40406.fb2 Viaje a la luz del Cham - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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XVI. Palmira y el Valle del Éufrates.

Camino de Palmira, con el viento que seguía azotando la estepa, descubrimos casi ante los faros a un beduino que nos hacía señas cerrándonos el paso. No sé cómo pudo vernos, porque la cortina de arena era espesa y la fuerza del vendaval apenas dejaba abrir los ojos. Tal vez nos había oído o, como a mi camello, el instinto le había advertido de nuestra presencia. Nos detuvimos. Él, para protegerse del viento, se arrimó a la puerta abierta antes de entrar y en un instante el coche se llenó de arena. Mientras Ismail le hablaba yo sostenía la puerta con las dos manos para que no la arrancara el viento. No se veía nada, como si el mundo se hubiera cubierto de niebla, y cuando Ismail logró convencerle de que entrara, o él explicar a Ismail a dónde se dirigía, pudimos cerrar y seguir camino, aunque muy despacio porque era imposible ver la carretera.

A pesar de haber estado expuesto a las violentas rachas de la tempestad el turbante del hombre, como el que Alí me había enrollado a la cabeza, tampoco se había desbaratado. El beduino tenía la piel tostada y rugosa y la arena del desierto había llenado los profundos surcos de su cara y dejado doradas las escasas pestañas de sus ojos enrojecidos, y cuando hablaba mostraba también un único diente blanco y largo que parecía crecer en el punto medio de su encía superior.

Nos dijo que se llamaba Beni Halid y que pertenecía a una de las tribus más ricas del desierto cuyo nombre estaba formado por una serie de aspiraciones y gorjeos imposibles de retener. Una tribu que reunía cuarenta mil tiendas.

“Querrá decir cuatro mil o cuatro cientas o cuarenta o sólo cuatro”, dijo Ismail con escepticismo al traducirlo porque, añadió, los hombres del desierto no conocen demasiado la medida. Él seguía hablando y hablando y la arena que le había entrado en la boca le chirriaba en los dientes.

Durante diez minutos seguimos a tientas por esa vaga claridad sin fondo como a través de un cristal esmerilado, envueltos en el ruido atronador de la tormenta y de las ráfagas contra la carrocería del coche. Y si pudimos continuar fue porque la carretera que cruza la estepa de Palmira y se extiende como una línea recta desde Homs hasta más allá de la frontera con el Iraq, no tiene una sola curva.

De pronto el beduino tocó el hombro de Ismail, que conducía el coche, y debió de decirle que se detuviera porque había llegado a su destino. Qué es lo que le hizo suponer tal cosa, hacia dónde iba a dirigirse en aquella tempestad, y de qué modo iba a orientarse en el desierto donde no podía verse ni siquiera lo que estaba a medio metro de distancia, es algo que no comprenderé jamás.

– Saben el camino de memoria -dijo Ismail sin darle importancia-, en la tempestad de arena les ocurre como a los niños de esos pueblos del norte del Brasil donde es endémica la oncocercosis, la ceguera de los ríos. Saben que a los quince años serán ciegos y al llegar a los cinco les vendan los ojos para que vayan haciéndose a la oscuridad y se acostumbren poco a poco a llevar una vida normal en ella. -Dejó de mirar hacia delante para ver la impresión que me habían producido sus palabras-. ¿No me crees? Es cierto. La ceguera aguza los demás sentidos que muchas veces tenemos adormecidos.

Las ruinas de Palmira

Después de más de cien kilómetros yo esperaba que apareciera el oasis de Palmira con sus lomas cubiertas de palmeras y olivares.

O tal vez, destacándose en el cielo, el castillo árabe del siglo XVII. Pero aunque la tempestad había amainado los torbellinos de arena formaban aún espesas cortinas de claridad lechosa, tan engañosas a la luz de los faros, que cuando nos detuvimos era noche cerrada y estábamos frente al Cham Palace de Palmira. Era muy tarde y el cansancio provocado por aquella carrera desenfrenada del camello atenazaba todos los miembros de mi cuerpo.

Los hoteles sirios pertenecen al Estado y los extranjeros están obligados a pagar en dólares el precio que viene marcado en liras sirias. Pero el cambio que se les hace -o se les hacía entonces- es de doce liras por dólar cuando en realidad los bancos lo cambian a cuarenta y dos y el cambio oficial en el mercado internacional oscila entre cuarenta y ocho y cincuenta liras. De ahí que salgan tan caros en comparación con el precio de todo lo demás. A no ser que hayan cambiado las normas como algunas instituciones relacionadas con el turismo reclamaban en el verano de 1993 cuando yo estuve allí.

Ismail se había detenido en la entrada para pedir al chico del garaje que nos limpiara el coche, que estaba tapizado con arena y polvo, y yo había ido a la recepción con los pasaportes. Estaba esperando a que el recepcionista con mucha calma acabara de rellenar los impresos cuando de pronto levantó la cabeza del papel y dijo en un susurro:

– Un hombre y una mujer que no están casados no pueden compartir la habitación. En Siria, me refiero, no está permitido.

– Se lo agradezco -le respondí con voz apagada por la extenuación-, se lo agradezco mucho, pero no importa, tomaremos dos habitaciones.

El hombre debió de confundir el tono de mi voz y la expresión agónica de mis ojos con la dulzura, o la ternura, o quién sabe si con la tristeza por la noticia que acababa de recibir, porque me dedicó una sonrisa de simpatía y comprensión y dijo con manifiesta complicidad:

– Les daré dos habitaciones que se abren a la misma terraza.

– Gracias -murmuré con la misma voz para que siguiera fabulando una bella historia y para no quitarle la alegría de hacer una buena acción-, muchas gracias.

Atravesé el espectacular vestíbulo con suelos de mármol, columnatas y surtidores y me acerqué a Ismail para darle su llave.

– Me voy a la cama -le dije.

– ¿No quieres siquiera tomar una copa? Te ayudará a dormir.

Me dolían las piernas y me retumbaban aún en las sienes los cascos de los camellos.

– Una copa me vendrá bien, es verdad -y apenas pude sonreír porque tenía la piel tirante por la sequedad del viento del desierto.

