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La gran mayoría de los sirios son de religión musulmana y sólo alrededor de un diez por ciento son cristianos en sus múltiples variantes. La mayoría de musulmanes son suníes y la minoría chiíes, y de entre ellos una pequeña parte son alauíes.
Fue Adnán el que me contó la verdadera historia de los chiíes mientras tomábamos un café en el bar del Cham Palace. Yo estaba haciendo tiempo para ir a la residencia del embajador de España que había de llevarme a ver la mezquita de la hija del califa Alí, Zeinab, situada en una aldea a unos diez o doce kilómetros al sur de Damasco. En vano buscaba yo en las guías una explicación clara: todas daban por supuesto que el lector sabia quiénes eran los chiíes, los suníes, los alauíes, cuando de pronto se me acercó un joven con la cabeza casi afeitada, barba recortada y ojos azules, y en un castellano perfecto en el que lo único que llamaba la atención era la entonación y un leve cambio en los acentos, me preguntó:
– ¿Puedo ayudarla en algo?
– ¿Cómo sabe que soy española?
– pregunté a mi vez.
– Estaba hace dos días en la embajada con mi mujer que es española y la vi hablando con el cónsul. Me llamo Adnán -y alargó la mano- y soy sirio. -Se sentó a mi lado y con la vista recorrió las guías que yo estaba consultando.
Desautorizó una de ellas y miró con cierta guasa la otra. La tercera le pareció bien, dijo, aunque incompleta. Y en cuanto le expuse lo que andaba buscando, pidió al camarero un café y sin más preámbulo comenzó:
– Mahoma quedó huérfano en La Meca siendo casi un niño y fue a vivir con unos tíos que le consideraron siempre un hijo más. Cuando fue mayor oyó la palabra de Alá e hizo un llamamiento al pueblo para que abandonara los cultos paganos y los ídolos y se sometiera al verdadero Dios. Los más pobres le escucharon pero sus enseñanzas hicieron montar en cólera a la rica clase de los comerciantes hasta tal punto que él y sus adeptos tuvieron que huir a Medina, un oasis situado a unos 300 kilómetros al norte de La Meca. A esta migración ocurrida en el año 622 se la llama la Hégira y marca el principio del calendario islámico.
Hasta aquí llegaba mi saber pero no quise interrumpirle.
– El mensaje de Mahoma, Islam, que en árabe significa “sumisión”, se extendió por el mundo con tal rapidez y convicción que en el año 644, es decir veintidós años más tarde, el estado islámico se había instalado ya en la Gran Siria, Persia, el Iraq, Egipto y África del Norte, y más tarde llegó por el oeste hasta el Atlántico y por el este hasta el océano Índico.
·Uno de los nuevos hermanos de Mahoma se llamaba Alí y andando el tiempo se casó con una hija de Mahoma de la que tuvo una hija que se llamó Zeinab. Al morir Mahoma le sucedieron uno tras otro los cuatro jalifas, no califa, como decís en España -añadió haciendo un paréntesis-, porque habéis heredado la transcripción de los ingleses o de los franceses que carecen del sonido de la ‘j’ y en sustitución utilizan la unión de dos letras ‘kh’, khalifa, khan, en lugar de jalifa, jan, ¿comprendes?
– Sí -respondí obediente y él continuó:
– Jalifa significa sucesor pero no denota poder sino servicio. -Y retomó el hilo de la historia-: Cuatro jalifas: Abu Baker, el amigo del profeta que ejerció su autoridad durante dos años y murió ya anciano; Omar, tenido por un hombre bueno duró cuatro y murió asesinado cuando oraba en la mezquita; Uzmán reinó diecisiete años; y el último, Alí, el hermano del Profeta.
Al cabo de muy poco tiempo se produjo una escisión entre los que seguían a Alí y los omeyas, que se consideraban herederos del Profeta cuya dinastía había fundado el quinto jalifa, llamado Moawiya, que ya no se tiene por santo. Esta ruptura coincide con el período de las grandes conquistas que se emprendieron después de recuperar todos los territorios que había logrado dominar Mahoma perdidos tras su muerte, y entre el 634 y el 640 de la era cristiana el ejército musulmán invadió Mesopotamia y la Gran Siria acabando con el imperio sasánida y reduciendo el bizantino a un mero reino griego en los Balcanes. Fue entonces cuando los omeyas se establecieron en Damasco. Y desde allí se entabló una terrible lucha contra los seguidores de Hussein, el hijo de Alí, defensor del poder teocrático reservado a la familia del Profeta. La batalla decisiva se dirime en el año 680 en Karvala, Iraq. Karvala significa “que viene el desastre, que llegan los omeyas”, porque fue efectivamente una masacre.
Cada vez que Adnán comenzaba un nuevo tema, se detenía un instante, tomaba aire, y con el tono de quien se acerca a la parte importante de la historia, continuaba. Yo le escuchaba con atención, lápiz en mano.
– El gobernador de Damasco fue el enviado para luchar contra Hussein. La guerra duró diez días y fue terrible. Dice la leyenda que fueron aniquilados en primer lugar los seguidores de Alí que defendían a la familia de Hussein, después la familia entera que defendía a Hussein y por fin el propio Hussein cuya cabeza clavada en la punta de la lanza del gobernador fue llevada como un estandarte a Bagdad como prueba de la victoria definitiva de los omeyas. Éste fue el inicio del estado árabe que instaló en Siria y Mesopotamia su cultura, su derecho, su moneda y que comenzó a construir espléndidas mezquitas en todo el imperio, de una manera especial en Jerusalén y Damasco. Desde allí se iniciaron las conquistas hacia el oeste, el Cáucaso, el norte de África, España y el sur de Francia, y hacia el este desde Irán hasta la China.
La expresión de Adnán anticipaba algo más, cada triunfo trae consigo su propio fracaso, parecía decir mientras tomaba aire para continuar:
– Pero los omeyas eran beduinos aún, esclavos de rencillas personales e intrigas, parapetados en sus palacios del desierto y entregados al placer con huríes, música, poesía y fastuosos banquetes. En una palabra, se apartaron tanto del pueblo que el poder adquirido se fue debilitando y no duró más de un siglo. La dinastía fue exterminada y sólo quedó un niño omeya que huyó y años más tarde fundaría una nueva dinastía en Córdoba, España.
– ¿Qué ocurrió con los seguidores del Profeta? -pregunté consciente de que me estaban contando una historia tan complicada y cruel como todas las historias.
– Tras los jalifas vinieron los doce imanes, el último de los cuales, Alma.hedi, el imán esperado, oculto, se retiró a orar y desapareció. No murió, sino que se fue y algún día volverá a redimir el mundo.
– ¿Igual que volvió Jesús y como ha de llegar un día el mesías judío?
– Así es. Todas las religiones nacieron en esta tierra y en el desierto, no es raro pues que todas tengan puntos comunes. Por otra parte sólo los pueblos pobres, sin recursos, necesitan y son capaces de seguir a ciegas a un líder religioso.
– Y ¿quiénes son los chiíes?
