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En el aeropuerto de Madrid una señorita de Información me reprendió porque me empeñé en saber a qué hora salía mi avión. Al facturar el equipaje en el mostrador de la Royal Jordanian me habían dicho que el vuelo salía a las 11, y así constaba en mi tarjeta de embarque.
Habían transcurrido más de dos horas sin que en la pantalla figurara la palabra Ammán o Damasco.
Me dirigí a Información.
– Oiga, ¿qué quiere que le diga? Aquí no viene -dijo la empleada mirando su pantalla particular con la que parecía dialogar con mayor cordialidad.
– Sin embargo -insistí-, en mi tarjeta dice que el avión va a salir a las 11 y ya son las 11:30.
– ¿Y a mí qué me cuenta? -respondió de malos modos-. ¿Qué quiere? ¿Que le ponga un avión para usted sola?
– Es una posibilidad -respondí procurando no perder la calma y recordando con nostalgia las épocas en que la gente que en España trabajaba de cara al público era amable y alegre sin excepción-. Disculpe, pero creí que estaba usted aquí para informar.
– ¿No le digo que no viene?
Vaya a preguntar a las Líneas Aéreas Jordanas.
– He pasado ya la frontera y no puedo salir otra vez.
– Esto no es culpa mía.
– No he venido a acusarla, señorita, sino a pedir información.
– Y yo le doy la información que hay. ¿Qué más quiere que haga?
– Estaba furiosa, el pelo se le había erizado y tenía las mejillas rojas como un tomate-. ¡Anda ya! -añadió sin mirarme y se sumergió en los secretos tecnológicos de su ordenador.
Como no tenía otra cosa que hacer, quizá también para entretener mi desazón y borrar la afrenta que supone ese tipo de trato, y fiel al principio de que quien no protesta es carne de cañón para la esclavitud, di la vuelta al mostrador circular, pedí a otra señorita una hoja de reclamación y me senté en un banco a rellenarla y a contarle a un hipotético responsable lo que me había ocurrido con esa amable señorita que cobraba todos los meses un sueldo por dar información a los clientes.
– Perdone que la moleste.
Alguien se había sentado a mi lado.
– He oído su altercado con la señorita. Yo también voy a Ammán.
¿Va usted por negocios?
– No, no. Yo no voy a Ammán, voy a Damasco.
– ¿Por turismo?
Tenía un leve acento que me fue imposible localizar. Era alto, y debía de tener entre cuarenta y cincuenta años, llevaba bigote y los ojos a la fría luz de los neones parecían grises. Iba vestido con elegancia pero había algo raro en su vestimenta: los pantalones y la americana pertenecían a trajes impecables aunque levemente distintos. Es un espía, pensé, y le miré con aprensión.
Unos días antes había cenado en París con Moannes, un amigo libanés que vivía en Francia desde hacía varios años, para que me hablara de Siria. Vete con cuidado, me había dicho, todos son espías, el guía lo es, y el camarero, y el barman, y el vendedor callejero.
¿Qué van a espiar?, me pregunté entonces, y sin darle mayor importancia imaginé un elemental Circus árabe pululando sus miembros por el desierto romántico en busca de información secreta.
El caballero del aeropuerto insistió:
– ¿Va por turismo?
– En cierta manera sí.
– ¿Está en un grupo? -la pregunta que habrían de hacerme a todas horas durante el viaje los ‘maîtres’ de los hoteles, los camareros, los guías de los museos, los espontáneos que me abordaron en la calle, las nuevas amistades.
– No -respondí sin dejar de escribir-. Voy a visitar el país y a vivir en él durante unas semanas.
– Y pregunté a mi vez-: ¿Es usted sirio?
– Soy palestino y vivo en Jordania.
– Habla muy bien el español.
– Mi abuela era española.
– Hubo una pausa, yo seguía escribiendo.
– Disculpe si la molesto otra vez, pero ¿no cree usted que protestar por una bobada no es la mejor forma de comenzar un viaje?
Levanté la vista hacia él que me miraba sonriente. Sí, era cierto, tenía los ojos grises. Sonreí a mi vez:
– ¿Qué es lo que le hace suponer que necesito un consejo?
– En realidad nada -respondió sin inmutarse-, pero en cambio está claro que precisa información: ha habido un error en las tarjetas de embarque, el vuelo de la Royal Jordanian no sale hasta las 13:20, llegaremos a Viena a las 15:30 de la tarde y a Ammán a las 21:40, y lo más probable es que usted no este en Damasco hasta las 12 de la noche. No es un retraso del vuelo, es que es su hora de salida, se lo aseguro. De ahí que no haya aparecido aún en la pantalla. Así que nos queda todavía más de una hora. ¿Por qué no tomamos un café?, o si lo prefiere -añadió con fingida turbación-, hágame usted el honor de dejarme que yo la invite.
Ismail Kerak no era un espía.
Más que en el café fue en el avión donde comencé a conocerle aunque viajaba en primera y yo en turista.
