miró con ese aire de querer decir vamos a ver ahora qué más se le ha ocurrido.
– No, no me está permitido.
– Usted ¿no es armenio?
– Sí, pero los buenos musulmanes no beben.
– Pero usted no es musulmán.
– No, soy armenio y como tal cristiano.
– Y ¿por qué no le está permitido beber?
– Porque no beben los buenos musulmanes.
Y sacó un palillo del bolsillo para hurgarse los dientes con ostentación. Me di la vuelta hacia el mar y bebí despacio el whisky helado. Era la sagrada hora del regreso, la hora de las sombras incipientes en el cielo y en el mar, la hora de la calma y del piar de los vencejos rasgando el firmamento. Se iniciaba el crepúsculo que en mayo se alarga hasta el límite en esta zona del país donde nada impide al sol brillar hasta su ocaso.
Por ese mar y a esas costas llegaron en el año 333 a.C. los griegos, mucho antes de que los bárbaros reyes francos vinieran a recuperar los Santos Lugares.
Fueron los griegos los que establecieron sus colonias en esa antigua provincia del imperio persa, la Siria del norte, Antioquía y el valle del Orontes, y fundaron Hama y Afamia abriendo con ello un periodo de influencia grecorromana que había de durar hasta la conquista árabe: un milenio de helenización cuyas huellas permanecen aún visibles. Como permanecen aún visibles en mi tierra las de los fenicios, que saliendo de estas playas habían de desembarcar en las de todo el Mediterráneo. Tal vez por eso aquí aun a pesar de no hablar su idioma no logro sentirme extranjera.
El puerto militar de Tartus estaba en construcción; el de transporte y mercancías bullía de gente y de animación. En el paseo del mar las casetas de baño se sucedían hasta el agua. Y en la acera del paseo, en la parte antigua de la ciudad, se alineaban los tenderetes umbríos donde se vendía el pescado recién descargado de las barcazas. En la parte nueva que la sucede se levantan los mismos edificios de siempre, de hormigón, algunos pintados, la mayoría descascarillados ya. Y por supuesto, nos encontramos con la estatua del presidente, una copia más de las muchas que vimos a la entrada de los pueblos.
Sin perder aún la esperanza, le pedí a Setrak que tomara la carretera general que según había visto en el mapa corría paralela al mar.
Pero debí de haberme confundido porque precisamente al norte de Tartus no hay carretera. Así que tuve que callarme y Setrak, vencedor, ya no abandonaría la autopista hasta llegar a Lataquia.
En el mar en calma del atardecer flotaban los petroleros esperando descargar en las refinerías que flanquean la carretera por la parte del interior, y los camiones cuba pasaban por los puentes ocultos bajo el firme de la autopista.
Tras las refinerías apenas se vislumbraba el paisaje vallado.
El mar en Lataquia, donde entramos por el paseo del mar, era más llano aún que el de los atardeceres del verano. El paseo es largo, ancho y está lleno de jardines, pero no hay playas, sino que tras las vallas comienzan los astilleros y los barracones, y la ciudad, densa y compacta como todas las ciudades mediterráneas, se esconde del otro lado, hacia el interior.
Había junto al puerto un monumento inacabado, con los mismos hierros mirando al cielo que en las construcciones a medio hacer. O quizá, me dije, es un monumento a lo común, a lo cotidiano, un emblema de este país, del mismo modo que para Marcel Duchamp la pared medianera fue la imagen que eligió para describir Barcelona.
Setrak interrumpió mis meditaciones:
– ¿A qué hotel quieres ir? Los grandes hoteles están a seis kilómetros al norte, fuera de la ciudad. Son los hoteles de lujo, los turísticos.
– Por aquí ¿no hay hoteles?
– dije señalando los hotelitos que daban al paseo.
– Tú verás. Yo conozco uno que está bien y tiene buen precio.
– Vamos a ése.
El Hotel Algoon donde me dejó Setrak -él tenía el suyo en el que no aceptaban más que a hombres y ya le conocían- era cochambroso. Me pidieron cinco dólares de paga y señal. Sólo más tarde comprendí que era el precio de la habitación incluidos el desayuno y el aumento que sin saber por qué adjudican a los extranjeros. La construcción reciente estaba ya depauperada, las paredes eran de papel y todos los ruidos desde el primer piso al último llegaban nítidos a mis oídos.
