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X. Alepo la blanca.

Alepo es una de las grandes ciudades del mundo árabe, comparable a Ammán, Rabat, Trípoli o Túnez, y aunque una gran mayoría de sus habitantes siga siendo cristiana, se la considera la tercera ciudad islámica por las trescientas mezquitas y ‘medersas’ que elevan al cielo sus alminares. Es la segunda ciudad de Siria con poco más de un millón de habitantes y mantiene vivo el espíritu de competencia con Damasco de la que le separan trescientos cincuenta kilómetros. Su historia se remonta al tercer milenio antes de Cristo cuando era una ciudad hitita llamada Halap que con los siglos y las invasiones pasó a ser macedonia, romana, bizantina y finalmente musulmana. Según la tradición fue en una de sus montañas donde el profeta Abraham apacentó sus rebaños.

Alepo y en general la Siria del norte deben desde siempre su riqueza al mármol y las cerámicas, el vino, el aceite y la seda, y la fabricación del famoso jabón de laurel. Es tierra de grandes familias que durante generaciones ocuparon los puestos administrativos y jurídico religiosos, y cuyo poder e influencia siguen vigentes aún hoy.

Es una ciudad rica en una zona rica, sobre todo desde que la construcción de la presa Al Assad hizo posible que se cultivara trigo y algodón en grandes extensiones de terreno fértil. Alepo es famosa, además, por sus excelentes pistachos, estos arbustos de flor roja que cubren campos y valles en toda la demarcación.

En este viaje y en otros posteriores al norte de Siria visité un sinfín de ‘tels’, testimonio del paso sucesivo de civilizaciones: amoríes, hititas, arameas, macedonias, seléucidas, romanas, bizantinas, y cientos de escuelas, mezquitas, torres y castillos de la época árabe de los omeyas. Deambulé por las terrazas, salas y mazmorras de la ciudadela y de su castillo, el mayor y con toda seguridad el más impresionante monumento histórico de Alepo al que acuden todos los días turistas del interior y del exterior, la gran mezquita de los omeyas, el manicomio y, en los alrededores, las ciudades muertas del norte de Siria.

Pero lo más impresionante de Alepo es su ciudad antigua, un sinfín de zocos y callejas medievales cubiertas que serpentean a lo largo de más de doce kilómetros y que según sus habitantes es la mejor de Siria aunque nunca hay que decírselo a un damasceno porque la rivalidad entre las dos ciudades sigue latente desde tiempos inmemoriales.

Al día siguiente de mi llegada anduve paseando por sus callejuelas bajo una cubierta de bóvedas y arcos de medio punto entre los cuales se abren a la luz del sol pequeñas claraboyas que lanzan sus rayos sobre la multitud, hasta que, con ayuda de un minucioso y detallado plano, me hube familiarizado un poco con ella. Las ciudades antiguas desconciertan al viajero, sus zocos angostos y a veces empinados siguiendo la orografía del lugar, no tienen más indicación que las innumerables tiendecillas que se abren a ambos lados de la calle, y sólo cuando por mera casualidad o cuando, perdida la orientación, reconocemos tal o cual producto o la figura de un anciano frente a sus legumbres o sus especias, nos parece haber encontrado de nuevo el hilo de nuestro deambular.

Las callejas están repletas de público que, quizá por la costumbre de caminar entre multitudes, no choca entre sí ni siquiera se roza como si tuvieran todos un extraño sentido que les hiciera zigzaguear contoneándose y evitar al que avanza en dirección contraria sin cambiar el rumbo. Pero yo no tenía este sentido ni caminaba al mismo ritmo que ellos, por esto me detenía y me arrimaba a la pared cada vez que quería mirar una tienda.

De pronto noté la presión de una mano sobre la cadera y me volví airada contra un muchacho que me miraba con guasa y que a su vez se volvía hacia sus amigos riendo la gracia, o tal vez la apuesta. Seguí mi camino y me asomé a una tienda apenas mayor que un armario, con sacos de especias o de pétalos de flores para perfume. Olía el ambiente a cardamomo, clavo de olor y pimienta, y a los aromas de la antigüedad, salvia, canela, láudano, mirra, nardo, azafrán y resina, mientras seguían los árabes su infatigable deambular por los zocos, los hombres en busca de su pequeño negocio, de la compra diaria, del amigo con el que tomarse un té; las mujeres mirando embelesadas las joyas y las telas de los mostradores y escaparates, llevando bultos de un lugar a otro, caminando y riendo en grupos empujadas por la oleada humana.

Callejas iluminadas de apenas dos metros de anchura donde es posible encontrar de todo excepto una chilaba blanca de hilo como la que compré hace años en Argelia, porque aquí todas tienen adornos, dorados y colorines. Me acerqué a un limpiabotas para que me limpiara los zapatos y para mi sorpresa fue él quien se sentó mientras yo tuve que permanecer en pie. Me miraban los hombres y las mujeres murmurando a su vecino palabras que yo no entendía. Apenas había espacio en este tramo y me envolvían no sólo sus miradas sino también los racimos de esponjas que colgaban del techo, las pilas de colchones, de vasijas, de cubos y cachivaches, todo de plástico ya, todo en colores chillones y en cantidades industriales.

Los árabes miran. Caminar por la calle es pasar entre una fila de miradas como el día de la boda pasan la novia y el capitán bajo el túnel de sables. El árabe mira siempre. No mira con curiosidad, desprecio, admiración, lascivia, pasmo o sorna. No, sólo mira. Jamás vuelve la cabeza para mirar o seguir mirando, ni hace gesto alguno si no alcanza a ver. Mira lo que tiene delante. Se entera de lo que ocurre, de lo que pasa ante sus ojos, sin más.

Acostumbrada al norte de Europa, donde no mirar se ha convertido en una virtud pública, o al sur, donde mirar es desde hace siglos una audacia, una impertinencia, cuando no un conato de violación o un ultraje, las miradas de los árabes dan confianza. Pasados los primeros días de turbación o desconcierto me sentía una más entre los que caminaban por la ciudad y miraba yo también, miraba a ese señor que avanzaba pasando las cuentas de su rosario, a las mujeres que arrastraban las cenefas de oro de la orla de su túnica, a los obreros y campesinos con sus ‘kufies’ a cuadros, o a las ancianas velado el rostro bajo esa máscara que las alejaba del mundo pero no las separaba de él.

Según mi guía, una mujer sola nunca debe mirar de frente a un hombre porque éste lo tomará como aceptación de una insinuación. Pero no es así. Lo que quizá quería decir la guía, es que una mujer no debe sostener la mirada de un árabe, quizá porque para un centroeuropeo es tan insólito mirar a los demás que aún no han logrado distinguir entre mirar y sostener la mirada.

El olor dulzón de la fruta se mezclaba más allá con el de la fragua de las herrerías. Venían después las carnicerías donde cuelgan del techo como trofeos las cabezas de los corderos y las carcasas, y más allá los barriles de aceitunas, pepinillos y berenjenas, y toda clase de quesos frescos de formas distintas, en hilachas, en pirámides, nadando en aceite en barreños siempre de plástico.