Tomamos la copa en el bar, que no logró reanimarme, y perdida la esperanza me fui a dormir. Ismail se fue a pasear por Palmira. Yo me limité a contemplar un instante el oasis desde la terraza de mi habitación. La luna, que asomaba de vez en cuando entre las nubes movidas, daba brillo a las hojas de las palmeras despeinadas por el viento que se extendían hasta perderse en la oscuridad de la noche.

Pero por más hermoso que fuera el espectáculo un temblor de espejismo me iba dejando sin vista. Alcancé apenas a desnudarme y apagar la luz y una fracción de segundo antes de cerrar los ojos, me quedé dormida.

Cuando me levanté no quedaba rastro de viento y la leve brisa que movía el palmar y dejaba la mañana fresca y luminosa no fue suficiente para calmar el calor del sol que caía en picado a mediodía.

La temperatura media de Palmira es de dieciocho grados, y si se tiene en cuenta que en las noches de invierno puede llegar a seis grados bajo cero y en las del verano a veces a cinco grados, ya se comprende hasta qué punto el calor ha de apretar en el mes de junio.

El clima continental se atempera sin embargo por las corrientes que desde el mar circulan por un pasadizo que se abre en la cadena de montes de Homs, atraviesan doscientos kilómetros de desierto y llegan a Palmira.

– ¿Trajiste sombrero? -preguntó Ismail cuando nos encontramos a la hora del desayuno.

– No, no traje sombrero, ni gafas de sol.

Así que durante más de una hora recorrimos la cuadrícula de calles de la ciudad moderna que se extiende al noreste del sector arqueológico en busca de gafas y sombrero.

Me quedé sorprendida. Yo creía que Palmira, Tadmor como se llama en árabe, no era más que una explanada con las ruinas de lo que fue la antigua ciudad, y quizá unas pocas viviendas para servicios de turismo, técnicos, arqueólogos y poco más. Pues bien, me encontré con una aglomeración urbana de más de 40.000 habitantes, con electricidad, alcantarillado, doce escuelas primarias y varias secundarias, terrenos de deporte, una biblioteca, una oficina de turismo, un hospital y varios hoteles. Además es el centro administrativo de una serie de aldeas como Aral, Suknè, Tayibè, Al Quom, y de las numerosas tribus de beduinos que poco a poco van asentándose en las proximidades con sus tiendas blancas y negras y sus rebaños que alcanzan entre todos el medio millón de ovejas y varios miles de camellos. En esta ciudad moderna se ha convertido la pequeña aldea que era en 1928. No había entonces más que un grupo de pastores y mendigos que se cobijaban en las ruinas del Templo de Bel de donde fueron trasladados a su actual emplazamiento entre 1928 y 1932, cuando se iniciaron las excavaciones y se comenzó a construir la nueva ciudad.

Tadmor, Palmira, existe desde tiempo inmemorial, dan fe de ello las tablillas halladas en las excavaciones. No sólo debe su identidad a su prolongada historia sino al palmirino, un idioma de veintidós caracteres parecido al hebreo.

Palmira fue desde siempre el camino obligado, el punto de descanso, de las caravanas que viajaban desde el Mediterráneo al Iraq, la India y el golfo Pérsico. Su historia, como la de casi todas las ciudades de Oriente Medio, comienza en los albores del tercer milenio.

Pero quizá más importante que el paso de tantas civilizaciones haya sido para Palmira el dominio griego y romano que junto con las tradiciones orientales de Siria y Mesopotamia, así como del Irán y de la India, ha dado lugar a un arte que se conoce como el palmirino, cuya originalidad se cifra sobre todo en la escultura. Un arte que se nutrió de la abundancia de la piedra caliza pálida y dorada de las montañas que rodean la ciudad, cuya escasa dureza ha soportado mal la erosión de los elementos y de los siglos.

La reina Zenobia

Fundamental para su historia fue el reinado de la reina Zenobia, del que se sienten orgullosos no sólo los palmirinos sino también todos los sirios. La reina siria que se enfrentó a los romanos y durante varios años mantuvo viva la esperanza de vencer al dominador.

Esas cosas ocurren pocas veces en la historia, pero los humanos, con independencia de cuáles sean los motivos que muevan a unos y a otros, creen que es justo que se repita la historia de David y Goliat, porque la inclinación de los hombres y de los pueblos está siempre en favor del débil y del pobre que con ingenio y solidaridad se enfrenta al dominio del poderoso.

Todos sabemos que ganará quien tenga en su mano las armas y los denarios, pero un día de resistencia aporta más fe en la humanidad que cien años de opresión.

La reina Zenobia no habría pasado a la historia de no haber sido asesinado en el año 267 su marido, el rey de Palmira, Odainat, por Maenius que se proclamó emperador y fue asesinado a su vez.

Entonces Zenobia tomó el poder como regente de su hijo Wahbalá.

Palmira era una “ciudad libre” desde que así lo había proclamado el emperador Adriano en su viaje del año 129. Libre no era exactamente aunque gozaba de cierta independencia porque a la asamblea y al senado les fue otorgado el derecho de establecer y recaudar impuestos y controlar las finanzas de la ciudad que dejó de depender del gobernador de Antioquía y no tenía más superior que un representante directo del emperador. Además, antes de volver a Roma, Adriano cambió el nombre de la ciudad que pasó a llamarse Adriana Palmira, donde dejó un destacamento de caballería para que defendiera la frontera oriental del Imperio.

Durante el siglo II aumentó considerablemente el comercio de Adriana Palmira, que se extendió a China y la India por el este y hasta Italia por el oeste. Se ampliaron, mejoraron o completaron los templos de Bel, Mabú, Baalchamin y Allat. Se añadió un anexo al Ágora y se iniciaron las obras de lo que más tarde sería la avenida con la columnata que cruzaría la ciudad de este a oeste. Se abrieron rutas comerciales más seguras y se pacificó la zona desde el Éufrates hasta Petra, en el sur. En sus diez años de reinado, Odainat había convertido Palmira en la capital de un reino próspero y casi independiente alejado de los intereses de Roma.

Zenobia encontró el camino preparado. Debía de ser una mujer de coraje, ambiciosa y valiente que supo mantenerse informada de lo que sucedía en Roma y en todo el Oriente. Hablaba el arameo, el griego, el egipcio y se jactaba de ser descendiente de Cleopatra.

