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Conducir por la ciudad.
Al día siguiente fui con Adnán a una agencia de alquiler de coches que él conocía, pero el jefe no estaba y los encargados, sentados en corro tomando té, nos hicieron esperar. Siempre hay tiendas en que parece que no vendan nada y que estén abiertas sólo para acoger a esos afortunados que no hacen sino debatir los problemas que les afectan o contarse unos a otros los últimos chismes del barrio o del gobierno, porque cuando el propietario ha salido nadie puede atendernos hasta que llegue. Los empleados no parecen tener más obligación que la de obedecer las órdenes del jefe, pero jamás pueden permitirse iniciativa alguna. El principio de autoridad está tan imbuido en el alma de los árabes que hasta el día en que reaccionan y se sublevan, a veces con crueldad y siempre sin medida, obedecen sumisamente a quien consideran su amo y señor natural.
Alquilé un flamante coche azul fabricado en la Unión Soviética que les acababa de llegar, dijo cuando vino el jefe, un sirio que había conseguido la nacionalidad americana y que nos dio la tarjeta de la empresa que tenía en Illinois con un leve gesto de satisfacción e incluso de superioridad.
– Pero si la Unión Soviética ya no existe -le dijimos.
– Bueno -respondió sin inmutarse-, el hecho es que desde que llegó hace unos dos años este coche no se ha usado. Mire, mire el cuentakilómetros, está casi a cero…
Por supuesto hubo que pagar en dólares aunque el precio que conseguí, gracias a Adnán, fue la mitad de lo que marcaban las tarifas.
Me puse al volante con la sensación de que iba a la conquista de la ciudad. Adnán, a mi lado, me iba indicando el camino para ir al Banco Central a cambiar moneda y mientras tanto, consciente como siempre de que yo había venido al país a aprender y debía luego informar a mis lectores, me iba aleccionando:
– En Siria, la banca no es privada, se nacionalizó en 1958 cuando se formalizó la unión con Egipto. Hay un solo banco hipotecario, el Banco Popular de Crédito, que concede créditos en las siguientes condiciones: el cliente deja dinero en su cuenta durante tres meses, después de los cuales el Banco le ingresa el doble de lo que figura en su haber que tendrá que devolver al interés del cinco por ciento. Además hay otros bancos según sean sus actividades: Banco de Industria, Banco Agrario…
Me perdí los demás bancos y las respectivas explicaciones atenta a los coches que pasaban por mi lado y me increpaban, porque los sirios, como a todos los demás habitantes de este planeta, se les encrespa el humor cuando entran en un coche y se les incrementa el desprecio contra su vecino.
Dejé a Adnán en su casa, y durante buena parte del día me dediqué a recorrer la ciudad con el plano desplegado sobre el asiento lateral. Las calles ya no estaban vacías y en el centro el caos se fue haciendo cada vez mayor. Hacía mucho calor, las bocinas de los coches formaban un barullo ensordecedor y todas parecían ir dirigidas contra mí. Pero yo no me inmuté, y al cabo de un par de horas había dominado mi propio temor y había encontrado el ritmo de la circulación de Damasco. Tal vez esto fue lo que de pronto me hizo sentir el entorno tan familiar: habían pasado unas semanas e, igual que con el tiempo se borra la mala impresión que el primer día nos produjo un detalle singular en una persona, suplantado después por su carácter cariñoso o su forma jocosa de hablar o quizá porque nos hemos enamorado de ella, vi Damasco desde otro ángulo, un ángulo desde el que ya no importaban los plásticos del suelo, ni las basuras en los rincones, ni las aceras deshechas, ni esa red inextricable de antenas e hilos que tanto me impresionaron el primer día. Comenzaba a sentirme como en mi propia ciudad.
La cita con Ismail.
El restaurante Sahara estaba en la gran avenida Faez Mansur, en el barrio de Al Mezze, que partiendo de la plaza Al Umawiyin se extiende hacia el este. Es la arteria principal de los barrios nuevos, donde vive la clase dirigente, los embajadores, la oligarquía y los burócratas, como había dicho Ismail aquel primer día.
Llegué a las nueve en punto, la hora de la cita, y en los cinco minutos que estuve esperando pasaron por mi mente toda clase de incertidumbres: ¿Era hoy el día de la cita? Y en cuanto al restaurante, ¿no me habría confundido de nombre?