Me acerqué a comprar jabón de laurel a un hombrecillo anciano que

presidía un pequeño corro, y tras ofrecerme una taza de té se lamentó en francés de que hoy día los jóvenes ya sólo quieren aprender el inglés. En la pared de la tienda colgaba un relieve en barro del presidente hecho en serie cuyo vaciado se habría ensanchado con la repetición y el uso, y el rostro enjuto de Al Assad aparecía con grandes mejillas, gordo, irreconocible.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando salí de nuevo a la plaza junto al Hotel Amir. Me cegaba la luz del sol y estallaba en mis oídos un ruido indescriptible sobre el eco de fondo de las bocinas. La barahúnda ahogaba la oración de los almuédanos que aun con la potencia de los megáfonos no lograba hacerse un hueco entre las radios de los tenderetes, los frenazos de los coches y el griterío de los vendedores callejeros. Y por si fuera poco, los altavoces de las tiendas de discos atronaban la calle, la plaza y la ciudad entera, desafiando el rugido de tempestad de la estación de autobuses donde una multitud abigarrada compraba pinchos de cordero en puestos ambulantes. Densas columnas de humo escapaban de los hornillos y formaban en el aire un vaho espeso con olor a carne adobada y chamuscada y a pimientos asados que aliviaba la acidez de los desperdicios apelmazados en los rincones. Unos campesinos contemplaban embobados los aparatos de música alineados en los estantes de una tienda, sin inmutarse ni percatarse siquiera del amplificador que junto a su oído lanzaba ensordecedores reclamos y chirridos desconyutados, una mezcla de música occidental y melodías del desierto.

Apretaba el calor, no quise pensar lo qué sería en el mes de agosto, porque esta ciudad es como una sartén, una hondonada inmensa de la que emerge la ciudadela y el castillo, rodeado de un círculo de lomas que detiene el viento del mar y del desierto.

Atravesé caminando la ciudad en busca del parque público en los lindes del barrio francés con sus construcciones de los años treinta, de ángulos romos y terrazas de barco siguiendo el perfil del edificio.

El parque es inmenso y cruzado por amplias avenidas en forma de estrella que desembocan en magníficas plazas ajardinadas, con fuentes y surtidores, una mezcla de jardín árabe, geométrico, en el que los franceses dejaron esas masas de boj o de arrayán recortadas en forma de bolas o de conos bajo cuya sombra duermen hoy los hombres o juegan las mujeres en grupos con sus hijos sin pensar en el pasado.

Varios mendigos envueltos en los pliegues bíblicos de sus harapos dormían plácidamente bajo un tamarindo en flor, con un gigantesco turbante por almohadón.

Me dirigí al recinto florido del restaurante y pedí un bocadillo y una cerveza, y sentí de nuevo esa sensación de lujo y hasta de lujuria que transmiten los surtidores y las parras, la mezcla de palmeras, pinos, lonas y toldos blancos, los estanques con peces de colores, las grandes adelfas en flor, todo hermoso, ordenado, bien organizado, descascarillado siempre.

Me sirvió displicente uno de los mil camareros que charlaban, tomaban té y fumaban en un rincón del restaurante. No era un experto ni impecable estaba su americana blanca, pero se mostró amable y sonriente.

Cuando este país sea un poco más rico, si antes no llega un nuevo y más sangriento golpe de estado que le suma en las tinieblas, no habrá lugar en el mundo que reúna más elementos de sensualidad y lujo capaces de desterrar los Mickey Mouse, la música atronadora y las chillonas hamburgueserías americanas de nuestras latitudes pensé, aunque duró poco la esperanza y presentí que, como nosotros antaño, también ellos están inevitablemente abocados a la modernidad occidental impuesta por las multinacionales, porque la música árabe que lanzaban al aire los altavoces ya tenía un pase por el rock o por la salsa, perdidas para siempre la sinuosidad, la gracia y la garra.

La francesa en el museo.

El Museo Arqueológico de Alepo, un museo pequeño y estructurado con intención pedagógica, contiene objetos preciosos, vasos y jarros decorados, bajorrelieves, tablillas cuneiformes, piedras labradas, joyas y aderezos en vitrinas buena parte de ellos, que abarcan un periodo comprendido entre el quinto milenio a.C. y el siglo V d.C., en su mayoría procedentes de las antiguas ciudades sirias, Mari, Ugarit, Ebla, tesoros de los sumerios y de los hititas y restos del mundo griego y romano y de los distintos periodos islámicos. El edificio construido para museo consta de dos plantas cuyas salas envuelven un gran patio central.

En la entrada después de las escalinatas de acceso nos acogen impresionantes estatuas de basalto del siglo IX a.C. descubiertas en Tel Halaf de estilo neohitita: una diosa y dos dioses de pie a lomos de su animal atributo, dicen todas las guías, que sostenían el pórtico de entrada de un palacio, y dos esfinges que fueron ornamentos en la base de la jamba de la misma puerta.

El Museo está organizado de acuerdo con los lugares arqueológicos más importantes donde se encontraron los objetos, lo que no significa que los de una ciudad o un ‘tel’ determinado pertenezcan necesariamente a un único periodo histórico, sino que a veces muestran una variedad de civilizaciones e influencias del mismo periodo.

Estaba pensando cómo organizar la visita cuando descubrí la mirada fija en mí de un muchacho que se acercaba. Le volví la espalda de malos modos tal vez porque recordé al chico del zoco (el único impertinente que encontré en dos meses de viaje), aunque enseguida me di cuenta de que no tenía intención de guasa ni había en sus ojos picardía alguna, así que me volví para rectificar pero ya no fue posible porque debió de interpretarme mal y huyó escaleras abajo aterrorizado por aquella mirada airada con que yo había respondido a la suya. Me costaba recordar y reconocer que en Siria todo el mundo es amable, y que hay que perder ese miedo a lo desconocido que nos acompaña en Occidente porque, hoy por hoy, todo parece indicar que la gente está en la calle para acompañarnos, protegernos y ayudarnos, y si en algún momento descubren que nos son incómodos o queremos estar solos, se retiran sin ofenderse y siguen su camino. Y la excepción no es nunca un pretexto para tomar represalias o desconfiar.

Me uní a un grupo de franceses y me detuve tras varias mujeres un tanto rezagadas y desinteresadas.

Excepto una de ellas.

– ¡Ah no! -decía detrás de mí en francés-, son tres millones de años, el hombre ya es bípedo pero en absoluto un ser humano. -Era evidente que hablaba sola pero ofrecía su discurso de entendida a las otras dos, convencida de que la seguían. Ellas, sin embargo, se habían detenido en una vitrina de amuletos del tercer milenio y no le prestaban la menor atención. La mujer continuaba su discurso para mostrar, con esa pedantería tan francesa, que la visión de esa hacha primitiva con la que nuestros antepasados se defendían o atacaban a sus coetáneos, la había dejado hasta tal punto atónita que sin poderlo evitar, sin ser siquiera consciente de ello, la ciencia que contenía su intelecto brotaba espontáneamente de su boca. Se agachaba con agilidad y contemplaba otra pieza con mirada de experta.