Estaba en buenas relaciones con el obispo de Antioquía y se había rodeado de buenos consejeros. Se hizo famosa entre los suyos porque cabalgaba durante horas al frente de su ejército vestida de púrpura y con yelmo, y arengaba a las multitudes enfervorizadas como lo habría hecho un emperador. Tenía además la piel de porcelana y los ojos negros, y se decía que era la más noble y más bella de todas las mujeres del Oriente.

Con este bagaje la entrada en la historia y la leyenda estaba asegurada. Pero además, convencida de su poder y segura de que su pueblo la seguiría, poco después de otorgar a su hijo el título de rey de reyes y a sí misma el de reina, el año 270, inició una serie de conquistas que llevaron a sus tropas hasta la India por el Nilo y el mar Rojo al haber sido interceptada la ruta del golfo por los sasánidas, y hasta el Bósforo por el Occidente. Había reunido bajo su mando la totalidad de las tierras de la Gran Siria y había logrado lo más parecido a una unidad de los pueblos árabes. El Imperio romano se inquietó y cuando el emperador Aureliano pudo contener a las tribus germánicas del norte, decidió poner fin a estos desmanes de Palmira. El Imperio era poderoso y por más aliados que tuviera la reina Zenobia no consiguió mantener sus posiciones y tuvo que retirarse primero del Bósforo, después de Ankara, a continuación de Antioquía, hasta parapetarse en Palmira con el tiempo suficiente para construir y fortalecer las murallas y defensas. Aunque los romanos perdieron muchas tropas hostigados y emboscados por los beduinos del desierto, Aureliano sitió la ciudad y logró dispersar las tropas que Sapor, el rey de Persia, había enviado en auxilio de Palmira. La reina no se arredró y envió una carta al emperador en la que se negaba a rendirse. El emperador tampoco se impacientó. Y cuando comenzaron a faltar los víveres y Zenobia no tuvo más remedio que salir sigilosamente de Palmira con una pequeña escolta para dirigirse a Persia en busca de ayuda, la guardia romana de las orillas del Éufrates cayó sobre ella y la llevó ante el emperador.

Palmira sin su reina y agobiada por el asedio se rindió, el emperador dio orden de ejecutar a los consejeros del reino, confiscó todos sus bienes, y emprendió el camino a Roma llevándose consigo a Zenobia y a sus hijos.

Parece que el senado de Roma, al conocer la noticia, se permitió tomarla con cierta ironía a la que el emperador respondió con una frase que incrementó la aureola de la reina árabe: “¡Ah! ¡Si supieran ellos con qué clase de mujer tuve que habérmelas!”.

Y aquí comienza la leyenda.

Dice Zósimo que la reina enfermó y murió durante el viaje. Según otras fuentes se negó a comer y murió también. Malalas, un cronista sirio del siglo Vi, afirma que Aureliano la hizo decapitar. Pero otra versión la sitúa en Roma, vestida de reina y con cadenas de oro en los pies y en las manos, formando parte de la comitiva que paseó triunfante la gloria del emperador por la capital del Imperio, precedida de los cautivos y de las fieras salvajes que el ejército habría traído consigo. Hay aún historiadores que la siguen al exilio y la desposan con un senador romano. Según este relato vivió feliz como una matrona en su villa a orillas del Tíber, y un siglo más tarde la mayoría de sus descendientes formaban parte de la nobleza romana.

Templos, oasis, necrópolis.

El templo dedicado a Bel, una deformación de Baal, el dios supremo, asimilado más tarde a Zeus y a Júpiter, con el inmenso patio de 210 por 205 metros, característico de los templos orientales, fue restaurado en 1930. Quizá sea una muestra del destino que esperaba a Palmira: siglos después de la rendición de la ciudad, fue transformado en iglesia por los bizantinos, los árabes lo utilizaron más tarde como fortaleza y en la época de los mamelucos pasó a ser una mezquita. El historiador árabe del siglo XIV, Ibn Fadl Ala, habla de las espléndidas casas y jardines que se construyeron en sus alrededores. Pero a principios del siglo XV Tamerlán envió un destacamento que saqueó la ciudad y el templo abandonado comenzó a desmoronarse.

A partir de entonces y durante el periodo otomano fue utilizado para los ejercicios de la policía del desierto, y acabó convirtiéndose en un refugio de tribus nómadas.

Mientras recorríamos el patio y el edificio de la cella, el sancta sanctórum donde se celebraban los sacrificios, y contemplábamos las altas columnas del muro perímetro todavía en pie en buena parte y sus bases deshechas por el viento, se nos acercó un anciano que dijo ser el guía. No hubo forma de hacerle comprender que no necesitábamos sus servicios porque no era dinero lo que quería, nos dijo, sino sólo explicarnos los secretos de este templo donde él había nacido hacía setenta y tres años y entre cuyos muros y ruinas había vivido hasta los diez, cuando fueron desalojados por los soldados y tuvieron que buscarse otro cobijo. Entonces, añadió con esa desconfianza que el nativo muestra siempre frente al extranjero sea cual sea el menester que vaya a desarrollar, llegaron los expoliadores disfrazados de arqueólogos y comenzaron a desenterrar piedras y columnas. Miles y miles de camiones de arena y tierra salieron del recinto. Y, añadió con cierto misterio, queda todavía bajo tierra mucho más de lo que se ha excavado hasta hoy.

El guía siguió hablando y acabó por contarnos la historia de Palmira y de Zenobia en una nueva versión sin demasiado interés que quizá algún día un turista culto copie y publique y pase a engrosar la leyenda.

Desde lo alto de la cella contemplé las ruinas que se extendían sobre la tierra oscura hasta perderse de vista. El sol doraba las piedras y aplastaba el relieve, y los arcos y columnatas se oponían al azul intenso. Le oía aún hablar de su mujer y de su descendencia y de las 1.200 liras que ganaba al mes por lanzar al aire sus tópicos históricos aprendidos quién sabe dónde, mientras planeaba en el sopor del mediodía el espíritu y la leyenda de Zenobia y de su destino mítico. Desde el oasis, una bocanada de aire nos trajo, como una barca que se aleja, los golpes acompasados de los motores de dos tiempos que arrancaban el agua a la tierra. La antena de televisión o la torre de comunicaciones presidía la antigua ciudad en ruinas. Una nube minúscula cubrió de pronto el sol y Palmira recuperó el detalle, el contraste y el color. A lo lejos un niño, o un hombre quizá, mantenía contra el cielo su cometa roja como una amapola. Paseaban las mujeres por la carretera que dividía la inmensa planicie plagada de templos. No fue la gracia de sus ropajes lo que me sedujo, sino su ondulación y temblor acosados por la brisa.