La habitación era grande pero el colchón tenía apenas un centímetro de grosor. Cuando me senté en la cama para probarlo me hundí hasta el suelo al son de múltiples gruñidos. Me levanté como pude y miré las sábanas con prevención. En el baño no había toallas, el suelo y las porcelanas estaban sucios y desconchados. Sin embargo la vista desde la terraza sobre el mar era espléndida y a punto estuve de quedarme. Pero al abrir un grifo me respondió un ruido seco de explosión de aire. No, aquí no me quedo, rectifiqué. Bajé con la maleta y me desdije de la habitación, y el chico del mostrador me devolvió mansamente los cinco dólares. Luego salí al paseo que recorrí en busca del coche crema. Setrak, frente a él como si lo vigilara, estaba sentado en el porche de un hotel repleto de hombres que fumaban el narguile y bebían té. Al verme vino hacia mí asustado.
– ¿Qué ocurre?
– Nada, que no me gusta el hotel.
– Pues cuando lo has visto bien que te gustaba.
– No había visto la habitación.
– Yo ya te he dicho que los turistas tenéis que ir a los hoteles de turistas.
No quise discutir y le dije que me acompañara a un hotel un poco mejor.
– Son mucho más caros, por lo menos cuarenta o cincuenta dólares.
– Y ¿cuánto valen esos de los turistas que están a seis kilómetros?
– Estos valen ciento cincuenta o doscientos.
– ¿Entonces?
– Entonces nada, lo que tú digas. Tú mandas. Tú verás lo que haces -y disgustado una vez más, murmuró para sí palabras incomprensibles.
Me llevó a un hotel llamado Palace que acepté enseguida para no ofenderle y también porque tenía mejor aspecto que el anterior y costaba 42 dólares. En el tercer y cuarto pisos había habitaciones y en el primero y el segundo grandes dormitorios comunes, que atisbé al bajar por la escalera con gran preocupación del director que me conminó a bajar en el ascensor.
Para calmar su malhumor, invité a cenar a Setrak al Spiros, un restaurante que descubrí en el paseo al entrar en la ciudad. Era un local simple, grande, con bombillas de colores a las que tan aficionados son los sirios, con escaleras a lo largo del local que subían a las cocinas donde cada cual podía ver los pescados vivos que iba a tomar al cabo de un momento. Escogí una merluza de kilo y medio, y estuve contemplando cómo empapaban la piel en sal y aceite y la asaban sobre brasas de madera hasta que se convertía en una costra sabrosísima.
Entre Setrak y yo no dejamos más que las espinas. Y luego nos tomamos una fuente entera de ‘yebra’, el arroz con carne envuelto en hojas de parra, y ‘yalanyi’, lo mismo pero sin carne (en turco ‘yalanyi’ quiere decir mentira)
, aceitunas negras, ‘homos’ y ensalada.
Setrak me dijo que éste era el mejor restaurante de Lataquia y que lo regentaba un cristiano.
– Los cristianos -añadió frotando el dedo índice con el pulgar siempre saben dónde está el dinero.
Di las buenas noches a Setrak, que se fue a dormir murmurando entre dientes un agradecimiento que apenas sabía mostrar, y yo me fui caminando al hotel con la esperanza de que la luna asomara e iluminara el horizonte del mar que se fundía ahora con el cielo. Brillaban las estrellas diáfanas, grandes, mucho más grandes que en mi ciudad, aunque no tanto como en África. Y recordé la contaminación de nuestros puertos y de nuestras playas y de nuestros cielos y del aire que respiramos, la misma que habrán de sufrir en este país dentro de unos años si las cosas, como es de esperar y todo parece indicar, les van bien y entran de lleno en el camino de ese progreso que todo lo destruye. No parece que tengamos ninguna otra alternativa. Y si la hay no es nunca del agrado de los grandes de la tierra que por una razón u otra siempre se alían con quienes construyen los productos que dejan el cielo, el mar y el aire ennegrecidos, asquerosos, contaminados.
Lataquia, la ciudad más francesa de Siria, fue la capital del efímero reino alauí que quisieron crear los franceses durante el Mandato. La ciudad más importante de esta zona del país donde habitan desde hace siglos los alauíes. Dicen las malas lenguas que la característica forma recta de la parte posterior de la cabeza de los alauíes de esta zona se debe a los cachetes que durante generaciones han recibido de sus madres los niños en el cogote. ¡Hala, tú a Damasco! Porque son tribus, o familias que desde siempre fueron más pobres que el resto del país, y los que no se dedicaban a la milicia no tenían más solución que emigrar a la capital. Lataquia es además la ciudad cristiana y la patria del presidente, en cuyas afueras se construyó una casa entre olivos.