– Desde el punto de vista religioso la batalla de Karvala no había conseguido unificar a los musulmanes: a los seguidores de Alí se les llamó chiíes frente a los suníes, seguidores de los omeyas, y ambos han ido desarrollando y consolidando a lo largo de los siglos infinidad de sectas, porque contrariamente a otras religiones, los musulmanes no tienen una autoridad religiosa para todos, como los católicos el papa, sino que su única verdad reside en el Corán, y cada una de esas sectas cree que su interpretación es la correcta.
Aceptan todos los mismos orígenes que el pueblo judío e incluso consideran profetas a Juan Bautista y a Jesús. La tradición islámica enumera 124.000 profetas desde Adán, y Mahoma se sitúa al fin del periodo profético, pero la mayoría de las sectas nacen y se subdividen según sea el número de aquellos primeros imanes que reconocen. Los ismaelíes del Aga Khan, por ejemplo sólo reconocen siete. -Y añadió como si hubiera olvidado lo más importante-: Para el Islam los números sagrados son el siete, el doce, y el treinta y uno.
De pronto Adnán se detuvo y me miró a los ojos.
– ¿Ocurre algo? -pregunté interesada.
Por toda respuesta dejó de mirarme, levantó la cabeza como si esperara el permiso divino para continuar y, con mucho más ardor del que había puesto en su discurso pedagógico anterior, dijo:
– Y no hay que olvidar que Arabia Saudí al tener en su territorio las dos ciudades santas del Islam, La Meca y Medina, se ha arrogado el derecho de dictar sus normas, una doctrina integrista, económicamente liberal que aprobaron los Estados Unidos para oponerse a las doctrinas socializantes y laicas de Siria y el Iraq. Arabia Saudí es el gendarme de los pueblos árabes con su dinero y sus préstamos, y todos los movimientos fundamentalistas del mundo árabe o tienen el apoyo del Irán o gozan del suyo, si no ¿cómo se mantendrían? ¿De dónde sacarían el dinero para sus armas y sus actividades clandestinas? Arabia se ha sacado de la manga las normas que convierten a las mujeres en esclavas, porque nada de esto viene en el Corán. Iraníes y saudíes luchan por ser el amo y señor del mundo musulmán. En Siria, aunque la situación no está todavía radicalizada, la religión es importante, apenas hay ateos o agnósticos -y me alcanzó un folleto donde venía en cifras la división de los trece millones de habitantes de Siria según la religión, un verdadero aluvión de creencias y razas que no les ha impedido mantener la libertad de las minorías. Por él supe que el 74%· de los musulmanes son suníes, el 11,5%· alauíes, apenas llegan al 3%· los drusos, el 1%· chiíes y el 0,7%· ismaelíes, y el resto lo componen otras sectas menores.
Según el folleto, los cristianos apenas llegan al medio millón y dominan entre ellos los griegos ortodoxos seguidos más o menos a partes iguales por los jacobinos, los protestantes, los nestorianos, los armenios ortodoxos y los malaquitas. Los católicos no llegan a 70.000 fieles, seguidos de los siríacos católicos, los armenios católicos, los maronitas y unos pocos millares de latinos, es decir, papistas. Y en todo el país hay ahora poco más de 5.000 judíos y 1.000 asidíes (kurdos y zoroastras).
Se me hacía tarde y no tuve más remedio que despedirme. Pero Adnán era tan amable que me anotó su número de teléfono y el de su oficina en un papel, y me rogó que le llamara siempre que necesitara saber algo o si quería que me acompañara. Estaba casado con una española, Teresa, y los dos estarían encantados de llevarme donde yo quisiera. Le prometí que le llamaría y me fui hacia la residencia del embajador, a unos cien metros escasos de donde yo estaba que recorrí galopando porque me parecía una grosería hacer esperar a una persona que había tenido la amabilidad de organizar para mí un verdadero itinerario religioso: la mezquita de Zeinab, las iglesias maronitas y una cena en el restaurante de los omeyas, en el recinto de las murallas, donde se podía ver el espectáculo de los sufíes.
La mezquita de Saida Zeinab.
Al sur de Damasco, siguiendo por una carretera nueva que atraviesa barrios populares, encontramos la antigua aldea, llamada Saida Zeinab, la señora Zeinab, donde se levanta la mezquita del mismo nombre que alberga, según los iraníes chiíes y los damascenos, la tumba de Zeinab, la hija del cuarto califa Alí. Los egipcios, en cambio, mantienen que la verdadera tumba de Zeinab se encuentra en El Cairo.
La mezquita está al pie de la carretera que atraviesa ese barrio populoso y abigarrado. La cúpula central en oro, nos dijo un espontáneo que chapurreaba francés, se sostiene en las ocho columnas sobre un atrio en dos planos, el primero a su vez tiene doce columnas y el segundo…, se detuvo el hombre y cerró los ojos y dejó correr la mano con el brazo extendido para transmitirnos la sensación de infinito. Luego nos mostró el patio exterior y los dos alminares, nos saludó poniéndose la mano en el corazón, la boca y la frente, y discretamente se retiró.
Las paredes y los techos están cubiertos de espejos y mosaicos, lámparas y ventiladores de largas aspas. En el centro del espacio principal se levanta el mausoleo de Zeinab, enclaustradas en rejas sus cuatro paredes y el techo. A su alrededor las mujeres envueltas en el ‘chador’ lloran y rezan y pasan por los barrotes lienzos y pañuelos con los que secarán el sudor de la frente o del cuerpo de sus enfermos, o presionan su cabeza contra la reja y la besan, y recorren con la mano los barrotes donde otras devotas han atado cintas y han cerrado candados en señal del vínculo que los fieles quieren establecer con la santa. En el suelo, otras en grupos cubiertas también, sacan apenas las manos del ‘chador’ para coser y hablan poco y en voz baja mientras vigilan a los niños quietos junto a ellas, y los hombres algo apartados oran con la frente en el suelo apoyada en pequeñas piezas redondas de barro blanco procedente de Karvala que, según la tradición, contiene aún hoy sangre de la familia de Hussein o del propio Hussein. Hay musulmanes chiíes que tienen a gala el callo que se les ha formado en la frente de tanto orar.
En la luz tamizada de la tarde que entra por las lumbreras -de la cúpula, las plegarias y los lamentos apagados de los devotos esparcidos por el ámbito sagrado, cada cual rezando a su aire con su propio lenguaje, se abren paso en línea directa hacia el Profeta y sus santos. Es un espectáculo de magia: la misma convicción que en el Rocío, el mismo fanatismo que en Fátima, la misma fe que en Lourdes, pero sin negocio. Al entrar hay que ponerse un manto negro que nos tiende el mismo hombre que nos da, si queremos, la pieza de barro y hay que quitarse los zapatos y dejarlos junto a otros muchos alineados en el zaguán, sin pagar nada, sin que nadie nos pida una limosma, ni quiera ofrecernos a cambio de dinero agua milagrosa, un recuerdo, una oración, un rito, una indulgencia o la gloria celestial.