¿No sería una ingenuidad por mi parte haber venido y tomarme en serio una frívola invitación de un compañero de viaje que ya la habría olvidado?
En cualquier caso, ¿qué importaba? Ayer sin ir más lejos me daba cierta pereza volver a verle.
Si no venía, tanto mejor pues.
Pero este pensamiento no lograba tranquilizarme y no hacía más que mirar el reloj que avanzaba a un ritmo demasiado lento. Me había sentado en una pequeña barra un poco apartada del comedor casi lleno de ruidosos hombres y mujeres vestidos con ostentación, y había pedido una ginebra seca para quitarme ese desasosiego que tanto me inquietaba, más debido a que no lograba descubrir su origen que al temor de que Ismail no apareciera.
Y para darme ánimos, pensé. ¿Ánimos? ¿Para qué necesitaba ánimos?
¿Qué me ocurría? ¿Tenía miedo, como me habían dicho antes de venir a Siria, a que Ismail fuera un espía? ¿Qué hacía yo allí dispuesta a cenar con un tipo del que apenas recordaba la cara?
Pero ni tiempo tuve de acabar la copa y responder a tanta pregunta cuando Ismail Kerak apareció ante mí. Tenía los ojos más grises aún que en mi recuerdo y vestía un impecable traje oscuro.
– ¡Hola! -dijo, y añadió con sorna-: ¿te acuerdas de mí?
Al principio estuvimos los dos silenciosos y sonrientes e igualmente indecisos, y esto me tranquilizó. Los hombres demasiado seguros de sí mismos en estos primeros encuentros me aburren, me parecen de otro mundo y, en consecuencia, me retraigo porque dejan de interesarme. Pero a los cinco minutos una botella de vino nos había desatado la lengua y acabamos interrumpiéndonos para saber más y añadir a la otra nuestra propia experiencia o nuestra voz. La verdad es que Ismail Kerak era, y estoy segura de que sigue siendo, una de las personas más encantadoras que he conocido.
– Tú vives siempre en Jordania me dijiste, ¿no?
– Así es.
– ¿Los jordanos se consideran sirios? Me refiero si siguen pensando que pertenecen a la Gran Siria.
– Es difícil de decir, aunque más bien creo que ya no. Han pasado muchas cosas desde que los ingleses fundaron el reino hachemita jordano. Y además los dos países han estado enfrentados durante años. Sin embargo, ahora se llevan bien, y a nosotros nos es fácil entrar y salir de un país a otro.
Me contó su vida quitando importancia al exilio, a la pobreza y a la lucha del pueblo palestino al que él pertenecía.
– ¿Pobreza? Tú no pareces pobre.
– Soy de una familia pobre.
Los palestinos -dijo- tienen un sentido histórico muy desarrollado y de alguna forma están convencidos de que para sobrevivir la única solución que les queda es reproducirse a un ritmo más rápido que los pueblos que les subyugan y preparar lo mejor que puedan a sus hijos.
Todos los miembros de una familia trabajan para que uno de ellos, sólo uno, en la medida de sus posibilidades, pueda estudiar, convertirse en un sabio o en un experto.
– ¿Ése eres tú?
– Sí, ése soy yo. Y no sólo gracias a ellos he podido tener esos estudios, que de algún modo ayudan a conservar nuestro nivel cultural y científico, sino que ahora soy yo quien les ayuda a ellos devolviéndoles lo que hicieron por mí. Los palestinos apenas tenemos escuelas ni universidades, vivimos de forma muy precaria en el exilio o en los territorios ocupados y no entendemos qué es lo que ha ocurrido para que una injusticia tan grande y tan flagrante como se ha cometido con nosotros, nos revierta, es decir, se nos haga culpables de la situación a la que nos ha abocado la comunidad internacional.
– ¿Tú eres de los palestinos que estarían dispuestos a llegar a un acuerdo, o de los que creen que hay que seguir luchando?
– Sea cual fuere el acuerdo al que se llegue, nunca será en beneficio de los palestinos -añadió con cierta tristeza-, y sea cual sea el acuerdo que aceptemos, los palestinos nunca olvidaremos. Pasarán años y siglos, nos destruirán una vez más, nos exiliarán, nos deportarán, nos dividirán y seremos como ahora los esclavos de la zona, pero no olvidaremos. Esto no quiere decir que una vez firmada la paz sigamos luchando, pero nada impedirá que cada uno de nosotros se siente a la puerta de su casa a ver pasar el cadáver del enemigo, una vez hayamos comprendido quién es de verdad nuestro enemigo. Muchos de nosotros ya lo sabemos.