Al salir del templo, Ismail dio unos billetes al guía que, después de saludarnos, se agazapó a la sombra de un muro esperando nuevos turistas, y nosotros comenzamos el itinerario por la impresionante extensión de las ruinas que cubren más de seis kilómetros cuadrados: la larga columnata con su arco monumental, los pórticos aún en pie del templo de Nabú, el dios de los oráculos, el templo de Baalchamin dedicado al dios de las tempestades, el templo de Allat, el de Belhamon, el ágora, el teatro, las termas, los baños de la época de Diocleciano… Asusta pensar en las vastas zonas que quedan aún por descubrir. ¿Qué vería Volney en 1810 cuando Palmira estaba aún cubierta por la arena de las tempestades de tantos siglos, cuando no sobresalían de ese mar de tierra, como los campanarios en los pantanos, más que los capiteles de las columnas, las gradas más altas del teatro, los frontones de los pórticos, la mole dorada del templo de Bel sobre el altozano, cuando Palmira estaba aún en los albores de su descubrimiento?

Pasado el mediodía nos refugiamos del sol y del calor bajo -los toldos de un pequeño restaurante rodeado de chopos para tomar ‘kebab’ con ensalada de tomates y pimientos y para calmar con cerveza fría la sed y la boca espesa por el polvo y la sequedad del aire.

Después paseamos bajo los olivos verdes y las palmeras de dátiles del oasis esperando el sol más bajo para visitar el Valle de las Tumbas.

El oasis de Palmira es un palmeral frondoso y rico que ocupa una superficie de 3.000 hectáreas. Se nutre del agua de mil arroyos y del manantial Afqa que nacen en el ‘yabal’ Muntar, un monte situado en el mismo corazón del desierto sirio, y del que extraen el agua de la tierra los más de mil motores diesel de que disponen vecinos y propietarios. Como en nuestras latitudes, tampoco aquí parece preocupar el descenso paulatino de la capa freática. Y así, con una reglamentación insuficiente, llega poco a poco la desertización. No hace aún muchos años los montes desnudos que rodean la estepa de Palmira estaban cubiertos de bosques y aún en este siglo, antes de que fueran arrasados por la avaricia del hombre, aferrado a sus cabras, ovejas, camellos y caballos, estaban poblados por lobos, chacales, zorras, hienas, aves de presa y aves migratorias.

El Valle de las Tumbas se encuentra al sur del recinto, apartado de la ciudad como corresponde a una necrópolis donde cada familia construía su sepulcro, la morada eterna como la llamaban los palmirinos, con su templo funerario o su propio hipogeo. Estas construcciones cúbicas como dados esparcidos por el llano le dan un aire desolado y solitario.

Después de visitar la torre de Yamblico al pie de la colina Umm, la torre de Elahbe con sus bajorrelieves en forma de sarcófago, los frescos del hipogeo de los Tres Hermanos, los sepulcros de Aranatan y el de Marona, que Ismail conocía tan bien, nos fuimos paseando por el camino pedregoso que zigzagueaba entre las tumbas con la desolada impresión de que la historia de la civilización es también la historia de la brutalidad: los persas machacaban los rostros de las diosas cuando tomaban una ciudad; los partos o los mongoles les rompían los ojos para privarles del descanso eterno; los mongoles abrían las tumbas y se llevaban las sortijas deshaciendo los dedos de los muertos; y ahora los turistas rajan sus iniciales con cuchillos en los frescos de los hipogeos que tienen dos mil años de antigüedad deshaciendo sus colores vegetales que han resistido el paso de los siglos. Todas las barbaries, las vilezas, las atrocidades se han perpetrado siempre en nombre de dios; los turistas en cambio prefieren consumarlas en nombre de la cultura.

Los baños sulfurosos.

– Vamos a buscar el traje de baño y la toalla -dijo Ismail cuando agotados de tantas horas de paseo bajo el sol llegamos al hotel.

– ¿Para qué?

– Tú ve a buscarlos y espérame en la entrada.

Mientras esperaba y trataba de reconocer el piar de los pájaros en la algarabía del atardecer, se acercó un camarero con los brazos llenos de toallas y, quizá pensando que había de darme conversación, intentó explicarme en un inglés muy pintoresco, lo famosa que era esta ciudad y este valle hace muchos, muchísimos años, mucho más allá de nuestros padres y abuelos.

Ismail se presentó cuando ya habíamos llegado a la historia de Palmira y comenzaba a hablarme de la reina Zenobia. Llevaba una bolsa bastante grande y el traje de baño echado sobre el hombro.

– ¿Dónde vas con esta bolsa?

– le pregunté, pero no me contestó sino que me tomó del brazo y me hizo atravesar la carretera y subir la cuesta del monte frente al hotel. El camarero silencioso ya, nos seguía.

A media ladera había una escueta y minúscula construcción adosada a la pendiente, con una pequeña puerta que abrió el camarero y que daba paso a un vestíbulo excavado en la montaña con perchas, bancos y el suelo de listones de madera.

Son los baños, pensé, o la piscina del hotel. Pero cuando nos pusimos el traje de baño y abrí la puertecita frente a la entrada me encontré con una escalera estrecha excavada casi a pico en la roca, con más de cincuenta peldaños que se perdían en la oscuridad.

El camarero prendió las luces del techo y la iluminación aunque intensa cubrió el recinto de sombras. Olía a humedad de siglos y a azufre y nuestras voces retumbaban en las paredes sudorosas mientras bajábamos con cuidado los peldaños resbaladizos. Al llegar al último, las aguas mansas y negras a nuestros pies, escondían la profundidad del agua y una serie de pasadizos y de galerías se abrían ante nosotros como grutas oscuras. La principal donde nos encontrábamos tenía apenas un metro y medio de amplitud y se subdividía en varias galerías más estrechas aún.

