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«UNA DE LAS MÁS NOBLES Y GRANDES PERSONALIDADES CONTEMPORÁNEAS» *
El domingo 28 de julio de 1940 fue creada en Vichy la primera célula de la resistencia francesa. Lo sé bien porque yo fui uno de sus cinco integrantes.
Una aventura romántica e idiota, una chiquillada, el primer eslabón de una cadena de desgracias cuyas consecuencias algunos, por supuesto, fuimos incapaces de prever, mientras que a otros pareció dejarlos indiferentes. Nos habíamos puesto a luchar en una guerra perdida de antemano, ¿qué podíamos esperar de tan desigual batalla contra los amos del mundo?
Pienso ahora en el resultado final de todo aquello y me parece imposible, no que cinco años más tarde acabáramos ganando sino que no resultáramos triturados de un solo papirotazo nada más iniciar nuestra andadura, cuando sacamos el primer periódico clandestino y lo pegamos en la pared del hotel en el que dormía el mariscal.
También me parece imposible que aquel domingo de finales de julio llegáramos a hacer acopio del valor necesario para empuñar una pistola, pero sobre todo que encontráramos el arrojo indispensable para tomar la decisión moral de lanzarnos a una lucha desproporcionada. En fin, echamos a rodar una bola de nieve que nos acabó aplastando a todos (aunque, pensándolo bien, afirmar que nos aplastó a todos tal vez resulte un poco melodramático: algunos pudimos librarnos para ser testigos de la historia y poder contarla).
Recuerdo la fecha con tanta seguridad porque he pensado en ella una y otra vez durante todos estos años. No pasa un día sin que reviva la pesadilla en que se convirtieron nuestras vidas a partir de aquel momento. No pasa un día sin que maldiga aquel aburrido villorrio en el que, bajo el apacible aspecto de balneario burgués, fue establecido un verdadero infierno de tiranía, delaciones, hipocresía y mentirosa beatería, empezando por la razón misma que invocaron sus mentores para convertirlo en capital de Francia. La capital del mariscal Pétain. Vichy.
GVC. Ésas fueron las primeras siglas de la resistencia: GVC, Grupo Vichy de Combate.
Constituido solemnemente por todos nosotros aquel domingo 28 de julio de 1940, al regreso de las carreras de caballos.
Desde luego que sí. Y apenas tres meses más tarde, el grupo de héroes a su pesar que lo componían se había esfumado, arrastrado por su incapacidad de hacer nada a derechas. Uno, atado de pies y manos por su servicio al mariscal, no podía salir de Vichy y menos aún intervenir en las acciones de la resistencia. Otro había desaparecido, creo que en París, o al menos de allí nos llegaron las últimas noticias que tuvimos de él, mientras lo perseguía la policía por comunista. Un tercero no había regresado de Toulouse para prestarnos la urgente ayuda prometida antes de marchar: la organización del atentado con el que nos proponía inaugurar, mal que nos pesara, la fase de lucha armada contra los nazis. Y puesto que no acabó de llegar cuando lo esperábamos, cuando más lo necesitábamos, así, de un plumazo, nos quedamos huérfanos del único activista experimentado, curtido en la guerra de España, el único luchador que sabía fabricar una bomba. Es más, si no hubiera sido tan patético, resultaría risible constatar que, por culpa de esta circunstancia seguramente casual, el peso de la organización y ejecución del atentado recayó en el único miembro del GVC incapaz de cualquier violencia.
Sí, yo.
