40406.fb2 Viaje a la luz del Cham - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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II. La ciudad antigua .

Cuando al día siguiente abrí los ojos me encontré en lo alto de una cama de varios colchones y cubierta con una colcha de algodón egipcio que no reconocí. Se oían gritos que retumbaban contra las paredes y todo había adquirido de repente un aire metálico. Abrí la puerta y el salón estaba transformado. Parecía que estuvieran preparando un traslado urgente: los almohadones que el día anterior cubrían los sillones estaban ahora amontonados sobre el sofá, sobre ellos las sillas y sobre las sillas las cortinas que habían dejado ventanas y cristaleras desnudas. En las paredes ya no había cuadros y sobre la gran mesa que se utilizaba en las ocasiones importantes se acumulaban las librerías, los objetos minúsculos y variados que mis caseros habían traído de sus viajes y un montón de postales que habían recibido de los viajes de sus amigos: Armenia, Azerbaiyán, Bulgaria, Yugoslavia, Kazajstán, Kirguistán, Letonia, Rusia, Rumanía, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania, Uzbeskistán, y todas las Repúblicas de la ex Unión Soviética. Por primera vez me di cuenta de que a los occidentales nos está vedada, por tradición y costumbre, una parte importante del mundo, como a ellos les está vedada la nuestra.

Nayat, la mujer de Fathi que había conocido el día anterior por la noche y otra mujer, descalzas ambas, con la cabeza envuelta en turbantes blancos y remangadas las faldas en el cinturón, baldeaban el suelo con cubos de agua que llenaban uno tras otro en la cocina.

Los damascenos, acostumbrados desde siempre a tener agua abundante canalizada directamente desde el río Barada, no se hacen aún a la idea de ahorrarla, una necesidad imperiosa para la población de hoy que se ha multiplicado por veinte desde los años treinta. De ahí que en todas las cocinas, incluso las de los apartamentos de nueva construcción, y en los baños y duchas, haya un sumidero que recoge el agua con que se baldea el piso, las terrazas, las escaleras o el propio cuerpo.

Las grandes limpiezas que en nuestros países se reservaban hace años a la entrada de la primavera y el otoño, para Nayat y Wafa, su sobrina, eran el acto de purificación semanal en el que se sumergían todos los martes del año. De vez en cuando se detenían sudorosas y se sentaban a la mesa de la cocina a tomar un fuerte café con cardamomo. Café perfumado, amargo, espeso y negro como el gañote del lobo que, igual que el té azucarado, los sirios toman a todas horas y en todas partes y constituye el portal de entrada y salida de toda relación o encuentro, sea con amigos y vecinos o con desconocidos.

Tomé con ellas el primer café del día, entre risas y gritos de jolgorio, porque la situación debía parecerles muy graciosa, y pasé luego al baño para iniciar uno de los grandes placeres que me ofrecía aquella casa.

El cuarto de baño era una habitación cuadrada con las paredes y el suelo de mármol, de unos tres metros de lado, techo bajo, y cuya única ventana alta, alargada y de cristal esmerilado inundaba la habitación de luz difusa y cenital.

En un rincón colgaba una gran ducha de hojalata. En el opuesto había el sumidero, un grifo a la altura de las rodillas y un taburete de madera. Junto a ellos, dos barreños de estaño y cuencos pequeños de latón para baldearse el cuerpo. Y tras la puerta de entrada, en el cuarto rincón, varias toallas limpias que me estaban destinadas, según indicación de Nayat. La ducha tenía más de 20 centímetros de diámetro y grandes agujeros, de modo que la fuerza del agua se perdía en ellos y el cuerpo quedaba envuelto en un riego tamizado, suave y compacto como un masaje de manos potentes y expertas.

Nayat me había explicado cómo hay que tomar el baño y para obedecerla en todo estuve más de una hora: me puse bajo esa ducha sin mamparas ni cortinas, dejé que el vapor inundara el cuarto mientras me restregaba el cuerpo con una manopla de esparto que me dejó la piel roja pero suave, me senté en un banquillo de madera y con un cuenco me dediqué con atención y constancia a echarme agua caliente por el cuerpo y la cabeza hasta que tuve la sensación de que tenía la piel de un arcángel, el cerebro ligero y había perdido peso. Luego me enjaboné con jabón de Alepo que me cubrió de espuma y, para acabar, después de haber entreabierto la ventana basculante para que saliera el vapor, me duché con agua fría. Me unté la piel con aceite de nuez y envuelta en toallas volví a mi cuarto flotando.

El sol no daba todavía en la pequeña terraza encarada al norte y Nayat había puesto sobre la mesa una bandeja con albaricoques, brevas y manzanas, pan de sésamo y miel, y por supuesto, té azucarado con menta esta vez. Me senté y desayuné sumida aún en los efluvios del baño.

Luego me vestí y salí a la calle a descubrir Damasco.

Las calles de Damasco.

Quería bajar a la ciudad caminando para ir al banco a cambiar dólares por liras sirias, familiarizarme con las calles principales y aprender las direcciones para darlas a los taxistas de manera que me comprendieran.

El día anterior había tomado un taxi para volver a casa y el taxista no había hecho más que preguntar a todo el mundo y dar vueltas sin lograr descubrir dónde yo vivía, ni siquiera mostrándoles a todos el papel donde estaba escrita mi dirección en árabe. No tuve más remedio que apearme y reconstruir como pude el recorrido que había hecho con Fathi por la mañana, que me llevó a casa, creo yo, por pura casualidad. En Damasco de poco sirve el nombre de las calles, que por otra parte muy pocos conocen.

Además, al transcribirlas cada guía y cada urbanista lo hace a su modo, con guiones o acentos o apóstrofes, finales acabados en “e” o “h” intercaladas. Las calles casi nunca tienen placa y si la tienen está escrita en árabe, y cuando se descubren unas letras latinas, como las llaman aquí igual que a los números que en realidad son árabes, es muy probable que no sea más que la dirección de un dentista o la de una empresa de contratación. De ahí que las direcciones se den, por ejemplo, así: “Un poco más allá de la Embajada del Brasil, a la izquierda, frente a la fuente de los tres caños”, o así: “detrás del edificio de la Muháfada… dos casas antes de la peluquería mirando a la montaña”.

