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Había quedado en recoger a Ismail en su casa en Mezzè. Preparé mi maleta sin olvidar el traje de baño, cargué en el asiento de atrás la nevera portátil, con agua, vasos y una botella de whisky, recogí a Ismail y, sorteando el caótico tráfico, nos dirigimos bajo un sol de justicia hacia el este, en busca de la carretera de Palmira.
– ¿Te importa si nos detenemos a ver unos beduinos amigos míos?
Así podrás hacerme de intérprete.
– ¿Cómo me va a importar? Pero ¿de qué los conoces?
– Los conocí el otro día, tuve que cambiar una rueda y uno de ellos me la arregló y luego me invitó a su tienda. Quiero darles las fotos que les hice.
– No deberían dejarte sola -dijo Ismail riendo.
– Pero tendrás que ayudarme a encontrarlos porque me dieron unas explicaciones que no entiendo demasiado. -Y le alcancé el papel donde había anotado la explicación que me había dado el soldado.
Ismail lo leyó y dijo:
– Está bien claro: el Jan Abu Shamat está en la misma carretera, y luego no hay más que adentrarse en dirección sur unos veinte minutos por el sendero, y hacia el oeste del cuartel de la guarnición de Awan, a tres horas de camino en dirección al Jevel Sies, estará la tienda
– ¡Clarísimo! ¿Qué quiere decir a tres horas del Jevel Sies?
– El Jevel Sies da la indicación por el sur, por si quisieras llegar por el sur, pero nosotros vamos por el norte, lo dice bien claro, y si no, preguntamos a alguien.
– ¿En el desierto? ¿A alguien?
– En el desierto siempre hay alguien. Es una tontería pensar que el desierto está desierto.
Le miré pero no se reía, lo había dicho en serio. Y yo pensé, o es un inconsciente o un fatuo, o me quiere impresionar, o no sabe lo que dice.
Una vez que dejamos atrás los barrios periféricos, lo más parecido a los de cualquier otra ciudad del mundo, la carretera se internó de repente en tierras desérticas.
La línea del horizonte se destacaba nítida contra un cielo azul cada vez más calcinado por el sol.
Habíamos recorrido unos treinta y cinco kilómetros cuando vi a lo lejos a un soldado que nos indicaba por señas que nos detuviéramos.
Era un control de policía. Casi nunca los hay, me habían dicho en Hamma y si los hay, casi nunca paran a los coches. Pues bien, a mí me había tocado.
Me detuve frente a una garita a pie de carretera, adosada a una casa cuya puerta abierta dejaba ver un par de camastros, una mesa y varios cazos y tazas sobre ella.
Le alargué los papeles y él se entretuvo en mirarlos durante un buen rato sin hablar, sin ni siquiera levantar la vista. Yo salí del coche. El calor era sofocante, a ras de tierra corría una leve brisa que apenas movía los hierbajos en los bordes de la carretera y la pelusilla que tapiza la tierra rojiza del desierto después de la primavera. Desde la altura de los ojos hasta el firmamento que se alzaba gigantesco sobre nosotros, el aire permanecía inmóvil, y en un punto lejano donde la carretera se convertía en un hilo de temblor, avanzaba una mancha negra. La vi acercarse sin prisa y tomar forma y al pasar por mi lado el camionero redujo la marcha y saludó con respeto al soldado que hizo un ademán con la mano sin levantar los ojos de los papeles. Tras el polvo contemplé de nuevo el desierto y acomodando la vista a la lejanía descubrí la nube de un rebaño y más lejos aún otra mancha oscura, plana, alargada, apretada contra la tierra, inmóvil: una, dos, tres ‘jaimas’, conté; las tiendas de los beduinos.
En aquel momento habló el soldado al tiempo que me devolvía los papeles y con un gesto nos deseaba buen viaje.
– Pregúntale -le dije a Ismail.
Ismail se puso a hablar con el soldado y al cabo de un momento, después de que los dos hicieran señales cabalísticas en aquella inmensidad, Ismail se metió en el coche ya seguro de nuestro itinerario.
– El Jan Abu Shamat está a unos quince kilómetros -dijo.