Embarcamos, como él había dicho, a las 12:30 y despegamos de Barajas a las 13:25, y cuando las luces se apagaron de nuevo después de una breve escala en Viena, mientras yo contemplaba de soslayo sobre el ala del avión los definidos límites y los intensos colores de los campos, amarillos, verdes y ocres, de la Europa oriental, vino a sentarse a mi lado e hicimos juntos el viaje hasta Ammán. Había nacido en Haifa, Palestina, en 1941, donde su padre había sido médico, y vivía en Jordania desde que la familia se vio obligada a abandonar el país de sus antepasados en 1949, un año después de que las potencias occidentales, dijo, regalaran su país a los sionistas y les autorizaran a constituirse en Estado en nombre de un dios que apenas es reconocido por una décima parte de la humanidad. Era médico neurólogo y trabajaba en un hospital de Ammán. Había ido a Londres a un congreso y había hecho escala en Madrid donde su madre tenía familia. Más tarde habló de Damasco y las informaciones que me dio vinieron a añadirse al exiguo bagaje con el que había iniciado el viaje: unos cuantos libros, tres contactos previos, una guía inglesa de Siria de 1982, un mapa, una brújula, una linterna y el cuchillo suizo de mil usos que había de perder sin utilizar a los pocos días de mi llegada a Damasco.
– ¿Por qué llevas esa extraña impedimenta de espeleólogo? -preguntó tuteándome de repente como si la vista de ese ridículo cuchillo le hubiera dado, como en los doblajes de las películas españolas el beso, la confianza suficiente para abandonar el usted.
Le dije que así lo aconsejaba mi guía británica y que Moannes, mi amigo libanés, me había dicho que en Siria había restricciones de luz.
– Es cierto, pero ¿para qué el cuchillo?
– Un cuchillo es siempre útil -dije quitándole importancia, porque de pronto aquel cuchillo por suizo que fuera, más parecía un arma de defensa rudimentaria e insultante que un instrumento de auxilio para abrir botellas y cortar lianas, y pregunté-: ¿Es cierto que el país es seguro, incluso para una mujer que viaja sola?
– Es cierto, ya lo verás. Una mujer sola puede viajar si no tiene miedo a perderse – (y siempre que no sostenga la mirada a los hombres y vista con cierta decencia, decía la guía)
. Me contó entre otras cosas que el cambio oficial del dólar en Siria era tres veces inferior al cambio que se les hacía a los turistas, y el verdadero, es decir, el que se conseguía, por ejemplo en el Líbano, cinco veces. Los hoteles resultaban muy caros para los extranjeros porque tenían que pagar en dólares un precio calculado sobre la base del cambio oficial. Se podía ir al Líbano o recurrir al mercado negro, pero había mucha vigilancia-. Además la vida en el país es, en general, tan barata, que un turista, o tú -dijo corrigiéndose enseguida-, que no vas a estar más que unas semanas, no tienes por qué crearte problemas.
Cuando a las diez de la noche, las nueve hora española, llegamos a Ammán, nos citamos a cenar al cabo de tres semanas, el sábado 21 de mayo, en Damasco a donde él tenía que ir de todos modos, en el restaurante Sahara cuyo nombre y dirección anotó en árabe en mi agenda para que yo pudiera mostrárselo al taxista.
– Sin embargo -añadió-, todos lo conocen. Es el restaurante de la oligarquía y de los burócratas.
– Y ¿qué haremos nosotros allí?
– le pregunté.
– Has dicho que quieres verlo todo, ¿no es así?
– Así es.
Nos despedimos en Ammán y cuando se fue por la salida de control de pasaportes y recogida de equipajes aún me dijo adiós con la mano tras el cristal, y yo, que estaba en tránsito y tenía ante mí una hora más de viaje, subí la escalera que llevaba al piso superior para recoger la tarjeta de embarque del vuelo Ammán – Damasco. Embarcamos con tal rapidez que apenas tuve tiempo de comprender por qué ese aeropuerto parecía tan irreal.
Sólo cuando dos meses más tarde, ya de vuelta a España, tuve que permanecer en él más de una hora junto con millares de blancos peregrinos que volvían de La Meca y se dirigían a sus respectivos países, me di cuenta de que la opaca luz casi cenital que permanecía etérea en mi memoria, se debía a unos neones semiescondidos en los paneles del techo que se habían encendido porque había caído la noche en el Levante, y no, como yo había creído entonces abrumada por el cansancio y cierta inquietud, a que la neblina o la arena del desierto se hubieran filtrado por las rendijas de las puertas y ventanas dejando el vestíbulo borroso como una quimera.
La llegada.
Al salir del avión en Damasco, en ese anónimo espacio de paso donde se conectan mecánicamente los pasillos, me detuvo mi propio nombre escrito en una pancarta de cartón que sostenía en la mano un hombre vestido con un traje oscuro, y junto a él otro de pelo blanco y gafas con montura de oro intentaba adivinar qué cara tendría ese nombre.
– Soy yo -dije acercándome.
Nasser Kadur, uno de mis tres contactos previos, era amigo de un amigo del marido de una amiga. Nos habíamos cruzado diversos fax y me había insinuado que quizá fuera a esperarme. Era un alto ejecutivo, no había más que verle, y también vivía en Ammán, Jordania, y aunque me había dicho que iba a menudo a Damasco, no imaginé que estuviera en el aeropuerto.