Si, por ejemplo, el viajero pregunta dónde se encuentra la calle Ibn Asaker según viene en un plano de la ciudad, le miran como si les hubiera hablado en chino.

Repite con una pronunciación distinta, más parecida a la suya y tampoco le entienden, entonces les muestra la palabra escrita, ya sea en la transcripción ya sea en árabe. El gesto es de total ignorancia. Sin embargo él sabe que esta calle es importante, que está en el mapa y que es céntrica. De nada sirve. No saben de qué les está hablando. Pero como son muy amables, están dispuestos a ayudarle y tienen una extraordinaria facilidad para los idiomas, le preguntan: ¿A dónde quiere ir? y si responde: A la agencia de viajes Krony o al restaurante Sahara, entonces parecen despertar, lanzan una exclamación de alegría, ¡Aaahhh!, y enseguida comienzan a comentar el hecho con las personas que están alrededor que siempre las hay mirando o escuchando o queriendo ayudar. Y le cuentan el itinerario de una forma tan sutil y complicada que el viajero, aún lleno de agradecimiento, se desanima. Lo más probable es que su interlocutor se ofrezca a acompañarle, sea a pie o en coche si lo tiene o incluso en taxi, y aunque decline con amabilidad el ofrecimiento, él insistirá hasta dejarle en la mismísima puerta que busca, le dará las gracias y le deseará una feliz estancia en Damasco. Pero de todos modos mejor será tener varios puntos de referencia en el mapa de la ciudad para mostrar al taxista el que convenga y a partir de ahí buscar la dirección uno mismo. Los taxistas, por lo menos con los turistas, se guían por las embajadas, las fuentes, los monumentos y poco más.

Aunque Damasco es una ciudad grande que pasa de los tres millones de habitantes, es bastante fácil orientarse en el centro. A una altitud de 707 metros sobre el nivel del mar y construida en el centro de un oasis frondoso de árboles y huertas rodeados de tierras desérticas, la ciudad está cerrada al norte por el monte Casiún, tachonado de luces que por la noche se confunden con el firmamento. No es fácil perderse, por lo menos en el centro y sobre todo si se dispone de una brújula, como yo. No hay que fiarse nunca de las mezquitas como yo hice los primeros días, intentando recordar la esquina en la que me encontraba, porque hay ahora en Damasco más de 650 mezquitas, es decir, poco menos de una en cada cruce y todas ellas casi exactamente iguales.

Hay que tener en cuenta varios aspectos de la curiosa circulación de esta ciudad y de Siria en general. En primer lugar que en cualquier momento y desde cualquier esquina puede surgir uno de los cientos de coches que cruzan o tuercen o adelantan sin reducir jamás la velocidad. Quizá convencido de que los designios de Alá son inmutables, de que nada ocurrirá que él no haya previsto, el sirio va directo a su objetivo despreciando lo que para los demás humanos supone un peligro, o tal vez la reducción de la velocidad sea un movimiento que no se enseñe en las escuelas de conducir. Aunque detenerse sí se detienen. De golpe y sin avisar. Incluso en plena calle, delante de nosotros, casi siempre para saludar a un amigo y departir con él unos minutos, o en la mismísima autopista bajo un puente para que la sombra les cobije.

No es extraño tampoco que en una calle de dirección única o incluso en plena autopista nos venga un coche en dirección contraria a velocidades de vértigo, aun cuando la ley prohíbe sobrepasar los 80 km_hora en las zonas urbanas, tocando el claxon sin medida para indicar quién sabe qué. Tampoco es raro que crucen la carretera a ciegas grupos de mujeres veladas, chicos que salen de la escuela o funcionarios con sus carteras en la mano.

Y sobre todo no hay que olvidar la peculiar forma de comportarse de los guardias de la circulación, seres misteriosos cuya función sigue siendo un enigma para mí, que permanecen a veces impávidos ante el caos que les rodea, donde centenares de coches, taxis y autobuses se empeñan en ir en una dirección y otros tantos centenares en otra, todos tocando el claxon sin parar.

El público indiferente a esa lucha se escurre entre ellos como el agua por las piedras. A ese caos monumental asiste el guardia vestido de oficial británico en una campaña del desierto, pantalones cortos, calcetines largos, camisa caqui y porra bajo el brazo, como si aquello no fuera con él. De repente, sin que nada especial parezca empujarle a ello, se acerca a un paso de peatones un tanto apartado del galimatías, que más o menos funcionaba, levanta la mano y logra que le vea algún coche y, lo que es más difícil, que le obedezca y se detenga. El guardia vuelve a levantar la mano, a tocar el pito y se retira entonces sin el menor interés por conocer en qué ha alterado el tráfico su presencia. Y a veces, desde la sombra donde se ha situado a fumar un cigarrillo, hace gestos crípticos, esotéricos y enigmáticos a los que esperan, sin apenas mirarles.

Tal vez sea cierto que Alá, que es clemente y misericordioso, no permite que ocurra nada malo.

En este país los accidentes de coche son escasos y casi nunca graves. O tal vez haya que atribuir el mérito a la prohibición de las bebidas alcohólicas que anulan la sensación de peligro en el conductor o a la longevidad de la mayoría de los coches que se arrastran con cientos de miles de kilómetros y ya no están para grandes velocidades.

Bajé la cuesta, pues, fijándome bien en el aspecto de las plazas y las calles y buscando embajadas o monumentos que hicieran más fácil mi ubicación y el regreso. Pasé por la de Rumanía, como me había dicho Fathi, y luego continué bajando la loma y me encontré en la plaza donde se erige la estatua del general Malki. Nunca supe lo que había hecho el general Malki para merecer tan gran honor, porque aunque descubrí muy cerca un museo que le estaba dedicado, estaba cerrado por obras.

El día era bueno y hacía calor.

Al llegar al Cham Palace, en el mismo centro de la ciudad, salí a Yusuf al Azmè, una plaza en forma de estrella de donde parten cinco calles populosas. Por una de ellas, Port Said, y con la ayuda de un plano me dirigí dando un rodeo a la ciudad antigua que en gran parte está todavía amurallada. La calle bullía de ruidos y voces, hacía calor y las multitudes se cruzaban indiferentes. Las chicas andaban cogidas de la mano, charlando y riendo; a veces asomaba bajo su chilaba la vuelta de los tejanos y algunas había que se cubrían la cabeza con un pañuelo. Yo miraba las tiendas y las calles intentando memorizarlas, pero estaba sumida en el desconcierto.