Yo, abandonado ahora a mi suerte justo al norte de la línea de demarcación que separaba la Francia ocupada por los alemanes de la Francia sedicentemente libre de los que se habían rendido a Hitler, «firmado el armisticio», decían ellos. Carecía de documentación válida con la que cruzar a la Francia libre, no tenía motivo que esgrimir para justificar mi presencia en el tren proveniente de París, iba sin armas con que defenderme y, lo peor, me faltaba el más mínimo deseo de sacrificarme por una causa que ni siquiera era mía. Una de las dos zonas era peor que la otra, es bien cierto, pero no hubiera podido decir cuál. ¿Cómo explicar a cualquiera de los gendarmes del norte o del sur que sin duda me acabaría deteniendo que yo no tenía nada que ver con una cosa o con la otra, que a mí no me buscaban los alemanes, se lo juro, ni la policía de Vichy? ¡Si era conocido del mismísimo mariscal, por dios, amigo del prefecto Bousquet! Hubiera negado, no tres veces, sino mil que me hubieran preguntado, mi relación con nada.
Ah, pero no. Quedaba Marie. Dios mío, Marie. La más valiente, la más decidida, la más fuerte de todos nosotros. Separada de mí en la Gare de Lyon por su irreflexiva manía de seguir sus impulsos sin cuestionarlos, había saltado del tren para recuperar los cuadernos de notas de Philippa von Hallen, olvidados sobre la mesa del cuartucho de los ferroviarios. ¿Qué falta nos hacían los malditos cuadernos? ¿Qué contenían que fuera tan precioso?
Sólo imaginar los peligros que le acechaban me provocaba una inacabable angustia. Metido entre los bultos que componían el atrezzo de la compañía teatral de Sacha Guitry (escondido de hecho en uno de los grandes baúles del vestuario del propio Guitry) en el vagón que nos trasportaba hacia Vichy, sólo tenía un pensamiento, el único capaz de vencerme el miedo: llegar cuanto antes a la capital para hacer cualquier cosa con tal de encontrar a Marie y recuperarla. ¡Yo! Esta Pimpinela Escarlata de pacotilla intentando poner remedio a un desastre sin paliativos, a una catástrofe que no habría sabido cómo arreglar si no fuera implorando misericordia, que no habría sabido remediar incluso disponiendo de todos los medios imaginables. Y por si hubiera faltado un detalle circense, cuando el tren aún no había salido de París, sobre el baúl dentro del que me encontraba mal respirando apenas por un par de boquetes practicados al efecto, apoyaban sus codos dos soldados de la Wehrmacht que, demasiado perezosos o confiados (¿qué les podía pasar en el París conquistado?, ¿quién habría sido capaz de eludir la búsqueda del ejército más poderoso del mundo?), esperaban en silencio a que alguno de los fugados, Marie, Philippa o yo, cometiera un error estúpido o tosiera o estornudara y desvelara su presencia. Sin embargo, en aquellos momentos de ansiedad, lo único que se me ocurrió fue pensar en el enfado de Sacha Guitry cuando viera que uno de sus preciados baúles de la casa Louis Vuitton había sido agujereado por algún vándalo.
Allí estaba yo, en efecto. Escondido entre la ropa muelle de un pomposo autor teatral era, como siempre, el que se las componía para salir mejor parado de un lance de estos. Ellos no podían imaginarlo porque debían suponer que de algún modo habíamos conseguido salir de la ciudad sin saber que en París quedaba Marie, sola, a merced del ejército alemán, sin lugar donde refugiarse, ni siquiera en el piso de sus padres, huidos al sur unos días antes, o en el mío de la plaza de Alma, ocupado ahora por un oficial nazi.
¿Qué habría sido de los demás?, pensaba yo a ratos. ¿Debían ser dados por muertos o tal vez simplemente desaparecidos porque no podían moverse de donde estaban escondidos? ¿Cuál de mis amigos estaba siendo torturado hasta confesar lo que quisieran sus verdugos? ¿Los habrían cazado como a conejos los gendarmes franceses, sus propios compatriotas, los primeros traidores a la patria?
Debería decir que ésta es la historia de todos ellos, de todos nosotros hasta que uno por uno fuimos desapareciendo disueltos en el olvido, pero mentiría.
Ésta es la historia de Marie. Sólo de Marie.