A partir de ese momento apenas guardo más que vagas imágenes de mi llegada. Sé que le entregué mi pasaporte y el billete como quien entrega sus credenciales y él los entregó a su vez al chófer que desapareció mezclado con los pasajeros. Nosotros entramos en una gran sala con un único, inmenso cuadro, la fotografía del presidente Hafez al Assad colgando del techo, y una apretada hilera de sillones a lo largo de las cuatro paredes. La luz era tenue y yo tenía, siempre tengo en los aeropuertos, la sensación de que sigo llevando gafas de sol. Al poco nos sirvieron té azucarado con hojas de menta que bebimos mientras Nasser Kadur me contaba el programa que había preparado para el día siguiente. Era un hombre cordial y simpático, nada impresionado por el hecho de que no nos conociéramos y que pretendía que yo le explicara entonces en qué iba a consistir mi trabajo en Siria. Pero apenas me daba tiempo a responder, subyugado él mismo por una nueva pregunta que anteponía a las anteriores. Al poco apareció el chófer con mis maletas. Me dio el pasaporte y me mostró un papel impreso y sellado que, dijo en un inglés muy correcto, no debía perder por nada del mundo ya que sin él no se me permitiría abandonar el país. Creo que en aquel momento no le di al papel blanco de entrada la importancia que tenía y aunque lo volví a guardar cuidadosamente con el pasaporte, me olvidé de él.
El aeropuerto está al borde del desierto, pero a menos de un kilómetro enfilamos una carretera oscura y entramos en una zona de frondosos árboles (el Guta, el oasis de Damasco, supe más tarde)
y seguimos en línea recta durante unos treinta kilómetros. Cuando aparecieron las primeras luces y atravesamos la ciudad casi vacía, eran las dos de la madrugada. Pasamos ante un edificio cubierto con carteles del presidente Hafez al Assad -la antigua estación de donde partían los trenes que iban a La Meca, me dijo Nasser- y llegamos al Cham Palace Hotel donde yo tenía reservada una habitación para un mes. Mientras rellenaba los impresos, sin darme cuenta apenas de dónde estaba, Nasser me dijo que al día siguiente, a las nueve de la mañana, vendría Fathi, el chófer, a buscarme para iniciar las entrevistas que había preparado con los ministros y directores generales.
– ¿Ministros? ¿Por qué ministros?
– Tenemos que ver al director general de Información. Es un requisito que han de cumplir todos los periodistas y escritores que vienen a Siria. Iremos también a Turismo y a Cultura, a Exteriores…
Estaba demasiado cansada para indagar.
– Buenas noches -dijo Nasser-, descansa. -Y se alejó a paso rápido, con la misma energía con que había aparecido y esa prisa nunca acelerada que caracteriza a los ejecutivos poderosos y ocupados.
Iba a entrar en el ascensor cuando me cerró el paso un caballero corpulento, vestido con un impecable blazer azul marino, camisa azul celeste y un pañuelo de seda con borrosos arabescos. Tenía esa tez morena que los elegantes lucen en pleno invierno y cierto parecido con don Juan de Borbón, aunque más joven.
– Soy Gil Armenguè, embajador de España en Siria -me dijo.
Mi segundo contacto había venido a darme la bienvenida y a invitarme a cenar al día siguiente en su residencia.
Bien, me dije, mientras subía a mi habitación, derrengada por el viaje y sin otro deseo que dormir, ya tengo trabajo para mañana.
Mi única preocupación cuando desde España imaginaba por dónde comenzaría a conocer el país, había sido qué iba a hacer el primer día: llego por la noche, me decía, duermo, me levanto por la mañana y deshago las maletas. Y luego ¿qué?
¿A dónde voy? ¿Por dónde empiezo?
Pues bien, ya está salvado ese temido primer día, pensé un instante antes de caer dormida sobre los mullidos colchones de la cama del Cham Palace. El Cham, el antiguo nombre de Damasco, la capital de la Gran Siria que durante milenios abarcó un vasto territorio que se extendía desde el sur de la actual Turquía hasta el Mar Rojo y desde el Mediterráneo hasta el Éufrates en el noreste o las fronteras con el Iraq y las estepas de Arabia en el sureste. Todo lo que hoy llamamos el Líbano, Palestina, Jordania y Siria. Cham, que significa “un pedazo de tierra en el ‘firdaus’”, en el paraíso.
Mi casa.
Me desperté muy pronto y corrí a la ventana. Diez pisos más abajo y opaca por el cristal ahumado, la calle bullía de animación. Los coches y las gentes se entorpecían unos a otros tratando cada uno de avanzar, pero en silencio. En un tenue y lejano sonido de fondo descubrí las bocinas apagadas, en sordina, intenté abrir la ventana sin lograrlo, y esa primera visión sin color y sin sonido de Damasco, la ciudad con la que había soñado durante días y noches, me dejó indiferente. Mi habitación, además, tenía ese punto de frescor artificial que parece mantenernos en formol.
En la mesita de noche, como un presagio, una premonición o quizá una advertencia, descubrí la figurilla en metal dorado de los tres monos: uno se tapaba los oídos, el segundo la boca, el tercero los ojos.
No sé qué voy a escribir sin poder ver, ni oír, ni hablar, y un tanto desconcertada bajé a desayunar.
El vestíbulo, los salones y el comedor estaban llenos de público.
Pero poco había que ver. Los ricos del mundo son tan iguales entre sí como los productos de las tiendas de los aeropuertos: hablan el mismo inglés gangoso y estridente, tienen el mismo aire luminoso como si se acabaran de estrenar y se visten de la misma manera: iguales camisetas Benetton y los mismos zapatos Reebok, los chicos; blusas de seda caquí -estamos cerca del desierto- y exagerados pendientes las mujeres, y los caballeros, sean americanos, pakistaníes o colombianos, jóvenes lobos de los negocios o experimentados y sagaces financieros, el mismo corte de traje, el mismo reloj Ebel con pulsera de oro, el mismo perfume a medio camino entre el aroma del tabaco y el jabón de afeitar. ¿Serán los pobres y los humillados los únicos capaces de defender el carácter de sus pueblos? Quizá lo demás a fin de cuentas no sea más que política y folclore. Y mi primer café tenía el sabor amargo, no del cardamomo del café árabe que tanto había de beber después, sino de la inquietud y el desaliento.