Es una ciudad que, como la mayoría de ciudades y sobre todo pueblos del Mediterráneo, desde España y Marruecos hasta Turquía y Siria, exceptuando las fortalezas y las aldeas de pescadores, vive de espaldas al mar porque por el mar llegaban los invasores. Ahora, que los peligros vienen también del aire, por los aviones y los misiles, todas corren a recuperar un espacio frente al mar que nunca hasta ahora había tenido el menor valor. En Cadaqués, por ejemplo, los hijos varones heredaban los olivares de las montañas, mientras las hijas habían de conformarse con los yermos terrenos de la playa. La moda, la historia o el progreso han hecho justicia por una vez, y algunas de ellas pasaron de ser los miembros inferiores de la familia a prósperas herederas que se enriquecieron con la llegada del turismo. Por una vez.
En Lataquia el mar sólo se ve desde las azoteas y los campanarios y al fondo de las calles que desde el centro descienden al paseo. Un paseo larguísimo, urbanizado ya con grandes plazas y jardines, y que sin embargo sigue siendo la carretera general flanqueada por altísimas palmeras, que sigue su camino hacia el norte entre la ciudad y el mar. Nadie parece haber descubierto aún su privilegiada situación porque, como había dicho Setrak, los grandes hoteles de lujo se encuentran a varios kilómetros, en espacios vallados con pistas de tenis, piscinas y apartamentos en la zona de expansión del norte, cuyas arenas impolutas están cubiertas de tumbonas con las mismas lonas a rayas azules y blancas que en la brumosa Deauville de los años veinte. Pero fuera de ese reducto, las playas están sucias, aunque los olivos, los acebuches y las viñas verdes llegan hasta el mar. Al pasar cerca de la tenue rompiente de las olas descubrí entre ellas unas tiendas miserables de una familia de beduinos que habían dejado el desierto en busca de comida para los corderos, un grupo de mujeres, hombres y niños que a la fuerza han de sentirse incómodos y extraños en esta tierra tan habitada y tan lejos del desierto de arenas pálidas, su verdadero hogar.
Ugarit.
A unos dieciséis kilómetros al norte de Lataquia se encuentra Ugarit, los vestigios de una civilización que, presente ya en el séptimo milenio a.C., llega a su apogeo en el segundo y sirve de base a las posteriores aramea y árabe islámica. El reino más civilizado de la antigüedad, el más grandioso, el que fue admirado por su administración, su sistema educativo, la diplomacia de sus mandatarios, el conocimiento del derecho y de los ritos religiosos de sus jueces y de sus sacerdotes, que nos ha dejado, entre otras cosas descubiertas desde que comenzaron las excavaciones en 1928, las notas musicales más antiguas que se conocen y la tablilla con el primer alfabeto cuneiforme que tanto ha ayudado a comprender la historia de las lenguas semíticas y tanto impresionaba a mi amigo el señor Bachir Zuhdi, director del Museo Nacional de Damasco. Es un alfabeto del que se venden miles de millones de copias en todo el mundo. Yo misma tengo una en casa que alguien me trajo de un viaje a Oriente.
Caminé por las ruinas de lo que fue el palacio real y el templo de Baal y recorrí la gran extensión donde antaño se levantaban casas exentas, separadas por sus jardines y campos. De todo aquello que fue no queda ahora más que un gigantesco llano de piedra, de montones de piedras o hileras de piedras que según los arqueólogos son fortificaciones, palacios, casas, talleres, templos, santuarios, tumbas o monumentos, en los que se han hallado grandes cantidades de archivos, objetos, sellos, vasijas ornamentadas y documentos gracias a los cuales se ha podido descifrar un poco más la historia, las religiones y la forma de vida de esos seres que nos precedieron en cuatro milenios. Hasta donde alcanza la vista se suceden en el paisaje ruinas rescatadas del barro y de la arena, de las espesas capas de cenizas que durante cuarenta siglos ocultaron los restos de esta civilización que desapareció brutal y definitivamente unos siglos después, en 1180 a.C., asolada por un incendio, que según ciertas interpretaciones se debió a la invasión de los despiadados “pueblos del mar” procedentes de las costas de Anatolia y de las islas del Mediterráneo. Unas ruinas y unas piedras que, de verdad, casi no sabía cómo mirar. Porque ¿qué podían decirme a mí esas piedras de casi cuatro mil años que no fuera la melancólica ratificación, el sentimiento nostálgico y contundente, de cuán inexorable es el paso del tiempo? Las ruinas, para los que no buscan en ellas la confirmación de propios o ajenos descubrimientos o teorías, no pueden emocionar al profano, y lo único que le producen es un leve ensimismamiento ante la especulación sobre lo que debió ocurrir aquí hace miles de años. Pero ¿qué más le daba a la vista que esos conatos de muros fueran los de un palacio de cuatrocientas habitaciones, algunas de ellas con baño, o el gran templo al dios Baal?