Cuando se llega a una ciudad desconocida se diría que con tantas novedades las fachadas se esconden tras el velo del anonimato de tal forma que en cuanto se deja atrás, la memoria retiene una imagen confusa y uniforme de la que apenas sobresalen los ojos de una mujer o un escaparate atiborrado de joyas que en vano buscaremos al día siguiente. No lograba ordenar las calles del centro en mi mente. La estación en desuso, los puestos de frutas, las mujeres con niños, la multitud que rodea los hospitales, carritos, el centro de autobuses, soldados, tiendas ambulantes de colonia amarilla o de frutas o de sellos, casas escondidas en jardines umbrosos de adelfas, jazmín y laurel y grandes edificios con palmeras; arquitectura francesa de los años treinta pasada por el gusto árabe, viviendas antiguas con patios cerrados, miradores y balconadas donde el tiempo y el abandono vuelcan la vegetación sobre las rejas e inundan la calle, edificios en construcción, otros a medio derribar. Todo era confusión.

Ritmo, lo más difícil de adquirir es un ritmo determinado, a veces incluso es difícil descubrirlo para acoplarnos a él. Ni conocemos el ritmo de la persona de la que acabamos de enamorarnos, ni el de la ciudad a la que hemos llegado.

Y comprendí que el ritmo de Siria era tan distinto al nuestro que harían falta varios días o meses o incluso años para conocerlo, y milenios para hacerlo propio. No me aclararé, pensaba mientras intentaba descifrar dónde estaba el secreto que me llevaría al conocimiento o por lo menos a la familiaridad.

Debía haberme aflorado a la cara el desconcierto de mi mente.

– ¿Puedo ayudarla en algo?

¿Busca usted algún lugar determinado? -preguntó alguien a mi lado en francés.

Era un muchacho de unos dieciocho o veinte años, con las cejas muy juntas y la piel oscura y unos libros que se puso bajo el brazo cuando extendió la mano:

– Me llamo Samir Zeriö y soy estudiante de francés en la universidad. ¿Quizá se ha perdido?

– No me he perdido, estoy yendo hacia la ciudad antigua y me tomo mi tiempo -respondí.

– ¿Me permite acompañarla? Será para mí un verdadero honor. Sólo ‘quelques minutes’.

No pude resistirme y aunque deseaba ir sola durante ese primer día hice el recorrido con Samir.

Descendimos por una arteria abierta en lo que debió de ser el corazón de la ciudad, las aceras apenas estaban construidas, obras inacabadas jalonaban ambos lados de la calle. Había polvo y ruido y bocinazos. Los coches se apretujaban para pasar todos a la vez, un guardia en una esquina movía el brazo displicente, indiferente, indicándoles que pasaran, o quizá que hicieran lo que quisieran.

Samir me acribilló a preguntas sobre mi país, sobre qué estaba haciendo en Damasco y cuánto tiempo me quedaría.

– Yo puedo hacerle de guía si así lo desea -me dijo cuando nos detuvimos en una fuente y me ofreció agua fresca en un vaso de cobre atado con una cadena al caño después de haberlo enjuagado con esmero. Un vaso público, pensé mientras bebía con sed porque el calor apretaba desde hacía un buen rato.

– ¿No necesita un guía?

En efecto lo necesitaba, aunque no me parecía prudente fiarme de un desconocido tan desconocido. Aun así, cuando al cabo de ‘quelques minutes’ como había ya anunciado, me dejó en la avenida Ez Taura, frente a la entrada del zoco Al Hamidie y se despidió con mucho calor y mucho agradecimiento por haberle permitido que me acompañara, anoté su dirección y teléfono en la primera página de la agenda que había comprado con esta intención.

Como ya he dicho, atravesar una calle en Damasco es difícil, pero parece casi imposible cuando se trata de la calle que está frente al zoco. Se diría que pasan por ella los 11.007 taxis, los 40.540 coches privados, los 5.931 coches oficiales y los 2.014 autobuses que había en Damasco en 1991 además de los que se habrán importado desde entonces. El guardia hace las veces de semáforo y de vez en cuando avanza con el pito en la boca silbando con una fuerza que nada tiene que ver con la parsimonia con que camina ni con su indiferencia ante la desobediencia general. Como si fuera pensando en sus cosas mientras los coches juegan a pasarse unos a otros en ambas direcciones, ajenos a él y a los peatones que sortean los vehículos.

El calor a esa hora del mediodía es inaudito, la barrera infranqueable y yo pensé que jamás iba a llegar a la otra orilla. Pero si pasan los demás, me dije, yo también pasaré.

Quizá antes de lanzarme al torbellino de coches hice un gesto de duda, o estuve un momento inmóvil para armarme de valor, como el nadador antes de echarse al agua helada, porque no había tenido tiempo Samir de desaparecer aún, cuando ya se había acercado otro voluntario dispuesto a ayudarme: esta vez era un ingeniero de las refinerías de Homs, una ciudad industrial al norte de Damasco. Me contó en inglés que había venido a una reunión de petroleros y se interesó muy de veras por todo cuanto me concernía no sólo en Siria sino también en España. Debía de tener unos veinticinco años. Me ayudó a atravesar haciendo el gesto de cogerme muy someramente por el codo aunque evitando todo contacto y me acompañó a la entrada principal de la ciudad antigua. Luego se inclinó, me dio la mano y se despidió después de preguntarme si necesitaba algo más.

El zoco Hamidie.

La ciudad antigua está amurallada y contiene la mayor parte de los monumentos y maravillas que el turista quiere ver. Pero Damasco no ha llegado aún a los extremos de Marrakesh o El Cairo, y los zocos siguen siendo un verdadero mercado donde compran los ciudadanos y los que vienen del extrarradio o de las afueras. Es fácil pasearse por sus callejas y exceptuando a la entrada de Al Hamidie apenas nadie persigue a los extranjeros. Se limitan a mirar, como nosotros les miramos a ellos, porque tanto los hombres como las mujeres lucen en esos mercados la más variada colección indumentaria: turbantes, chilabas, túnicas, velos y mantos, mezclados con la versión árabe de la vestimenta occidental, y las amorfas gabardinas cruzadas hasta el suelo con el pañuelo anudado bajo la barbilla que visten las mujeres integristas.