Cuando a las nueve Fathi, el chófer, vino a buscarme y ya íbamos camino de la casa de Nasser Kadur, le pregunté en inglés:
– Fathi, ¿conoce usted un pequeño hotel más modesto donde se hospeden las gentes del país y donde yo pueda dejar mi equipaje cuando me vaya a Alepo o Lataquia?
– No, no hay hoteles intermedios. O son de lujo, o son simples pensiones un poco destartaladas, y para estar seis semanas no se los aconsejo.
– ¿Por qué no? -quise saber.
Se quedó callado.
Apoyé los brazos en el asiento que tenía enfrente y me asomé a la parte delantera para que me oyera bien:
– ¿Y no hay en Damasco apartamentos amueblados?
– Pues… sí, quizá sí los haya, quizá alguien que se va a Europa o América podría alquilarle el suyo, pero claro, hay que saber; podemos preguntar a míster Kadur.
– Y ¿nadie alquila habitaciones en la ciudad?
Fathi comenzó a mover la cabeza como si quisiera quitarse algo que se le hubiera metido bajo el cuello de la camisa.
– Bueno, en realidad -dijo sin dejar de dar pequeños bandazos-, en realidad, yo tengo una habitación libre que a veces alquilo a estudiantes. Esto…, nuestro piso es grande para mi mujer y para mí, no tenemos hijos, ¿sabe?, así que si usted quiere yo podría enseñársela y usted decidiría…, si lo desea podemos ir mañana, o pasado, cuando usted me diga.
– Y ¿dónde está su casa?
– No lejos de aquí -y señaló un punto hacia el norte, en el monte Casiún.
– ¿Podemos ir ahora?
– ¿Ahora? -dejó de mover la cabeza y miró el reloj -Está bien, quizá mi mujer no esté, pero podemos verlo de todos modos.
Cambió de dirección y torció por una calle más ancha dividida por un parterre que pretendía, sin lograrlo, impedir el paso de los peatones de una acera a otra. Una calle que según el plano se llamaba Al-Yala, aunque como supe más tarde todo el mundo la conoce por Aburrumani. Rodeamos una gran plaza y enfilamos por una avenida que subía por el monte Casiún, se metió por varias callejas y a media ladera, después de la Embajada de Rumanía -”Es muy importante que lo recuerde”, me dijo, lo que entonces me dejó perpleja-, tomó una calle lateral y a los pocos metros detuvo el coche.
– Aquí es -dijo.
Fathi Alawi y su mujer Nayat vivían en el último piso de una casa de cuatro, en una calle tranquila con acacias en las aceras, paralela a la falda del monte Casiún, sin ascensor -casi ninguna casa lo tiene en Damasco- y un solo piso por rellano. En este barrio, a medio camino entre el residencial de las embajadas y las estribaciones del popular barrio Al Mujayirín así llamado porque en él se refugiaron los emigrantes de la guerra de Argelia, las casas están rodeadas de minúsculos jardines pletóricos de adelfas, mimosas y viñas vírgenes. La entrada del piso estaba llena de plantas y se abría a una gran sala con dos tresillos que daba a una terraza de tres metros de ancho y todo el largo del edificio, con parasoles y surtidor. La sala era el centro de la vivienda y todas las demás habitaciones se abrían a ella: el cuarto de matrimonio, un salón sin apenas ventanas que mantenían cerrado y a oscuras con una hilera de sillones arrimados a las cuatro paredes como el de recepciones del aeropuerto, una cocina grande con un sector para comedor con ventanas en arco y techo muy ornamentado, la despensa, un pasillo al final del cual había un lavabo con las estanterías empotradas en el muro y una puerta a cada lado: a la izquierda un retrete árabe, a la derecha un cuarto de baño grande con una ducha en el techo bajo, y mi habitación.
El cuarto no era muy grande pero tenía una inmensa cama de nogal con cuatro colchones delgados y compactos, almohadones, cojín, cabezal y una vánova de algodón blanco adamascado, un armario de luna, una cómoda, una mesa con un ramo de rosas damascenas y dos sillas. La ventana daba sobre los tejados y desde la terracita a la que se accedía por una puerta de persiana verde, se dominaba Damasco y el inmenso llano casi desértico que se extiende hasta Jordania. En aquel momento se pusieron a cantar los almuhédanos pisándose unos a otros en una plegaria común que llenaba el espacio. En la calle desierta un afilador hacía sonar la cuchilla sobre la piedra de afilar con una cantinela que repetía incansable.
Una mujer en la azotea vecina tendía la ropa y maullaban los gatos saltando por los tejados. El cielo radiante era azul, azul intenso de su propio azul, sin prismas ni suavizantes. El sol comenzaba a estar alto y hacía calor. El aire olía al perfume olvidado de las rosas.
Me senté en la cama tan alta que casi no tuve que agacharme, asombrada ante la claridad con que se me presentaba la decisión que había de tomar. Sí, quizá fuera precipitada, pero aquí me quedaría: había encontrado mi casa.
Primeros e inesperados contactos.