No sé cuál de las múltiples fuentes sulfurosas de Palmira me dijo Ismail que era ésta. Todas ellas, ya conocidas y canalizadas en la antigüedad y utilizadas para regar el oasis y los jardines, son subterráneas y corren en galerías estrechas y bajas de techo que se dividen y subdividen a su vez en pasadizos, la mayoría de ellos en la más profunda oscuridad. Algunas no son más que desviaciones sin fuerza de las corrientes principales que se utilizaban para los baños. Las aguas son aguas sulfurosas y fluyen a una temperatura de 33 grados que, verano e invierno, se mantiene invariable en las grutas. Son aguas muy buenas para los problemas renales y hepáticos, y para la piel, decía Ismail riendo ante mi sorpresa, como si repitiera una información para turistas, porque contienen clorina, magnesio y sulfatos y carecen en absoluto de gérmenes, microbios o parásitos.

No hay peligro alguno ni lo hubo en la antigüedad, al contrario, fueron la bendición de estas tierras quizá porque estaban todas ellas dedicadas al dios Yaribol.

Me senté en la grada y metí con aprensión los pies en el agua tibia, estática y oscura.

– No tengas miedo -dijo Ismail.

– ¿Qué puedo hacer, tirarme de cabeza?

– No pido tanto, pero mira.

– Se sentó a mi lado, metió los pies en el agua y agarrándose en el suelo con las manos se dejó deslizar hasta que le llegó a la cintura.

– ¿Haces pie?

– Sí, pero sobre lodo, no sobre piedra.

Yo hice lo mismo y poco a poco me hundí en el agua, eché hacia atrás los pies y apoyándome en las manos, recorrí como una anguila las galerías alejándome cada vez más del punto de partida. A veces las aguas eran tan someras que con el vientre tocaba el suelo y sin ver el fondo me estremecía ligeramente.

El agua era viscosa y el suelo de roca estaba cubierto de lodo resbaladizo y negro.

– Un baño de lodos -dijo Ismail a mi espalda-. Mira. -Me di la vuelta y le vi de pie, con el agua a las rodillas embadurnándose el cuerpo con esa mezcla pegajosa y negra que sacaba del fondo oscuro y hacía renacer un olor putrefacto que sin embargo no producía el menor asco.

– Antiguamente todas las reinas se daban baños de lodos para tener la piel tersa -decía-, el lodo es un alimento para la piel. -Y de pronto, se hundió en el agua enturbiándola y oscureciéndola aún más y al emerger de nuevo se puso a cantar a voz en grito, exaltado por su propio alboroto. Retumbaron las paredes de las galerías y temblaron las luces con el estrépito de los gritos. Me uní a su canto y vociferamos los dos hasta desgañitarnos mientras recorríamos los pasadizos oscuros con el agua al cuello, uno tras otro porque no había espacio para más. Y al acabar los últimos compases, cuando volvió el silencio más denso aún que el lodo del fondo, más negro en este extremo de la galería donde me detuvo la tiniebla, oí el chapoteo de sus manos y sus pies en otra gruta.

De pronto sentí una profunda alegría por estar en esta agua viscosa, en el mismo corazón de Palmira, con este hombre inteligente y amable que por una extraña circunstancia estaba ese día conmigo. Y al girar con dificultad sobre mí misma en el estrecho espacio que me dejaban las paredes, le vi fuera del agua ya de espaldas a mí, de pie sobre la losa donde habíamos dejado las toallas, manipulando un objeto que no alcanzaba a ver. Un estampido retumbó en las cuevas y él se volvió hacia donde yo estaba con una botella en la mano.

– ¿Aceptaría la señora una copa de champagne? -gritó buscándome en el fondo de los pasadizos y repitiéndose su voz en los ecos que chocaban contra las paredes.

– Si-i-i-i-í -repitió la mía y con el agua a la barbilla, juntos los pies como si fueran un timón o la cola de una sirena, me deslicé con calma hasta la zona de luz.

La temperatura era la misma dentro y fuera del agua. Me sequé la cara y el pelo y dejé que el champagne helado se filtrara por mi esófago y dibujara en mi cuerpo un canal de frío, en sentido contrario al del agua helada en la piel tras la sauna.

No había prisa. Sentados los dos con la espalda apoyada en la pared sudorosa, cantamos de nuevo y nos reímos, conscientes de que las burbujas se iban deslizando por el cabello mojado y por las grietas que el agua cálida había dejado en las yemas de los dedos y en los poros del cuerpo y del alma, invadiendo y llenando también la cueva y sus rincones hasta que comenzaron a temblar las luces por la hilaridad de nuestras risas incontenibles.

Noche de luna y cigarras.

Cuando aquella noche, después del primer sueño inquieto por tanto champagne, me levanté y salí a la terraza, la luna llena cubría de luz las palmas del palmeral y cantaba la cigarra en algún lugar oculto de la estepa. Más allá, ya no podía imaginarlo sin perderme, el Valle de las Tumbas y las columnatas y templos que la noche había recompuesto liberándolos de su deterioro, aparecían como un ámbito hechizado por el pasmo y la quietud, como si todas las piedras hubieran recuperado su lugar exacto junto a las demás, como si se hubieran llenado los huecos que dejaron las tormentas, los años y los expolios, como eran cuando los habitaban los cientos de miles de vasallos de la mítica reina Zenobia.

Palmira en todo su esplendor se abría ante mí con la suavidad de la luz lunar y de la imaginación que no deja fisuras en el pensamiento.

Me apoyé en la barandilla y me dejé llevar de la magia de un paisaje que nunca volvería a ver como ahora. El aire era cálido y la luz azulada y suave. Habían cesado los motores de dos tiempos pero seguía impertérrita la cigarra sobre el silencio. El firmamento amparado por la luna había reducido su lejanía y yo comprendí que me encontraba en un reducto sagrado y recogido. No me moveré de aquí, pensé, no me moveré hasta acotar este instante y aprisionarlo y dejarlo en suspenso en mi memoria para siempre.

No sé cuánto rato estuve así, perdida la noción del tiempo bajo la luz de una luna que parecía efectivamente haberse detenido, cuando de pronto oí unos pasos en la terraza que se detuvieron detrás de mí. Esperando mi respuesta, pensé.