Sólo en la tumba de Zeinab una ventana entre las rejas espera indiferente la limosna voluntaria y anónima que servirá para ayudar a mantener limpia y ordenada una mezquita que ha sido enriquecida por los chiíes iraníes. Porque el presidente Al Assad y la mayoría de su gobierno pertenecen a una secta del chiísmo: son alauíes. Por esto, durante la guerra entre el Irán y el Iraq, el imán Jomeini no tuvo ninguna dificultad en ofrecer a las familias de los soldados muertos en combate, un viaje a Siria para visitar la mezquita de Saida Zeinab. De ahí, me digo, este leve matiz de diferencia con las demás mezquitas de Damasco, este gusto casi persa por la decoración, esa falta de cenefas tan grata a los árabes, ese llanto continuo de sus mujeres sin más humanidad que la cara recortada por el manto frente a la serenidad y placidez de los fieles de las mezquitas de Damasco. O es tal vez la impresión que deja tras de sí la devoción más teocrática, más rígida, más severa, que preconizan los chiíes, menos cercana a la vida terrenal y a la belleza de lo natural. Tal vez.
La bombonería Ghraui.
Antes de entrar en la ciudad antigua, a la vuelta de la mezquita, el embajador hizo detener el coche en la bombonería Ghraui, una tienda de la calle Port Said con grandes vitrinas de madera que el tiempo y la cera han convertido en armarios de caoba brillante y bruñida donde, me dijo, se pueden encontrar los mejores chocolates de Damasco. En las paredes se exhiben los diplomas enmarcados en oro como cornucopias rectangulares, conseguidos por tres generaciones de chocolateros: “Feria de Beirut de 1921”, “Diploma y Medalla de Oro 1926”, “París 1937”, “Feria de Nueva York de 1939”, “XI de febrero de 1929: El papa, el rey Víctor Manuel, un secretario de Estado del Vaticano y Mussolini a Amed Grahon”, “Fournisseur de Sa Majestè la Reine d.Angleterre”, “Fuera de Concurso en la Exposición de París”, “Diploma de Honor en 1931”…
El embajador me presentó al sobrino del antiguo propietario, un hombre alto de cabellos grises y bigote negro que sonreía junto a su tío anciano ya y casi ausente cuando les hice a los dos una fotografía bajo la efigie de Pío XII y Mussolini. Un hombre que se ha convertido en un habitual de las fiestas sociales de Damasco, acostumbrado a reconocer y charlar con sus clientes como pude comprobar dos días antes de mi partida, cuando sucia aún del polvo del desierto me acerqué a Ghraui a comprar chocolates con pistachos, albaricoques confitados, bombones con sabor a menta y todas las delicias que nunca más he vuelto a encontrar en los mundos civilizados de los que procedo, mejores que los chocolates suizos, que los finlandeses, en fin, los mejores chocolates del mundo. No sólo me reconoció entonces sino que me pidió otra foto, porque en la del primer día faltaba un personaje de la familia, dijo, otro tío que había sido el alma del negocio desde siempre. Que un hombre rico, famoso en su ciudad y en su país, con capacidad de hacerse todas las fotografías que quiera con máquina propia o con las de los mejores fotógrafos, tuviera tanto interés en que se la hiciera yo, una desconocida que nunca ha hecho más fotos que las de los viajes y que ni siquiera se toma la molestia de pegarlas en un álbum, y me rogara encarecidamente que se la enviara, sólo podía tomarse por un cumplido de un hombre de mundo. Eran pocas las probabilidades, pero la fotografía salió bastante bien, aunque los cristales del diploma vaticano, quizá avergonzados de mostrar esa connivencia con los fascistas que durante tantos años la Iglesia se ha empeñado en negar, pusieran un púdico velo ante sí y el resplandor del flash velara alguno de sus extremos.
Los cristianos.
Desde que san Pablo cayera del caballo en el camino a Damasco hasta nuestros días, la ciudad ha ido acumulando testimonios de la historia de la Iglesia y de sus vicisitudes mezclados con los de tantas otras religiones. En Damasco como en todas partes las creencias religiosas han sido motivo de guerra, pero ello no ha impedido que durante largos periodos vivieran en paz sus habitantes. Así en la ciudad antigua, viven aún ahora 3.000 judíos mezclados sin problemas con el resto de la población.
En Siria tienen su sede tres patriarcas, y los cristianos que en 1943 constituían el 14%· de la población del país, apenas llegan ahora al 10%·. En cambio, quizá debido al éxodo rural hacia la gran ciudad, en Damasco han pasado de ser 150.000 en los años cincuenta a 550.000 hoy día. La mayoría de ellos no han podido instalarse en los barrios cristianos alrededor de Bab Tuma, ni han aceptado las viviendas gubernamentales de los barrios periféricos y se han arrinconado en pequeños arrabales no reglamentados, exclusivamente cristianos, dejando clara no sólo la dificultad de integración de una comunidad cristiana en el conjunto musulmán sino sobre todo de la comunidad rural en la comunidad urbana.
En las calles cristianas de Bab Tuma o de Bab Charqui cohabitan once “Iglesias” separadas de Roma, con sus patriarcas y obispos. Hay además infinidad de órdenes religiosas con sus conventos y escuelas, casi todas francesas, herederas aún de las de la época del Mandato. Los católicos están lejos de tener las prerrogativas de entonces aunque viven en paz porque la Constitución de 1944, promulgada tras la independencia, y más tarde la de 1955, garantiza la libertad de pensamiento aunque afirman ambas que el derecho musulmán es la fuente principal de legislación, y preconizan que el Estado ha de respetar todas las religiones. Asimismo se garantizan la celebración de todos los cultos religiosos siempre que no alteren el orden público. En 1973 el presidente Hafez al Assad, presionado por el auge de los movimientos islámicos, añadió en la Constitución un párrafo en el que se afirmaba que “el Islam es la religión del Jefe del Estado”. En materia de matrimonio cada comunidad se rige por sus propias tradiciones, aunque a veces, como en el caso de la herencia, se aplica a unos y otros la ley del Corán según la cual la mujer recibe la mitad de lo que hereda el marido, y un tercio de lo que el marido aporta al matrimonio queda en reserva y va destinado a la mujer en caso de divorcio, así como las joyas adquiridas por uno y otro durante el periodo que están juntos. El musulmán tiene derecho a repudiar a su mujer, lo que no puede hacer el cristiano que tampoco puede divorciarse. En cuanto a la educación, puesto que el país está regido por el Partido Baaz que es laico, no se admite otra educación que no sea la del Estado, y los católicos no pueden tener escuelas a no ser que las dirija un musulmán. Hay ministros cristianos en el gobierno, y en general no hay problemas en materia de legislación en las comunidades religiosas, pero el miedo al avance integrista, tibio aún en Siria, hace temer a los católicos un fin que según les parece no puede ser otro que el de abandonar su país hacia un destino incierto. Sin embargo, a pesar de este sentimiento de inseguridad, los cristianos esperan, como todos, con cautela y temor, el desarrollo de los acontecimientos y aceptan y apoyan a un presidente, dictador bien es verdad, pero que hoy por hoy es el único capaz de detener una corriente que está sembrando los demás países árabes de muerte y de terrorismo.