El zoco Al Hamidie es sin duda uno de los más hermosos del mundo. Una larga galería pavimentada y ancha, con una cubierta de hierro en forma de cúpula, que el tiempo y la intemperie han ido desgastando, jalonada de minúsculos agujeros que se convierten en pequeños puntos de luz, como un lejano cielo estrellado en pleno día.

Las tiendas se suceden a ambos lados, repletos los escaparates con ese sentido de la acumulación que sólo se encuentra en un mundo de mercaderes. Por la calzada avanzan apretujados en ambas direcciones hacia sus quehaceres los aguadores con sus antiguos y complicados depósitos de latón como insólitos instrumentos musicales repletos del agua que ofrecen en vasos por unas monedas a los sedientos, los vendedores ambulantes, los mulos cargados de sacos de aromáticas especias, hombres y mujeres con niños o solos, músicos callejeros, comerciantes. Muchos de ellos pasean con calma y se detienen a charlar, o se apostan en la puerta de un almacén a contemplar ese río humano, esperando pacientemente la llegada del cliente.

En este zoco, tan distinto de otros zocos de la ciudad antigua, como el de las telas, el zoco Al Zurie de especias, condimentos y pastelería, el zoco Al Salie de frutas y legumbres, se pueden encontrar joyas y bisutería, sedas y alfombras, utensilios de cobre, latón y artesanía en general, dispuesto gran parte de ello esperando la llegada en verano de los clientes extranjeros que poco a poco van desplazándose de los peligrosos Egipto y Argelia en busca de lugares exóticos que ellos mismos diluirán y desharán como se deshace en la mano el hielo bajo el sol.

En 1991, rezan las últimas cifras disponibles, contra los 762.098 sirios que salieron del país, llegaron a Siria en viaje de turismo 437.186 extranjeros, de los cuales 1.697 eran españoles, 13.383 soviéticos, 212.975 turcos, 119.624 iraníes, 4.132 británicos. Y además 390.156 jordanos, 86.898 saudíes y 526.609 libaneses, y unos pocos miles de otros países. No hay más que pasearse por el zoco de Hamidie, o entrar en los museos y los hoteles para comprender que el turismo aumenta y que de continuar la situación del norte de África como hasta hoy, es muy posible que en un par de años se haya multiplicado por diez.

Ralph: de la Mezquita de los Omeyas al Café Náufara.

Llevaba más de dos horas paseando con el plano de la ciudad en la mano para descifrar el laberinto de calles y callejuelas, barrios y zocos, cuando me detuvo el paso, inmóvil ante mí, el mismo muchacho rubio con quien me había cruzado ya dos o tres veces, en el barrio cristiano, en los pasadizos que llevan al restaurante de los Omeyas, y en una calle cuyo nombre y situación ya no podía recordar.

Estábamos en la puerta oeste de la gran mezquita frente a las dos únicas columnas, único vestigio del templo romano de Júpiter del siglo III. Llevaba también un plano en la mano y de pie ante mí sonreía.

– Llevo dos horas dando vueltas por el zoco -dijo en inglés-, y por lo que veo tú también. Debemos de ser los dos únicos extranjeros que van solos. ¿Por qué no vamos juntos?

Por lo visto aquí no hay que temerle a la soledad, tuve tiempo de pensar, pero ya él sin esperar mi respuesta se presentó:

– Soy alemán, de Schömberg, estudiante en ciencias políticas y estoy de viaje por el Oriente Medio. Solo -añadió-, voy solo.

Sí, todas las dudas del mundo me asaltaron. ¿Será cierto que es un estudiante? ¿O tal vez sea un espía? ¿Qué hace un estudiante viajando en pleno mes de mayo? ¿O no es más que un pelmazo que me fastidiará el día? Pero ¿qué puedo perder? Si no me gusta no tengo más…

– Yo también voy sola -oí mi voz impaciente y desobediente que pasaba sobre la reflexión y se manifestaba-. Y me gustaría saber por dónde se entra a la mezquita, porque por esta puerta principal no dejan.

– Esto lo sé -dijo muy contento-. No la he visitado aún, así que si quieres podemos comenzar por ahí. Aunque después tengo mucho interés en buscar la ventana por la que escapó san Pablo. Es una historia que me contaba siempre mi abuela que es católica y no quiero irme sin encontrarla.

Pasamos la puerta lateral de la mezquita reservada para los extranjeros y entramos por la puerta norte, junto al mausoleo de Saladino -de 1193, leyó Ralph en la guía en medio de un umbroso jardín y contemplamos junto a él la tumba moderna, en mármol que, añadió, el emperador Guillermo II regaló al pueblo de Damasco durante su visita en 1898.

Nos pusimos un manto negro, Ralph porque llevaba pantalones cortos, yo sólo por ser mujer.

Atravesamos el inmenso atrio porticado donde paseaban grupos de hombres y mujeres junto a la fuente de las abluciones. Nos acercamos a la cúpula del tesoro donde antiguamente se guardaba el dinero público, decorada con mosaicos. Y al entrar en el ‘haram’, la sala de la plegaria, nos quitamos los zapatos y los dejamos en el suelo junto a los de los visitantes y oradores.

Ralph siempre leyendo. Así me enteré de que la mezquita fue desde el primer milenio a.C. -y hay indicios de que muchos siglos antes un templo que los arameos habían levantado en honor de Hadad, el dios de la tempestad, y que sigue enterrado bajo todos los templos y murallas de los conquistadores que les sucedieron. Que en el siglo III los romanos construyeron sobre todos ellos un gigantesco templo dedicado a Júpiter, que en el siglo IV los cristianos lo convirtieron en basílica, que cuando entraron los musulmanes en el 636 transformaron la parte este en mezquita y dejaron la parte Oeste para el culto cristiano hasta que en el año 705 el sexto califa omeya decidió “construir una mezquita como nadie haya construido ni construirá jamás”. Las obras duraron diez años y se emplearon más de mil obreros, y el dinero necesario para pagar el edificio llenó cuatrocientos arcones que contenían diez mil dinares. Se necesitaron dieciocho camellos para transportar las pilas de hojas en las que se habían anotado los gastos de la mezquita. Se arrasaron las casas romanas y bizantinas contiguas y los antiguos zocos. Fue la primera mezquita con alminares, púlpito y sala de abluciones, características que ahora se encuentran en todas ellas. La mezquita de los Omeyas ha sido y es un modelo y una guía. Todavía hoy el almuédano recita su plegaria, a la que responden como un eco todas las mezquitas de Damasco, desde el alminar Al Arus del muro norte, el mismo que en los siglos XII al XVI recibía y transmitía las señales ópticas formando parte de una larguísima cadena de luz que anunciaba en El Cairo la aparición de tropas mongoles en las riberas del Éufrates. “Iré al Éufrates y me bañaré en él”, el pensamiento surgió espontáneo y firme como un anhelo de frescor que mitigara en la imaginación el calor con que el manto negro oprimía mi cuerpo.