Enfilamos de nuevo por la carretera en dirección a Palmira y de pronto Ismail me dijo que torciera a la derecha y me internara por la tierra en un amago de sendero apenas visible. A mí me pareció que Ismail se inventaba el camino, pero le veía tan seguro que no lo dudé y me metí por él.
Ismail preguntó señalando el desierto:
– ¿Te dice algo?
– La verdad, no -reconocí.
Pero él señaló a lo lejos una mancha oscura.
– ¿Podrían ser aquéllas? ¿Las ves? Detrás de la tormenta.
– ¿Qué tormenta? -pregunté.
– Allí, ¿no la ves?
Sí, así era, mucho más lejos de lo que la vista parecía alcanzar se veía otra mancha pero esta vez en forma de nube parda que se levantaba a ras del horizonte.
– ¿Cómo sabes que es una tormenta? -le pregunté.
– ¿No lo ves? Es un remolino que forma el viento y que se acerca. Dentro de una hora nos habrá alcanzado.
– ¿Esto es grave? -pregunté con recelo.
– No. Es una tormenta del desierto. ¿Nunca has oído hablar de las tormentas del desierto? El viento levanta tanto polvo y arena que todo queda cubierto, y apenas se puede avanzar porque la vista no alcanza a ver más allá de un metro.
Pero no pasa nada, no pasa nada si no te pierdes. Tranquila, que no nos perderemos.
Me parecía imposible que este cielo gigantesco y azul y esta tierra que se extendía ante mi vista pudieran desaparecer de pronto.
Dijo Ismail señalando a la otra mancha oscura sobre la tierra:
– Según tus indicaciones y lo que me ha dicho el soldado, bien podrían ser aquellas ‘jaimas’. ¿Lo probamos?
Y mientras yo avanzaba en aquella dirección por la tierra donde se iba perdiendo el rastro del camino, sin más horizonte que las lejanas lomas rojizas, quizá para tranquilizarme me explicó las costumbres de los beduinos. Las ‘jaimas’, como un espejismo de mi mente enardecida por el desierto y sus secretos y por la sequedad que se iba apoderando de mí, se alejaban a medida que avanzábamos. El aire irisado las hacía vibrar pero aun así fueron definiéndose antes de perder su minúscula dimensión. Ismail hablaba de las tiendas de los beduinos, de cómo había que quitarse los zapatos al entrar, del café de bienvenida.
– Procura no poner nunca las plantas desnudas de los pies encaradas a ellos. Es una falta de respeto y podrían ofenderse. Los beduinos -añadió- son muy devotos de sus costumbres y tradiciones.
– Sí -respondí un poco ausente-, eso me dijo el soldado. -Pero apenas atendía. Detuve el coche un instante, y miré hacia atrás. El soldado y su garita y la carretera y el mundo entero habían desaparecido fundidos en la lejanía. El desierto, temblando el aire a ras de tierra, dibujaba en torno a nosotros una circunferencia precisa de dimensiones gigantescas sobre la que se levantaba la infinita bóveda del cielo. Una ráfaga de viento perdida rasgó el silencio y azotó el costado del coche como un bufido extemporáneo, como un cachete. Ismail me miró sonriendo.
– ¿Ves? -dijo.
– ¿Veo qué? -pregunté.
– ¿Ves cómo se acerca la tormenta?
Fue entonces, al buscar la tormenta, cuando reconocí la ‘jaima’, pero tuve que hacer el esfuerzo de imaginarme ese paisaje desde la otra dirección en la que había llegado.
– Ésas son -dije con entusiasmo-. Ésas son.
Ismail se reía.
– ¿De qué te ríes? ¿No te parece inaudito que hayamos encontrado esas ‘jaimas’ en el desierto?
Es como encontrar una aguja en un pajar.
– No -respondió muy serio Ismail-, ya te dije que la dirección era correcta. ¿Quién te la dio?
– Me la dio el soldado que había ido a comprar yogur.
– Debía ser del cuartel que está ahí cerca.
– ¿Dónde? -pregunté, porque cerca no había nada.
– Allí -y señaló una minúscula mancha que me costó cinco minutos encontrar, como un insecto en dirección sur-. Allí, fíjate bien.