Era ya tarde para visitar al patriarca maronita y en el sector cristiano de la ciudad antigua, lindando con el barrio judío, las calles se iban vaciando y apenas quedaba un recuerdo del trajín del día. Nos detuvimos en la iglesia de San Ananías, excavada como una gruta en las rocas con unos dibujos espantosos sobre la aventura de este santo que ayudó a escapar a san Pablo. Entramos después y nos sentamos como dos fieles más en los bancos de la iglesia maronita a oír los cantos desganados y un tanto gangosos de las mujeres bajo aquella decoración recargada y chillona tan cara al catolicismo del siglo XIX, con estatuas dolientes de escayola, flores artificiales, arcos de medio punto decorados con cenefas doradas y luces de neón. Y mientras miraba con disimulo el reloj y esperaba que el embajador diera la señal de retirarnos, reparé entre efluvios de incienso que al revés de lo que ocurre en las mezquitas, las iglesias católicas en general se llenan de mujeres y niños pero casi nunca se ve a un hombre. El embajador, de pie, alto y corpulento, más parecía un obispo de paisano que un devoto ciudadano, y antes de cinco minutos se inclinó y me dijo en un susurro, ¿nos vamos?
Los sufíes.
Quedaban en las callejas los hombres que recogían y entraban las mercancías. En el suelo apilados contra las paredes los montones de desperdicios formaban bultos en la penumbra. La ciudad antigua sin la luz de las tiendas tenía un aire un poco fantasmal y el ruido de las puertas persiana rompía el silencio que se iba adueñando de ella.
Algunas sombras blancas se deslizaban silenciosas por las calles desiertas y vimos cómo una tras otra entraban en un gran portalón que cerraban tras de sí con cuidado.
– Son los sufíes -dijo el embajador en un susurro-, o los miembros de cualquier otra cofradía mística que van al ‘Zikr’ o ‘Hadrat’. Casi todas ellas fueron fundadas por poetas y místicos de los siglos XI, XII y XIII, y son muy comunes en todo el Islam. Los hombres visten chilabas blancas y se reúnen una vez por semana después de la última plegaria del día para entonar el nombre de Alá que repiten descomponiéndolo en tres sílabas una y otra vez, Al-la.há, Alla.há, hasta convertir la repetición en un canto. Y poco a poco por la mera respiración que brota con naturalidad de su propio cuerpo que balancean al ritmo de la palabra, se unen en una ola de oración y de comunicación directa con su Dios que les lleva al éxtasis. A veces uno de ellos se separa del conjunto y comienza a dar vueltas sobre sí mismo, se pierde su imagen en el torbellino de su propio voltear y surgen los tambores y los címbalos para unirse a la plegaria de un solista que entona alabanzas a Alá y que repiten hechizados los fieles. Hasta que van calmándose los efluvios de piedad y poco a poco vuelven todos a tierra. Entonces el hombre, separado de nuevo de su Dios, emprende el camino de vuelta a casa, tranquilizado y sereno, esperando en paz la próxima unión.
Cerca del Palacio Azem, entramos por una puertecita a un zaguán alfombrado y de allí por una estrecha escalera excavada en la roca, al comedor del “Umayad Palace”, una gran sala bajo arcos, atestadas las paredes y el techo de platos, fuentes, lámparas doradas, tapices y objetos de cristal del más puro gusto árabe donde, mientras cenábamos un ‘kebab’ con pimientos fritos y ensaladas diversas, una orquestina acompañaba a dos hombres y un niño sufíes que, vestidos con falda acampanada blanca, amplia faja roja, capelina sobre los hombros y gorro turco, daban vueltas sobre sí mismos con los brazos extendidos y transformaban en malabarismo aquel acto de santidad y transporte, ante el asombro de los nacionales y extranjeros que llenaban el local.
Las mujeres sufíes.
También las mujeres tienen sus cofradías y se reúnen una vez por semana para orar. Fue Teresa, la mujer de Adnán, quien me lo dijo cuando a los dos días, después de haberles llamado yo, me invitaron a su casa a tomar café. Vivían en el populoso y céntrico barrio de Chaalán, en el último piso con terraza de una casa amplia y clara, con cortinas de lino en los balcones y ventanas que se movían con el viento y suavizaban el calor y la luz cegadora del mediodía. Teresa era una andaluza de grandes ojos negros que volcaba en lo que decía y contaba una mezcla de entusiasmo y devoción. Llevaba varios años en Damasco y conocía todos los rincones y los secretos de la ciudad, y entre las muchas informaciones que me dio y los planes que hicimos aquella tarde, uno de los que no quedó en el aire fue el de ir al día siguiente a la ceremonia sufí de mujeres y a los baños.
Llegamos cuando ya había comenzado porque habíamos quedado en encontrarnos en la puerta principal del zoco. Eso creía yo, pero ella había entendido que la cita era en la puerta de la mezquita, es decir, al final del zoco Hamidie. Así que estuvimos una hora apoyada ella en las sagradas piedras de la mezquita y yo en la entrada del zoco, viendo llegar las mujeres en riadas, los hombres de dos en dos y los beduinos y los aldeanos cargados de cestas para hacer sus compras. Pedí agua a un vendedor ambulante cargado con su instrumental de hojalata a la espalda con guarniciones de colores y flecos y borlas, donde tintineaban jarras de metal, teteras pulidas hasta el centelleo y vasos que limpiaba él mismo con la habilidad de un experto y la tradición de generaciones, y levantaba después la jarra invertida que soltaba un chorro desde lo alto al estilo de los sidreros de Asturias.
Cansada de esperar llamé a su casa desde un teléfono público y Adnán aclaró la confusión. Recorrí los trescientos metros del zoco hasta la mezquita con tantísima gente que sortear que perdí por lo menos otros diez minutos. Allí estaba Teresa, apoyada en una columna de varios siglos de existencia esperando con paciencia a que yo llegara. Torcimos hacia el norte y, en una calleja entre Bab Firdaus y Bab Faray, entramos en una casa por una puerta diminuta.
Enseguida oímos el repetitivo canto en el interior. Salió una mujer a recibirnos a la entrada exigua, y recorriendo minúsculos pasillos nos hizo descender por unas escaleritas hasta desembocar en un patio de unos veinte metros por cinco más o menos, cubierto en parte por una parra, atestado de mujeres. En el pórtico del fondo, una habitación bajo techo abierta al patio, el ‘liwán’, varias mujeres alineadas presidían la ceremonia sentadas bajo grandes cuadros de vivos colores de La Meca y La Kaaba.
– Esas son las sufíes -dijo Teresa-, las que se consideran a sí mismas puras.
