40406.fb2 Viaje a la luz del Cham - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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VII. el valle del Orontes.

Me despertó casi de madrugada el chirrido de las ruedas. Desde mi ventana las vi, una de ellas la noria Al Mohamadi de casi veintiún metros y la otra, retirada en el río, algo más pequeña. Son las famosas norias de madera de Hamma, la ciudad de la brutal represión de 1982 de la que la tarde anterior me había hablado el político.

Hamma.

Hamma es una hermosa ciudad llena de jardines por la que discurre en plácidos meandros el Orontes, interrumpido su curso por esas inmensas norias cuyo gemido llena el aire día y noche. Hamma es el bastión de los integristas, una ciudad estrictamente ortodoxa cuyos habitantes son los más conservadores del país. Todas, o casi todas, las mujeres llevan pañuelo y muchas de ellas van veladas, es decir, les cubre la cara un velo negro tan espeso y tan largo que si no fuera por la dirección de los pies no se sabría en qué dirección van a ponerse a caminar, tan hieráticas como si escondieran un paraíso de placeres que están vedados a todos los hombres. Es también una ciudad muy rica que vive del comercio y de las grandes extensiones de cultivos que sus habitantes tienen en el valle del Orontes.

Los restaurantes al borde del río, lujosos o populares, estaban llenos de familias que celebraban la fiesta comiendo toda clase de ensaladas, frutas, verduras y carnes suculentas esparcidas en fuentes sobre la mesa como en los banquetes orientales. La música de los altavoces competía con el chirriar de las ruedas y con los gritos de los niños que se encaramaban a ellas y se echaban al agua entre aplausos de la multitud. Las mujeres levantaban los velos para comer y sus hijos correteaban alrededor de las mesas vestidos de fiesta, lazos y cintas en las largas cabelleras de las niñas como si aprovecharan los años que les quedan de inocente ostentación y libertad.

Una de las mujeres al irse a llevar un pedazo de carne a la boca me miró con extrañeza. Pues si supieras lo rara que me pareces tú a mí, dije para mis adentros manteniendo su mirada hasta que se recluyó de nuevo bajo el velo, tras un telón, como un chasco. Ella me ve a mí, pensé entonces, y yo no puedo verla a ella. E inquieta no supe a dónde mirar.

Aquella mañana, antes de que Adnán y Teresa se levantaran, había dado vueltas por la ciudad antigua, cuya historia comenzó, como la de todas las ciudades de este país, hace tantos cientos de años que apenas alcanzo a imaginarlo si no es en los parámetros de mis elementales conocimientos.

Hamma, que se llamó Hamate, fue ocupada hace cuatro o cinco mil años por los sumerios y más tarde por los arameos, fue destruida por los hititas en el 720 a.C., dominada más tarde por Babel, Persia, los seléucidas, los romanos y los bizantinos, hasta que fue conquistada por el Islam en el 639.

El guía que aquella mañana en el bar del hotel esperaba un poco aburrido a que los turistas acabaran de desayunar, me había contado, sin que yo se lo pidiera, que cuando después de los omeyas la ciudad se convirtió en capital del reino de los ayubíes, un geógrafo famoso llamado Abul Fida había sido su más preclaro monarca. Quizá, dijo, las norias romanas fueron recompuestas en aquella época, y por complicadas y primitivas que puedan parecer, siguen rodando y subiendo el agua a los acueductos tras tantos siglos de funcionamiento. Quedan aún más de cien norias, de las cuales dieciséis están en la ciudad y las demás en las afueras. Gracias a ellas hemos conservado nuestra riqueza a lo largo de los siglos, y los jardines y huertas se han extendido en las dos márgenes del río. No hay otra ciudad con más agua en toda Siria. Yo no sabría vivir sin el constante crujir de la madera de las norias.

Hablaba sin poder contenerse, pero cuando después del primer café, le pedí que me diera su versión de lo que había ocurrido en Hamma en febrero de 1982, todo atisbo de expresión se borró de su rostro, se levantó y sin apenas decirme adiós se dirigió al vestíbulo del hotel para desaparecer escaleras abajo.