– ’Probablement… oui, oui’ [2] -la oía murmurar mirando ahora los relieves de basalto del templo de Ain Dara. Y me dediqué a seguirla porque me tentaba recorrer las salas con ese ser singular.

– ¡Dieciocho siglos antes de Cristo! -continuaba admirada ante una estatuilla de bronce del dios Baal-, esto quiere decir que estamos en la época de Abraham.

Pero había mirado mal, la figurilla no era del siglo XVIII sino del XIV. Di una vuelta con disimulo y la miré de frente: llevaba unas gafas con un cristal tan gordo que sus ojos miopes hacían aguas tras ellos. Era imposible que pudiera leer esas letras minúsculas de las cartelas.

– ’Cet bassin rituel, pour porter de l.eau, c.ètaient des gens comme &a…’ [3]

– ’Ah, &a c.est aprés l.incendie’ -decía-, ‘la salle du marchè [4] -se acercó mucho más, se levantó las gafas y leyó y tradujo del inglés siguiendo el texto con el dedo y aplastando casi el ojo contra la cartela. De todos modos a mí me dio la sensación de que inventaba lo que decía porque no tenía el menor sentido, pero no pude comprobarlo porque si me acercaba me descubriría y la perdería.

Me detuve a contemplar la estatuilla de Lamji Mari, gobernador de la ciudad de Mari decía la placa, de la primera mitad del tercer milenio, un gobernador con barbas y faldas de grandes plumas de ave, y tuve que correr para recuperar a mi francesa que ya estaba en otra sala haciendo gestos de asentimiento frente a unas vasijas de hace tres mil años. Claro, claro, parecía decir para sí misma, anonadada, creyendo aún que la seguían sus amigas, pero sin atreverse a comprobarlo.

Pasó por la sala helénica de Palmira sin darle demasiada importancia. No sé si queriendo significar que esto no era ni mucho menos lo mejor del Museo o que su especialidad se remontaba a milenios, no a siglos.

De pronto, al volverse, se dio cuenta de que se había quedado sola conmigo. Me miró sin reconocerme y me preguntó:

– ’Êtes-vous archèologue?’ [5]

– No -respondí.

Respiró a todas luces aliviada.

– ’Êtes-vous du group?’ [6]

– No -repetí.

Frunció el ceño como queriendo saber qué demonios hacía yo allí entonces. Y consciente de que por mí no hacía falta tomarse tanto trabajo, recorrió los metros que la separaban de los demás y se unió a su grupo en la sala siguiente.

– Oh, si hubiera un banco -decía en un susurro otra francesa a su marido con cara de dolerle los pies-, tanta piedra y ninguna para sentarse. -El marido un tanto azorado le dio un codazo.

– Son las cinco y media y a las ocho tenemos la cena -levantó la voz otra turista agotada por ver si de una vez el guía se los llevaba y podían sentarse en alguna parte.

Viajar en grupo y estar obligada a recorrer los museos al ritmo de los demás debe ser una verdadera tortura, me dije al abandonar el Museo saltándome las salas de pintura contemporánea que, después de esos tesoros milenarios, no habría sabido cómo mirar.

La noche.

Al atardecer contemplo la ciudad por la ventana de mi habitación en el décimo piso del hotel. El resplandor patinado de las ciudades árabes del Mediterráneo un instante antes de que anochezca, las luces que se encienden poco a poco en un ámbito donde todavía no proliferan los anuncios y los pocos que hay son tan modestos que parpadean indecisos como si también pertenecieran al cielo pálido y violeta donde comienzan a despuntar las estrellas.

Y por la noche, cuando me despierta una campana lejana que el viento trae del barrio cristiano, vibran aún en la ciudad silenciosa ruidos perdidos en lontananza, y bajo la ventana de mi habitación del hotel, siguen prendidas las luces de una terraza donde seis o siete personas charlan al fresco de la madrugada y beben té o quizá cerveza: mañana viernes es la fiesta semanal. El cielo se aclara y aunque desde mi ventana encarada a occidente no veo amanecer, sí descubro los destellos que el alba arranca a la piedra blanca de los edificios. Las farolas de las calles y avenidas hasta donde alcanza la vista dibujan líneas de luz en la ciudad que comienza a despertarse y una vez más sube al cielo, aquí, en el país entero y en todo el mundo árabe, la oración de los almuédanos.

El guía Yemael.

Salí del hotel cuando todavía la mañana era fresca, con Yemael Telyebini, un guía que me proporcionaron en la recepción que tenía un lejano parecido con Omar Sharif: ojillos penetrantes y risueños y grandes mostachos negros en contraste con el cabello cuidado y plateado. Caminaba a mi lado un poco inclinado y hablaba en voz baja para dar más empaque a lo que estaba diciendo. Llevaba bajo el brazo un par de libros de consulta, me dijo, pero tardé muy poco en comprender que sólo sabía lo que repetía a diario, porque cuando le pregunté por qué las mezquitas tienen esa especie de pararrayos jalonado por tres bolas y rematado por una media luna de metal, dijo sin ningún rubor que lo ignoraba, y cuando más tarde quise saber hacia dónde estaba La Meca, lo ignoraba también, aunque sabía, añadió, que en la mezquita la dirección la marca el ‘mihrab’, el ábside. Se lamentó de que fuera viernes, la fiesta semanal de los musulmanes, y nos fuéramos a perder el abigarrado colorido oriental de la ciudad, y repitió la frase que debía de parecerle muy lograda, el abigarrado colorido oriental de la ciudad.

Pero a mí no me importaba. Las calles estaban desiertas y ninguno de los pocos hombres que transitaban por ellas iba hoy vestido con ropas occidentales. En los zocos, los portalones de madera de las tiendas estaban atrancados, y sólo de vez en cuando, aquí y allá, el ruido de cascanueces de una persiana metálica indicaba la presencia inusual de un comerciante laborioso. Rayos de luz de sol atravesaban en diagonal arcos y bóvedas desiertas y temblaban en el aire infinidad de motas de polvo movedizo tras las cuales las callejas silenciosas extendían hasta perderse el aroma misterioso de los siglos.

Recorrimos los zocos desiertos durante tanto rato que me perdí y caminaba tras él obediente. Al principio del recorrido Yemael me parecía un ser curioso: me tenía durante más de diez minutos ante una ventana o un dintel cuya contemplación e historia, por más rato que estuviéramos y por más veces que la repitiera, no lograba despertar mi interés, y en cambio pasábamos ante ‘medersas’ antiguas y bien conservadas o puertas entornadas que escondían mansiones y palacios, patios floridos con surtidores o grandes claustros que habían sido antaño un impresionante ‘jan’ donde se hacían las transacciones de mercancías, sin prestarles la más mínima atención. Sólo a media mañana descubrí que los arabescos que adornaban las jambas de las ventanas ante las que se detenía no eran más que letras antiguas árabes que él leía con la entonación de quien está improvisando.