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(Por supuesto que aunque tan crucial momento de la historia fuera justificación más que suficiente para explicar los acontecimientos que siguieron, por absurdos, sublimes o cobardes que llegaran a ser, cualquiera con un mínimo de perspicacia habría podido denostar el ridículo ascenso de este presuntuoso balneario a la categoría de metrópoli. Pero, con el vendaval de pasión patriótica que la derrota había traído a las llanuras de Francia, ¿qué cínico querría mantener los ojos tan abiertos? Yo, desde luego, no me atreví.)
Oh, sí. El mundo entero, si por tal se entiende el limitado escenario de los acontecimientos que me dispongo a relatar, recordaría con un escalofrío este 30 de junio, domingo, día en que Vichy, modesta villa carente en el fondo de cualquier vocación que no fuera la de purgar por igual a elegantes de la Belle Époque y a burgueses de más limitados recursos, se convirtió en la capital de Francia. ¡Ja! La Francia libre, nada menos, que pronto recorrería el arduo camino de la regeneración patria bajo el mando del anciano mariscal, un mando que los crédulos y los débiles se apresuraron a calificar de prudente pero firme y necesario. Vaya, eso dijeron hasta los cínicos de mi calaña, aunque no nos lo creyéramos. Bueno, el propio Philippe Pétain lo había proclamado en su discurso de armisticio (de rendición, en realidad): «El espíritu de placer se ha impuesto sobre el espíritu de sacrificio; por eso, habiendo eludido cualquier esfuerzo, los franceses se han encontrado frente a la desgracia».
Ya lo anunciaba el mariscal. Se había acabado la molicie. Y las desgracias de la patria a las que había aludido eran culpa de los franceses. Ahora les tocaba a ellos expiarlas por haber enfangado al país en el vicio y el descreimiento. En fin, así era el lenguaje de aquel tiempo.
Hasta pocas semanas antes Vichy había sido la capital de los balnearios de Europa. Políticos, elegantes de una decena de nacionalidades diversas, demi-mondains, cortesanas, parásitos, hombres de negocios más o menos turbios, turistas y simples curiosos poblaban sus calles y ocupaban de forma regular, año tras año, sus más de trescientos hoteles. Pero la nueva guerra se había encargado de acabar de un plumazo con el espíritu de’vacaciones y despreocupada diversión. Y mientras el turismo internacional se disponía a buscar otros lugares de solaz, el destino tenía reservado a Vichy momentos de distracción bastante más lúgubres.
Ah, sí, se había terminado la molicie.
El 30 de junio de 1940 el nuevo gobierno de Francia llegó para instalarse en Vichy.
Incluso una estúpida a la que yo apreciaba sinceramente como Mme. Letellier, la más fiel de las dientas del hotel du Pare, en el que pasaba cada año un mes de vacaciones estivales más los veintiún días prescritos por su médico para tomar las aguas -las de Chomel, por dios, que son calmantes y curan las migrañas-, tuvo que acabar silenciando resignada sus quejas ante la dirección del establecimiento: el apartamento que, con puntualidad religiosa, ocupaba durante siete semanas al año junto con su dama de compañía y las dos doncellas de casa, había sido requisado por las autoridades para que pudiera instalarse en él el despacho de monsieur Fierre Laval, el nuevo hornbre todopoderoso del gobierno del armisticio. «Llevamos un año o casi, ¿no?, con esta guerra idiota contra monsieur Hitler», había empezado a decir madame, «y, por lo que parece, no sólo no conseguimos terminarla sino que tenemos que venir a estorbar a pacíficos e indefensos, indefensos ¿eh?, ciudadanos que no molestamos a nadie. Drôle de guerre, vaya guerra tonta. Ah, bah.»
Claro que cuando madame pronunciaba estas airadas palabras no era consciente de cuánto habían cambiado las circunstancias ni de la gravedad extrema del momento ni del sacrificio que no había más remedio que exigir de todos los franceses de bien sin excepción. «Me ponen de patitas en la calle como si fuéramos una cualquiera, querida», había confiado con tono agrio a su dama de compañía, pero en voz lo bastante alta como para que se enteraran de su protesta cuantos estaban en el vestíbulo. Me lo relató poco después el conserje con un punto de humor en la mirada y luego me lo reiteró con indignación la propia interesada mientras al día siguiente tomábamos una taza de té en el café-glacier de Quatre Chemins.