Una somera visita a la ciudad que ardía en fiestas como todo el país me llevó al Museo, en el antiguo palacio Azem, donde se reproduce la estructura de la antigua casa siria. Consta de un patio central con limoneros, una magnolia y jazmín, y el ‘liwán’, la gran habitación para recibir, abierta sobre el patio, es amplio y tiene las paredes adornadas con azulejos.

Los colchones son de lana que se lava y se airea con varas al entrar la primavera, como se hace aún durante la limpieza anual en las azoteas de muchos otros países del Mediterráneo. Países, sobre todo los árabes, tan amantes de las limpiezas aunque tan poco dotados para conservar su patrimonio.

Un solo testimonio vivo de aquel mes cruento encontré en la ciudad, además de paredes machacadas aún por los tiros, alguna ruina abandonada y el barrio de Hadra en escombros. Nadie quiso contarme lo que había ocurrido, ni en el Palacio Azem, ni en el restaurante junto a las norias donde entré a tomar una cerveza, nadie parecía recordar o quería hacerlo. Nadie, excepto el viejecito que tomaba el sol en la plaza, que había visto la dominación de los franceses, y tantas, tantas cosas, decía moviendo la cabeza inclinada sobre el puño de su bastón, que para el tiempo que le quedaba por vivir se podía permitir no tener miedo. En vano esperé a que comenzara, no hacía más que mover la cabeza como si no pudiera creer lo que veían sus ojos al rememorar aquellas fechas. Entonces yo me senté junto a él a leer la guía inglesa de 1982, la única que daba alguna explicación de esa breve y cruenta batalla.

Los hermanos musulmanes pertenecen a una secta que fundó un egipcio con el fin de imponer la legislación musulmana, la ‘charía’, a todos los países árabes. En Siria se dio a conocer a finales de los años setenta actuando con fondos procedentes del Iraq y Jordania. Comenzaron entonces los atentados y muchos de sus miembros fueron encarcelados. Los hermanos reaccionaron con manifestaciones contra el régimen, y hubo varios meses de incertidumbre y miedo, porque había la creencia generalizada de que estaban a punto de tomar el poder.

El 2 de febrero de 1982 un destacamento de noventa soldados decidió asaltar una casa del barrio antiguo donde pensaban encontrar un depósito de armas. Pero fueron víctimas de una emboscada de los muhayirines armados que después de matarlos o llevarlos presos, se apostaron en las azoteas, tomaron una serie de edificios de la administración y de las fuerzas de seguridad, se hicieron con los depósitos de armas del ejército y se declararon en rebelión. Al día siguiente los vecinos de la ciudad oyeron la voz de los almuédanos anunciando que Hamma había sido liberada y que a continuación lo sería todo el país. Y para empezar, los hermanos musulmanes ejecutaron el primer día a cincuenta funcionarios, agentes de la policía secreta y a otros “colaboradores”.

El gobierno envió ocho mil soldados de unidades especiales de la tercera división de blindados que rodearon la ciudad. La televisión mostró un arsenal de armas presuntamente americanas que se habían encontrado en los depósitos de los rebeldes. La ciudad fue bombardeada para facilitar la entrada de las tropas y los tanques en las calles estrechas. Los hermanos musulmanes se concentraron y se organizó una verdadera guerra en la que murieron entre diez mil y veinticinco mil personas, según las fuentes. El 15 de febrero después de varios días de bombardeos intensos, el general de brigada Mustafa Tlas, ministro de Defensa, anunció que el levantamiento había sido aplastado, pero la ciudad permaneció rodeada y aislada durante semanas, hasta que fue ocupada por el ejército que durante meses se dedicó a la búsqueda y registro sistemáticos de cada barrio, casa por casa y calle por calle. Miles de hermanos musulmanes fueron encarcelados, otros lograron salir del país hacia Alemania o Arabia Saudí desde donde se les había dirigido. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos fueron en realidad los muertos, se dice que los prisioneros fueron encerrados en estadios o en el aeropuerto militar y se les abandonó a su suerte sin alimentos ni bebida, que cientos de ellos fueron ejecutados, que se volaron las casas donde se creía que había rebeldes escondidos. Por su parte el gobierno difundió el 22 de febrero un mensaje de apoyo al presidente junto con informaciones de los miembros del Partido Baaz de Hamma en las que se acusaba a los hermanos musulmanes de haber asesinado a militantes del Partido y a sus familias y haber mutilado y abandonado los cadáveres en las calles. Y el comunicado añadía que se habían tomado represalias contra ellos y se les había “dejado sin aliento para siempre jamás”. Se dice también que a los que fueron a la cárcel de Palmira se les dio más tarde la oportunidad de escapar para poder acribillarlos a tiros como a ratas durante la huida por el desierto.