La palabra Baal, eso sí me importaba, significa dueño o señor y en Ugarit y otras culturas cercanas era el dios de la fertilidad y de los truenos, el mismo dios arameo Hadad. En las tablillas de los siglos XIV a XII a.C. descubiertas bajo esas ruinas, Baal es considerado el dios más querido, el que representa la fertilidad. En una ceremonia que tenía lugar a principios de otoño, cuando la tierra está seca, sus fieles lo mataban ante la alegría del dios de la muerte Mot. Y después venía la diosa Anad, su novia o su mujer, y luchaba por devolverle la vida para lo cual, también todos los años, cogían al dios Mot y le cortaban primero el cuerpo en trozos, después lo machacaban como se machaca el trigo, para ventearlo y más tarde molerlo. Una vez acabado el proceso el dios Baal volvía a la vida en primavera, cuando la tierra estalla y renacen las plantas y los árboles y la tierra se vuelve verde. Un anticipo o una premonición de la pascua de los judíos y de los cristianos. Entonces comenzaban las fiestas de la primavera y de la fertilidad. Aún hoy los campesinos llaman tierras Baal, sistema de cultivo Baal, a las tierras no irrigadas, las tierras de secano que sólo podrán fructificar por la fertilidad del dios. Durante siglos y milenios el pueblo construía en las cumbres de los montes casas o templos al dios Baal que se pintaban de verde y se llenaban de flores en primavera.
Desde Ugarit, mirando hacia el norte se divisa Alacra, una ciudad dentro del territorio sirio hoy en poder de los turcos, que en árabe quiere decir el monte calvo. En este monte tenía su gran templo el dios Baal. Con los siglos el dios Baal pasó a ser el dios Jdor, que los cristianos asimilaron a Jorge, el santo que sólo existió en la mitología de esos pueblos, el que tiene su correlato en el santo musulmán Al Jdor, el inmortal, dicen, el que sigue vivo en la misma tradición del último imán, el santo verde, porque Jdor significa verde. Todavía hoy los viejos de esa zona afirman que existe Al Jdor y que muere y resucita todos los años, y se aparece a los santos y camina como un gigante de una montaña a otra sembrando fertilidad.
Uno de nuestros últimos papas, tan poco amantes de que nuestros ritos y tradiciones entronquen con civilizaciones que nos precedieron, borró a san Jorge del santoral como si quisiera decirnos que no tenemos más pasado que el aprobado por la Iglesia ni más civilización que la cristiana, la europea, olvidando que Jesús era palestino, es decir asiático, y que entre muchos otros mitos y tradiciones, en la parte de memoria colectiva que heredó el cristianismo existía la figura de Al Jdor, el santo verde que simbolizó el discurso de su fundador -el grano que no muere en la tierra no fructificará- y su propia resurrección. Dos días más tarde, en la puerta de los dos leones de la fortaleza de Alepo, descubrí un sarcófago cubierto con trapos verdes: en la parte alta se adivinaban las letras que componen el nombre “Al Jdor” y debajo de ellas, para que no hubiera confusión, las palabras “san Jorge”.
Al salir del recinto un niño que había montado en el suelo un elemental puesto de venta, se empeñó en venderme una copia en barro del alfabeto para que me la colgara del cuello, dijo, o la pusiera en la pared de mi casa, o tal vez, pensé yo, en una vitrina con un Mickey Mouse comprado en el metro de París, una reproducción de la estatua de la Libertad y una cajita de música que al abrirse tintinee el ‘Holy Night’, adquirida en un suburbio de Budapest. Y un abanico de encaje abierto al fondo.
Un viaje difícil.