Iban todas vestidas de blanco y llevaban la cabeza cubierta con velos blancos también, bordados, sueltos como una mantilla, y mantos blancos sobre las túnicas. Frente a ellas las mujeres del público que habían ido a orar ocupaban varias hileras de sillas, o se sentaban en el suelo sobre alfombras. Todas se balanceaban y cantaban una reiterada jaculatoria alabando a Alá, el Grande, el Todopoderoso, el Clemente. Pero desde que nos descubrieron en la puerta sin atrevernos a entrar, las cabezas se volvieron, disminuyó la potencia y el ritmo del canto, y fuimos por unos minutos el blanco de cuchicheos y miradas. Dos o tres mujeres se levantaron y amablemente nos instaron a entrar. El sol daba de lleno en la mitad del patio y como todas las sillas estaban ocupadas, nos acercamos al único rincón vacío del suelo y ya íbamos a sentarnos cuando apareció una chica con una silla, luego otra con otra, y nos las ofrecieron. Allí nos quedamos como dos islas rodeadas de orantes a nuestros pies, los zapatos en la mano y la cabeza cubierta. Yo no tenía pañuelo, así que me cubrí con la chaqueta, lo que las distrajo más aún. Casi junto al porche había una anciana que me indicaba con signos que me cubriera el pedazo de cabello que todavía asomaba, pero al ver los esfuerzos que yo hacía sin lograrlo por complacerla, otra a su lado me hizo un gesto amistoso como dando a entender que no me preocupara más. Disminuyó poco a poco la curiosidad y las cabezas se dirigieron de nuevo hacia las mujeres sufíes, y yo pude dedicarme a contemplar el lugar. Había jóvenes y niñas que no llevaban el cabello cubierto y debían de estar allí tal vez porque desde que se asoman al mundo no se mueven de la vera de sus madres; había también alguna mujer del campo con increíbles combinaciones de trapos de colores en la cabeza sobre la toca blanca que le cubría la frente y pasaba bajo la barbilla, y un poco apartadas se agrupaban las mujeres ortodoxas, quizá integristas, con sus gabardinas grises cruzadas, largas y abultadas hombreras y el pañuelo blanco adelantado sobre la frente para que no se viera un solo cabello, anudado, casi cosido bajo la barbilla y todos sus extremos metidos en el cuello y las solapas.
Cesó el canto y comenzaron las plegarias. La mujer que presidía, la jefa de la comunidad, tenía la voz potente y recitaba salmos, según me dijo Teresa, en el lenguaje clásico en que está escrito el Corán, y después en árabe coloquial de Siria explicaba el sentido de lo que había recitado y ponía ejemplos de la forma en que podía aplicarse en la vida cotidiana, con paciencia pero con insistencia, mientras las mujeres la coreaban con gestos y corrían las niñas entre ellas mirándonos a hurtadillas.
Me había contado Fathi que la primera lengua de la mayoría de los sirios, es decir, casi ocho millones, es el árabe de Siria, con sus distintos y peculiares giros y construcciones y un vocabulario propio al que se han ido añadiendo con los siglos acepciones de otras mil lenguas. Pero hay también minorías que hablan la propia, como los kurdos, los armenios, y en menor medida los asirios (una lengua semítica parecida al árabe con restos de la época de los asirios), los circasianos (la lengua de los musulmanes del Cáucaso) y unos pocos el arameo (la lengua que, según dicen, hablaba Jesús). Los judíos, incluso los sefardíes, hablan el árabe y unos pocos el sefardí. Pero para escribir se utiliza siempre el árabe clásico, común a todos los países árabes. Las novelas por ejemplo se escriben en árabe clásico, el teatro en cambio utiliza casi siempre el árabe coloquial.
Al poco rato algunas se tocaron la cara como si fueran a persignarse, con timidez al principio y después a mayor velocidad; otras comenzaron a gemir, incluso a llorar, hasta que casi al unísono todas desgranaron sus lamentos en una plegaria un tanto descontrolada que tenía más de ritual que de espontánea, y que de algún modo me dio a entender que el ambiente no era propicio para el trance. Era mediodía, el sol que había recorrido ya una parte del patio me daba en la cabeza cubierta con la chaqueta blanca, el calor era sofocante. Al poco rato cesaron los llantos y debió de comenzar la parte práctica de la ceremonia porque una de las mujeres vestidas de blanco explicó con todo detalle la forma de preparar el equipaje del marido si partía en la peregrinación a La Meca que se iniciaba en esos días. La imagen de la mujer con el manto blanco sobre las espaldas era hermosa y transmitía voluntad de comprensión y ayuda, pero no tenía ni el porte ni el recogimiento con que los hombres musulmanes acuden a los actos religiosos, ni su cálida voz aportaba al acto la solemnidad de los almuédanos llamando a la oración.
Para esas mujeres, tal vez para la mayoría, la religión es poco más de lo que eran las religiones al principio de los tiempos: un código de costumbres, unas reglas higiénicas, una moral cotidiana, un refugio donde llorar sus penas, hacer sus confidencias al Altísimo y como mucho un estado donde se combinan el desgarro y la llantina que nada tiene que ver con la exaltación, el trance o el éxtasis. Había en el aire la certeza de que nada extraordinario iba a ocurrir, quizá algo cotidiano y habitual en la forma de asistir al acto que no impedía a esas mujeres despedir a la que partía o, como hizo la presidenta, decir a voces “ ¡teléfono!” cuando se oyó el timbre en el interior de la casa para que alguien acudiera, como si les fuera imposible despegarse de la realidad, como si lo que importara fuera lo que de material tenía esa oración y este lugar.
Las dejamos rezando, con la cabeza vuelta desoyendo los sabios consejos de la presidenta que en vano las conminaba a no distraerse, bañadas en el calor del sol más alto que apenas acertaba a paliar la parra de hojas verdes de la incipiente primavera. De nuevo con los zapatos en la mano dimos muestras de agradecimiento y respeto y yo repetí con torpeza el gesto de tocarme la cara de abajo a arriba como les había visto hacer a ellas.
Una se rió, las demás nos miraron divertidas con una sombra en los ojos pintados de nostalgia tal vez por lo que no habrían de vivir, mientras todas repetían una y otra vez ‘Amin, Amin, Amin’, Amén, Amén, Amén.
Los baños.
En la calle, las mujeres vestidas a la occidental tenían ahora algo de inoportuno, de exagerado.
En Damasco hay muchas mujeres corpulentas y robustas que vestidas con tejanos y camiseta, a los que han añadido volantes y lentejuelas, tienen un aspecto un tanto peculiar frente a las árabes del patio que acabábamos de dejar, o frente a las que visten largas túnicas y avanzan con majestad a grandes pasos, sin tacones o descalzas, envueltas en velos y mantos. Contrastan también con ellas las integristas de la gabardina que no llevan zapato plano ni tacón, sino zapatos de monja con cordones y medias oscuras y tupidas y dan siempre la impresión de que, acostumbradas a andar en casa con los pies desnudos o con chinelas, ese calzado les martiriza los pies.
Cruzando la calle, a unos veinte metros de la casa de las sufíes, se encontraba la puerta de los baños. En los países árabes los baños forman parte de la vida de los ciudadanos, como asistir a la mezquita o deambular por el mercado, sobre todo en los ambientes muy populares que conservan intactas las prioridades de sus ancestros.