El viejecito levantó la cabeza temblorosa y me miró cuando le pregunté si todo esto era cierto:

– ¿Sabe? -me dijo con calma para que pudiera comprender su francés casi olvidado-, son igual de bestias los unos y los otros, son de la misma sangre, son hermanos. Si los hermanos musulmanes hubieran ganado habrían hecho las mismas atrocidades. -Se detuvo un momento para tomar aliento porque a todas luces la afirmación le había fatigado. Después, levantando los ojos al cielo como si no le fuera posible comprender tanta barbarie, dijo casi en un susurro-: Todos los países son hermanos, todos cometen las mismas crueldades. Unos en nombre del orden, otros de la civilización, otros en nombre de su dios, todo vale. Pasan los años y los siglos y la humanidad no cambia. Nada hace suponer que nuestra civilización sea distinta y mejor que las anteriores.

·Y créame -añadió poniendo la palma de la mano sobre la mía-, créame porque es cierto: en lo que se refiere a la moral, el hombre no ha avanzado un ápice desde que se construyeron esas ruedas.

El chirrido de la madera girando sobre sí misma se hizo de pronto más evidente.

– Ni desde mucho antes -dijo-, ni desde que el hombre es hombre -y volvió a sumirse en sus pensamientos.

El Orontes.

Adnán y Teresa pertenecían a este tipo de pareja constituida por dos personas de marcada y peculiar personalidad, cariñosos, inteligentes y amables, con los que era fácil congeniar, hablar y divertirse pero que una vez juntas cambian de forma tan radical que su presencia crea una tensión extraña y siendo tan encantadores pueden llegar a ser insoportables. No hacían más que pelearse aunque jamás abiertamente, llevándose la contraria a veces, siempre con ese cariño que emplean entre sí las personas que quieren dar la impresión, a los demás y quizá a sí mismos, de que son una pareja perfecta. Como si tuvieran necesidad de afianzarse en la creencia de que habían de estar juntos y hubieran olvidado por qué.

El día anterior les había dejado discutiendo sobre la hora en que debíamos encontrarnos para el desayuno, y al ver que no se aclaraban les había dicho que sería mejor encontramos a la hora de comer porque yo me levantaba pronto y visitaría sola la ciudad.

Cuando llegué al hotel no era mediodía aún pero ya habían almorzado y tenían una prisa exagerada por visitar el valle del Orontes.

– El Orontes es un río muy largo, de unos 366 kilómetros, que nace en las montañas del Líbano y desemboca en Turquía, cariño -dijo Teresa mientras se abrochaba el cinturón.

– Así es -asintió un poco burlón Adnán.

A Teresa se le despertó de pronto ese sentimiento vago de querer demostrar cuánto sabemos sobre un asunto determinado con la intención no tanto de informar, como de mostrar lo poco que saben los demás. Y continuó:

– El Orontes, que en árabe se llama Nahr al Assi y significa río rebelde, nace en las montañas del Líbano cerca de Baalbeek, y desciende hasta entrar en Siria donde le detiene al sur de Homs una presa construida en el segundo milenio a.C. Hoy día, convenientemente modernizada, se llama lago Qatina. El Orontes sigue en dirección norte, atraviesa Homs y más tarde Hamma, y allí se diversifica en mil corrientes que antaño dieron lugar a una zona pantanosa, cuya desecación y canalización iniciaron los griegos, siguieron los árabes y hoy han terminado los holandeses y los rusos con un crédito del Banco Mundial. Es ahora una de las zonas más fértiles de Siria donde se cultiva el trigo, la cebada, la remolacha azucarera, el garbanzo, el girasol, el comino y toda clase de árboles frutales. En su último tramo, el río llega a la parte turca que los sirios no reconocen, pasa por Antioquía y desemboca en el Mediterráneo.