Me di cuenta también de que la piedra de Alepo no es tan blanca como me había parecido al llegar, sino que tiene un leve tono de arena dorada y me explicó Yemael que ese matiz resplandeciente, esa pátina con tonalidades de mármol tanto de los edificios modernos como de los muros de los ‘jan’ o de los palacios, se conseguía por el ancestral procedimiento de regar las piedras con un tinte vegetal mezclado con agua al que se añade aceite de linaza para darle consistencia, duración y brillo, y al pie de una obra me mostró un montón de piedras vírgenes de ese baño que tenían aún la blancura metálica de la sábana. Un procedimiento parecido al que se utilizaba y se utiliza aún en el Ampurdán o en Mallorca e Italia, aunque mucho menos desde que se ha impuesto la cal de Andalucía, con el ‘caparrös’ o con los tintes vegetales para colorear las paredes revocadas de cemento y darles el tono tostado que tanto se aviene con el paisaje.

Mientras caminábamos, Yemael me advirtió que tendría que ausentarse varias veces durante la visita para orar, porque como usted sabe los musulmanes tenemos que orar cinco veces al día. Y añadió con mucho celo y orgullo: nosotros tenemos cinco pilares, son los cinco dogmas escritos en el Corán que guían nuestra vida cotidiana, son los siguientes:

Chahada: No hay más Dios que Dios y Mahoma es su Profeta.

Salat: La llamada a la oración cinco veces al día, al alba, al mediodía, por la tarde, a la puesta del sol y a la caída de la noche, siempre de cara a La Meca y recitando las oraciones prescritas.

Zaka: La limosna a los pobres y a los necesitados. En los estados modernos musulmanes se ha convertido en un impuesto obligatorio destinado a los pobres.

Ramadán: Durante el noveno mes del calendario musulmán todos los musulmanes están obligados a ayunar desde la salida del sol hasta la puesta, en conmemoración del mes en que Mahoma tuvo la revelación del Corán.

Hadj: La obligación de peregrinar a La Meca por lo menos una vez en la vida durante la cual el peregrino vestido con una túnica blanca sin costuras da siete vueltas alrededor de la Kaaba, la piedra negra que está en el centro de la mezquita.

– Además -añadió-, el Profeta pidió y consiguió que los hombres se lavaran por lo menos cinco veces cada día. -Pero nada me dijo de la Guerra Santa.

Habíamos llegado frente a una puerta que Yemael empujó suavemente.

– Es un ‘jan’ -dijo y continuó:

– Lo que fueran antes los ‘jan’, las antiguas posadas casi todas de los siglos XIV a XVI o XVII, esconden sus patios, sus claustros y sus aposentos tras un portalón claveteado y se han convertido hoy en almacenes, talleres e industrias.

Con la puerta más abierta descubrimos, aun siendo fiesta, una actividad febril, y al acercarnos al impresionante pórtico en aparejo en hilada alternando las piedras blancas y las negras, vino de malos modos el capataz y nos dio con el portalón en las narices, aunque no antes de que hubiéramos visto a decenas de niños bregando con bultos envueltos en tela de saco para apilarlos bajo las galerías. Yemael parecía avergonzado y casi se excusó: es obligatorio que los niños vayan a la escuela, dijo, pero como hoy es fiesta, la policía hace la vista gorda para que puedan ganarse un pequeño salario que vendrá bien a sus familias. Esto antes no ocurría.

– ¿Cuándo es antes?

– Antes, quiero decir, hace unos años. Con la llegada de Al Assad se prohibió el trabajo infantil, pero ya sabe, todas las leyes acaban por relajarse con el tiempo.

El trabajo infantil es una plaga mundial muy difícil de extirpar en países cuya práctica era habitual hace tan sólo veinte o treinta años y que siguen rodeados de otros donde casi siempre por deudas de sus antepasados que no lograron redimir con el trabajo de toda una vida, cientos de miles de niños nacen esclavos todos los años. Niños que recogen basuras o mendigan para otros en el Sudán, niños que desde los cuatro años fabrican ladrillos como sus padres en Mauritania, niños que en el Chad cargan con bultos superiores a su tamaño.

O los niños de Asia, África y América Latina que, sin nacer esclavos, trabajan en el campo, el desierto, el pantano, la fábrica o la prostitución. Niños que no conocerán en toda su vida un solo día de libertad.

La ‘medersa’ Chahadbajtiya.

Buscando un poco más lejos el portal de estalactitas en aparejo de dos colores de la ‘medersa’ Charafiye de 1242 que ha sido convertida en biblioteca, entramos en otra ‘medersa’ muy pequeña que me sobrecogió: la ‘medersa’ Al Chahadbajtiya. Al ver la dificultad que tenía en pronunciar esta palabra, Yemael me dijo con benevolencia que todo el mundo la conoce por Masyid Cheij Maruf Firdaus. Esta ‘medersa’ cuyo nombre vulgar le parecía al guía mucho más fácil de pronunciar, no aparece en las guías y no es probable que pudiera encontrarla por mis propios medios aunque recuerdo que estaba por la parte sur en el zoco Al Darb, no lejos de la gran mezquita.

El patio era muy pequeño y al frente se abría la puerta de acceso al ‘haram’, el santuario propiamente dicho. A la izquierda subiendo dos peldaños, otro patio más pequeño aún, estaba alfombrado como es costumbre en el país, con tapices de distintos tamaños que se superponen hasta cubrir la totalidad de la superficie, y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared un árabe leía un gran libro con tal atención que ante nuestra aparición no levantó la vista un solo instante. En la parte opuesta se abría el mausoleo y en el centro del patio, frente al lector, el chorro de un surtidor se levantaba apenas unos palmos del estanque y cantaba el agua bajo el limonero florido que daba sombra y fragancia al ambiente. Todo parecía en miniatura.

Todo controlado, el silencio, el ruido, el chorro de agua, las zonas de sol y sombra, las medidas proporcionadas de los patios, los arcos y los muros, los pasos del imán gordito con un bonete blanco que apareció por una puerta del fondo, en el segundo patio, y se acercó a darnos la bienvenida.

Después de hablar con el guía y saludarnos con una inclinación al tiempo que se tocaba el pecho, la boca y la frente, se fue en busca del manto negro que yo habría de ponerme. Era de material acrílico y me daba calor. Como una exhalación cruzaron por mi mente esas mujeres del Irán o de Arabia Saudí que no se lo quitan más que en casa y di gracias a Alá por haberme hecho nacer en un país donde no privan esas costumbres.

El imán comenzó a hablar y el guía iba traduciendo. La fecha de fundación de esta ‘medersa’ es el 589 de la Hégira, que corresponde al año 1193 de nuestra era, según reza en la placa empotrada en el vano del portal, bajo los alveolos de la semicúpula que, según leyó y tradujo Yemael, decía así:

“En el nombre de Alá se creó esta escuela para los discípulos del imán supremo, la antorcha de la nación, Abu Hanifa, ¡que Alá esté satisfecho de Sí mismo!, en la época del rey Al Zahir Gazi, hijo de Yusuf, cuya victoria sea glorificada, el esclavo que anhela la misericordia de su Maestro, Chahadbaj, el emancipado del rey Al Adil Mahmud, hijo de Zengi, en el año 589”.

Después nos acercamos al medallón sobre el arco de la puerta donde figuraba el nombre del arquitecto:

“Obra de Qasim, hijo de Said, el que está ávido de la misericordia de Alá”.