Se trata en realidad de los baños turcos que, con infinidad de matices propios y de tradiciones concretas, pueden encontrarse en otros muchos países árabes y mediterráneos. Estos baños de la ciudad antigua, en general los ocupan en días alternos hombres y mujeres.
Empujamos la doble puerta y nos encontramos en una sala principal con un surtidor en el centro, flanqueada en los otros tres costados por habitaciones abiertas y alfombradas también, ‘liwanes’ elevados del centro por unos tres o cuatro peldaños, cada uno con un largo banco y perchas en las paredes.
Allí es donde las mujeres se desnudan y dejan sus ropas para pasar luego por pasillos estrechos con suelo de losas de mármol y luz cenital, al recinto de los baños.
El baño es además de un acto higiénico indispensable, un acto social. Para muchas mujeres la vida social se reduce a salir algún día con sus maridos a la caída de la tarde, y con los niños o la familia siempre, los rezos en las mezquitas, y los baños. Poco más.
Pero los aprovechan. Grupos de mujeres y niños forman corros en el suelo ante las piletas de agua caliente que manan sin cesar y con cuencos se la echan sobre el cuerpo unas a otras. Se lavan el pelo, se restriegan hasta quedar coloradas, juegan y charlan y hasta se llevan la comida que extienden en el suelo y comen con calma, borrosas por el vapor de agua que llena todo el ámbito. Los años han dejado lisas y lustrosas las paredes de piedra que tienen ahora la calidad de mármol tostado y bruñido. El vaho y la luz que entra en rayos oblicuos y altos por las lumbreras de las pequeñas cúpulas que se levantan sobre las salas encadenadas, darían al lugar, con sus entradas y sus recovecos y las mujeres tumbadas en los rincones, un aire misterioso, si no fuera porque los gritos de los niños, las voces de ellas, el choque de los cuencos contra el suelo o las piletas, e incluso el olor a pepino, retumban como ecos superpuestos contra los muros y el lugar se convierte en un caos monumental. Para entenderse no queda más remedio que chillar también.
Las mujeres están distendidas, entre ellas ya no tienen que cubrirse, y me dice Teresa que sus conversaciones son tan libres e incluso a veces tan procaces, que ríen a carcajadas sin temor ni pudor y nadie diría que son las mismas que caminan por la calle con los ojos bajos y la cabeza cubierta. Ahora, sólo con bragas o desnudas, van echándose cuencos de agua y cuando la piel se reblandece ya está dispuesta para el masaje.
Una vieja beduina con la cara tatuada, el pelo mal recogido en un moño del que se escapan guedejas mojadas, con un lienzo negro chorreando atado a la cintura y los pechos colgando vacíos, rasca espaldas y piernas con un guante de crin hasta arrancar las escamas muertas y dejar la piel roja pero lisa y suave como la seda.
Nosotras compartimos la pileta con una mujer damascena que trabajaba en una empresa extranjera y llevaba biquini porque su pudor ya era occidental, y había venido por primera vez a los baños para acompañar a una muchacha neoyorquina cuyo aspecto andrógino contrastaba con los grandes y blandos volúmenes de las madres árabes desparramados por el suelo. La americana, una vez que se echó varios cuencos y se lavó el pelo, ya no sabia qué hacer. El tiempo para ella era de otro orden, volvía a aclarárselo una y otra vez porque no entendía estar tumbada sin otra cosa que hacer que echarse agua y hablar, mejor dicho gritar. La mujer árabe reía y chillaba enloquecida cuando la americana le preguntó dónde estaba la ducha de agua fría. Nunca me he duchado con agua fría, decía, y Dios me libre de hacerlo. La americana le contó que no podría ducharse sin acabar con agua fría, sobre todo al volver de esquiar, y cómo una vez en Suecia tuvo que romper el hielo para meterse en el agua helada de un lago después de una sauna. Resultaba ahora tan exótico lo que contaba a gritos para hacerse oír, con una voz que sin embargo, quizá por falta de costumbre quizá por el temblor de los ruidos en ese espacio cerrado, no alcanzaba a hacerse un lugar en el bullicio, ni en el vaho húmedo y caliente, ni en la luz de rayos altos y horizontales que dulcificaba las figuras y los rostros y convertía el lugar en un sueño. Aquí no cabía hablar de más nieve que la de los esplendorosos tiempos del pasado, la nieve para el deleite, para el placer, para conservar los manjares o atemperar la piel, no para la brutalidad y la agresión del deporte: nieves que los árabes traían desde los países septentrionales viajando de noche y ocultando de día los mulos cargados de hielo en las grutas profundas que jalonaban los largos recorridos, para llegar a los palacios de los califas con una mínima parte de la carga inicial. Una entre las mil exquisiteces de que disfrutaban los árabes cuando los occidentales estábamos sumidos aún en las llamadas tinieblas de la Edad Media.
Habíamos pedido a la vieja beduina que viniera a masajearnos.
Tres veces juró por estos ojos que las próximas seríamos nosotras, pero otras mujeres se le ponían delante y aunque ella juraba, chillaba y protestaba, a nosotras nos olvidaba. Llevábamos tres o cuatro horas, quién podría saberlo, en este lugar y habíamos comenzado a perder el sentido del tiempo. Ya no molestaban los gritos de los niños, ni el eco de las conversaciones que se deformaban de pared a pared. El placer del agua tibia, el cuerpo distendido, tumbadas y apoyadas contra esas paredes del siglo XI donde tantísimas mujeres antes que nosotras habían hecho lo mismo, dejamos correr el tiempo y perderse su noción sin reparar en que quizá éste fuera después de todo el gran placer que ya casi nos está vedado a los occidentales.
Cuando volvimos a la sala principal para vestirnos, estaba llena.
Junto a nosotras dos chicas jóvenes parecían esperar a alguien y una de ellas con un niño comenzó a interpelar a Teresa. Estás casada. Quién es tu marido. Ah, es sirio. De qué aldea, de qué familia, de qué clan. Pasó luego a interesarse por el mundo occidental y se reía al oír las respuestas.
La hermana que estaba a su lado tenía esos ojos grises que sólo he visto en Siria, gris transparente, felino y misterioso, pero eran ojos tristes, ojos sin proyectos, pensé, o tal vez son los ojos de una mujer cansada porque acaba de parir su primer hijo y tiene a la madre y a la suegra junto a ella marcando su camino y su destino. Pero aun así eran tan hermosos que le pedí permiso para hacerle una foto. Me dijo que sí con la cabeza y enseguida fue a ponerse el pañuelo, pero yo lo interpreté como una coquetería y disparé. La chica al darse cuenta se sentó desolada a punto de llorar mientras la suegra y la madre la regañaban, me dijo Teresa, por haberse dejado fotografiar sin pañuelo. Ella apenas protestó y no intentó siquiera defenderse. Yo no sabía qué hacer y no podía comprender qué cosa tan grave había ocurrido. Teresa me lo contó tras salir en defensa de la chica, porque para esas mujeres no importa andar desnuda ante las otras mujeres, pero ante los hombres, con excepción de los que no se pueden casar con ella, marido, hijos, padre o hermanos, no hay que mostrar jamás ni un solo cabello, y una foto quién sabe quién puede verla.