Volvimos al hotel a buscar el equipaje que subimos entre los dos y sin ni siquiera tiempo de abrir las maletas nos fuimos en busca de Nasser Kadur que nos esperaba impaciente frente a su casa.
– Nos espera el ministro de Asuntos Exteriores. Anda, corre.
Yo no comprendía qué es lo que yo podía decirle al señor Faruq Asharia, ministro de Asuntos Exteriores. Sin embargo él aclaró:
– Es sólo una visita de cortesía.
Bueno, pensé, qué amables.
Después, también por cortesía visitamos al director general de Cultura, al ministro y al secretario de Estado de no recuerdo qué otro ministerio y para acabar al director general de Información.
Hasta aquí las visitas habían sido de cortesía. El ministro, o el director general, mostraba una deferente curiosidad por lo que yo había venido a hacer a Siria, se tomaba el tiempo de tomar un té con nosotros mientras yo admiraba los muebles de marquetería, exactos en todos los ministerios, comparaba las fotografías del presidente, y nos retirábamos cortésmente a los veinte minutos.
Pero el Ministerio de Información tenía un aspecto distinto.
Tampoco era ostentoso, era sombrío y mastodóntico. Recorrimos largos pasillos vacíos y semioscuros, y subimos en un ascensor más parecido a un montacargas, ocupado por editores con manuscritos bajo el brazo, como nosotros durante la dictadura, para pasar la censura, según me explicaba Nasser en voz baja temeroso de que una presencia oculta nos observara y oyera.
También la conversación con el director general fue distinta.
– Así que ha venido usted a visitar el país para escribir un libro. ¿Qué tipo de libro?
– Bien, un libro de viajes, una guía -rectifiqué casi al instante al comprobar su mirada inquisitiva.
– ¿Una guía?
– Sí, una guía turística -concreté.
– ¿Sabe usted árabe?
– No -reconocí.
– Es curioso que la envíen a un país árabe si no habla árabe.
– Así es -reconocí de nuevo.
– ¿Y cómo piensa conocer el país?
– Tengo intención de alquilar un coche y espero encontrar un guía.
– ¿Sabe que hay partes del país que no se pueden visitar?
– Sí, las zonas militares y durante ciertos periodos las zonas del noreste donde viven los kurdos -respondí lo que había leído en la guía.
– Usted y todo el mundo puede visitar las zonas de los kurdos siempre que no se lo impida la policía por razones momentáneas de seguridad -corrigió.
Como en todas partes, estuve a punto de responder, pero para dar a entender que había comprendido lo que había querido decir, en su mismo tono puntiagudo, contesté:
– Claro, por supuesto.
Tuve que rellenar un impreso en el que, como en todos los impresos que se exigen en Siria, incomprensiblemente se centraba el interés en el nombre de pila de mi padre y en el de mi madre. Además tenía que especificar el tiempo que iba a permanecer en el país, dónde iba a vivir, y ciertos pormenores sobre el libro que pensaba escribir.
– ¡Ah!, e incluya también una fotografía -dijo el director general.
– No tengo aquí ninguna fotografía -dije.
Nasser se unió a la sorpresa del director general:
– ¿Cómo viajas sin fotografías?
No supe qué responder y me sumí en el impreso y sus preguntas. Sólo más tarde comprendí lo necesarias que son en este país las fotografías para todo tipo de solicitudes y trámites.
El director apenas atendía a las palabras de Nasser. Era un hombre bastante joven, muy bien vestido al estilo occidental, que me miraba de soslayo y al mismo tiempo iba escribiendo una nota.
Luego pidió a una secretaria que le pusiera un tampón.
Cuando acabé le entregué el impreso.
– No me lo dé ahora -dijo levantándose y dando la entrevista por finalizada -, me lo trae usted mañana con la foto.
Nos acompañó a la puerta casi sonriente ahora. Me dio la mano con cordialidad y la retuvo mirándome a los ojos:
– No se trata de un libro político, ¿verdad?
– No -dije-, en absoluto.
– ¿Está usted segura?
– Por supuesto que estoy segura.
– Me alegro -dijo, soltó la mano y me entregó un sobre-. Quizá esto pueda ayudarle -y me miró con una media sonrisa.
En el sobre había una nota escrita en árabe, firmada y con el tampón del ministerio, en la que, según supe después, se me autorizaba a visitar todas las zonas del país, excepto las militares, y en la que se pedía a quien correspondiera que se me prestara la ayuda necesaria dentro de los límites que marca la ley.
Como a todo el mundo, pensé.
Nasser tenía prisa, me di cuenta enseguida, así que le rogué que me dejara en el centro, un centro tan desconocido para mí como la periferia. Me apeé del coche en la avenida más importante de Damasco frente al Museo Nacional, me despedí de Nasser, que me dio sus teléfonos para que le llamara a la semana siguiente cuando volviera de Ammán, y le vi desaparecer a toda prisa, como quien ha cumplido ya con la obligación que le suponía mi presencia, hacia sus “negocios internacionales”.
¿Quién puede creer que soy yo para haberme organizado estos encuentros de alta diplomacia?, me preguntaba sin atender aún al lugar donde estaba. Quizá supone que soy una princesa a la que hay que agasajar, o una embajadora, o la presidenta de una poderosa multinacional que viaja de incógnito. Dejé la resolución del enigma para la semana siguiente, saqué el plano que llevaba en la bolsa y me aseguré de que tenía en el bolsillo la llave de mi casa que Fathi me había dado. Medio día me quedaba aún por delante. Hasta las nueve que me esperaba el embajador en su residencia no tenía otra cosa que hacer que descubrir la ciudad. Miré a mi alrededor: era cierto, me encontraba por fin en Damasco.
