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Durante la investigación y redacción de la novela, contraje deudas impagables con varias personas. Astrid Stavro, muy al principio, cuando el relato era apenas un embrión, viajó a Vichy, husmeó, fotografió y, con el descaro de la juventud extrema, se metió en edificios y en hemerotecas, en las vidas de gentes, y regresó con un dossier sin el que nada hubiera sido posible. Basilio Baltasar, viejo amigo y editor emérito, con sus críticas acertadas y aceradas consolidó el manuscrito allí donde flaqueaba y contribuyó a darle consistencia y coherencia. Isabel y Basilio están en el corazón de muchas cosas. Ana García Siñeriz, Victoria Cohnen y Mar Sebastián de Erice leyeron la novela y me inundaron de sugerencias.
Y A. S. leyó una y otra vez todas las versiones de cada capítulo y me sostuvo cada día, en el desánimo y en la euforia, hasta ver completo el manuscrito.
A todos ellos mi agradecimiento.
Aunque esta novela tiene poco que ver con el Holocausto, del que se ocupa sólo de forma indirecta, sí he pretendido que quede explícita mi opinión de que el genocidio del pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial no fue obra de Alemania. Fue obra de Europa.