Si los dioses, o las fuerzas de la naturaleza, si los antiguos habitantes de este valle o sus terribles invasores, o la reina Zenobia convertida en hechicera o los magos que habitaron el lugar o los artistas que lo construyeron; si la suerte o el destino o el ángel que me acompaña o el celo de los amigos que me precedieron o la concatenación de acontecimientos, o sólo el azar, me concedían ahora un deseo no formulado, jamás anticipado pero real y cierto en este mismo momento, no sería yo el alma desagradecida que renunciara a él. Y volviéndome hacia los pasos, me dejé guiar por ellos hacia la habitación, quizá también porque había sentido un leve estremecimiento y me pareció que había llegado la hora de dejarme arropar. En ese preciso instante, la luna se puso en marcha y siguió su camino hacia el horizonte y el lucero del alba más diáfano que nunca apareció en el rosado amanecer.

El valle del Éufrates.

El río Éufrates, el Furat como lo llaman los árabes, nace en las montañas de Anatolia oriental, en Turquía. Entra en Siria por Yarablos, la antigua capital del imperio hitita, atraviesa el país en diagonal de noroeste a sudeste, llega al Iraq donde se funde con el Tigris, y desembocan ambos, ya con el nuevo nombre de Chatt el Arab, en el golfo Pérsico. Tiene una longitud de 2.400 kilómetros con una corriente media en buena parte del trecho de 482 metros por segundo, y deja a su paso un cinturón de fertilidad que divide el desierto.

Se necesitarían años y un talento privilegiado para describir la belleza y el misterio de este río que reúne la fascinación de todos los ríos del mundo: del desmesurado Amazonas, del dorado Mekong, del Duero a su paso por Soria, de los ríos de aguas transparentes de los Pirineos y de los Alpes, de las cascadas de los grandes ríos americanos, del plácido Paraná, del río Martín bajo los chopos, del padre Ebro a su paso por Mequinenza, del Orontes de ribazos de adelfas o del majestuoso Guadalquivir; para comprender la sobrecogedora huella de su potencia; para desvelar la magnificencia y la miseria de su historia que ha sido y es testigo de fastuosos esplendores, de ejércitos invictos y mensajeros sanguinarios, de caravanas opulentas, de ciudades enterradas y de tesoros ocultos, de civilizaciones milenarias y de soledades seculares; para transmitir el temblor que produce su lento caminar por la estepa adquiriendo, como un gigantesco camaleón, todos los colores de las horas del día; para reproducir el eterno rumor de sus corrientes, y para desvelar la esperanza, el pavor y la vida que concita en su lento caminar hacia el mar.

Durante seis días Ismail y yo recorrimos el valle de este río portentoso y conocimos las ciudades muertas y vivas que se levantan en sus orillas.

Habíamos salido de Palmira al día siguiente al caer la tarde en dirección este, siguiendo por el desierto la misma carretera que nos había traído. Nada había a la vista más que manchas de ‘jaimas’ oscuras y postes de electricidad hasta un infinito de piedras y matorrales y el inevitable beduino que camina de un extremo a otro del horizonte. Era de nuevo la sagrada hora del regreso: espejismos de agua que desaparecían con la proximidad, grandes camiones que volvían a casa una vez acabadas las fiestas, algún tractor desconcertado con el tubo de escape mirando al cielo, y poco más. La vegetación era tan escasa que las vaguadas y los pliegues de los montes se mostraban sin pudor, y sin embargo en esta desnudez residía su misterio.

El viento había dejado más yermas aún las cumbres de los cerros, y las laderas cubiertas de arena seguían los pliegues de la roca como un lienzo. Todo se volvía del color de la tierra antes de desaparecer fundido con ella; las tiendas, las piedras -¿eran piedras o eran ovejas?-, los apriscos y el hombre sentado frente a él, esperando pacientemente a que entrara el rebaño. ¿Será cierto que el árabe se consuela de los agravios, apostándose a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo?

El sol quedó suspendido un instante sobre la línea del horizonte antes de sumergirse en él, y de pronto, con la misma rapidez que en África, se hizo de noche. En las ‘jaimas’ de la estepa encendieron los beduinos el candil en señal de bienvenida para mostrar al viajero dónde le esperaba alimento, bebida, cobijo. En el desierto lo que importa es la supervivencia y la ayuda mutua, y el arreglo pacífico de los conflictos es la base de una convivencia que sabe cuán difícil es prevalecer sólo con dátiles, agua y leche de oveja.

Las noches en el desierto son frías, y las estrellas rutilantes y cercanas cubren la bóveda de los cielos.

– La Vía Láctea -me explicó Ismail señalando la nebulosa cuando nos detuvimos y bajamos del coche para precisar los nombres y descubrir la situación de los astros y las constelaciones- se llama en árabe ‘dareb altabbane’, que significa el camino que deja la paja. Y así se llama también el reguero que deja el carro colmado de espigas cuando avanza hacia el granero. Dormimos aquella noche en Der Zor, una ciudad de 700.000 habitantes, la capital comercial del desierto que de todos modos sigue siendo una aldea grande. Y al día siguiente nos metimos en el pequeño zoco, el más vistoso de cuantos había visto hasta entonces, a comprar tomates, aceitunas, pan y frutas y una hermosa cesta que nos vendió una vieja sentada ante la puerta de su tienda. Es un zoco más abigarrado aún que los demás, lleno de cafés, y plagado de muchachos que se escurren con las bandejas llenas de vasitos de té en alto para evitar los golpes y empujones y donde todos, hombres y mujeres, visten a la usanza de los beduinos.

Y en el camino hacia el sur reconocí las barreras de cipreses para proteger las casas y las huertas del viento, tan comunes en el Ampurdán. Y nos cruzamos con muchachas montadas de dos en dos sobre los asnos, que a golpes rítmicos azotaban con una rama los lomos del animal para hacerle mantener el trotecillo. Llevaban las caras cubiertas con infinitas vueltas de pañuelos de colores brillantes, no por pudor sino para protegerse del viento y del sol y conservar ese color blanco marfileño de tantas mujeres sirias, asomando sólo el fulgor de la mirada, risueña, divertida, expresiva.

Nos detuvimos después en un paraje junto al río, en el que nos zambullimos abriéndonos paso entre los juncos, para descubrir que un grupo de chicos en la otra orilla se tiraban al agua desde una vieja grúa en desuso o se dejaban arrastrar por la corriente sentados en viejos neumáticos.

Pasamos por parajes yermos por la sal de la tierra que, según dijeron unos campesinos, la trae el agua de la lluvia o, según otros, el agua del río hace brotar la que contiene la tierra. Los ancianos achacan la culpa de tanta sal a la gran presa Assad, que ha traído con ella los males a la región, porque ha desbaratado la vida natural del río que antes inundaba la cuenca todos los años, y en cambio ahora hay que esperar a que el agua la traiga el canal. Las tierras así regadas, dicen, están llenas de sal, y nada podrá evitar esa salinización.