Durante siglos los ayubíes, los mamelucos y los otomanos restauraron y embellecieron los alminares e incluso contaron con la ayuda de los cristianos en uno de sus escasos momentos de colaboración con otras religiones. Quizá por esto al alminar situado en el sureste se le llama aún el alminar de Jesús, a quien los musulmanes consideran profeta igual que a Juan Bautista, porque la tradición “quiere”, dijo con cierto énfasis Ralph mirándome como si yo fuera la representación de la cristiandad, que Jesús se presente en él poco antes del día del juicio final. Los incendios destruyeron…

Ralph seguía leyendo pero yo ya no le oía. Estaba sobrecogida por la magnitud del espacio interior, por su diáfana claridad, por esa forma especial de situar las columnatas, por el natural recogimiento de los fieles que paseaban sobre un suelo tapizado de alfombras o hablaban en pequeños grupos, sentados a veces con las piernas cruzadas atentos a la lectura de un tercero, por el ensimismamiento de los que oraban contra el muro sur cara a La Meca, por la atención de los que leían, la majestad de sus vestimentas, el susurro asordinado de sus voces. Me abandoné a la contemplación de los arabescos, a la repetición rítmica de sus motivos geométricos, a la luz cambiante que se filtraba por los cristales irisados de las setenta y cuatro ventanas. Admiré la magnificencia de la cúpula que se levanta como un águila en vuelo hacia el cielo.

Imaginé cómo sería el fulgor de tantas velas como se encendían a la caída de la tarde sobre las grandes coronas de bronce que colgaban del techo, y el perfume del incienso y de los aceites aromáticos que ardían en pequeños cuencos suspendidos de ellas.

También nosotros nos sentamos en el suelo cubiertos con la capa y dejamos que transcurriera el tiempo al ritmo de esos creyentes que no estaban en la mezquita para cumplir ninguna obligación, sino porque forma parte de su vida, es un lugar de encuentro, de descanso, cuando se detiene el quehacer diario, y dejamos que nos invadiera esa paz que trae consigo la armonía entre la vida y la creencia, una paz que ahora nosotros, los occidentales, hemos de pedir prestada porque nuestros pueblos la sustituyeron hace siglos por otras ambiciones.

Cuando a la salida volvimos a ponernos los zapatos, Ralph se quedó perplejo.

– No están las plantillas -dijo.

– ¿Qué plantillas?

– Llevo plantillas y las dejé en los zapatos. ¿O no? Quizás al quitármelos las metí en la bolsa.

Espera. -Miró en la bolsa pero no las encontró-. Debí de ponérmelas en los bolsillos, a veces lo hago.

– Te las habrán robado -apunté.

– No digas bobadas. Aquí no roba nadie, y además ¿para qué podrían quererlas?

– No sé -dije sin querer apearme de esa irracional desconfianza que nos domina a veces cuando no somos más que turistas en un país extraño del que por principio desconfiamos. Volvimos al lugar donde nos habíamos sentado pero no las encontramos.

– Quizá me las puse en el bolsillo y se me han caído cuando dábamos vueltas por la mezquita.

Así que comenzamos un nuevo paseo ajenos esta vez a la luz, al murmullo sordo de las voces, a las columnas y mosaicos, a la ornamentación, fijos los ojos en las alfombras que se superponían formando un suelo mullido que yo contemplaba extasiada, atenta sin embargo al objeto que buscábamos que habría de romper ese equilibrio de cenefas laberínticas y colores tostados por los siglos.

Habíamos recorrido ya más de la mitad de los 136 metros de longitud de la mezquita cuando se nos acercó un sirio con chilaba blanca a preguntarnos qué habíamos perdido porque él nos ayudaría a encontrarlo. A los diez minutos eran por lo menos cinco las personas que buscaban con nosotros, pero por más que recorrimos una y otra vez la inmensa sala en todas direcciones, no aparecieron. El sirio entonces fue en busca de un imán que se mostró muy compungido, tomó nota y dijo que volviéramos al día siguiente por si se habían encontrado. Nos despidieron en la puerta dándonos la mano e inclinando la cabeza, y no habíamos recorrido aún cien metros, cuando Ralph dio un grito y se tocó la frente con la mano:

– ¿Seré estúpido? He dejado las plantillas en los zapatos, nunca me las pongo con ‘basquetes’ -dijo en francés para que yo le entendiera y señaló esas Reebok blancas con que media humanidad se calza los pies a todas horas.

Comimos empanadas de verduras en uno de los cafés del barrio contiguo a Al Hamidie y después dimos tantas vueltas e hicimos tantas visitas que se confunden en el recuerdo de aquella tarde del que, sin embargo, sobresale la imagen de Nureddin.