– ¿No querías información?

– preguntó Adnán volviéndose hacia mí-, pues ahí la tienes -y añadió-: Ahora entraremos en el valle del Orontes.

– También el valle es muy largo -interrumpió Teresa- de hecho es una región que se extiende de norte a sur en una superficie de cuarenta kilómetros cuadrados. No podremos visitarlo de arriba abajo, ya lo sabes. Hemos de estar en Salamiye a las ocho de la tarde y ya son cerca de las dos, así que vosotros veréis.

– Podríamos ir a Afamia, ¿quieres? -dijo en tono conciliador Adnán, pero no pudo resistir la tentación de disparar un dardo a su mujer-: Afamia no es tan larga.

Teresa no se arredró:

– Ni tan larga ni tan ancha.

Las ruinas de la antigua ciudad de Afamia -y se le puso la voz un poco nasal- se encuentran a unos cincuenta kilómetros hacia el norte, una cordillera en la extremidad más oriental del valle.

– ¿Todo esto lo has aprendido de memoria en la guía antes de salir? Ahora comprendo por qué hemos tenido que esperarte -dijo Adnán sólo por molestar, estoy segura, porque él sabía de sobra cómo conocía su mujer este valle, Afamia y el país entero, y tanto ella como él sólo estaban aquí por deferencia hacia mí. Y sin embargo…

– ¿Esperarme a mí? Fuiste tú el que perdiste…

Me eché hacia atrás para no verme obligada a descifrar los misterios de la convivencia, volví la cabeza hacia la ventanilla y dejé que el viento se llevara sus palabras. Habíamos salido de la ciudad y corríamos por una carretera muy estrecha y concurrida que en dirección norte corría paralela al río y bordeaba el ancho valle en su parte oriental. La fertilidad de las tierras bajo el sol hería los ojos, los chopos despeinados por el viento se levantaban en larguísimas barreras junto a los canales escondidos bajo los lirios y los junquillos. Tras ellos, grandes extensiones de campos amarillos del sol de junio habían quedado desiertos por la fiesta y el trigo, en buena parte segado ya, yacía amontonado sobre los rastrojos. Más allá extensiones de girasoles levantaban como un ejército sus tallos duros y ufanos y sus corolas abiertas porque éste había sido un año de lluvias. En las aldeas algunas casas tenían pintada la ‘kaaba’ como señal de bienvenida a los que habían ido a La Meca y habían de volver esta semana. La carretera y los caminos estaban llenos de coches, de carros, de motos, camiones y camionetas y del trotecillo de las mulas: las familias iban a visitarse y se obsequiaban unos a otros con bebidas a la sombra de las higueras, junto a la ropa tendida y las pieles de cordero que seguían ondeando al sol y secándose en las azoteas. Al campo no habían llegado los fundamentalistas: las mujeres no iban veladas sino muy pintadas, todas vestidas con trajes largos de satén o damasco de colores vivos y tocados en la cabeza, y los hombres llevaban chilabas impolutas con la chaqueta encima y se cubrían con grandes turbantes de colores, o con el pañuelo a cuadros, el ‘kufie’.

En Damasco no había visto una sola moto. Al parecer estaban prohibidas debido a que alguien consideró que eran peligrosas. Aquí en cambio las había de todas las épocas y de todos los modelos. Nos seguían las motos adornadas como caballos enjaezados y las madres montadas en ellas nos mostraban orgullosas a los bebés que llevaban en brazos. Algunas motos llevaban familias enteras, padre, madre y cuatro hijos. Vi a un tipo conduciendo con una sola mano porque en la otra llevaba una niña en brazos.