– ¿No ocurría antes? ¿No tenía sal la tierra? -le preguntó Ismail a un campesino.

– Claro que ocurría. No decimos que sea peor, decimos sólo que es distinto y esto basta para estar en contra. Ni siquiera esas empresas que se dedican a recuperar tierras para las cooperativas o los particulares, dejándolas libres de piedras y listas para sembrar, logran solucionar el problema. En cuanto comienzan a regarse aparece la capa fina de sal, y cuanto más agua más sal.

Visitamos al día siguiente Dura Europos y Mari, situadas también en las márgenes del Éufrates ya camino del Iraq; dos antiguas ciudades semienterradas por la arena donde apenas pueden verse las columnas y los teatros que albergan bajo sus cimientos otras ciudades y otros santuarios y columnatas y avenidas.

En Mari nos enseñó la ciudad el guarda, Abu Alí, y tomamos té y agua fresca del pozo, en cuencos de metal impolutos, con él y su numerosa familia bajo un cobertizo de cañas donde corría un poco de aire. Era un hombre alto y hermoso a pesar de su edad, que llevaba la barba larga y cuidada y una chilaba blanca como la nieve, sin una gota de sudor en la frente ni un asomo de sofoco bajo el desalmado sol de la estepa. Las ruinas, nos dijo, formaban parte de su vida y aunque no tenía estudios, hacía mucho tiempo que había aprendido a discernir unos objetos de otros y unas piedras de otras y, lo que es más importante, a descubrir cuál de ellas prefería y amaba.

Y siguiendo el curso del río llegamos a Abukemal, la aldea en la frontera con el Iraq, la esquina muerta de Siria como la llaman sus habitantes, la esquina lejana abandonada por el gobierno, dicen, que sólo invierte en Damasco y en las zonas fértiles del noroeste.

Quizá para compensar esa negligencia, las casas de la aldea están rodeadas de palmeras, chopos y tamarindos cuyo brillo y verdor contrastan con la sequedad de la tierra.

Y volvimos a remontar durante 250 kilómetros el curso del Éufrates por la carretera que corre paralela a él hasta el lago Assad y Alepo.

Fueron días de sol y de baños en el río lejos de las aldeas de las que sólo veíamos la ropa tendida en perchas altísimas como banderas sin sentido que sobresalían de los muros tostados de las casas.

Lejos de las mezquitas que apenas existen en el campo, lejos de las aglomeraciones. Comíamos junto al río lo que comprábamos en los zocos de los pueblos y dormíamos en pequeñas posadas para beduinos en aldeas al borde del desierto. Por las noches cenábamos con ellos en el patio bajo las parras, e Ismail me traducía sus incesantes conversaciones, y oíamos a veces la música que algún muchacho arrancaba de instrumentos primitivos, especies de flautas y cítaras elementales, que ni Ismail ni yo habíamos visto jamás. Tomábamos ‘árak’ hasta el amanecer y salíamos a la azotea para contemplar esos cielos del desierto, diáfanos, transparentes, y azotados cada noche por un viento que no se detendría hasta que saliera el sol y allanara el firmamento y el mundo. Cuando nos íbamos por la mañana, las conversaciones habían cesado y los habitantes de la aldea se cubrían con mantos y turbantes para defenderse del calor, y nosotros, aguas arriba del Éufrates, buscábamos un ribazo desde donde chapuzarnos una vez más, antes de visitar una nueva fortificación que mantenía sus ruinas arropadas por la arena del desierto.

Apenas recuerdo la diferencia entre un castillo y otro, una ciudad medio enterrada y otra. Se mezclan en mi memoria las historias de sus antepasados que Ismail me contaba y que yo apenas lograba retener el tiempo suficiente para que no se confundieran consigo mismas, historias de castillos omeyas, destruidos siglos más tarde por los mongoles, esos pueblos nómadas que venían de las estepas de Asia y arrasaban todo lo que encontraban a su paso, y que incluso saquearon Damasco varias veces. También destruyeron Bagdad y se dice que echaron tantos manuscritos al Tigris que durante muchos días sus aguas permanecieron turbias y oscuras por el negro de tanta tinta. O la de Nurdin, el mártir ciego del desierto que quería unificar las tribus de todo el territorio de las márgenes del Éufrates y pereció a las puertas de la ciudad apuñalado por un criado que no pretendía más que robarle. O las de Tamerlán, o tantas otras con ribetes de cuentos románticos y orientales que reproducían las venganzas y los amores, los odios y las ambiciones de hombres que vivieron en la estepa manteniendo una cultura que se mantiene hasta hoy.

Y así, aguas arriba del Éufrates, llegamos a la presa Al Assad, o el lago Assad, que recoge y almacena las aguas caudalosas del Éufrates, una obra gigantesca que se inició en 1963 y se comenzó a llenar en 1973. Una presa de unos 60 kilómetros de longitud y 674 kilómetros cuadrados de superficie y tan ancha en algunos tramos que se hace difícil ver la otra orilla.

Todos los sirios, sea cual sea su color y filiación, se sienten con razón muy orgullosos de ella, aunque no haya logrado el objetivo previsto de proporcionar energía en abundancia al país entero. Las veintidós presas que los turcos han construido aguas arriba del Éufrates, contraviniendo todas las leyes hidráulicas del mundo, han cortado el suministro de agua a Iraq y Siria y han dejado la presa Assad a la mitad de su capacidad. Ahora, incluso con todas sus centrales termoeléctricas e hidroeléctricas, Siria no alcanza a producir la energía necesaria, de ahí que en todas las ciudades haya a diario cortes de luz. Pero Turquía, dicen los sirios, sigue impune porque siendo un país miembro de la OTAN nadie se atreve a juzgarla ni hay autoridad capaz de hacerle aplicar los acuerdos que se firmaron entre los tres países en 1980.

Y debe de ser cierto, porque recuerdo que durante mi estancia en Siria se publicó mucha información sobre estas presas ilegales en una conocida revista internacional de geografía, incluso con fotografías aéreas, que de un modo u otro, tal vez no tan claramente, venía a decir lo mismo.