Es una fortaleza.
En el desierto las dimensiones de las casas y de los hombres se distorsionan de tal modo que para un profano no existen. Yo veía ahora con los ojos de Ismail, que me mostraba un horizonte poblado de los accidentes orográficos, las ‘jaimas’ en la lejanía, las construcciones, las antenas y los postes de electricidad perdiéndose muy lejos, que yo no había visto antes.
Poco a poco comencé a distinguir las vaguadas de las lomas, los senderos de las torrenteras, los terrenos pedregosos de los sombreados por la hierba e incluso las zonas de tierra de las de arenisca. Vi el cuartel, una aldea a lo lejos en dirección a Damasco con el humo de las chimeneas que unos minutos antes ni siquiera habían enturbiado el cielo azul. Descubrí rebaños y beduinos y reparé en que al oeste la mancha de la tormenta se iba agrandando, aunque parecía tan lejana aún que apenas me preocupé de ella.
Pero cuando, con los ojos doloridos de tanto escudriñar el paisaje, hubimos reemprendido la marcha y ya casi llegábamos a la ‘jaima’, el viento soplaba ya con tesón y constancia y dibujaba vuelos y fruncidos en las faldas de las beduinas que rodeadas de niños habían salido a recibirnos, agitando los brazos en el aire en señal de bienvenida.
Tras ellas mi amigo, Abu Mansur, el jefe de la tribu, con el pañuelo a cuadros en la cabeza y un cayado en la mano, avanzaba majestuoso cara al viento acompañado de sus tres hijos, Said, Abu y Alí.
A cierta distancia, el rebaño levantaba polvo que el viento esparcía y deshacía en arabescos.
Se inclinó el patriarca, se tocó el corazón, la boca y la frente, igual que sus hijos tras él.
Las muchachas y los niños, nerviosos y excitados frente a tan gran novedad, reían a nuestro alrededor.
Ismail se presentó.
– Dice que seamos bienvenidos a su morada, que Alá nos bendiga a nosotros y a los seres que amamos, y que Él y sólo Él guíe nuestro camino -dijo Ismail-. Y agradece la palabra de una extranjera que se ha dignado volver a su morada.
Yo extendí mis manos hacia las que me tendía el anciano y le saludé inclinando la cabeza al tiempo que sonreía igual que él, con la mirada fija en la suya. Habló de nuevo.
– Insiste en que les hagamos el honor, a él y a su numerosa familia, de entrar y tomar el café de bienvenida -tradujo Ismail.
La parte frontal de la tienda que miraba al este estaba abierta.
El viento que arreciaba cada vez con mayor fuerza venía ahora del oeste. Así que cuando nos sentamos en los colchones de colores vivos del suelo, el ambiente era cálido y tranquilo y de pronto las voces sonaron diáfanas y claras en ese ámbito limitado por las lonas oscuras y el pelo de cabra del techo de la ‘jaima’.
El hijo menor, Abu, sirvió el café en tazas minúsculas y después de varias rondas se sentó con nosotros. Las mujeres volvieron a la ‘jaima’ contigua a trajinar cacharros de leche y yogur y los niños, tímidos de repente, se agolparon tras el murete de colchonetas que por la noche repartían para dormir, riendo y cuchicheando. Entonces les di las fotografías que despertaron un entusiasmo sin límites.
Llegaron de nuevo las mujeres que reían al verse y reconocerse, se las pasaron unos a otros cien veces y respetuosamente preguntó Abu si podían quedarse con alguna de ellas.
– Son para vosotros -dije-. Yo tengo ya mis copias.
Agradecieron el regalo sin aspavientos ni grandes voces de entusiasmo, porque como me contó más tarde Ismail, los beduinos no son serviles y aceptan lo que se les da pero nunca mejoran el concepto que tienen de los demás por los regalos que de ellos reciben. A no ser que sean grandes regalos, en cuyo caso aunque los aceptan, desconfían.
“Así son de listos”, añadió.