Nureddin fue un príncipe turco sunita que siguiendo la labor iniciada por su padre consiguió que todos los sultanes turcos seléucidas o árabes abandonaran sus rencillas y peleas, dejaran a un lado una vida dedicada a la poesía y a la música y lucharan con él contra los francos que habían tomado Jerusalén en 1099. Desde Alepo y con toda clase de artimañas, dicen las guías francesas, pactó una vez más con los damascenos y en 1154 le fueron abiertas las puertas de Damasco, que convirtió en la capital de su imperio. Fortaleció e hizo construir barbacanas en todas las puertas de la ciudad, Bab Sagir, Bab Charqi y Bab Faradis (‘bab’ significa puerta en árabe) e hizo abrir dos nuevas puertas en el muro norte, Bab Salam junto al río Barada aún hoy la más hermosa, y Bab Faray. En todas ellas construyó una mezquita con un alminar, como la que todavía se puede ver en la puerta del sudoeste, Bab Charqi. Durante su reinado se crearon once ‘medersas’, escuelas rodeadas a veces de una pequeña organización agrícola o de un taller con cuyos beneficios se alimentaba y retribuía a profesores, servidores y alumnos pobres. Según un historiador de su época, había en Damasco 241 mezquitas intramuros y 148 extramuros. Hizo construir canalizaciones urbanas, fuentes públicas y un hospital, ‘bimaristán’, con salas para los enfermos, letrinas de agua corriente y celdas para los locos que, convertido en el Museo de Medicina, es hoy por su arquitectura uno de los monumentos más importantes de la ciudad antigua. Tras una derrota frente a los cruzados que él atribuyó a la falta de fe de los jefes turcos y kurdos, se retiró y dedicó su vida al recogimiento, a impulsar la unión de los árabes y a la renovación de la doctrina sunita frente a la chiíta que consideraba menos ortodoxa y más propia de siglos anteriores. Se le considera uno de los grandes promotores de la corriente mística islámica, el sufismo.

Nureddin murió en 1174 en Damasco sin haber conseguido derrotar a los francos y liberar Jerusalén, tarea que fue llevada a cabo por su sucesor, Saladino. Sin embargo, tras su muerte y con los años, su fama se incrementó y su tumba cerca de la Gran Mezquita sigue siendo un lugar donde se reúnen los fieles y los peregrinos para orar.

Yo estaba agotada y las cifras y los nombres que Ralph repetía, buscando en las tres o cuatro guías que sacaba y guardaba en su bolsa, me tenían mareada. Pero fue implacable. Visitamos más ‘medersas’, tuvimos que ver todas las puertas una a una, entramos en tres antiguas casas damascenas con su ‘liwán’, y cuando al llegar al Palacio Azem vimos que estaba cerrado, yo me alegré. Fue entonces cuando, cumplido nuestro deber y habiendo visitado palmo a palmo la ciudad antigua, dijo él, aunque yo comprendí más tarde que no habíamos hecho sino echarle un vistazo, se llenó de energía e inició el peregrinaje en busca de la torre por cuya ventana se había escapado san Pablo.

Yo no le tengo a Pablo de Tarso la menor simpatía. Me parece un dogmático misógino y vanidoso, un inquisidor nato cuya caída del caballo y posterior conversión nunca han logrado convencerme, aunque sigo manteniendo como el Occidente entero el mito en que se han convertido esos hechos dudosos.

Pero Ralph estaba convencido de la veracidad de su fuga descolgándose metido en un cesto por la ventana de la torre, no por creer o dejar de creer en ello sino porque se lo había contado su abuela, y además porque figuraba en los Hechos de los Apóstoles, IX, 1-25 y en las Cartas a los Corintios XI, 23-33. Intenté explicarle que el único testimonio que había de esta fuga era el del propio Pablo y como tal podía muy bien ser una exageración o tal vez una fantasía sobre sí mismo, pero no me hizo el menor caso. Ni siquiera cuando llegamos a la Capilla de San Pablo, en Bab Casan y contemplamos una irrisoria ventana por la que no habría pasado ni el cesto ni san Pablo de niño. Examinamos el interior de la capilla, un espacio vacío y poco cuidado con una mala copia del cuadro de Caravaggio que está en Santa María del Popolo debajo del cual decían unas letras negras: “Caída del caballo de san Pablo”, pero a Ralph, que debía de tener en la mente otro tipo de ventana, le pareció que algo no coincidía y se negó a reconocer la evidencia de que aquélla era sin lugar a dudas la ventana de sus sueños. Por más que yo le dejaba leer mi guía y le hacía mirar el mapa, no lo admitió y tuvimos que seguir buscando. Recorrimos el barrio cristiano de arriba abajo y entramos en infinidad de capillas católicas y en la sede de las once Iglesias separadas de Roma que conviven en Damasco, rodeamos la ciudad antigua extramuros, conocimos y seguimos el curso del río Barada junto a las murallas de la parte noreste desde la puerta Bab Salam, pasamos por todos los zocos y los barrios más alejados de los turistas. A pesar del cansancio, yo me reía de su obstinación.

Agotados por tantas horas de búsqueda volvimos al interior de la ciudad antigua y fuimos al Café Náufara tras la gran mezquita, donde bajo una cubierta de parra algunos hombres fumaban el narguile, la pipa de agua que pasan de boca en boca sin prisas y con gran voluptuosidad, mientras otros sorbían café espeso, conversaban o contemplaban la tarde y el cambio de las sombras de la luz del sol entre las hojas.

Yo tenía una cita a las seis de la tarde con Solange Nassar, una alta funcionaria del Ministerio de Turismo que había conocido cuando fuimos a visitar al viceministro y que me había invitado a un concierto. Eran las cuatro de la tarde y desde el desayuno que me había preparado entre chorros de agua y montones de muebles mi casera Nayat, no había tomado más que aquella breve empanada de verduras. Tenía hambre y estaba cansada y además no tenía mucho tiempo. Sí, no obstante, el suficiente para sentarme a descansar mientras tomaba un té azucarado que curiosamente me refrescó. El tiempo suficiente para que Ralph y yo nos contáramos escuetamente nuestra propia historia, nos felicitáramos de habernos encontrado, y de haber encontrado las plantillas dijo él, nos intercambiáramos las direcciones y nos prometiéramos escribirnos y volver a vernos.

– No puedo ofrecerte flores -dijo poniéndose un poco solemne-, ni sé decirte lo mucho que me ha gustado estar contigo; venimos de mundos distintos, vamos en direcciones opuestas, viajamos por motivos diferentes y ni siquiera nos acerca la edad: sólo el azar ha hecho que nos encontremos. Soy muy sensible a esas cosas y me gusta recalcarlas aun a costa de parecer estúpido y sentimental. Así que ten, la sortija de la suerte, éste será mi recuerdo -y me alargó un amasijo de anillos entrelazados de distintas formas que, según explicó, colocados convenientemente formarían una sortija compacta donde cada uno de ellos encajaría con los otros a la perfección-. No creo que logres armarla -y añadió con suficiencia-, yo no he podido, pero puedes entretenerte durante siglos.