Pero no todos los palestinos pensamos igual.
Por el mero hecho de asistir los dos a esta cena nos habíamos hecho un poco cómplices. Pero ¿de qué? No habría sabido decirlo.
Tal vez por eso no me sorprendió demasiado cuando ya casi al final de la cena, mientras yo le contaba los lugares que pensaba visitar, me interrumpió:
– Déjame que sea yo quien te enseñe Palmira.
Me quedé mirando sus ojos fijos en los míos, que esperaban la respuesta, y le pregunté:
– ¿Qué me estás queriendo decir?
– Te estoy pidiendo que me dejes enseñarte Palmira, nada más, o dicho de otro modo, te estoy ofreciendo enseñarte Palmira. La conozco como la palma de la mano.
– ¿Eso significaría que vendrías en el coche conmigo?
– Así es.
– A veces no soy una buena compañera de viaje -le dije pensando en Adnán y Teresa, y en Setrak-.
Creo que cada vez voy perdiendo más la costumbre de viajar con otras personas.
– Me arriesgaré.
– ¿Te gusta el desierto? -pregunté antes de aceptar.
– Me gusta.
– ¿Te gusta el whisky de las siete de la tarde?
– Me gusta.
– ¿Libertad por las dos partes si nos cansamos?
– Sí.
– Muy bien, de acuerdo -acepté al fin-. Pero ¿cuándo? ¿No te ibas mañana?
Ismail no sólo no se iba al día siguiente como yo había creído, sino que me ofreció organizar al cabo de un par de días una cena con un grupo de amigos, pintores, arquitectos, cineastas, y después de otros dos días que necesitaba para atender su consulta en Damasco, podríamos salir hacia Palmira.
– ¿En mi coche? -pregunté porque me parecía que de este modo yo no perdería la iniciativa del viaje.
– En tu coche si eso es lo que quieres.
– ¿Con mi programa?
– Con tu programa. Pero llévate el traje de baño.
– De acuerdo. ¿Va bien el miércoles por la mañana?
– El jueves por la mañana.
Todavía tomamos una copa en una de las terrazas de la plazoleta que se abre en la calle Abdl Malek, junto a la embajada de Chipre, que a esta hora estaba abarrotada de público. Después lo dejé en su casa en la zona nueva, más allá de la Ciudad Universitaria, un pequeño apartamento, me dijo, detrás de la consulta que había abierto en Damasco hacía unos años y a donde venía unos días todos los meses.
Dijo que me llamaría al día siguiente, me diría cuándo y dónde sería la cena y entonces quedaríamos para ir a Palmira.
– Mañana no me llames, me voy a Baalbeek, y pasado mañana quiero salir pronto para hacer mi primera excursión por la carretera del desierto. -Y no sé qué me movió a añadir-: Si no me has llamado el miércoles entenderé que has cambiado de opinión, ¿de acuerdo?
– Te llamaré el martes por la mañana para cenar con mis amigos -dijo. Me tomó la mano y la besó con gran ceremonia y añadió riéndole los ojos-: Ha sido un placer.
Bajó del coche y dio la vuelta en dirección a la casa, pero antes de entrar cambió de opinión, se acercó a la ventanilla y sin darme tiempo a reaccionar, me besó parcamente en los labios y se fue sin mirarme siquiera.
¡Ah, los hombres, los hombres!, me dije una vez más.
Policía de fronteras.
Al día siguiente había decidido ir a Baalbeek en el Líbano con Carmen Lucini, la mujer del cónsul que me había presentado el embajador. A Alfonso y Carmen debo gran parte de la información que conseguí en Damasco. Fueron ellos los que me dieron copia del excelente libro de artículos que Josep Carner escribió cuando era corresponsal en Beirut. Carmen me dio información completa sobre las casas y mezquitas que había construido en Damasco el arquitecto español Fernando de Aranda, del que estaba preparando una magna exposición, y Alfonso me regaló una exquisita edición de su último libro de poemas, que leí encandilada unos días después sentada en la carretera al borde del desierto a la caída de la tarde.