Los que montaban las más grandes, las carenadas, zigzagueaban apabullando al tráfico con la cara envuelta en lienzos como los tuaregs del desierto, o los antiguos beduinos cabalgando en sus camellos.

Afamia.

Se dice que en los tiempos antiguos el faraón Tutmosis II venía a este valle y a estas tierras a cazar elefantes y que fue aquí donde mil años más tarde Aníbal enseñó a los sirios a utilizarlos con fines bélicos. Fue también aquí, en el extremo este del valle y sobre una pequeña cordillera, donde Seleucos I, lugarteniente de Alejandro Magno, fundó hacia el año 300 a.C. la ciudad de Afamia, que en la época romana llegó a tener más de 120.000 habitantes. Entre sus grandes glorias que conocen todos los vecinos figura la visita de Marco Antonio y Cleopatra a su vuelta de una campaña contra los armenios en el Éufrates. No quedan sino ruinas de aquella ciudad que incluso ha perdido su nombre glorioso. Hoy día Afamia se llama Qalat al Mudiq.

Las ruinas son en su mayor parte de la época griega y romana porque, poco antes de la invasión árabe, en el 636, la ciudad fue arrasada por los persas. En un monte cercano se mantienen aún en pie las fortificaciones de la época de los cruzados que dominan todo el valle, el río y los canales que desecaron los holandeses, los altos montes tras los cuales se extiende el llano y más allá el mar, y al frente sobre la cumbre de la montaña, los dos kilómetros de la columnata de Afamia del siglo II se destacan en la línea del horizonte como un desfile de hormigas.

Poco recuerdo de este primer viaje a Afamia. Adnán y Teresa, con una prisa de ningún modo justificada, me hicieron entrar en primer lugar en el edificio del museo, un antiguo y monumental ‘jan’, la posada árabe para hombres y animales, y casi a paso de marcha recorrer sus cuatro naves abovedadas.

Apenas tuve tiempo de sorprenderme por el aspecto escorado y asimétrico de la arquería, ni por las losas bizantinas del patio donde crecían las flores amarillas de la manzanilla olorosa. Ni menos enterarme de la historia del acueducto y de la princesa de Afamia que un guía estaba contando a una pareja de búlgaros.

– ¿Cómo sabes que son búlgaros?

– me preguntó Teresa.

– Son búlgaros que trabajan en una presa nueva del Éufrates, he oído que se lo contaban al guía -replicó Adnán-. Pero no nos entretengamos, vamos a llegar tarde.

– Sí, vamos a llegar tarde -repetía ella.

– Pero, ¿a dónde hemos de ir?

– preguntaba yo-. Dejadme que oiga la historia de la princesa de Afamia.

– No es más que un cuento -dijo Adnán-, el cuento de siempre. El cuento de la princesa que ofreció su mano a quien llevara agua a su palacio y a su ciudad.

– Y ¿quién se la llevó?

– El príncipe de Salamiye hizo construir el acueducto, llegó el agua a palacio y se casó con la princesa.

– En aquel momento, y más tarde también, para ser príncipe bastaba con tener varias docenas de ovejas -añadió Teresa que no tenía el día romántico.

Nos habíamos metido en el coche y estábamos subiendo la cuesta hacia las ruinas. Fue un paseo rápido por la columnata donde vuelan los vencejos y anidan las águilas bajo los capiteles, plagado el suelo de tiernas amapolas rojas y piedras milenarias que fueron una vez el templo de Baco. Tuve un instante para abandonarme a esa sensación de plenitud que provocan los grandes espacios abiertos, las cordilleras y el eco de los cantos en los valles profundos, cuando son escenario y continente de unas ruinas que mantienen incólume la armonía a través de los siglos y la destrucción.

Pero había que seguir, no podíamos detenernos, ni visitar la acrópolis, ni el gran teatro, ni el triclinios. Yo intentaba rezagarme pero no lo logré. Adnán, que iba más adelante discutiendo con Teresa, volvió sobre sus pasos y me tomó de la mano con ternura casi, como si yo estuviera demasiado cansada para continuar sola.