Por fortuna, ese mismo día en que llegaban tan malas noticias a Vichy, el director del hotel du Pare encontró para ella un pequeño apartamento con baño independiente (y con habitación de servicio en la buhardilla) en el segundo piso de un edificio de principios de siglo, justo enfrente del hotel, pero al otro lado del gran parterre de plátanos y castaños del parque de los Manantiales, en la misma esquina de la calle Montaret con la del Presidente Wilson. «Una localización ideal, madame, muy conveniente para tomar las aguas en el establecimiento termal, que está prácticamente a la misma distancia que desde el hotel, a un paso, como sabe usted bien, de Quatre Chemins y del Edén, del café-glacier, las tiendas y los salones de té. Una fortuna haber encontrado un apartamento con sala de baño. Ah, madame, un sitio ideal.» De todos modos, el arreglo sería por poco tiempo; el director confiaba en que para el otoño o, a más tardar, para el réveillon de fin de año, la situación en Europa se habría normalizado, la guerra sería sólo un mal recuerdo y las aguas habrían vuelto a su cauce o, en este caso, añadió con una pequeña sonrisa que festejaba su propia ocurrencia, pasado el peligro, seguirían manando con abundancia sin que nadie las estorbara. Con toda seguridad, en junio del próximo año, cuando le llegara el momento de regresar a Vichy para tomar sus vacaciones y los baños prescritos por su médico, Mme. Letellier habría recuperado sus apartamentos de la segunda planta del hotel. En todo caso, la pequeña incomodidad actual era sin duda pasajera y no le supondría dejar de frecuentar el Drink Hall, en el Vestíbulo de los Manantiales, para beber su ración diaria de aguas y completarla con las indispensables gárgaras, tan medicinalmente beneficiosas. Además, el hotel daba por sobreentendido que madame requeriría a diario los servicios de una doncella que hiciera la limpieza y abriera las camas. Faltaría más, él mismo se ocuparía personalmente de ello.
El de Mme. Letellier no fue el único caso, por supuesto. El director del hotel du Pare tuvo que emplear sus mejores energías y dotes diplomáticas, claro que con menos fortuna desde el punto de vista de las comodidades que acabaría obteniendo para ellos, en convencer a una multitud de sus clientes tradicionales para que cedieran de buen grado (aunque de mal grado habría dado igual) sus apartamentos a esta invasión de políticos, a este cortejo de pavos reales que tomaban Vichy como si se tratara de una plaza de mercado. «¡Esta ciudad termal la construyeron los romanos, por todos los santos! La dignificó madame de Sévigné, le dio gloria imperial Napoleón III… ¿Cómo puede comprender eso un pequeño judío como monsieur Blum, que lo único que sabe hacer es propalar la revolución bolchevique?», exclamaban indignados algunos de los asiduos más fieles del Pare, a los que oíamos despotricar sin que sus prejuicios parecieran afectados por el curso de los acontecimientos. Pobre León Blum, que no tenía nada que ver. Incluso una señora entrada en años y carnes tuvo que ser atendida con sales en pleno vestíbulo.
En fin, el 30 de junio de 1940 no iba a ser recordado como un domingo cualquiera. Aquel día Vichy perdió su calma veraniega, la precisa rutina de los clientes del balneario y el desfile de su elegancia cuando frecuentaban el casino o el hipódromo o los celebérrimos restaurantes de la ciudad. Contra lo que era usual en las primeras horas de la tarde, por ejemplo, hoy sus calles estaban abarrotadas de gentes de la más diversa condición que, en otras circunstancias, habrían estado terminando de merendar, durmiendo la siesta, paseando por la orilla del Allier, a pie o en asno, o disponiéndose a acudir a las carreras de caballos. Y es que la población de Vichy, hasta ahora cornpuesta en su mayoría por visitantes unidos apenas por la relativa incomodidad que padecen quienes se someten a los rigores de un balneario (y, con frecuencia, al efecto fulminante de sus aguas bicarbonatadas sobre el intestino), se vería obligada a partir de este momento a sufrir, además, las pejigueras sin cuento de una ciudad en guerra o, dicho acaso con mayor propiedad, de una ciudad engañosamente tranquila a la que se exigía ser capital de un país derrotado.