No sé cuántos kilómetros recorrimos aquel día subiendo y bajando montes cubiertos de pinos que se deshacían en playas recoletas desiertas, descubriendo carreteras no visibles en el mapa en busca del valle del Orontes que yo había atravesado a toda prisa unos días antes. La cara de Setrak se iba poniendo oscura y apenas abrió la boca en todo el viaje.
– Oh, el mapa, el mapa -dijo en una ocasión al verme consultarlo, y más adelante gritó casi-: A los turistas no les gusta todo esto que estamos viendo.
Me callé ante esta recriminación. Pero pensé que no tenía razón: al turista se le atribuye un gusto que se ha convertido en tópico y que él acepta aunque no le convenza lo que de acuerdo con él se le ofrece, como si al viajar hubiera dejado su criterio en suspenso. Todo lo que veíamos, pensé, pertenecía a lo que se supone que no les gusta, sin monumentos, ni piedras antiguas, ni cultura subtitulada, ni tiendas, ni playas, pero brillaba un sol profundo sobre el paisaje que se agrandaba y ensanchaba con la altura.
Por fin llegamos a la carretera que une Lataquia y Alepo.
Eran casi las tres y media, y Setrak se dirigió seguro a una zona de restaurantes que sí conocía. Le sugerí que comiéramos en uno de ellos que tenía muy buen aspecto, pero ni me oyó y después de seguir doscientos o trescientos metros más se detuvo ante un cobertizo de uralita que albergaba un comedor y una gran terraza. Había varios autobuses de turistas en la puerta.
– Éste es mejor. Éste es el que quieren los turistas -dijo con cierta altanería.
Me negué a sentarme en el comedor atestado de alemanes y franceses que hacen más ruido aún que los árabes si ello es posible, así que ocupamos una mesa en la terraza donde los nativos tomaban té y charlaban.
– ¿Esos tipos no trabajan?
– pregunté, porque eran las cuatro de la tarde y no parecían tener intención de cambiar de postura.
– Éstos tienen mucho dinero, éstos no quieren trabajar porque ya han vendido la casa que tenían cerca de la carretera.
Admiro a esos hombres que se conforman con la riqueza que tienen, pero me cuesta creer que viven con el producto de su venta.
– Y las mujeres, ¿dónde están?
– Las mujeres en el campo, aquí las cosas son así. Ya te lo he dicho.
Comimos carne de cordero picada con hígado acompañada de tomates, ensalada y ‘homos’, y cuando fui a abonar, Setrak había pagado ya, tal vez invitado por los otros o tal vez para compensar su insistencia en venir a este lugar siniestro que ni era árabe ni cristiano ni siquiera una cafetería decente para turistas. Eso sí, los dos cubiertos costaron a quien los pagara la módica cantidad de cuatrocientas pesetas.
En los restaurantes, incluso en los mejores, ponen pocos cubiertos porque no están hechos a ellos, aunque practican la cultura del cubierto. Los árabes del campo y muchos de la ciudad comen con los dedos, ayudándose con el pan libanés que actúa de pala, y no necesitan cuchillo porque todo viene machacado o en pedazos tan pequeños que se cogen con el pan. Tampoco se utilizan servilletas, que sustituyen por una caja de pañuelos de papel que Setrak se llevaba siempre consigo porque consideraba que la había pagado. Los árabes se lavan a conciencia las manos antes y después de las comidas en unos lavabos que no faltan ni en los comedores más humildes. Comen pollo y sobre todo cordero, casi nunca ternera y por supuesto jamás cerdo, y toda clase de verduras y ensaladas, adobadas con especias y aceite de oliva. La comida es casi siempre sabrosa pero las posibilidades no son muy extensas.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para imponer mi voluntad a la hora de salir. Pero logré hacer comprender a Setrak que no quería ir a Saladino sino más al norte, a un lugar que se llama Salma y de allí a Suitlef, en lo alto de esa cordillera bajo la cual se extendían las tierras que antaño habían sido pantanosas. Puso cara de pavor mientras ascendíamos otra vez entre nogales y granados, sobre tierra más caliza, y con pueblos de veraneo de las gentes de Lataquia y Alepo esparcidos por los montes cercanos.
Cuando encontramos un cruce, y yo por decir algo y suavizar un poco la afrenta a que lo había sometido, le pregunté si sabía en qué dirección íbamos, me dijo con suficiencia:
– Claro que lo sé, si no digo nada es por dejarte a ti, que no paras de mirar los mapas, para que tú aprendas.