El guía repetía obediente: “El fundador de esta ‘medersa’ fue también el constructor de una cisterna. Por el apellido que significa “afortunado” se supone que fue un liberto que tomó el nombre de quien le liberó, y en unos escritos sobre la muerte de Nureddin, figura como un eunuco hindú que fue lugarteniente de la ciudadela. Fue también tutor de los hijos de Nureddin. Y a la muerte de éste aseguró la descendencia…”.

La historia era larga y confusa y llegaba a nuestros días con un repertorio de nombres, asesinatos, sucesiones, guerras y traiciones que no logré retener, más o menos como las que jalonan nuestra propia historia.

Entramos en el ‘haram’. Era un pequeño santuario alargado con una cúpula entre dos bóvedas. El nacimiento de la cúpula formaba un octógono cuyos cuatro ángulos alternos miraban a los cuatro puntos cardinales. Un rayo de sol casi sólido de puro delimitado y preciso caía sobre el muro. Es la ‘meznara’, me explicó el guía, el boquete abierto en la cúpula por donde entra un rayo de sol que marca en las inscripciones de la pared la hora de la oración del almuédano. Pero esto era cuando no había relojes, aclara. Entonces la hora de la plegaria dependía del sol.

– Y ¿cuando no había sol?

– ¿Cómo cuando no había sol?

Siempre hay sol, el sol sale todos los días -respondió mirándome extrañado.

Es cierto, cada país configura la medición del tiempo de acuerdo con los elementos de que dispone.

Quizá en los países nórdicos midieran los periodos y los intervalos por las gotas de lluvia o el paso del agua de los ríos. Y tal vez ésa sea la razón por la que la religión musulmana nunca haya logrado afianzarse en aquellas tierras húmedas y verdes sin sol.

Al salir del santuario después de haber admirado el ‘mirnab’ en marquetería de mármol que los siglos han mantenido intacto, nos invitaron a sentarnos sobre la alfombra junto al hombre que seguía leyendo apoyado en la pared, y que no levantó la vista del libro en el rato que permanecimos allí.

Todo sucedía con lentitud, con pausa, en voz baja. Ningún sonido, ninguna voz ahogaba la de los demás. Les oía hablar y me dejaba llevar de la melodía de esa lengua de consonantes duras, que alternadas con las profundas aspiraciones y las largas vocales abiertas dan lugar a un canto de cadencia singular, y oía al mismo tiempo el rumor del agua y el tenue viento que movía las hojas del limonero, y me quedé traspuesta mirando el chorro del surtidor, un movimiento tan absorbente y fascinante como contemplar la danza de las llamas en el fuego del invierno. Me sentía en paz y sólo me ofendía el calor que se acumulaba bajo el manto con el que trataba en vano de cubrirme las piernas y los pies al mismo tiempo que la cabeza y los cabellos. Lo dejé resbalar con disimulo sobre los hombros para que desapareciera ese ahogo en la cara que sentía congestionada, pero el guía, al darse cuenta de que se me había caído, me hizo un gesto para que me cubriera, y el imán, como si adivinara mis ocultas intenciones, añadió que sabía cuán caluroso podía ser ese atuendo pero me rogaba que comprendiera que no me lo había hecho poner por someterme a una inútil penitencia sino por respeto al lugar santo donde nos encontrábamos. Lo comprendí, subí el manto hasta la frente y procuré olvidar ese miniclima canicular que envolvía mi cuerpo.

Entonces apareció un alumno con una bandeja de metal labrado y tres vasos de manzanilla ardiendo. Para refrescar, supuse, como el té que me ofreció Mrs. Davies, mi patrona de Oxford, un día, hace ya muchos años, durante una excursión.

Y mientras el imán iba en busca de grabados y planos de la mezquita y fotocopias de libros antiguos en los que se narraba su historia, e incluso cuando volvió con ellos bajo el brazo y nos los mostró, por mucha atención que les prestara, por muchas exclamaciones que dijera, yo estaba a miles de kilómetros de distancia y había retrocedido veinticinco años en el tiempo. Estaba yo entonces pasando un mes en Oxford y había alquilado una habitación en la casa de Mrs. Davies y de su hermana Mrs. Parsons. Un día, quizá el más caluroso que recuerdan los ingleses, me invitaron a dar un paseo por el campo en el coche de una amiga. El calor era insoportable y, como ninguna de las tres damas tenía menos de ochenta años, las ventanillas del coche permanecían herméticamente cerradas para evitar las corrientes. Yo, como ellas, estaba sofocada pero no me atrevía a protestar; ellas, en lugar de bajar los cristales, no hacían más que quejarse de la crueldad de ese verano inmisericorde. De pronto dijo la amiga que conducía:

– ’Five o.clock, it.s tea time.’ [7]

Nos detuvimos en la carretera bajo un árbol de hojas raquíticas que apenas daba más sombra que un almendro.

Tranquilizada porque creía que íbamos a dejar ese infierno, ya me disponía a abrir la puerta cuando me percaté de que nadie tenía la menor intención de salir. Delante, las dos damas permanecieron inmóviles mientras Mrs. Parsons, que compartía el asiento de atrás conmigo, levantó del suelo una cesta de la que extrajo varias tazas de picnic y un termo que resopló al abrirlo como una locomotora y soltó un vaho tan ardiente y espeso que dejó el interior del coche borroso como un baño turco. Casi a ciegas Mrs. Parsons nos sirvió el té en ebullición en las tazas de plástico que yo iba cambiando de mano para no abrasarme los dedos.

Entre las brumas del vapor vi de pronto que en el asiento delantero Mrs. Davies se llevaba el té a la boca y lo bebía sin abrasarse la lengua. Depositó la taza en el reverso de la tapa de la guantera que había abierto y que tenía una hendidura especial al efecto, y ante mi asombro y el asentimiento de las otras dos damas, lanzó un suspiro de satisfacción y exclamó solazada:

– ’How refreshing!’ [8]

Lo mismo que yo repetí riendo aún para mis adentros aquella mañana en el patio de la ‘medersa’, veinticinco años después: los designios del Señor, me dije una vez más, son inescrutables e impredecibles las relaciones que establecemos con el pasado.

Cuando nos despedimos, el imán me dio a besar el Corán e inclinando la cabeza me deseó varias veces que Alá me protegiera todos los días de mi vida. Fui a ofrecerle una limosna por el tiempo perdido pero no la aceptó. Nuestro deber y nuestro gozo, dijo, es atender a los hermanos, sean o no sean musulmanes. No insistí, y en señal de agradecimiento y respeto por él y por la religión que le inspira, besé de nuevo el Corán que mantenía aún abierto, le devolví el manto, eché una última mirada al remanso de paz que me había acogido con tal complacencia y descubrí en un rincón del patio cuatro grandes tiestos poblados de aspidistras verdes y relucientes que, contra todo lo que he aprendido sobre plantas en mi vida, parecían encontrarse en la gloria al brutal sol del mediodía.

El Bimaristan Argun.