Sin embargo hice una foto a la matrona que regentaba el lugar, sin velo, y a su hija, que a todas luces estaba a sus órdenes y sería su heredera. Hijas sumisas, a la sombra de sus madres, que jamás tendrán ocasión de rebelarse, sin otro destino que enseñar a su vez a sus hijas el recto camino de la docilidad, el inamovible sendero de la vida, el que los musulmanes han dictaminado que escogió para ellas el Profeta hace ahora dieciséis siglos.
Mi destino en la taza de café.
Adnán me había prometido llevarme aquella misma tarde a ver a Yamid, un amigo que me leería el destino en el poso que el café deja en la taza. O sea que cuando Teresa y yo volvimos a su casa, ya estaba él esperándonos para salir.
Teresa se quedó a preparar sus clases y él bajó conmigo a la calle y tomamos un taxi.
Cuando logramos salir del atolladero del centro nos metimos por la avenida Bagdad desde donde entramos en el barrio cristiano, nos apeamos en la plazoleta Al Itiyad junto a Bab Tuma y nos acercamos caminando a la peluquería donde Yamid trabajaba. Pero Yamid no estaba. Estará en su casa, nos dijo otro peluquero, en la ciudad antigua.
El barrio estaba muy animado, eran las siete de la tarde y en la calle no cabía una persona más, lo que no impedía que siguieran circulando a marcha de hormiga los coches que se abrían paso con el sonsonete rítmico de sus bocinas. Parecía un día de fiesta. Había pocas mujeres con pañuelo, pero las había, musulmanas que habían venido a comprar, porque las tiendas, resplandecientes, abiertas y animadas, tienen fama de ser las mejores del país. Los chicos, de dos en dos o de tres en tres, paseaban cogidos de la mano saludando a los amigos y deteniéndose a charlar. Y las mujeres con mujeres también, aunque fueran cristianas, con el cabello al aire, largo, encrespado y rizado, y a veces incluso con tejanos.
Las peluquerías cierran los lunes porque son las únicas tiendas que están abiertas los viernes, me dijo Adnán, y para que la gente lo sepa dejan el tendedero para secar las toallas en la puerta.
Los viernes cierran los musulmanes, los judíos cierran los sábados, los domingos cierran los cristianos, los lunes los peluqueros, los martes los museos, los miércoles cierran los de Homs, una especie de Lepe sirio que carga con todas las bromas y chistes, y los jueves cierran los drusos y se casan los musulmanes que han tomado de los franceses, y éstos de los ingleses, la ruidosa costumbre de formar una caravana tras los novios pitando desaforados como si los impresionantes ornamentos de flores no fueran suficiente para llamar la atención. Las floristerías exhiben en la calle modelos especiales de combinaciones florales para los coches y gigantescos ramos para regalar no sólo a los novios sino a todo el mundo, una especie de mastodónticas cestas radiales de rosas colocadas con orden para formar un tejido de dibujos. Incluso los restaurantes tienen grandes hornacinas forradas de claveles rojos y blancos, dentro de las cuales se sientan los novios. La boda es lo más importante de la vida social siria. Con la promulgación de la ley que autorizó el comercio con los países de Occidente, a raíz de la guerra del Golfo, terminó la austeridad de los años anteriores y ahora, una vez consolidadas sus fortunas, los más ricos se han lanzado a la ostentación más desenfrenada y el precio de la ceremonia nupcial alcanza cifras que fascinan a los más humildes. Hoy día hay bodas que cuestan no menos de diez millones de liras sirias, me dijo Adnán, unos treinta millones de pesetas. Y el clamor del éxito y del dinero es tan grande que del vídeo de los ricos y famosos se venden copias para que todos puedan admirarlas y copiarlas. La reacción no se ha hecho esperar: ha comenzado a resurgir la boda al estilo tradicional aunque con cierta influencia occidental. Para muchos sirios la vuelta a la tradición de sus mayores supone una victoria sobre los que se dejan arrastrar por las corrientes que llegan de Occidente y menosprecian lo propio. Quedan lejos, afirman, los tiempos en que los sirios preferían lo occidental, porque hay marcas y productos sirios en abundancia y el papanatismo ha quedado limitado a muy pocas personas. Para otros, en cambio, la vuelta a las bodas tradicionales es una muestra de retroceso de la sociedad siria, una vuelta al fundamentalismo, al integrismo; mejor dicho, no una vuelta porque aquí nunca lo hubo, pero si una tendencia hacia las costumbres ortodoxas más estrictas. Como en todos los estamentos de la vida siria, el dilema parece plantearse entre integrismo y occidentalismo, sin que hasta la fecha se haya encontrado otro camino propio que no sea el de América o el del Irán y de Arabia Saudí, aunque parece imponerse poco a poco el intermedio de Al Assad. De ahí la aceptación que tiene en buena parte de su pueblo, aun a costa de imponer una forma de gobierno, la dictadura, que a Occidente le repugna sólo desde hace algunos años, dijo Adnán.
En cualquier caso los padres, sea cual sea su condición social, gastan lo que tienen y lo que no tienen para mostrar su patrimonio.
Setrak, el chófer del primer coche que alquilé al cabo de unos días, me contó que había roto con su hija -está muerta para mí y para toda mi familia, decía con profunda convicción- porque se había enamorado de un armenio como ella y se había casado con él en Armenia, no en Damasco como él habría querido para poder así invitar a los amigos y parientes al festival nupcial para el que, muy probablemente, había estado ahorrando toda su vida. Porque en una boda se invita a cientos de personas y a veces a miles, y las mesas de los banquetes están repletas de todos los alimentos del mundo, hay flores por doquier, y los trajes de las novias son un alarde de fantasía de arabescos, lentejuelas, volantes, bordados con perlas y frunces, y faldas superpuestas, una exhibición de riqueza que mantiene embobadas a las mujeres frente a los escaparates.
Al entrar en la ciudad antigua por Bab Tuma, nos encontramos la minúscula acera de la derecha llena de cestas de flores que apenas dejaban pasar. Tras ellas una escalerilla con exiguos escaparates a ambos lados mostraba una serie inacabable de esos trajes brillando bajo focos potentes que desafiaban la última luz del sol apenas visible en la umbrosa penumbra de las calles antiguas. Vestidos de novia, con bordados a mano y diminutas perlas cosidas formando cenefas que habrían ocupado durante meses a cientos de costureras, sepultadas en damascos, brocados, tafetán, cintas, lazos y flores de pedrería; vestidos para las invitadas, las madres, incluso las abuelas, en uno o varios colores tan brillantes que ni siquiera el arco iris en sus mejores momentos se le puede comparar. Verde esmeralda, rojo fuego, azul añil. Entramos y recorrimos esa casa antigua convertida en tienda que se inauguró ayer, nos dijo el dueño ufano, y que los vecinos y amigos habían llenado con los monumentales ramos de nardos y rosas cuya espesa fragancia invadía escaleras y aceras, para desear suerte y muchos años de vida al propietario y a su nuevo comercio.