Damasco.
Lo más espectacular de Damasco es la vida de la calle. Cualquier tipo con unas uvas se constituye en mercado y agrupa a su alrededor en un instante a otro que extiende sobre un trapo sus destornilladores, postales o camisetas, y a multitud de personas que comienzan a indagar precios, a regatear y a comprar: frutas, verduras, helados, zumos, revistas antiguas, cepillos de dientes o antigüedades, cualquier cosa sirve para ponerse a vender, esa facultad que los damascenos llevan en la masa de la sangre.
Se dice de ellos que venderían su alma por vender, o por el simple placer de tener abiertas las puertas de la tienda, o por mantener vigente el permiso que les permite ofrecer la mercancía. Los demás pueblos y ciudades de Siria, con esa mezcla de admiración y envidia solapada con que las ciudades y los pueblos de un país miran a los habitantes de su capital, les consideran venales y añaden al sentir general su propia experiencia personal: los politizados los acusan de no tener más ideología que el dinero; los mercaderes de llevar una negociación con la frialdad que les permite ganar siempre; y todos de renunciar a sus ideas y creencias por aumentar la hacienda y ser además de listos, oportunistas. Ya es un tópico, se dice, la extraordinaria y alambicada forma de pactar y de venderse al nuevo conquistador de que han dado muestras a lo largo de su dilatada historia para poder sobrevivir.
– No han hecho otra cosa que aceptar a los invasores a cambio de que les dejaran enriquecerse -me dijo un día una farmacéutica de Almismiyè, una ciudad drusa al sur de Damasco.
– También vosotros tuvisteis invasiones -repliqué yo.
– Sí -respondió la chica con un velado tono de reproche o quizá de envidia-, pero siempre fueron ellos los que pactaron en nombre de todos nosotros. -Y bajando la voz para que el rumor quedara en simple rumor, añadió-: Se dice que cuando entró en Damasco el general francés Gorot, el que acabó con la revuelta de los drusos en 1925, los damascenos desengancharon los caballos y ellos mismos se pusieron a arrastrar su carroza. Esto lo saben todos los sirios -puntualizó para que no creyera yo que era sólo una leyenda drusa-. Tienen merecida fama de ser acomodaticios, tolerantes, misóginos disfrazados.
Sin embargo pude comprobar que también disputan a veces al comercio, el amor a la tradicional paz y recogimiento de que los árabes han hecho gala a lo largo de su historia, para poder dedicarse a la sabiduría. Aquella primera tarde entré en una minúscula tienda de objetos de cobre y encontré al tendero tumbado sobre una estera en el suelo, apoyada la cabeza en un almohadón, leyendo un libro. Sin moverse y sin apenas levantar los ojos me dio la bienvenida, me dijo que mirar no costaba nada y siguió leyendo.
Después, y ya pensando en mis futuros viajes, entré en una tienda de alquiler de coches. Dos o tres hombres estaban sentados hablando y bebiendo té. Uno de ellos se adelantó a darme información, me llenó de prospectos y me explicó las extraordinarias ventajas que tendría si negociaba con su agencia, y para comenzar a ahorrarme trabajo anotó en un papel los documentos que necesitaba para el alquiler.
– No se olvide de traer una fotografía -me dijo cuando ya estaba en la puerta.
– ¿Para qué quiere una foto mía?
– Como recuerdo -dijo riendo uno de los que seguían sentados.
– ¿Quiere también que le traiga una flor? -pregunté yo en el mismo tono risueño devolviendo con una pregunta rápida la ironía de su respuesta. A los damascenos, como habría de comprobar muchas veces, nada les gusta más que la agudeza y la rapidez que les permite responder a su vez con el ingenio del que tanto presumen.
– No -me interrumpió el propietario-, es a mí a quien corresponderá darle una rosa.
Consciente de que él había dicho la última palabra, le obsequié con la mejor de mis sonrisas y le prometí que volvería.
Para el damasceno la conversación es la vida. Cuando poco después entré en una óptica para que me arreglaran la patilla de las gafas, encontré en la tienda a cuatro hombres y dos muchachos sentados en corro hablando, de modo que me fue bastante difícil saber quién era el dueño. Al momento uno de ellos se acercó y me dio la bienvenida con el tradicional ‘Salam Alekum’ mientras los demás se volvieron hacia mí muy interesados por lo que iba a ocurrir. Cuando le mostré las gafas, el hombre, sin dejar de hablar en árabe con ellos, se interrumpía de vez en cuando para decirme que lo iba a arreglar en un minuto, pero que si no tenía prisa lo mejor sería que pidiera una patilla nueva a Armenia y en dos días la tendría en Damasco.
– ¿Por qué en Armenia?
– Los armenios son expertos en óptica, en fotografía, en mecánica.
Son buenos zapateros y en general se les dan bien todos los oficios manuales.
– ¿A los musulmanes no?
– Los musulmanes son buenos negociantes y grandes expertos en artesanía antigua. Además -añadió-, yo soy armenio, ¿sabe?, y tengo buenas conexiones con mi país.