Desde el puente que une las dos márgenes, en Ez Taura, la Revolución, un poblado construido para albergar a los obreros que la construyeron y a los campesinos de las aldeas inundadas por las aguas, contemplamos la monumental obra de ingeniería y la inmensidad de ese mar rizado que se extendía a nuestros pies. Y yo me preguntaba: si el viento ha derribado fortalezas de piedra, si las tormentas de arena han cubierto una ciudad tras otra, si nada escapa a la constancia de los elementos, al paso de los siglos, a la decrepitud, ¿qué ocurrirá con esa presa desmesurada cuando no haya posibilidad de recomponer el deterioro del tiempo, cuando se resquebrajen sus muros de contención y se rompan sus compuertas? ¿Quién, o qué, detendrá la fuerza de tantos millones de metros cúbicos de agua? Asistiremos a un nuevo desastre del que apenas quedará constancia porque arrastrará a su paso todos los testimonios de sus beneficios y de su destrucción, y la historia lo recordará como un nuevo y más despiadado diluvio, o como una hecatombe de la magnitud del desmoronamiento de la mítica y gigantesca presa de Ma.rib construida en 750 a.C. al sur de estas tierras por un rey sabeo; una hecatombe que convirtió los campos, cuyo riego había regulado durante diez siglos, en un desierto con un solo punto fértil que fue y sigue siendo La Meca.

La última ciudad del desierto que visitamos fue Ruzafa, a cuarenta y seis kilómetros al sur de la presa Al Assad, en pleno desierto. Construida enteramente con una piedra casi blanca y estriada, brillaban sus ruinas bajo un sol de justicia como una ciudad fantasmagórica de cristal. Fue en tiempos una inmensa fortaleza de los romanos y otro punto indispensable en la ruta de las caravanas. Justiniano construyó las murallas y las cisternas que tienen una capacidad de 16.000 metros cúbicos de agua y están en parte excavadas en la roca. Desde su punto más alto, donde asomamos la cabeza por un inmenso boquete en lo que había sido su techo, tenía la grandiosidad de una catedral subterránea y resonaban nuestras voces repitiéndose los ecos contra los muros. Volaron ciegos los pequeños murciélagos grises en el vacío que multiplicaba su aleteo despavorido, y al retirarnos los abejorros zumbaban sobre las flores blancas y violetas de la alcaparra, indignados por nuestra presencia, que había suspendido su libación.

Ruzafa fue una ciudad que llegó a albergar dos mil familias y en la que según la leyenda, antes de huir a Al Ándalus, se había refugiado el último omeya que se salvó de la matanza de los abasíes. Hasta que llegaron los mongoles, la plaga de las ciudades del desierto, y sus habitantes huyeron a Homs. En 1260 la ciudad estaba vacía. Y desde entonces una serie de nómadas sin organización civil alguna se refugiaron en lo que iba quedando de ella. Hacia finales de los años treinta llegaron los arqueólogos y más recientemente ha sido invadida por los turistas, una plaga que llega en autocares y deja sus detritus entre las ruinas.

El último día tomamos de nuevo la carretera general y seguimos en dirección a Alepo. La cuenca se iba ensanchando. Corríamos paralelos al río, y todo volvía a ser verde otra vez.

La tierra desde la presa Al Assad hasta Alepo era roja, esponjosa, fértil. Casas como dados y fichas cubrían el paisaje y los tractores dibujaban arabescos en las inmensidades ya segadas que el sol de la tarde sombreaba y matizaba. Un milano daba vueltas en el cielo. Adelantamos una caravana de mulas seguida de un grupo de muchachas vestidas de colores. Y a la hora del crepúsculo, cuando quedaban aún los últimos resplandores del sol deslumbrándonos, la carretera, el paisaje, el cielo, todo fue volviéndose gris excepto el ‘kufie’ rojo de los campesinos y los pálidos neones amarillos de las aldeas, en la noche que se cernía sobre el desierto.

Adiós a Ismail.

Al cabo de una hora habíamos llegado a Alepo, donde nos detuvimos a cenar en un restaurante del barrio cristiano, adornado con velas y manteles de color de rosa.

Hasta que me vi en el espejo del lavabo no me di cuenta de cómo esos días me habían dejado la cara tostada y llena de pecas. No recuerdo lo que comimos, ni recuerdo tampoco de qué hablamos, porque de pronto se hizo evidente lo que no habíamos querido pensar: este viaje al Éufrates estaba terminando. Sólo sé que salimos de Alepo cuando cerró el restaurante a la una o quizá más tarde. En Damasco, Ismail recogió su maleta y le dejé en el aeropuerto con el tiempo justo para que se fuera a Ammán en el primer avión de la mañana.

– ¿Qué día te vas? -había preguntado un momento antes de pasar la aduana.

– Todavía faltan días -contesté consciente de que ninguno de los dos había hablado del futuro hasta entonces.

– ¿Has confirmado el vuelo?

– No, ¿hay que hacerlo?

– Sí, es mejor, porque si el avión va lleno pueden dejarte en tierra. ¿Vuelas en la Royal Jordanian?

– Sí, el 30 de junio. Faltan aún varias semanas.

– No es mucho.

– No, no es mucho -reconocí.

Pero nada lo era en aquel momento.

Los dos tendríamos que dormir, descansar, y después salvar el puente hasta la orilla de nuestro quehacer.

Nos habíamos despedido ya, nos habíamos separado manteniéndonos unos instantes aún cogidos de la mano. Le veía caminar de espaldas y estaba a punto de torcer por un pasillo lateral, cuando de pronto, una vez más, volvió sobre sus pasos, se acercó de nuevo, me tomó la cabeza con las manos, agachó la suya hasta dejar los labios a la altura de mi oído y susurró muy quedo unas palabras que no logré comprender. Ni pude pedirle que las repitiera porque cuando quise hacerlo ya desaparecía tras el control de pasaportes. Todavía estuve un minuto mirando el vacío que había dejado en el pasillo. Después me fui a buscar el coche.

Fuera estaba amaneciendo y apenas había gente frente al edificio del aeropuerto; dos taxistas fumaban y hablaban sin prisa apoyados en una farola prendida aún. Al oír sus voces que se destacaban en el silencio del alba, se me hizo la luz y aunque seguí sin saber el significado de aquellas palabras comprendí al menos que Ismail me las había dicho en árabe.