A la salida me llamaron la atención varias mujeres vestidas de azul. Es el hábito celeste de la Virgen María que algunas mujeres cristianas visten durante el mes de mayo, me dijo Adnán, lo que significa que durante todo el mes sus cuerpos no serán mancillados por ultraje alguno a su pureza. La Iglesia católica, añadió, tampoco parece tener mucho aprecio por los dones naturales con los que nos ha adornado Dios. En esto y en muchas otras cosas es tan obcecada y puritana como los fundamentalistas.
Yamid el peluquero vivía a la entrada de Bab Tuma en una casa árabe de mil años de antigüedad, me dijo orgulloso su inquilino. Constaba de un patio al que daban las habitaciones de la planta y la galería porticada del piso superior donde se hallaban las viviendas de otros inquilinos, al que accedimos por una escalera lateral desvencijada. Eran habitaciones grandes abiertas a la galería, de altísimos techos de casi cuatro metros, pintados y descascarillados que nadie había retocado ni adecentado en varias generaciones. En la que vivía Yamid con un hermano y una hermana había, además de dos sofás, un sillón, tres camas, una hornacina gigantesca donde descubrí la televisión, tres aparatos de radio de distintos periodos, una plancha, un inmenso Cristo de metal dorado, libros por todas partes y varios electrodomésticos. Cuando llueve, me explicó, entra el agua a cántaros, aunque tenemos suerte porque como el suelo de baldosas está en las mismas condiciones que el techo, el agua no permanece sino que se filtra a través del pavimento y desaparece.
Por las mañanas Yamid estaba empleado en un banco y al ser cristiano los domingos tenía derecho a dos horas libres para ir a misa, las tardes las pasaba en la peluquería del barrio cristiano, y al salir trabajaba de guardia jurado.
Además tocaba la guitarra, era poeta y adivinaba el porvenir. Hablaba francés con un acento peculiar, muy despacio, y como muchos árabes de Damasco lo hablaba mejor que lo entendía.
Salimos a la galería, a la que, además de las habitaciones de otros inquilinos, se abría una cocina minúscula y un baño comunes. Yamid trajo sillas y una mesita y se fue a preparar el café. En un rincón junto a la barandilla y a la vieja y oxidada máquina de lavar, se amontonaban varias maletas, sillas sin patas y hierros retorcidos.
Era la hora mejor de Damasco.
El bullicio y la multitud de la calle tan cercanos en esa parte no cubierta de la galería parecían estar al alcance de la mano y tenían el color de mil vidas superpuestas. El cielo estaba pálido y había comenzado a correr el aire.
Salió Yamid al cabo de un momento y me dijo que me sentara y que como su francés no era demasiado bueno hablaría en árabe y Adnán traduciría. Tomé el café turco hirviendo, sorbiendo primero el vaho caliente para acostumbrar la boca a tan alta temperatura como me había enseñado Fathi, y cuando no quedó más que el poso, lo eché en el platito siguiendo las instrucciones de Yamid.
– Tú no crees demasiado en estas cosas, ¿verdad? -me preguntó.
– Bien, no sé, es la primera vez que lo hago, en realidad estoy esperando a ver qué pasa.
Corría el viento más ligero y sentí frío.
Él dejó la tacita boca abajo y se puso a hablar con Adnán en árabe.
– ¿Qué ocurre? -pregunté yo temerosa de que ante mi falta de fe hubiera decidido echarse atrás.
– ’Cinc minutes’ -dijo él abriendo la mano para que yo viera los cinco dedos-, tiene que secarse el café para que pueda leer los dibujos que deja el poso en el fondo de la taza.
El café se secó por fin. Cuando tomó la tacita, la miró y comenzó a leer los dibujos; era casi de noche. Un cuarto de luna había aparecido sobre el pedazo de cielo entre las casas, y el depauperado techo de la galería con sus adornos damascenos en madera de mil años se había convertido en lujosa marquetería que se recortaba en el firmamento a punto de oscurecerse. Comenzó por hablar del pasado en unos parámetros extraños que sin embargo entendí con toda claridad aunque estaba más interesada en descubrir la ley general que los regía, y que él habría de utilizar para que cupieran en ella todos los destinos del mundo, que en mi propio pasado.
Pero aun así, me dejó atónita comprobar cómo había penetrado en el reducto de mi intimidad y transitaba por él con la mayor naturalidad.
No sé si porque todos llevamos escritos en el rostro nuestro interior y nuestra historia o porque él había aprendido la antigua ciencia de la adivinación o porque era cierto que los dibujos que el poso había dejado en la taza eran escrituras abiertas que me delataban, pero no tuve más remedio que admitir cuánto había de cierto en todo lo que decía. Al oír a Adnán y Yamid repasando en árabe mi vida anterior, tan lejana de esa galería damascena en el corazón de la antigua ciudad que a esa hora ya olía a menta, anís y rosas, me invadió una melancolía que apenas pude disimular. Sin él saberlo iba nombrando uno tras otro los errores del pasado que ya no tenían remedio, bien lo sabía yo, y los aciertos, y sus causas. Y las relaciones y pleitos nunca desvelados con los falsos amigos, con los enemigos. Me eché a temblar. Pero, ¿quiénes son?, ¿dónde están? Ahí están, decía, ahí están agazapados esperando el fracaso, pero tú tienes en tu mano la llave, los recursos, la solución, decía, como si mi vida hubiera sido una lucha a brazo partido contra quienes me querían mal y en este momento preciso se vislumbrara la victoria. Luego habló del presente en el que, demasiado ocupada en mirar cuanto había a mi alrededor, yo no había vuelto a pensar desde mi llegada a Damasco y me pareció que también sabía interpretar lo que yo ahora descubría.
Después de todo, como me había dicho Adnán hacía un par de horas, quizá fuera cierto que los peluqueros y las peluquerías eran la antesala de los psiquiatras. Tal vez por una transmisión de pensamientos, quién sabe si de él a mí o de mí a él, llegué a adivinar lo que iba diciendo en árabe con su melodiosa voz de cantaor, lenta y suave, que Adnán traducía cuando él callaba y dejaba la mirada y la expresión en suspenso. Y después el futuro, con los éxitos y los fracasos, y la enfermedad mortal de ese amigo cuyo nombre comenzaba por la letra S al que yo habría de ayudar, y la resolución de conflictos ancestrales casi de tan antiguos, y la esperanza, y esa fecha, el 7 de julio, en la que de improviso llegaría la persona que habría de abrirme la puerta a lo que, quizá sin saberlo yo misma, había esperado y temido desde siempre y a lo que por fin me rendiría. ¿Un nuevo amor? ¿Una cascada de millones? ¿Un interminable viaje sin regreso? ¿El reconocimiento de los iguales?
Era ya de noche y, mientras Yamid leía los dibujos de la taza de Adnán, volví a pensar en lo que sus palabras habían hecho surgir en mi memoria y me puse a temblar de frío o quizás de expectación y temor por el futuro que, como se descubre en este país, ya es pasado, y por el día de mañana que, como dice mi hermana Georgina, ya es hoy.