Me puse a mover los aros para ocultar un extraño rubor y porque no sabía muy bien qué decir, y a los dos minutos, uno de los árabes que nos había estado observando se acercó y me pidió la sortija porque debió de verme tan obsesionada por encontrar una solución que le pareció una deferencia venir y recomponerla para mí. Mientras yo intentaba aprender, Ralph se había ido al otro extremo de la terraza a responder una pregunta que le habían hecho a distancia, y el sirio me rogó que me sentara a la mesa que compartía con sus amigos.

– Ralph, cuidado con la bolsa, te la pueden robar -le dije desde mi sitio.

– ¿Aquí? -respondió riéndose-.

No hay cuidado, todos están vigilándola.

Un sirio que conocí semanas después, Adnán, me contó que con esa misma confianza, en un viaje a Madrid dejó la bolsa en un rincón de la estación de autobuses mientras iba a comprar bocadillos y que cuando volvió al cabo de un cuarto de hora se encontró con la policía, más tres desactivadores de bombas rodeados en la lejanía por una multitud de curiosos que otros policías intentaban desalojar a voces y empujones porque creían que una bolsa abandonada no podía ser otra cosa que una bomba camuflada.

No volví a ver a Ralph en Damasco y cuando al cabo de unos meses, ya en España, recibí su primera carta que había estado dando tumbos por la geografía persiguiéndome, se lamentaba, como yo había hecho aquella noche en mi casa mientras gracias al espontáneo del Café Náufara lograba armar la sortija, de que los cuatro días que le quedaban no los hubiéramos pasado juntos visitando una ciudad que era nueva para los dos. En el momento de despedirnos yo no me había atrevido a proponérselo, quizá porque, aunque tengo y he tenido siempre fe en el imprevisto, me parecía que tres encuentros en un solo día era un cupo excesivo para mi capacidad de confianza. A veces olvido que el mundo nos ofrece lo que hay y que sólo de nosotros depende aprovecharlo o rechazarlo. En otra carta posterior más larga me contó las peripecias de su viaje a los Altos del Golán, la estancia en Jordania y la vuelta por Egipto, y me prometió que el próximo año iría a España. En respuesta yo le envié una postal de la ventana ante la que habíamos discutido, en la que venía impresa en varias lenguas la leyenda “Ventana de san Pablo”, que según me escribió más tarde le había convencido por fin aunque el convencimiento no le había aportado la felicidad ansiada.

Y aún ahora mientras escribo estás páginas, tengo a mi lado la sortija desmembrada como él me la dio, que recompondré con paciencia infinita en cuanto haya terminado las páginas que había previsto para hoy, porque, aunque con dificultad, he aprendido a hacerlo y conservo intacto el interés de aquella tarde soleada.

Hace tiempo que no tengo noticias de Ralph, andará por los rincones del mundo en busca de quién sabe qué conexiones con los objetos, los recuerdos y las gentes.

Algo me dice siempre que todo lo que se espera acaba por ocurrir, y de un modo un tanto confuso me parece saber que un atardecer cualquiera, dentro de meses o incluso años, llamará a la puerta de donde viva yo en aquel momento para contarme de viva voz su último viaje y sus últimos encuentros. Y yo le mostraré entonces cómo se arma la sortija de la suerte.

El concierto.

Solange Nassar me había pedido que nos encontráramos a las nueve de la noche en la puerta del Cham Palace, el único lugar de la ciudad que yo era capaz de localizar por el momento. Allí estaba, vestida de rojo con una pechera de volantes que en vano trataba de esconder su voluminoso busto y unas gafas con la montura salpicada de puntas de brillantes. Me recibió con mucha amabilidad aunque llegaba con retraso porque, como le dije, había tenido que ir a casa a cambiarme desde el otro extremo de la ciudad. Era muy solícita pero yo tenía la impresión de que me acompañaba con la cordialidad distante y respetuosa con que los jefes de protocolo acompañan a los ministros y secretarios. Y con este mismo talante, dándome escueta razón de la dirección que íbamos tomando, me llevó en su coche de fabricación soviética al Centro de Conferencias, un complejo de edificios, hotel y magníficos jardines situado a unos dieciséis kilómetros al sur de Damasco, camino del aeropuerto.

El conjunto construido sobre un montículo era espectacular. Amplias escalinatas, flanqueadas por fuentes y gigantescos y esbeltos prismas a modo de lámparas, ascendían hasta la cima donde un atrio rodeado de un claustro rutilante de luz daba entrada al auditorio y servía de enlace entre el Centro y el Hotel. Tuvimos que pasar por un largo y ancho pasillo entre dos hileras de enfermeras vestidas con pantalones y blusa de rayas blancas y azules, cofia y delantal blancos y un clavel rojo en la mano, que debían de llevar horas esperando a las autoridades. Aunque no entendía de qué concierto se trataba me di cuenta de que nosotras formábamos parte de los invitados de honor porque hasta que no estuvimos en la sala no dejaron entrar al público ni a las cámaras de televisión que se apretujaban a ambos lados del pasillo.

Me parecía curioso que desde mi llegada a Siria todo el mundo me tratara con tanta deferencia. Pero quizá porque uno se acostumbra pronto al trato preferencial, o porque debí de pensar que eran otros usos y costumbres, no le di demasiada importancia y mantuve los ojos bien abiertos para no perder detalle de aquel espectáculo al que estaba asistiendo. Y como si mi presencia allí fuera lo más natural me dediqué a hacer grandes alabanzas del lugar que de todos modos las merecía. El inmenso auditorio, con un aforo de unas tres mil personas, acabó llenándose. No vi un solo policía, aunque era evidente que las dos primeras filas -nosotras estábamos en la tercera- estaban ocupadas por autoridades de primer rango, buena parte de las cuales me fueron presentadas por Solange con esa satisfacción y admiración que tienen los funcionarios por las categorías de sus jefes, como si de algún modo participaran de ellas. Arriba y abajo de los pasillos entre las butacas corrían apresurados los que debían encargarse de la organización. Espías, pensé yo, o policías de paisano o algo serán si son tantos.