Por la larga conversación que mantuvimos supe de su vida y de la organización de la familia. La tribu de Al Aneze a la que pertenecían se había instalado en esa parte del país ahora que acababa la primavera, y luego en invierno se adentrarían de nuevo en el desierto. Tenían varias docenas de ovejas, como yo sabía bien porque las había visto el otro día, que uno de los yernos había llevado a pacer, y señalaron la nube que poco a poco había ido alejándose del lugar. Al caer la tarde volverían y las muchachas las ordeñarían. Con los productos de la leche irían mañana al mercado con un viejo camión, que nos mostraron escondido bajo unas lonas, y los venderían a las gentes del pueblo.
Después, una mujer con un diente de oro y un pañuelo en forma de turbante trajo frutas y pestiños con miel.
– Tenemos camellos. ¿Quieres verlos? -preguntó Alí, y se levantó esperando que yo hiciera lo mismo.
No sé aún cómo me vi montando un animal tan difícil. Debió de ser mi cara de entusiasmo cuando fuimos al espacio reducido entre las dos tiendas que, cerrado con una valla de lona, servía de establo a siete camellos, lo que le convenció de que yo estaba dispuesta.
Así que me encontré intentando patosamente encaramarme a un camello que arrodillado con sumisión me ofrecía su huesuda grupa para que me acomodase. De una sacudida se puso en pie en cuanto comprobó que yo me había sentado aunque yo no había sabido encajarme aún y me agarraba con crispación al extremo de un ronzal que, a modo de rienda,
Alí me había puesto en las manos.
– ¿Tú no quieres montar, Ismail? -tuve aún ánimos para preguntar.
– No, id vosotros -y me miraba con expresión divertida.
Inmóvil, alta como una torre, rodeada de rostros sonrientes que esperaban tal vez verme en el suelo o que comenzase a trotar el animal, apenas me daba cuenta de que el viento ya no soplaba sólo a rachas sino con furia y encono. Abriéndose paso entre los niños se acercó Said montado en otro camello y alargó hacia mí los brazos con un largo pañuelo blanco en las manos que el viento extendía como una bandera. Yo creí que se trataba de un rito para iniciar el viaje, hasta que comprendí que me estaba haciendo un turbante con el pañuelo enrollándolo varias veces en torno a mi cabeza, hasta convertirme en una réplica del hombre invisible con una rendija libre para los ojos.
Que Alá me proteja y guíe mi camino, supliqué cuando vi que Said, que abría la comitiva, se alejaba hacia el este. ¿Cómo me he metido en todo esto? Y de un tirón, tal vez siguiendo las órdenes de Alí, el camello se puso en marcha y yo olvidé todo cuanto no fuera el ronzal al que me agarraba como una posesa.
Poco a poco me fui habituando al trotecillo del camello. Frente a mí los dos jinetes, envueltas la cabeza como los tuaregs, trotaban hacia el horizonte casi invisible ondeando mantos y pañuelos. El viento arreciaba y aunque habría querido volverme para contemplar la ‘jaima’ y sus habitantes que debían estar viéndonos y despidiéndonos entre nubes de polvo, no me atreví, atenta a ceñir las piernas para acoplarme al extraño cuerpo del camello. Sentía los miembros tensos y apenas podía abrir los ojos aunque el viento, que poco a poco iba incrementando la fuerza de las rachas, soplaba por la espalda.
El polvo o la arena enturbiaban y espesaban el aire. Yo apenas osaba moverme. Recuerdo aún que pensé: así no aguantarás, te rendirá tu propia rigidez. Procuré pues imitar el vaivén de Alí y de su hermano que parecían encontrarse en una mecedora, echando el cuerpo hacia adelante a cada trote del animal. Era un movimiento serpenteante que parecía desplazarse desde sus cabezas hasta las endebles patas del camello ya cerca del suelo, con una cadencia rítmica que daba a su imagen envuelta en velos ondeando al viento, una seguridad y elegancia tan naturales como la del pez en el agua, o el leopardo cabalgando por la maleza, o la serpiente deslizándose entre pedrizas.
Dejé el cuerpo un poco más libre y aunque al principio no atinaba con el compás, al segundo o tercer intento lo logré, y entonces, como si las piezas de una caja de música se hubieran hecho las unas a las otras, brotó la melodía y mi cuerpo sin apenas quererlo yo, siguió a su antojo el ritmo y la cadencia del trote.