Al decirle yo que no me parecía necesario, miró las gafas y se las dio a uno de los jóvenes, que des apareció por una estrecha escalerilla al piso superior. Siguieron hablando aunque de vez en cuando se interesaban por el lugar de donde yo procedía o qué es lo que estaba haciendo en Damasco, pero seguían con su conversación, tal vez comentando mis respuestas. Al poco rato, se acercó el otro muchacho con un platito de bombones envueltos en papel de plata de color de rosa.
Estaban rellenos de pistacho y eran exquisitos, así que al cabo de un momento tomé otro. Alguien me acercó una silla, me hicieron un lugar entre ellos y continuaron haciendo tertulia a mi alrededor.
Bajó el joven del altillo y el hombre con sus tenacillas remató la patilla torcida y, sin dejar de hablar, se la devolvió. Volvió a subir el chico las escalerillas y descendió al punto con las gafas arregladas. Yo me las guardé y pregunté cuánto debía.
– Nada, nada, por favor, ‘you are welcome’. Pero siéntese, por favor, siéntese un rato y descanse.
¿Quiere una taza de té?
– Se lo agradezco, pero tengo un poco de prisa.
Los demás se rieron y siguieron con su tertulia. Yo me despedí de todos ellos, que me saludaron llevándose la mano al corazón, la boca y la frente, deseándome toda clase de venturas. Todavía los vi sentados en la misma posición cuando una hora más tarde, serían casi las nueve de la noche, volví a pasar frente a la tienda camino de la residencia del embajador.
En la tienda contigua dos hombres jugaban al backgammon, la pasión siria. Parece ser que hay varias formas de jugar, distintas de la que conocemos nosotros. Se juega en los zocos, en las tiendas o bajo la sombra de un árbol en el mediodía sofocante mientras la ciudad duerme la siesta.
El cielo de Damasco al atardecer tiene una extraña luminosidad de color violeta. En el Casiún las luces brillan como estrellas y no hay en todo el vasto horizonte de la ciudad un solo anuncio de colores chillones que ensombrezca con su vulgaridad el panorama.
Cuando se imponga la publicidad, me temo que con el amor que los sirios tienen por los colorines, la vista de la ciudad de noche será insoportable.
Deambulando en aquel primer crepúsculo fui a parar a un barrio residencial de hermosas casas y jardines, tiendas de un lujo exagerado y cafés elegantes en cuyas terrazas repletas, hombres y mujeres bebían zumos de fruta o cerveza. Se habían encendido bombillas de colores que brillaban entre las hojas de los árboles dibujando cenefas y fosforescencias como si fuera Navidad.
Ésta es en Damasco la hora del paseo y todo el mundo está en la calle, la temperatura es suave y como las tiendas no cierran hasta mucho más allá de las nueve, hay bullicio en todos los barrios, sean elegantes o populares. Pasan los coches llenos de mujeres y niños, pasean las parejas y las mujeres, o los hombres en grupo con el rosario en la mano, comiendo pipas y helados o pasteles. Les encantan los pasteles y cuando uno se detiene ante una pastelería se queda asombrado de la magnitud de las tartas.
No hay pastel de boda que pueda competir con ellas, son inmensas, cargadas de adornos con coronas de fresas, filigranas de albaricoque, florones de nata y hojas de azúcar que envuelven las coronas, todo ello sobre unas monumentales tortas de bizcocho relleno de crema de pistachos. Tienen además toda clase de helados. Ésa es la gran moda. En general sólo los hombres van a los cafés, en muchos casos a fumar el narguile. Las mujeres occidentales entran en ellos pero no las mujeres sirias, no es costumbre por lo menos. Así que han proliferado las pequeñas tiendas de helados que en esta época del año y hacia las ocho de la noche, hombres, mujeres y niños desbordan la acera y apenas dejan pasar los coches. La costumbre exige que en cuanto se ha conseguido el helado, en lugar de continuar su camino, se apoyen los clientes en la pared, o en un tiesto o permanezcan de pie cada vez más hacinados, charlando con la misma naturalidad que si estuvieran sentados en los cómodos sillones de un antiguo café. Aunque también hay quien los come mientras camina por la calle, en un vaso que, me temo, irá a parar al suelo porque en esta ciudad apenas hay papeleras. Ni en esta ciudad ni, como habré de comprobar durante mis viajes, en este país, de ahí que los suelos estén llenos de papeles y plásticos que el viento hace volar y a veces los detienen los árboles o los picos de las verjas donde permanecen para siempre.
En esto se parecen a la gente de Nueva York. Todos los envoltorios, los vasos y las bolsas de plástico negro o de papel, se amontonan en los rincones de las calles junto a botellas y latas vacías.
Me pregunto cuándo va a tomar una decisión la humanidad sobre el plástico, ese producto indestructible y viscoso que se deteriora sin envejecer ni morir, que en los días de viento ensombrece la luz del sol, cubre las playas del Mediterráneo, ensucia los jardines y las calles de sus ciudades y deja el campo moteado hasta el horizonte.
Su única finalidad parece ser acabar convertido en espantapájaros en el campo y quizá con el tiempo sirva de trampa para la pesca de altura, porque habrá tanto plástico en los mares que las redes serán innecesarias. ¿Qué utilidad tiene además en la mayoría de los casos?
Ninguna más que la de poner lo que se ha comprado en la bolsa para quitarlo al llegar a casa y echarla a la basura. En un mundo en el que tantas comisiones y organizaciones se crean, es difícil entender cómo no existe una con el único mandato de erradicar el plástico para siempre. Y no entiendo por qué no lo hacen los gobernantes cuya autoridad, como en el caso de Siria, es incuestionable. Del mismo modo que el chicle está prohibido en Singapur o en Corea del Norte para que no deje las calles de las ciudades moteadas y pegajosas para toda la eternidad.