El viaje a Baalbeek fue desgraciado. Salimos de Damasco por la carretera del Líbano y, al llegar a la frontera, el chófer, que había entrado con nuestros pasaportes en las oficinas de la aduana, parecía haberse perdido. Los coches se aglomeraban sin orden ni concierto ante el puesto fronterizo y los pasajeros con los pasaportes en la mano entraban también y, aunque con lentitud, volvían a salir.
Pero nuestro chófer no aparecía.
De pronto, cuando ya llevábamos más de media hora esperando, le vimos aparecer diciendo que a mí no me dejaban pasar porque no tenía visado para el Líbano. Yo me quedé atónita. Había sacado todos mis visados en Madrid pocos días antes de salir: un visado de entradas y salidas múltiples para ir al Líbano y el de Siria válido para tres meses también con múltiples entradas y salidas. Tenía el papel blanco que me habían entregado el día de mi llegada y la carta del director general de Información para que se me dieran toda clase de facilidades, debidamente firmada por él, sellada con el timbre del Ministerio y con la fotografía que yo misma había ido a entregarle a los dos días de estar en Damasco.
Consciente de que no sólo tenía todos los papeles en regla sino que además contaba con esa carta personal que yo creía mágica, entré en las oficinas con el chófer. El oficial que estaba sentado tras un mostrador tomó el papel, lo miró y con un desprecio total me lo devolvió haciéndolo volar sobre el mostrador como un avión de papel.
– Usted sólo tiene permiso para estar quince días en Siria y desde luego no tiene permiso para ir al Líbano -dijo en un tono tajante que no admitía réplica.
Miré el pasaporte sin comprender, porque bien claro estaba indicado en el visado lo de los tres meses, así que decidí ir a ver al jefe superior que tenía su despacho del otro lado de la carretera.
Nos recibió con cara de muy pocos amigos, ni siquiera se dignó escucharme a pesar de que, dijo, entendía el inglés, y no hizo más que devolverme displicentemente el pasaporte sin apenas mirarme. En cuanto a la carta del director general le echó una ojeada, me miró con sorna y me la devolvió como había hecho su subordinado echándola al aire sin añadir más que una sonrisa burlona, como si alguien me hubiera tomado el pelo y fuera imposible que el director general hubiera firmado tamaña insensatez.
Así que no tuvimos más remedio que volver a Damasco.
Seguían las fiestas. Durante los días que estuve en Damasco las hubo a docenas, fiestas religiosas y políticas que la gente aprovechaba para pasear, sentarse en los parques a la sombra de las grandes adelfas y llenar las terrazas de los bares. La ciudad casi siempre tenía aire de fiesta, y más ese día en que fuimos a varios puestos de policía para intentar arreglar mis papeles o aclarar lo que ocurría con ellos, sin que encontráramos más que un soldado de guardia y nunca el jefe que había de firmar.
Nadie podía ayudarme, decían los soldados que estaban en la puerta.
De pronto me di cuenta de que por alguna razón que se me escapaba estaba en falso en el país, y me entró la misma desazón que cuando en los años del franquismo me quitaban el pasaporte. Me sentía desamparada y a merced de la policía.
Me pareció inminente la llegada de soldados a mi casa para encarcelarme, y comprendí cuán inútil sería esperar que alguien alertara a los míos, que aun conociendo mi trágico destino poco o nada podrían hacer.
Vislumbré un futuro entre rejas, sin esperanza y sin otro entretenimiento que aprender el árabe en las mazmorras de las cárceles del desierto. Pero nada de eso ocurrió.
No tenía más que hacerme cuatro fotografías, rellenar unos impresos y volver al día siguiente para que los firmara el jefe que, como hoy era fiesta, no estaba en su despacho. Me lo contó el soldado que hacía guardia en la puerta, un estudiante de ciencias químicas que cumplía el servicio militar y que aprovechó mi espanto para practicar su francés. Por él me enteré de que en caso de perder aquel papel blanco que me habían dado a la entrada y al que tan poca importancia había atribuido, tendría que presentarme en la comisaría, y de todos modos si quería permanecer en el país más de quince días; que para ir al Líbano o a cualquier otro país de nada me servía tener sólo el visado de tres meses con múltiples entradas y salidas si no iba a la policía a que sellaran el pasaporte y ratificaran el visado que me había concedido la embajada de Siria en Madrid. Es más, no sólo tenían que ponerme un sello sino que era imprescindible pedir un visado de salida de Siria, otro de entrada en el Líbano y otro de entrada de nuevo en Siria, y que cuando quisiera irme a España tendría que pedir otro visado para abandonar el país que en cualquier caso no podía producirse más allá de la fecha que se me había fijado en el pasaporte. Con más calma miré de nuevo el papel blanco y me di cuenta entonces de que había en él una nota que indicaba con toda claridad cada una de las indicaciones que ese amable soldado me estaba explicando, sólo que yo, como hacemos con la letra pequeña de las cláusulas de los contratos de los préstamos o de las pólizas de los seguros, ni la había leído.