Caminamos por las callejuelas hasta encontrar un edificio construido en el 755 de la Hégira, el 1354 de nuestra era, que según explicó Yemael era el Bimaristan Argun. Es uno de los más bellos edificios de la ciudad antigua de Alepo, que pude admirar a voluntad porque el guía se excusó diciendo que era la hora de la plegaria y tenía que retirarse a orar. Insistió en que, si al acabar la visita él no había llegado aún, me sentara en el ‘liwán’ con los guardianes que habían instalado una tienda en el patio y pasaban allí el día de fiesta con sus seis niños. Siempre me sorprende esta capacidad que tienen los árabes para montar un hogar con alfombras, toldos, despensas y lechos en los lugares más insólitos sin que ofenda su intimidad ni moleste su constante trajinar.

Estaba en realidad en un antiguo hospital para locos, es decir, un manicomio. Dos ‘liwanes’, uno frente a otro, se abren al patio donde hay un gran estanque. Yendo al interior del edificio por estrechos y oscuros pasadizos sin más luz que los rayos que se filtran por las exiguas claraboyas del techo se encuentran tres patios más, cada uno con su surtidor central.

Los tres están rodeados de minúsculas celdas desde cuyas ventanas enrejadas los locos veían pasar el tiempo al ritmo o al sedante rumor del surtidor. Es admirable que en el siglo XIV se construyera un manicomio donde en lugar de inmovilizar a los locos con cadenas y correas hasta convertirlos en bestias se intentara dulcificar sus terrores con el monótono rumor del chorro de agua que había de ejercer, y quizá fuera cierto, una influencia benéfica sobre sus mentes torturadas.

Volví al patio central por esos pasillos oscuros casi laberínticos, donde me esperaba el surtidor con los cisnes y los niños de los guardas. El guía no había vuelto aún, así que acepté el ofrecimiento del padre y me senté en el suelo sobre un colchón de flores que servía de sofá y me entretuve con los niños que se acercaban a mostrarme sus tesoros, unos lápices de colores y un coche de madera con ruedas claveteadas. Nos entendimos por señas y después de repetirles mi nombre y señalarme, logré saber los de padres e hijos, Imè, Abdul, Menel, Alí, Ahmad, Fatmi, Hammed y Aicha. El hombre me acercó una taza de té y me ofreció tabaco. La mujer de piel muy clara y ojos grises y con un velo blanco sobre el cabello suelto, trajinaba preparando la comida en un fogón afianzado sobre un escabel. Hacía calor, pero ella no parecía agobiada ni sofocada. Se volvió hacia mí con un pincho de carne en la mano. Yo no sabía qué hacer, los niños gritaban y la mujer seguía esperando con el brazo tendido y con la sonrisa inmovilizada en su rostro dulce y expresivo. Tomé lo que me ofrecía y lo comí mientras los niños reían y aplaudían. Era un pedazo de hígado de cordero envuelto en un tenue velo de su propia grasa, adobado con menta, una verdadera delicia. La mujer iba repartiendo pinchos como el mío a toda la familia y pronto volvió a tocarme el turno. Esta vez se trataba del lomo, de cordero también, con una tira de pimiento rojo.

Por el apetito que se me iba desencadenando comprobé que era muy tarde ya, y por el tiempo que hacía que había desaparecido llegué a la conclusión de que el guía en lugar de ir a rezar se había ido a su casa a comer y a echarse una siesta. Cuando volvió al cabo de más de una hora ya habíamos terminado el cordero a la menta, la ensalada de apio y puerros aderezada con aceite de romero y varias hilachas de queso de Alepo con miel. Yo había sacado decenas de fotos a los niños, que excitados por la novedad reían y se ponían en las posturas más estrafalarias. Uno de ellos, en un alarde de precario equilibrio, había caído al estanque ante los gritos de los demás. La madre lo había mirado sonriendo pero no dijo nada, el padre fumaba su cigarrillo sentado a la sombra. Yo compartí otro té con ellos mientras mirábamos a los niños que, uno tras otro, se dejaron caer al agua asustando a los cisnes blancos.

Nos despedimos con besos y abrazos y les prometí, traducido ahora por el guía, volver para darles las fotos. Todos me acompañaron a la salida y agitaron los brazos apiñados en la puerta. Al torcer por una calle lateral me volví y aún seguían allí despidiéndome con la mano.

Cuando en otro viaje a Alepo volví al Bimaristan Argun, el patio estaba desierto y nadie respondía a mis llamadas. Al cabo de un momento salió un hombre medio dormido, un poco asustado, y al preguntarle yo dónde se encontraba la familia, salió corriendo a la calle y volvió con el padre, que no podía creer que yo hubiera vuelto con las fotos, como si lo natural fuera su generosidad pero no estuviera prevista la de los demás. Me dijo que ese día, martes, creo que era o miércoles, el Bimaristan estaba cerrado al público y los niños habían ido con la mujer a casa de los padres de ella que vivían en el campo. Dijo mil veces que les diría que yo había vuelto, les mostraría las fotos y, estaba seguro, todos ellos estarían muy tristes por no haberme visto. Después me pidió que esperara un instante, se retiró y volvió con un bolso de punto de color celeste con mariposas amarillas, rojas y marrones, que su hermana había bordado a mano, rogándome que lo aceptara en señal de amistad.

No hay un árabe de Siria que no se desviva por hacer la vida agradable a sus huéspedes, los conozca o no. Es impresionante lo dotados que están para la hospitalidad, la generosidad, el desprendimiento, la capacidad de compartir lo propio. No lo hacen ni por obligación ni por merecer elogios, ni siquiera por ser mejores, sino porque para ellos supone el mayor de los honores.

Mezquitas y ciegos.

Caminamos de nuevo al sol de la tarde y yo apenas me enteraba de lo que veía. La mezquita otomana Adliyè, la más antigua de las mezquitas turcas de Alepo construida en 1517 con cúpulas turcas, es del siglo IX, me dijo Yemael aunque luego rectificó y la situó en el siglo IX de la Hégira. Salieron los estudiantes y, para mi tranquilidad, nos dijeron que no podíamos entrar. Lo mismo ocurrió en la gran mezquita de los Omeyas donde a mí sólo se me permitió entrar en el gran patio lleno de ciegos que por unas monedas -o unos billetes porque casi no hay monedas- cantan versos del Corán. El guía se fue de nuevo a rezar, dijo, y me dejó sola en medio del patio rodeada de esos ciegos que, aunque sabía que no me veían, me hacían sentir incómoda, porque no tenían aspecto de ciegos bondadosos sino hirientes y mordaces. El guía volvió purificado por su oración y me tranquilizó.

Los ciegos, sentenció, nunca son tan bondadosos como los sordos; los ciegos, insistió, son malos o por lo menos resentidos, pero sólo de palabra y de gesto, por lo demás tienen buen corazón.

Cuando llegué al hotel estaba agotada de calor y de cansancio.

Me despedí del guía que se inclinó ceremoniosamente e hizo ademán de besarme la mano. Pero aun así, cuando le vi meterse por una calleja ya casi oscura, salí en otra dirección para ir al bar del mítico Hotel Barón donde tantos y tantos aventureros y personajes célebres habían tomado su ginebra o su martini, dispuesta a hacer yo también lo mismo a la salud de esos seres que me acompañan aún.