En Nueva York, un apóstol solitario proclamaba con las grandes letras de sus pasquines fotocopiados y pegados en los cristales del autobús, los males a los que lleva utilizar plástico, conminaba a la población a que renunciara a él comenzando por llevar cada cual su propia bolsa no desechable al hacer la compra y se negara a aceptar la que le ofrecía la cajera: ¡No más plástico!
La primera cena.
La residencia del embajador de España en Damasco está situada en el corazón de la ciudad y tiene un recoleto jardín con altísimas palmeras, una rosaleda, un estanque y una escalera de piedra con balaustrada por la que se accede a la casa. Hasta la segunda o la tercera vez que estuve en ella, no me di cuenta cabal de la espléndida sala de música, en el antiguo ‘liwán’ o recibidor, siempre con los sofás adosados a lo largo de las paredes, ni de las hermosas pinturas, miniaturas, esculturas y cerámicas que embellecen la escalinata, el salón y los recogidos aposentos con las paredes forradas de damasco que se abren sobre el gran comedor con la mesa de azulejos. El embajador había invitado a Joseph Ghazi, director de la oficina de France Press en Damasco, y a su mujer, de quienes recibí esas primeras informaciones que por más entusiasmo y atención con que se escuchen, apenas caían en el entendimiento.
El embajador, un hombre muy amable, extrovertido e interesado por todo lo que había a su alrededor, me prometió su ayuda, que nunca me faltó, y se ofreció a llevarme a visitar los Altos del Golán, y otro día la mezquita de la sobrina del Profeta. Yo asentía a todo porque no tenía ni idea de cómo iba a organizar la estancia que, estaba convencida, se extendía interminable ante mí.
Eran más de las once cuando llegué a casa. Me descalcé al entrar porque, aunque Fathi me había adiestrado, es tal la complicación que se traen los árabes con los zapatos, que temía equivocarme.
Hay que ir con zapatillas cuando el suelo está desnudo y descalzarse para caminar sobre las alfombras, pero como hay lugares alfombrados y otros no, se dejan las chancletas en los bordes de las alfombras y se vuelven a poner cuando se sale de ellas, lo cual no es nada fácil.
Ellos lo hacen casi sin darse cuenta. Yo comprendí desde el primer día que sería incapaz de aprenderlo, así que tomé la decisión de quitarme los zapatos al entrar en casa, andar siempre descalza y llevar en la mano las chancletas que me había ofrecido Fathi. Las chinelas y las chancletas son el calzado nacional, en los escaparates de las zapaterías las hay en grandes cantidades y para todos los gustos, todas ellas distintas, como los arabescos de los palacios árabes o los capiteles de nuestros claustros románicos, y a cual más adornada y brillante, con lazos, estrellas, abanicos y lentejuelas.
Fathi y Nayat estaban recostados en los bajos divanes del cuarto de estar viendo en la televisión ‘Lo que el viento se llevó’. Me preguntaron si quería té o café.
De nada sirvió que declinara el ofrecimiento para no molestar, porque Nayat se levantó y fue entonces a buscar fruta y agua fresca.
Me senté con ellos a ver la película en árabe. De pronto sonó el timbre de la puerta, una musiquilla que dura unos dos minutos y repite con una estridencia feroz una canción occidental: la marcha nupcial de Mendelssohn, el “Happy Birthday to you”, “O Tannenbaum”, “My Clementine”, hasta diez canciones distintas, repetía orgulloso Fathi ante mi sorpresa por el invento.
Entró una mujer, alta y corpulenta, de tez clara y cabellos castaños recogidos en la nuca, que venía jugando con las llaves, así que supuse que era una vecina. Saludó y se sentó. Fathi se levantó para hacer café que trajo en una bandeja con bombones, galletas y el vaso de agua. La mujer comenzó a hablar con una voz que quizá porque no la entendía me parecía más estridente aún y apenas dejaba asomar la de Scarlett O.Hara. Entonces Fathi se levantó y subió el volumen y ella para hacerse oír aumentó el suyo. Como en todas partes del mundo, pensé, la televisión es imprescindible. A nadie parecía molestar esa superposición de sonidos y la dama estuvo hablando durante diez minutos con la misma pasión que si contara una desgracia espantosa, sin detenerse, incansable, impenitente. Nayat, que había perdido todo interés por la película, se llevó a la cocina las tazas de café teñidas de negro por el poso espeso que en este país deja hasta el café soluble. Al cabo de una hora, cuando ya Scarlett O.Hara estaba agarrando el puñado de tierra y mirando al cielo clamaba en árabe con voz de falsete, juro por Dios que nunca volveré a pasar hambre, se fue la dama sin mostrar asomo de cansancio. La acompañaron ellos a la puerta y, al volver, Fathi apagó la televisión y me dijo: “Es una vecina que ha venido a visitarnos”.
Me dieron las buenas noches y se fueron a su habitación. Yo me quedé aún un rato en la sala. Por las puertas abiertas de la terraza entraba el aire fresco. Al fondo la ciudad tachonada de luces comenzaba a sumirse en el silencio de la noche. Los vecinos se habían ido a la cama, las palomas llevaban horas durmiendo, en sordina llegaba el ruido apagado del tráfico y sólo de vez en cuando se oía un bocinazo aislado.