En efecto, tenían el aire de un batallón cuyos miembros, en cuanto comenzó el acto, se alinearon de pie contra las paredes. El proscenio estaba literalmente cubierto de gladiolos, una flor que yo sólo he visto en los barcos anclados en puerto y en los congresos. De pronto se abrieron las cortinas del escenario y perdieron intensidad las luces de la sala. Un telón bajó del techo con una pancarta en la que decía en inglés y en árabe: “Inauguración del Congreso del Consejo Panárabe de Oftalmología, y aniversario de la Fundación de la Asociación Siria de Oftalmología”, bajo una monumental fotografía del presidente.

Miré a mi vecina, que sonrió con picardía como si yo hubiera descubierto por fin la sorpresa que me había reservado, y me tendió entonces un programa de cien páginas en papel cuché, muy bien impreso, con los discursos, las ponencias, las fotografías, los currículos y las notas bibliográficas de todos los asistentes, precedido por un texto del presidente Hafez al Assad.

Apenas tuve tiempo de mirarlo porque sonaron unos acordes a los que todo el mundo se puso en pie, yo entre ellos, que supuse serían los del himno nacional. En cuanto terminó, el público tomó asiento de nuevo y apareció en el escenario un imán con barba negra, traje negro y casquete blanco que comenzó a recitar salmos con la misma entonación que utilizan los almuédanos para la oración, un texto que nadie tradujo y que duró por lo menos diez minutos. A continuación comenzaron los discursos en árabe con traducción simultánea al inglés y al francés.

Al llegar nos habían repartido unos auriculares a cambio de los cuales tuve que rellenar y firmar un impreso con la ayuda de Solange, un requisito que me pareció un poco absurdo ya que nadie se tomaba la molestia de comprobar que aquél era efectivamente mi nombre. Así se lo dije a Solange que se sonrió mirándome como si yo fuera la personificación misma de la inocencia.

– No se puede poner otro nombre -dijo-, ellos saben.

Lo cual me sumió en la perplejidad y el temor, y la seguridad de que todos ellos eran de la policía secreta.

– Ellos saben ¿qué? -pregunté para tranquilizarme.

– Ellos saben quién eres -respondió con aire de naturalidad y de saber lo que decía.

– Entonces, ¿por qué he de rellenar este impreso?

– No es más que un trámite.

Un trámite ¿para qué?, me habría gustado preguntarle, pero me pareció una grosería. Y lo más irracional aún fue que al acabar nadie vino a pedirme los auriculares que quedaron tirados en las butacas mientras las pilas de impresos permanecían sobre una mesa en el gran vestíbulo esperando quién sabe qué extraño y misterioso destino.

Después vinieron los discursos.

Todos los ponentes comenzaron dando las gracias al presidente Hafez al Assad que había patrocinado el congreso. El público al oír su nombre se ponía en pie y aplaudía enardecido mientras el orador esperaba. ¿Lo volvía a nombrar el siguiente orador? El público volvía a levantarse arrebatado siempre como si de una verdadera fiesta se tratara. No detecté ni asomo de cansancio, ni de aburrimiento, ni en ningún momento decayó el entusiasmo aunque debieron nombrarlo no menos de treinta veces. Todos los oradores, incluso el americano que representaba la participación extranjera en el congreso, se refirieron al presidente, cosechando los correspondientes aplausos. En cuanto a los árabes, hablaban de él en unos términos tan elogiosos, tan exultantes, tan sacralizados, como los que emplean los políticos occidentales al hablar del Pueblo, del Deber, de la Democracia y de la Patria, y los católicos del papa.

Cuando acabaron los discursos habían transcurrido más de dos horas y se consideraba que el acto había llegado al intermedio. Pero apenas tuvimos tiempo de salir cuando ya se levantó el telón que dejaba al descubierto un escenario forrado de terciopelo negro del que pendía otro retrato, esta vez al óleo, de ocho metros de alto por cuatro de ancho, del presidente Al Assad con esa media sonrisa socarrona que no acaba nunca de dibujarse y su eterno bigote gris.

A continuación comenzó el concierto pero antes el director nos comunicó que debido a que los magníficos discursos de tantos ilustres oradores se habían extendido más de lo previsto, iba a reducirse a la mitad. La orquesta era precisa y disciplinada, la mayoría de los músicos muy jóvenes y los dos pianistas y un oboe excelentes.

Pero el repertorio así truncado resultó demasiado breve.

Al salir, Solange volvió a las presentaciones. Yo daba la mano y ya no intentaba memorizar los nombres y los cargos porque habían sido tantos en una sola noche que perdí la esperanza de retenerlos y no atinaba a saber de qué podría servirme recordarlos. Permanecía con la sonrisa en la boca dando la mano y saludando con una inclinación de cabeza mientras contemplaba otra gran efigie del presidente que, según me había dicho Solange, no había podido asistir al acto.

En los dos meses que estuve en Siria las vi en todas partes y de todas las formas posibles: en pegatinas, carteles, en marcos dorados, en el cristal de los coches, bordada en los tapices, estampada en negro en las paredes de cemento, recortada en hierba en los parterres, en estrellas relucientes y sobre toda clase de objetos, relojes de pulsera y de pared, gemelos que ya nadie lleva, manteles, servilletas, tazas, repetida casi tantas veces y sobre tantos objetos como en Inglaterra los miembros de la familia real. Me pregunto quién será el que decida que se pongan sus retratos y efigies en los bares, los hoteles, las oficinas y las peluquerías de ciudades, pueblos, aldeas y alquerías. Me cuesta imaginar que sea el propio dictador quien lo exija. Porque me cuesta imaginar la forma y el momento de dar la orden. O tal vez no hay órdenes sino que el exceso de celo y de adulación por parte de los subordinados tácitamente espoleados por la vanidad de sus señores, va encontrando imitadores y acaba convirtiéndose en ley sin que nadie sepa cómo. ¿Son así los dictadores? ¿No les dará vergüenza exigir tributos tan inocentes como un retrato más, un aplauso más? ¿O es que, la vanidad que no tiene límites, es inherente a la naturaleza humana y sólo ellos pueden alimentarla a voluntad?

Solange me dejó en casa no sin haberse ofrecido una y mil veces a llevarme donde yo quisiera y a ayudarme en lo que me hiciera falta.

Se lo agradecí de veras y anoté todos sus teléfonos, pero la verdad es que no volví a verla aunque fui algunas veces al ministerio a visitar a mi amiga Sausan. Le dije adiós con la mano cuando se fue y subí las escaleras de mi casa corriendo porque no veía el momento de meterme en la cama.