Fiesta en la calle.

Todavía me entretuve y di un rodeo para acercarme a una de las puertas de la ciudad que data del siglo XV, cerca de la estación de taxis, llamada Puerta de Antioquía y cuando iba a sacar una fotografía a una niña vestida con un traje de fiesta donde había más estrellas que en el cielo de agosto, se escapó y se escondió tras un portalón.

Pasó un árabe en una moto sin silenciador ondeando su pañuelo al viento. La ciudad estaba llena de campesinos vestidos de las formas más variadas, familias enteras como salidas de viejas fotografías, chicas cogidas del brazo que recorrían las aceras saltando al compás de sus canciones, soldados en grupos contemplándolas, camionetas con la plataforma atiborrada de gente que cantaba y reía.

De pronto, en una bocacalle vi a una multitud de hombres, mujeres y niños vestidos de fiesta que sostenían guirnaldas o agitaban en el aire ramos de flores. La calle estaba llena de inscripciones de colores y de las fachadas de las casas colgaban adornos y pancartas con caracteres árabes bajo arcos de triunfo de boj y arrayán. Intenté adentrarme y al poco tiempo me vi envuelta en un jolgorio espectacular de gritos, cantos y tambores: era el recibimiento a unos vecinos que regresaban de su peregrinación a La Meca. Sin saber hacia dónde, avancé arrastrada por la multitud, que ni siquiera me veía, y a punto estuve de caer sobre dos corderos atados a una reja casi a ras de suelo que en vano balaban y se lamentaban de tanto apretujón. Los balcones estaban llenos de mujeres hablando a gritos con los de la calle. De pronto, un rebato de tambores me atronó los oídos y en el mismo instante la gente abrió paso con dificultad a cuatro hombres vestidos de blanco, altos y elegantes, de largas barbas y velos recogidos en la frente con el ‘selok’, que se detuvieron forzados por el gentío, se abrazaron y se besaron una y otra vez ante los aplausos enloquecidos de todos.

Alguien, entre las piernas de la gente, había agarrado uno de los corderos y lo estaba matando sin que nadie oyera ni reparara en el último chillido estridente del animal al sentir en la carne el filo del cuchillo. Un chico mojó la mano en su sangre y la estampó en la pared blanca. La calle entera retumbaba con el fragor del griterío y el baile improvisado al compás de los tambores, algunos se arrancaron a dar palmas y todos querían tocar la mano de los recién llegados para llevarse después la suya a la frente.

No sé cómo pude salir de allí porque cuando se dieron cuenta de la presencia de una extranjera me abrieron paso para que fuera a saludar a los recién llegados, bebí luego varias tazas de té con ellos en las que mojé unos roscones tan apelmazados, dulces y sabrosos como los que hacen en todos los pueblos de España y después me hicieron pasar al ‘liwán’ de la casa y sentarme en el corro de las mujeres, donde no puedo recordar si entré por mi propio pie o empujada por una multitud enfervorizada dispuesta a exaltarse y agitarse por todo cuanto ocurriera aquella tarde.

Entendí que esperábamos a que acabaran de asarse los corderos en el fuego que alguien habría encendido al fondo de la calle. Allí estuve con ellas, saludando a los que entraban con una inclinación de cabeza, sonriendo a los ojos fijos en mí, mi mano entre las suaves y tiernas de la gran madre que presidía la fiesta, feliz entre esas gentes acogedoras y amables a las que no volvería a ver jamás, aunque un poco confundida también porque, entre aquellas maternidades de amplios ropajes y velos negros que me miraban con ternura y curiosidad, mis pantalones blancos tenían un aire exótico y desplazado.

El Hotel Barón

El Hotel Barón se parece muy poco al de la postal que anuncia sus pasados esplendores. Sin demasiadas contemplaciones se ha subido un piso al edificio de piedra que fue construido en 1909 en lo que eran entonces las afueras de la ciudad. Se dice que no hace aún cuarenta años se podían matar patos donde hoy hay calles populosas en las que se suceden los bazares, las agencias de viajes, los hoteles y cientos de oficinas y viviendas.

No es posible sentarse en la amplia terraza como recomiendan las guías porque no hay mesas ni sillas, así que entré al bar por una de las grandes puertas cristaleras y me acerqué a la barra. Toda la estancia sigue siendo como era en la época gloriosa, me contó el barman mientras zarandeaba con estrépito la coctelera que contenía mi martini. El salón estaba repleto de sillones ingleses, sillas tonet, sofás de cuero o de terciopelo, ajados pero dignos, igual que la hermosa alfombra persa gastada por los pasos; alguien debió de sustituir hace años los primitivos grabados ingleses por los dibujos al pastel de beduinos y camellos que cuelgan de las paredes y un viejo cartel publicitario de una compañía aérea ya desaparecida. La luz era mortecina y apenas distinguía las etiquetas de unas curiosas botellas de licor que se alineaban en la hornacina tras la barra, junto con banderines y figuras diversas, regalo de las marcas de whisky.

Cuando me sirvió el martini, el barman me contó que el propietario tenía cuarenta y dos años, aunque a quien pertenecía de verdad el edificio era a un anciano, hijo del fundador, que se arrastraba a última hora por el bar contando antiguas magnificencias a quien quisiera escucharle.

El martini era excelente y lo paladeé entreteniéndome en abrir y comer pistachos mientras oía los nombres que me repetía sin parar el barman, la lista oficial de los que estuvieron aquí, comenzando por el presidente Hafez al Assad y el rey Faysal I del Iraq, el Cheij Zayed Ibn, Kemal Ataturk y siguiendo con la realeza europea de principios de siglo y entreguerras sin olvidar jamás el tratamiento de Su Majestad o Su Alteza según correspondiera, siempre con gran reverencia: Su Majestad el rey Gustavo Adolfo de Suecia, Su Majestad la reina Ingrid de Dinamarca, Su Alteza Real el príncipe Bertil de Suecia, Su Alteza Real el príncipe Pedro de Grecia, lord y lady Mountbatten, los duques de Bedford…, y hasta que terminé mi martini siguieron los de otros muchos reyes, príncipes, duques, duquesas y gobernantes de antaño, todos ellos procedentes de los países nórdicos, a los que tanto gustaban los viajes a lugares exóticos a lomos de camellos enjaezados con damascos y terciopelos, o en vagones de trenes primitivos forrados de terciopelos e iluminados con lámparas de cristal, o incluso a pie aunque bajo una sombrilla que sostenía un nativo envuelto en lienzos. Entre la larga lista que enumeró como si fueran trofeos propios no había un solo meridional.