Y por la forma en que lo dijo me di cuenta por fin de que no era cierto que no creyera en los mapas, lo que ocurría es que apenas sabía leer y leerlos. Aunque lo que menos me perdonó es que no hubiera querido ver el castillo de Saladino, un castillo anterior a los cruzados construido en la pura roca entre dos corrientes de agua, el más inexpugnable de todos los castillos de Siria.
A partir de Ain Slamo, un paisaje de piedra caliza y encinas se vuelca sobre el abismo, y al mirar hacia el llano me entró vértigo y sentí un temblor incontrolable en las piernas. La carretera desciende por un muro casi en picado, en curvas que dejan apenas entre ellas unas breves terrazas, como pequeñas ciudadelas. Setrak murmuraba acongojado como si él mismo fuera el coche y sintiera en su propia carne la presión del freno y la forzada primera que no movió en todo el descenso. Yo tenía miedo de que el coche comenzara a echar humo, pero me mantuve al margen esperando que los dioses nos fueran propicios.
El paisaje era impresionante y la vista alcanzaba hasta un horizonte tan lejano que se fundía en las brumas de la distancia. Más emocionante que Ugarit, reconocí.
A medida que descendíamos, disminuía el vértigo y volvía la fertilidad a los montes. Y Setrak se atrevió a meter la segunda aunque sin dejar de murmurar. La vista del valle del Orontes desde esta otra ladera era aún más impresionante que desde la fortaleza de Afamia. Debía de tener unos cincuenta kilómetros de longitud por diez o doce de anchura, era plano como la palma de la mano y estaba cruzado por carreteras y canales que dibujaban en rectángulos los campos de cultivo, como un mosaico verde, violeta y pardo. Y entre las dos vertientes se creaba un inmenso conducto que atraía el viento cada vez más enfurecido a cuyas ráfagas se oponían, como en mi país, las barreras de cipreses tanto más espesas cuanto más nos acercábamos al llano. Las pastoras seguían su camino rodeadas de ovejas y ocas sin que las arredrara el viento enloquecido que recorría el valle porque llevaban cubiertos los rostros con un pañuelo que les daba varias vueltas a la cabeza y las protegía del sol y de las ráfagas que despeinaban los altos chopos y los abedules y los sauces y aplastaban contra el suelo las matas espesas de las adelfas en flor.
Más al sur, en la vertiente opuesta, en algún lugar que no distinguía aún, Afamia debía dibujar el perfil de sus arcos romanos en la cresta de los montes.
En los caminos al borde de la carretera las mujeres volvían a casa con fardos de hierba a la espalda, como las de África o como la viejecita cargada de leña de los cuentos de mi infancia. Otras avanzaban con el cántaro en la cabeza que sostenía como un milagro el contoneo de su cuerpo. “A la fuente voy por agua de san Antonio, seguro que de la fuente me traigo un novio”, así cantaba una lavandera de mi país. Recuerdo que la primera vez que fui a Cadaqués, en la primavera de 1959, las mujeres iban aún por agua a la fuente porque la del grifo, cuando la había, era pura agua de mar, y volvían con ‘es doll’, el cántaro de cerámica verde, en la cabeza con igual gracia que esas muchachas sirias y con la misma que emplearían ellas poco después cuando sustituyeron ‘es doll’ por la bombona de butano.
El llano estaba tapizado de campos de trigo, huertas e hileras de naranjos y crecían lirios en los bordes de los riachuelos y de los canales. Los tractores y los camiones volvían cargados de hortalizas y en las acequias chillaban y se chapuzaban los chicos. El sol había comenzado a descender. Las sombras de los cipreses dibujaban líneas ondulantes de sombra en la carretera donde nos cruzábamos con camionetas repletas de mujeres cantando que volvían a sus casas tras una jornada en los campos que se había iniciado con el amanecer.
Al salir del valle ya casi en la penumbra para ir a buscar la carretera de Alepo el paisaje cambió otra vez y la tierra se volvió roja. Atravesamos una zona de lomas plantadas de cerezos, y como había vendedores en los bordes de la carretera le pedí a Setrak que se detuviera porque me apetecía comprar unas pocas. Se ofendió.