Alí se había vuelto varias veces mostrándome la parte de su cabeza que debía de ser la cara, pero al darse cuenta de que yo me había acoplado ya a la grupa, azuzó al animal y apretó la marcha. El mío hizo lo propio. Yo apenas podía verle ahora y Said había desaparecido ante nosotros escondido por furibundas nubes de arena que rasgaban el aire formando una cortina cada vez más espesa.
Me di cuenta de que había oscurecido y ya no distinguía el horizonte. El viento era cada vez más fuerte, el vendaval de arena me empujaba aun cuando mi camello trotaba ahora a mucha más velocidad.
Yo me aferraba con la mano a la giba y con las rodillas a la grupa del animal y tenía la vista fija en la silueta de Alí. Hasta que de pronto cerré los ojos y cuando los volví a abrir, ya no estaba: mi camello trotaba en la oscuridad blanquecina de las rachas y torbellinos de arena, como si se adentrara a ciegas en un limbo de luz opaca que hubiera diluido las figuras y las formas. El ruido era ensordecedor y apenas oía contra el suelo los golpes de los cascos de mi camello que, enloquecido o tal vez hostigado por encontrar a Alí, había iniciado una carrera desenfrenada. Para recuperar el ritmo, me agarré con más fuerza aún a la rienda y a la giba, apreté las rodillas contra el animal hasta sentir dolor, comprimí los hombros para hacerme más resistente y cerré los ojos con fuerza para evitar que me entrara el polvo y me cegara.
Pero era inútil, el camello había cambiado el paso y yo ya no sabía si trotaba o galopaba o saltaba en el vacío de remolinos de arena y de tierra que las ráfagas de viento atropellándose hacían chocar unas contra otras a velocidades de vértigo confundiéndose en una amalgama brutal pero incorpórea: ante mí no había nada, nada de nada. Era, me vino entonces a la mente, la temida tempestad de arena donde sólo sabían moverse y orientarse los señores del desierto. Como un rayo sonaron en la memoria las palabras de mi amiga palestina, Sausún, cuando le dije que me gustaría adentrarme en él: no lo hagas sin un guía muy experimentado, había dicho con la voz que ahora atronaba en mis oídos como una premonición, cada año desaparecen en las tempestades decenas de hombres que creyeron poder valerse sólo con el mapa y la brújula en un desierto inmenso poblado de agujeros negros donde se esfuman sin dejar rastro porque los engulle la arena, igual que ha cubierto las ciudades del desierto.
No puedo decir cuánto rato seguimos galopando en el vacío sin percatarme ya del dolor ni de la tensión porque sólo era consciente de que debía mantenerme como fuera a la grupa del animal. No podía caer, esto es lo único que sabía y que quería saber, me llevara donde me llevara la carrera enloquecida de mi camello.
De pronto, y cuando ya creía haber recuperado algo el equilibrio, el animal redujo la velocidad, dio dos o tres vueltas sobre sí mismo y arrancó de nuevo en dirección contraria. No me caí, pero perdí el ritmo otra vez, porque además galopábamos ahora contra el viento de tal modo que la arena me venía a la cara con tal potencia que al esfuerzo de mantenerme tuve que añadir a ciegas el de luchar contra el empuje del viento que me echaba hacia atrás. Yo había cerrado los ojos y en la profundidad de mí misma retumbaron el bramido del viento y la tempestad, sonaron los cascos del camello en la arena incrementando el fragor y la oscuridad. Tras la pantalla de los párpados se formó un reducto negro y vacío donde el eco de la carrera se repetía e incrementaba como una vorágine precipitándose en las simas profundas del pensamiento y del terror. Terror puro, desnudo y metálico, terror sin nombre ni objetivo, sin más amenaza que él mismo porque ya no había lugar para la reflexión, la profecía o el augurio. Y se materializó en él la ficción que aterró las noches de mi infancia, la del hombre que habiendo luchado con monstruos, fantasmas y muertos vivientes sin haber conocido el miedo ni haber sucumbido a él, cuando tras haber sido decapitado en el campo de batalla sarraceno le fue repuesta la cabeza en el tronco por el ungüento milagroso de un santo, comprobó con un horror que ni había conocido ni había de abandonarle jamás que quien le había devuelto a la vida le había pegado la cabeza del revés.