Pasó después a los que me interesaban y pedí otro martini mientras los nombres de Charles Lindbergh, el joven Winston Churchill, Agatha Christie, Yuri Gagarin, William Saroyan y Lawrence de Arabia me devolvían a los tiempos míticos y llenaban el bar de rostros conocidos, vestidos los hombres con el indispensable esmoquin o el frac que no abandonaban a esta hora ni en el mismísimo desierto y las damas con sus vestidos de seda abotonados hasta el cuello, o más tarde aquellas que se atrevieron a cortarse el cabello a lo ‘gar &on’ y a fumar en boquilla mostrando al mundo las piernas enfundadas en medias de seda negra bajo faldas de flecos y lentejuelas. Vi el asombro en los ojos de los indígenas que, a falta de televisión, los contemplaban tras las grandes cristaleras de la terraza o entre los pliegues brumosos de los visillos bordados, mudos de estupor ante esas visiones procedentes de un mundo lejano al tiempo que su memoria se añadía a la memoria colectiva e iba configurando en torno a ellos y a sus gestas heroicas el halo de misterio y de leyenda con que habían llegado hasta mí.

Cuando ya me iba, el recepcionista del hotel me mostró todos los libros del registro, donde yacían escondidos los nombres de más personajes, por si quería hojearlos y descubrir otros que no estuvieran en los folletos publicitarios ni en boca del adiestrado barman. Pero habían dejado de interesarme, los martinis rondaban por mi cabeza mezclados con la nostalgia de tiempos perdidos que en este bar cálido y un tanto depauperado por los años y el olvido se había hecho más evidente, más lacerante, más inquietante que ante los sacerdotes y príncipes esculpidos en piedras hititas y sumerias con los que ayer había pasado la tarde.

La vuelta a casa.

Volví al hotel con una melancolía que sólo atemperaba la decisión de dejar para otro viaje todo lo que me quedaba por ver, la visita a las iglesias y el barrio armenio donde los cristianos van vestidos a la europea aunque con lentejuelas y donde los domingos las mujeres llevan todavía mantilla de blonda para ir a misa. Y me distraje con el aire del anochecer y la contemplación de las familias que volvían a casa después de un día de fiesta: los niños descompuestos y los padres fatigados llevaban escrito en el rostro el anhelo de descanso, sólo las mujeres mantenían intacto el pañuelo en la cabeza que ningún cansancio, ningún trajín parecía capaz de aflojar, de desmoronar, de desplomar. Hay distintas formas de ponerse el pañuelo, me decía meditabunda: el pañuelo del oscurantismo, el de la ocultación, el de la tradición y la elegancia, el del viento y el del trabajo. Y de pronto todo me pareció complicado y sin demasiado interés porque yo también estaba agotada.

A las ocho en punto de la noche, Setrak me estaba esperando y a la luz de neón del vestíbulo del hotel su cara parecía más malhumorada aún de lo que yo la recordaba.

– Es tarde -dijo como saludo.

– ¿Tarde para qué? -pregunté yo.

– Es de noche ya. No hay luz.

Llegaremos a Damasco a las doce de la noche. Sería mucho más sensato quedarnos una noche más.

– Quiero estar por la mañana en Damasco, y no estaremos más de tres horas con este coche tan rápido -repliqué con cierta sorna mientras me metía en el asiento de atrás.

Hasta más tarde, una vez que dejamos atrás la ciudad, no entendí lo que ocurría: el camino ante nosotros era negro, apenas penetrado por la luz de unos faros endebles como dos velas frente a la potencia cegadora que precedía a los camiones que nos cruzaban.

– ¿Les pasa algo a las luces?

– pregunté.

– Las luces van bien, no pueden ir mejor, mejor que esto imposible.

Íbamos tan despacio y tan a ciegas que para no ver y no sufrir me tumbé en el asiento, me hice un almohadón con la chaqueta y cerré los ojos.

Al día siguiente iría a alquilar un coche para seguir viajando por mi cuenta, porque no me veía capaz de resistir otro día con Setrak. Por la noche tenía la cena con Ismail, el palestino del avión, en el restaurante Sahara.

Luego iría a Palmira. El próximo martes había quedado con Alfonso Lucini, el cónsul, para ir al Líbano, y con su mujer, Carmen, para visitar la estación de Hiyaz, del arquitecto español Fernando de Aranda, y al día siguiente visitaría los Altos del Golán con el embajador. Todavía no me había bañado en el Éufrates ni en el Orontes y el tiempo corría como siempre más rápido de lo que yo habría querido. No es cierto, como dicen en Barcelona, pensé, que haya más días que longanizas, lo que hay es más, muchas más longanizas que días.

De pronto la idea de ver a Ismail me dio pereza. En el avión había llegado a creer que gracias a él podría entrar en contacto con gente del país, pero ahora que comenzaba a conocer Damasco, que ya tenía amigos y un futuro de planes en qué pensar y que realizar, verlo de nuevo se me hacía tan extraño como volver al colegio después de las vacaciones. Además, no podía recordar qué nos habíamos dicho durante el viaje, ni era capaz de reconstruir las líneas de su rostro o la cadencia de sus gestos, ni reproducir esa sonrisa en la frontera entre la ternura y la suficiencia con que se me había dirigido en el aeropuerto. Su imagen se había vuelto borrosa y se escapaba de la memoria en cuanto lograba atraparla.

La monotonía de la autovía, el calor, la oscuridad o el cansancio me sumieron en una duermevela de la que no habría de salir hasta ver la entrada de mi propia casa en Damasco. ¿Vendría Ismail de Jordania en coche o en avión? Quizá en tren. Quizá todavía llegaban trenes a la estación de Hiyaz, la que me había mostrado Carmen Lucini desde donde salían antaño los larguísimos convoyes repletos de peregrinos procedentes de Turquía, el Cáucaso, Irán y el sur de Rusia con destino a La Meca. Yo le esperaría en aquel vestíbulo intacto que conserva aún las taquillas de madera labrada como las paredes y los artesonados del techo o frente a los pórticos de la fachada, y entretanto visitaría ese edificio más europeo que árabe del año 1917. Pero los andenes estaban desiertos y los hierbajos cubrían las entrevías y se abrían paso entre las piedras y junto a los parachoques, y comprendí entre brumas que nadie sabía aún qué uso dar a ese espacio abandonado en medio de una ciudad vociferante, heterogénea y viva, como no fuera el de soporte del gran retrato del presidente que colgaba desde la azotea hasta las jambas de las puertas de entrada.

Ismail no puede llegar a Damasco por esta estación, me dije cuando salía del coche sin haberme percatado aún de que nunca había estado en ella, y de que habían sido las fotografías y los planos que me había mostrado Carmen Lucini hacía unos días los que se habían deslizado en mi sueño.

Setrak quedó atrás con el sobre de sus denarios, el apretón de manos y las buenas noches que nos habíamos dado al despedirnos. Pero ni él preguntó ni yo me referí a nuevos viajes. Ni en sus ojos fijos en mí pude descubrir qué explicaciones, perspectivas o pretextos estaba forjando su mente.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Probablemente… sí, sí. Esa bacinilla para rituales, para el agua, eran así perfil de un pájaro y al hablar la boca se le convertía en pico.

  2. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Esa bacinilla para rituales, para el agua, eran así perfil de un pájaro y al hablar la boca se le convertía en pico.

  3. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> ¡Ah! Esto ocurre tras el incendio, la sala del mercado

  4. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> ¿Es usted arqueóloga?

  5. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> ¿Está usted en el grupo?

  6. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Son las cinco, la hora del té.

  7. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> ¡Qué refrescante!