Se ofendía siempre. Se ofendía por todo y esta vez lo pagó el niño al que compré una bolsa de grandes cerezas casi negras. El pretexto para la brutal reprimenda que le dejó con lágrimas en los ojos fue que el chico, al ver que yo era extranjera, me había pedido treinta liras en lugar de las veinte que valían (unas noventa pesetas en lugar de sesenta)
. Y cuando le pedí que no le riñera más, que no era para tanto, se volvió contra mí acusándome de ser una extranjera sin escrúpulos y de no dar valor al dinero, y de que por mi culpa estos chicos y las generaciones venideras perderían el sentido de la moral y no se podría vivir en un mundo plagado de usureros, tramposos y delincuentes. Se puso hecho una furia, del mismo modo que reaccionaba en la carretera cuando nos cruzábamos con alguien que no le dejaba sitio, como cuando alguien tocaba la bocina con insistencia, como cuando yo le decía que quería detenerme o seguir o cambiar de dirección.
Pero de nada me serviría discutir, así que para vengarme, le di bajo mano una propina al chico que aumentó aún más su desconcierto y que a buen seguro habría de acelerar el descalabro moral de las futuras generaciones. Luego me metí en el coche y me puse a comer cerezas como si me corroyera el hambre.
El sol estaba muy bajo y las torres de agua se levantaban contra el ocaso sobre los campos arados y tras las casas con patios, más ordenado ahora el paisaje, más limpio. Faltaban sesenta kilómetros para Alepo, y se sucedían los hermosos pueblos de piedra blanca en un llano de extrema fertilidad: habían desaparecido los montes como por arte de magia o quizá los ocultaba la neblina que dejaba tras de sí el sol poniente, hasta donde la vista alcanzaba no se veían más que sembrados y labrantíos y casas de campo rodeadas de huertas, ni ostentosas ni miserables, casas que ya no pretendían remedar el chaletito occidental, casas de piedra como dados de arena sobre la tierra oscura, y hornos de pan como pirámides redondeadas y encaladas. Los campesinos sentados a la puerta disfrutaban del fresco del atardecer mientras grandes arcos móviles de riego automático fustigaban el aire con destellos y murmullos.
La entrada a Alepo a esa hora del crepúsculo fue espectacular.
Hermosas construcciones de piedra mármorea, blanca a la luz violeta que precede a la noche, se extendían a ambos lados de las grandes avenidas coronadas de farolas que oponían su luz al firmamento donde se inmovilizaban los vestigios de la última claridad.
Setrak se detuvo a poner gasolina a cien metros del hotel.
– Podrías llenar el depósito mañana -le dije-, mañana no hay nada que hacer.
– No, ahora.
– Está bien -y pacientemente esperé a que nos tocara el turno.
Cuando me dejó en la puerta del Hotel Amir, un rascacielos en el mismo centro de la ciudad, le dije que hasta dentro de dos días por la noche no le iba a necesitar porque quería visitar la ciudad con calma.
– Entonces ¿para qué has alquilado el coche?
– Para volver a Damasco -repliqué.
– Y mientras tanto, ¿qué hago yo? Yo podría haber trabajado esos dos días.
– El trato que hicimos era para cuatro días. ¿Qué más te da -añadí utilizando ya con normalidad el tú que él me había impuesto desde el principio- si voy en coche o no voy? Tú cobras lo pactado y ya está.
– ¡Oh!, ya está, ya está. Esto no es justo. En una hora tú puedes haber visto la ciudad y yo puedo llevarte por la tarde a ver la Basílica de San Simeón. Está a sesenta kilómetros y la carretera es muy buena, de las que te gustan a ti.
No tenía la menor intención de visitar la Basílica de San Simeón, construida en el siglo V en la ciudad de Qala Samaan, para conocer el mayor monumento a la estulticia que existe en el universo, el monumento al hombre que renegó de las mujeres, incluida su propia madre, a la que se negó a mirar durante los cuarenta años que vivió sobre una columna amenazando a los mortales con los castigos que Dios les impondría por vivir en el vicio y la iniquidad. No pensaba en absoluto visitar esta basílica.
Pero no se lo dije.
– Te espero pasado mañana aquí, a las ocho de la noche -añadí cogiendo mi bolsa y despidiéndome con la mano-. Adiós, Setrak, que lo pases bien. -Y entré en el hotel dispuesta a darme un baño para calmar mi ansiedad, tomarme un whisky y cenar opíparamente en el restaurante del último piso que, como decía la guía, tendría la mejor vista de pájaro sobre la noche de la blanca Alepo.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> La policía secreta