Una semana o dos más tarde el embajador me comunicó que en el mismo día, y con toda seguridad, en el mismo momento, en que yo mostraba la carta al jefe superior de la oficina de la frontera, el director general había sido destituido. De ahí la mirada de sorna y de burla que echaron los dos funcionarios a la carta que yo con tal seguridad les mostraba que, nunca mejor dicho, se había convertido en papel mojado.
La comisaría que se encuentra detrás de la estación de autobuses Karnak a la que volví dos días después, tenía en las paredes un tanto desconchadas, viejos carteles con la cara sonriente del presidente Al Assad. Había varias habitaciones con sillas de madera arrimadas a las paredes, mostradores viejos, estanterías con carpetas y legajos y, como en todas las comisarías del mundo, un ambiente un tanto sórdido: la ineficacia de la burocracia exhibida con el único fin de intimidar, los papeles, las pólizas, las correrías de una mesa a otra, la urgencia de estampar un tampón, de incluir una firma, la orden de rellenar otra vez otro impreso en otro mostrador donde se apretujaban cien personas como moscones ante un cristal para ver cómo podían pasarse unos a otros sin guardar la vez, igual que los coches en la calle.
El papeleo que se necesita en el país es impresionante y, en la mayoría de los casos, es difícil saber para qué sirve. Los policías de las aduanas y de las oficinas de pasaportes son tan antipáticos como en el resto del mundo y muestran la misma satisfacción cuando han de denegar la entrada o la salida a un ciudadano. Pero los árabes que, como comprobé una vez más, son muy listos y tienen una exagerada facilidad para los idiomas, se debatían con cierta facilidad en aquel intrincado bosque de impresos en árabe e inglés, y pasaban de la mentalidad oriental a la occidental con igual agilidad y pericia con que eran capaces de leer en árabe de derecha a izquierda comenzando por la página que consideraban la primera y cambiar de repente al inglés y leer de izquierda a derecha por la que para ellos era la última.
No sé qué habría sido de mí sin Mohamed, el funcionario de la embajada de España que me acompañó y que parecía conocer todos y cada uno de los pasos que había que dar, arriba y abajo, de un funcionario vestido de uniforme a otro vestido de paisano, hablando, escribiendo, estampando timbres y pegando sellos, mientras yo, sentada junto a los árabes que rellenaban sus impresos, me dedicaba a contemplar embelesada las jacarandas de la calle que en pocos días se había llenado de flores violetas, borrosas ahora tras los cristales opacos por el polvo y el tizne del humo de los coches, petrificados en las viejas ventanas de esa comisaría perdida en las calles de Damasco.
El barrio judío.
Al volver de Baalbeek, perdida la esperanza de conseguir el visado, me quedaba más de la mitad del día libre, y decidí pasear por la ciudad antigua y visitar a unos amigos palestinos de los que Ismail me había dado la dirección. Y sin saber cómo fui a parar al barrio judío.
A principios de 1992 las autoridades sirias comenzaron a conceder visados de salida a los judíos que quisieran irse y se les autorizó a guardar la propiedad de sus casas por un periodo de cinco años, aunque no les estaba permitido venderlas. Los judíos gozan de muchos privilegios a la hora de pedir el visado para los Estados Unidos y tienen todas las facilidades si quieren ir a Israel. En realidad se ven forzados a irse a veces por razones de orden moral y otras porque temen que la situación se deteriore. Pero al firmar el visado de entrada en otros países a algunos de ellos les ocurrió lo que a mí con el papel blanco del pasaporte, es decir, no leyeron un apartado en letra pequeña en el que afirmaban haber solicitado aquel visado porque en Siria se les perseguía. Lo cual no es cierto pero sí motivo suficiente para que, si quieren volver algún día porque no les gusta vivir en los Estados Unidos o porque echan de menos su casa y su país, las autoridades sirias no se lo permitan.