Soplaba un viento furibundo cuando nos metimos en el coche y lo último que vi de Afamia fue la columnata perdiéndose en el horizonte azul recortado en la última luz de la tarde.

Requisitos de viaje.

Para viajar de una ciudad a otra los sirios utilizan en su mayoría los autobuses regulares, y los taxis con destino y ruta fijos y los ‘hophops’ que no tienen horarios y salen cuando están llenos y son los más populares. Son pequeños autobuses que cruzan el país en todas direcciones y a todas horas, decorados con infinidad de cenefas, franjas, orlas y ribetes de todos los colores imaginables, salpicados de ramilletes, encajes, guirnaldas y florones en toda la superficie de la carrocería sin que se salven ni los parabrisas, ni los guardabarros, ni los parachoques, y a veces dejando una impronta dorada en el espejo retrovisor y en los faros de las luces. En el cristal delantero exhiben grandes colgajos que limitan hasta extremos increíbles la visibilidad del conductor y el interior está tan lleno de adornos como la tienda de un beduino.

Los hay a miles. En Siria apenas se utiliza el tren porque hay muchas líneas abandonadas o en reparación que, al eternizarse las obras, caen en el olvido como en el caso de la línea de Damasco a Beirut, y porque los trenes son en general lentísimos e incómodos.

Las grandes líneas que hasta mediados de este siglo cruzaban el país desde Turquía para dirigirse a La Meca tampoco funcionan, tal vez porque los peregrinos prefieren ahora viajar en avión, que ofrece precios módicos sobre todo en las grandes ocasiones.

Pero, sea en tren, en autobús, en los ‘hophops’ o en taxi, hay que dar el nombre y el carnet de identidad o el pasaporte, al conductor que, una vez el coche lleno, coge todos los documentos, toma nota de ellos y pasa una copia a un miembro de la policía secreta, ‘muyabarat’, que los examina con atención. En cada estación de autobús hay una oficina de ‘muyabarat’ que comprueba que no se hayan vendido más billetes que asientos, examina la seguridad del coche, los permisos y hasta las caras de los viajeros, y si hay algún sospechoso se le hace bajar y se le interroga. Sólo entonces da la orden de salida. O sea que los que no quieren ser controlados, y tienen dinero para ello, alquilan un coche, porque en los coches particulares no hay control y pocas veces la policía los detiene. Los clandestinos, los presos que han logrado escapar, los perseguidos por la policía o la justicia, no tienen más remedio que viajar en coche si no quieren que los encuentre la secreta. Y aun así.

Estos controles eran muy estrictos a principios de los años ochenta, pero poco a poco se han ido relajando hasta convertirse, como ahora, en un mero trámite que se realiza con bastante rapidez.

De todo esto me enteré aquella misma tarde cuando al pasar por Hamma, decidí volver a Damasco en autobús. Adnán y Teresa comprendieron, o hicieron como que comprendían, y me dejaron en la estación, un hormiguero humano plagado de vehículos que llegaban de todas partes y salían también a todas las ciudades a medida que se llenaban.

Yo debí de comprar el último billete de un ‘hophop’ porque salió enseguida hacia Damasco. Pero aún tuve tiempo de ver desde mi asiento a Adnán y Teresa, amorosamente enlazados por la cintura y haciéndose carantoñas, dirigirse al coche en el que irían a Salamiye a pasar con su madre y sus hermanos los dos días de fiesta que aún les quedaban. Los imaginé solos en el coche, quizá besándose quizá erizándose mutuamente con sus preguntas y respuestas y me pregunté una vez más por los extraños poderes de la convivencia que puede convertir a dos seres tan encantadores y que tal vez se aman apasionadamente en una compañía tan incómoda. O quizá lo que desconocían era la forma de viajar juntos, porque de nuevo en su casa, al cabo de unas semanas, volvían a ser las personas encantadoras de los primeros días.