Con un golpe furioso el camello se detuvo. Mucho antes de que dejara de atronar en mis oídos el eco de mi propio pánico, abrí los ojos lentamente sin comprender, del mismo modo que salimos de un sueño profundo y no atinamos a saber en qué lugar nos encontramos. Sólo al cabo de un instante reconocí la ‘jaima’ de la que se habían descolgado las lonas de la parte este y asomaban por ella los rostros de todos sus habitantes mirándome con curiosidad. A mi lado, Alí montado en su camello, que jadeaba aún como el mío, comenzaba a quitarse el turbante, y Said que debía de habernos precedido acudía para ayudarme a bajar de la montura, sin un asomo de inquietud en el rostro, sonrientes ambos como si ya hubiera terminado el torneo.
Todos hablaban a la vez. Ismail me miraba con curiosidad.
Recuperé el aplomo y la voz, y la inteligencia suficiente para comprender que yo era la única en haber descendido a los abismos del miedo. De pronto en mi mente desplomada se hizo la luz: Alí había dado la vuelta tras su hermano para volver a la ‘jaima’ y mi camello, que debía de haberlos visto, olido o reconocido el trote tal vez por el contacto de sus pezuñas en la tierra, sin más, les había seguido.
Y yo no lo había comprendido porque no conozco el lenguaje de los beduinos y han pasado muchas generaciones desde que dejé de contar con la sabiduría de los animales.
Además, una tempestad de arena es para ellos como el rocío de la mañana, un accidente habitual y natural en la vida del desierto. Di la mano a Said, bajé de la montura escondiendo el dolor mortal de las articulaciones y los músculos.
– ¿Habéis ido muy lejos? -preguntó Ismail, pero no era eso lo que quería saber. Me pareció descubrir un asomo de inquietud en su mirada, o tal vez yo necesitaba creerlo así para contar con ese mínimo de comprensión que me permitiera ir en busca de su hombro protector y esconder el terror que seguía vivo en mi alma, como permanece el corazón latiendo mucho después de que el susto haya pasado.
Estaba junto a mí, así que apoyé en el hueco de su hombro la cabeza envuelta aún en el turbante de mil vueltas, intacto a pesar de los avatares, y respondí con un hilo de voz estremecida aún:
– No, no hemos ido muy lejos, una vuelta por el desierto, nada más.
Ismail cerró su brazo en torno a mí y yo me abandoné a ese instante de sosiego. Uno sólo porque en ese mismo momento oí una breve risita a través del pecho donde se apoyaba mi mejilla y levanté airada la cabeza:
– No sé de qué te ríes.
Dejó de reír y me obligó a recuperar la postura de descanso y con la otra mano, como si fuera una niña pequeña que no admite una broma, fue dando pequeños golpes en el turbante, mientras recitaba:
– Una vuelta por el desierto en uno de sus camellos es una de las mayores cortesías que los beduinos tienen con los extranjeros, es una tradición.
Y añadió con naturalidad y la voz tan débil como la mía:
– ¿Hay mucho viento?
– ¿Viento? Sí, hay viento -reconocí, y me dejé llevar a la tienda procurando que nadie, ni siquiera él, viera cómo me temblaban las piernas de agobio y sufrimiento. Y entramos en un ámbito de paz, un reducto en el corazón de la tempestad, a tomar con los beduinos el brebaje más refrescante que haya bebido jamás: ‘chnine’, el suero de la leche de oveja con hierbas maceradas en él, que en una jofaina de metal me ofrecía a modo de homenaje y solaz Abu Mansur, mi amigo, un jefe de la tribu Al Aneze.
– Que Alá sea loado y guíe para siempre mi camino -dije en voz alta levantando los ojos al Altísimo. Y me dejé caer en el mullido colchón de colorines, me quité los zapatos y doblé las piernas de modo que las plantas de los pies no quedaran encaradas hacia ninguno de ellos. Porque, como me había advertido Ismail, y yo misma podía dar fe de ello, los beduinos son muy devotos de sus formas y tradiciones.