Así que la mayoría de los que se fueron difícilmente volverán, pero quedan todavía unos cinco mil judíos en Siria que no tienen intención de abandonar el país donde viven sus familias desde hace siglos, quizá porque conservan la esperanza, como todos los sirios, que un día se llegará a un acuerdo de paz y podrán vivir tranquilos en la tierra de sus padres.
Los judíos muy ricos no viven en la ciudad antigua sino en los barrios nuevos, y los que siguen en el viejo barrio judío están rodeados de casas que van desmoronándose, porque ya se sabe que una casa cerrada se estropea más que una casa abierta, sobre todo en esas callejuelas donde envejecen galerías de madera, paredes de adobe y piedras, y escalerillas de ladrillo adosadas a los muros. El barrio debió haber sido muy hermoso y todavía conserva casas nobles. Por las puertas semientornadas y al final de los largos pasillos, se adivinan patios grandes y umbrosos junto a casitas más humildes con recovecos, escaleras y terrazas superpuestas cubiertas de parras, desde donde se divisan las demás calles del barrio.
Descubrí una sinagoga y me asomé a la puerta abierta del patio.
Enseguida vino a recibirme un celador, un hombre joven que debía de estar sacando brillo a la plata porque llevaba una gamuza en la mano y una jarra en la otra. Me dio la bienvenida y me indicó el camino. Entré en un gran patio con una fuente en el centro donde se abrían las puertas de la sinagoga en pura marquetería de metales preciosos. Se sintió muy feliz, dijo, al saber que era española, me contó que pertenecía a la familia Hambra, que significa rojo, y que muchos de los judíos que todavía viven en Damasco son descendientes de los que salieron de España a finales del siglo XV, familias Seraheah, que significa oriental, del levante, sefardí. Cada grupo, cada oleada, cambiaba de nombre al partir y aun así, ahora tras veinticinco generaciones, todavía podían recordar el nombre de todos sus antepasados. Él y los de su misma edad, aun siendo sefardíes, ya no hablaban el español tan bien como sus padres, que a su vez lo hablaban mucho peor que los abuelos. Sus antepasados, que fueron expulsados por la reina Isabel, les dejaron en herencia la tradición y la lengua y ellos intentaban conservarla porque se seguían sintiendo un poco españoles. Nos habíamos sentado en un banco de piedra y yo me animé a hablar porque de pronto sentí vergüenza del comportamiento de los míos. Y para paliarla un poco le conté que en mi país se decía que los judíos no fueron expulsados ni los árabes vencidos, sino que habiendo la reina Isabel jurado que no se cambiaría de camisa hasta que su reino estuviera libre de todos ellos, y una vez hubieron pasado varios meses o incluso años, los judíos y los árabes no tuvieron más remedio que huir ahuyentados por la fetidez de la camisa de la reina, el día que, como último recurso, decidió abanicarse con ella. El muchacho se rió y me hizo entrar en la sinagoga. La sinagoga Raccè se llamaba. Era un Sancta Sanctórum de una extrema sencillez pero asimismo de una gran riqueza, con ornamentos y lámparas de plata, azulejos en las paredes y el techo, y la Tora encerrada en un lanternario sobre cuatro magníficas columnas. Cuando al cabo de un rato me despedí de él, me invitó a volver cuando quisiera, porque, dijo, ésta es tu casa, la casa de tus antepasados, la de mis antepasados, la de todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
– ¿Te quedarás aquí? -le pregunté ya en la puerta de la calle.
– Sí, yo vivo bien aquí, aquí está mi familia y mis amigos, en este barrio vivimos los judíos y los cristianos y un poco más allá los musulmanes, y no hay más tensiones que las habituales entre vecinos porque todos somos sirios.
– Y después de un breve saludo lo dejé porque entendí que había de limpiar la sinagoga, ya de por sí impoluta. Tras de mí, la puerta del patio, como yo la había encontrado, quedó abierta efectivamente a los hombres y mujeres de buena voluntad e incluso, me dije yo, a los que no la tuvieran.
Los amigos palestinos de Ismail.
Junto a esta sinagoga, una calleja estrecha, la más estrecha según dicen de todo el zoco, me llevó a otra casi desierta con varias casas abandonadas que los niños habían dejado sin cristales en las ventanas. Iba en busca de la casa de los amigos palestinos de Ismail que encontré después de preguntar a varias personas. Entré en un minúsculo patio cubierto por una parra. Al fondo había una habitación donde estaba sentada toda la familia. Eran palestinos cristianos que vivían en este barrio desde hacía muchos años. El padre y la madre habían huido de Jaifa en 1948 siendo los dos muy niños aún, con sus familias, los retratos de los abuelos que ahora colgaban de las paredes y ese baúl que asomaba bajo la cama de matrimonio, y aquí crecieron, se casaron y tuvieron hijos. Cuando el primogénito fue mayor, conoció en un campamento palestino del sur del país a una muchacha que a su vez había nacido en los territorios ocupados y se casó con ella. La muchacha, sentada ahora con los demás, estaba en estado muy avanzado de gestación, y cuando al cabo de un momento su suegra me dijo que ya estaba con los dolores del parto yo me levanté para irme.
– No -dijo la madre, una mujer con gafas y pañuelo en la cabeza-, le irá bien un poco de ejercicio.
– Y la chica, como si hubiera comprendido, se levantó para prepararnos los refrescos. Llevaba un vestido de seda granate hasta los pies y en el pelo, anudado como la madre, un pañuelo de flores. Era una mujer hermosísima, sobre todo cuando sonreía.
Sacaron fuentes de cobre llenas de pastas de miel, dátiles y té, y más tarde refrescos. Y al atardecer, la hermana me preguntó si quería ver la vista desde la azotea.
Subí a una pequeña terraza y luego a otra, a las que se accedía por una escalera exterior muy empinada.
De hecho la casa era un laberinto de escaleras, terracitas, habitaciones laterales todas ellas habitadas, balcones y pasos con barandillas, hasta llegar a la azotea.
Brillaba media luna en el firmamento y la luz convertía en una mancha blanca el alminar de una mezquita lejana.
Cuando les di las gracias dispuesta a irme sacaron el café que no pude rechazar. Después salieron los hombres conmigo para acompañarme. La chica anunció entonces que los dolores le venían cada diez minutos, pero nadie parecía creer que el niño fuera a nacer antes de que llegara la comadrona. Yo la veía conteniendo una mueca de dolor, a la espera de que la madre y la suegra declararan que había llegado el momento.
Decididamente, cristiana o musulmana, no debe ser fácil ser mujer en esas tierras.
Cuando al cabo de dos semanas volví un viernes por la noche a visitar a los amigos palestinos, nos instalamos de nuevo en esa pieza de la planta baja junto al patio. Estábamos tomando té y galletas, como siempre, y yo contemplaba a la niña que había nacido aquel primer día, cuando oímos unas pisadas por la escalera exterior y al cabo de un momento se asomó un muchacho por la puerta entreabierta.
Dijo algo en árabe, saludó y se dirigió por el patio hacia la salida. Al darse la vuelta me di cuenta con sorpresa de que llevaba en la cabeza la ‘kipah’ de los judíos, y los palestinos, tal vez porque adivinaron mi extrañeza, se sintieron obligados a darme una explicación.
– Sí, es judío -confirmó el padre de la chica-, y nos ha pedido que le apaguemos el fuego porque no le está permitido a él hacerlo en esta noche que ya pertenece al sábado.
Esto ocurría mientras los palestinos de los territorios ocupados, de donde procedía esa muchacha que con su niña en brazos nos estaba sirviendo té en pequeños vasitos de cristal, apedreaban a los israelíes, sus feroces enemigos, en una intifada que había producido más muertes que una guerra y mientras los propios israelíes machacaban a los palestinos en el sur del Líbano. Recordé un viaje que había hecho muchos años atrás a Marruecos que coincidió con el comienzo de la guerra de los Seis Días.
En uno de los barrios cercanos a la medina de Fez judíos y árabes discutían en la plaza sobre las noticias de la guerra que les habían llegado por la radio y la prensa, y ninguno de ellos era capaz de comprender cómo habían de arreglárselas a partir de ese momento en que su vecino y amigo habría de convertirse para siempre jamás en su peor y más odiado enemigo.
Paseé ese día por el barrio judío de Damasco donde apenas unas casas vacías y deterioradas testimoniaban la obligación de sentir, por solidaridad con los propios pueblos, ese odio feroz contra los otros, hermanos sin embargo, o primos hermanos, condenados a vivir bajo el mismo cielo y a pelearse con rabia por un territorio que ambos pretenden y que, según sean los tiempos y las influencias, caerá bajo el mandato de unos o de otros. Los humanos somos incomprensibles.