Por debajo de la galería cubierta de hierro forjado que rodea el parque en un gran círculo de más o menos quinientos metros sólo interrumpido por el Drink Hall, paseaban con animación poco acostumbrada muchos balnearistas vestidos de punta en blanco; recuerdo que algunos de los caballeros hasta llevaban polainas pese a lo avanzado de la estación, mientras que las damas, dispuestas para toda eventualidad a la última moda de París, vestían en general de blanco o se habían puesto vestiditos veraniegos estampados (la moda, para satisfacción mía, llevaba algún tiempo imponiendo la altura de las amplias faldas plisadas por encima de las rodillas). Las señoras de cierta edad lucían grandes pamelas de seda y se protegían del sol con parasoles de puntillas, blondas y estampados. Todos deambulaban con parsimonia siguiendo el trazado oval de la galería. Guarecidos bajo su sombra, bajaban con lentitud por el costado de la calle del presidente Wilson intercambiando ceremoniosos saludos y discretos coqueteos con conocidos y desconocidos por igual, llegaban hasta el Vestíbulo de los Manantiales donde acudíamos a beber las aguas (por más que yo espaciara al máximo tan raro placer), giraban a su izquierda y, pasando por detrás del establecimiento de segunda clase, en el que tomaban las aguas los menos ricos, subían de nuevo hacia la izquierda por la calle del Parque hasta el lateral del Gran Casino. Luego daban media vuelta y desandaban el camino, sin dejar de mirar con curiosidad mal disimulada hacia la entrada del hotel du Pare, frente al que se arremolinaban policías, soldados, porteros, botones y, sobre todo, viajeros. Rodeados de infinidad de maletas y baúles, los recién llegados acababan de desembarcar de sus grandes automóviles Delahaye, Renault, Citroen, Vivaquatre e Hispano-Suiza a bordo de los que, partiendo de Burdeos, Clermont-Ferrand o el mismísimo París, habían hecho largos e incómodos viajes. De todos modos, me parece que en la falta de confort del recorrido habían intervenido menos la rigidez de los asientos o el estado de las carreteras que la angustia de un futuro cuya incógnita pretendían despejar con la mayor brevedad los políticos, militares, altos funcionarios, financieros y empresarios que, obligados por la necesidad de encontrarse cerca del poder y de los poderosos, acudían a esta pequeña ciudad con la pretensión de residir en ella el tiempo mínimo indispensable para satisfacer sus angustiados deseos.
Centenares de curiosos, inmóviles al otro lado de la calle, protegidos del sol bajo la galería, no perdían detalle de la confusión reinante. Se decía que aquella tarde llegaría el mariscal Pétain y todos querían presenciar el espectáculo. Otros muchos se habían acercado al puente de Bellerive, que era por donde tenía que llegar cualquier comitiva desde Clermont-Ferrand, y esperaban impacientes, escudriñando el interior de los autos que lo cruzaban para reconocer a cada personaje.
Acaso yo fuera el único habitué de la primera hora, el único perro viejo que, de pie en la escalinata de la explanada del casino, apoyado en el pomo de marfil de mi bastón, me atrevía a contemplar aquel barullo con el suficiente desapego, hasta diría que con el estúpido gesto socarrón que siempre me había causado tantos disgustos. Puede que fuera el único, pero es que yo lo había visto todo. La entrada de los facciosos en Madrid (a distancia, claro, porque no me había movido de París) y la de las tropas alemanas en Vichy hacía bien pocos días, el Frente Popular aquí y allá, las soflamas incendiarias del niño Primo de Rivera y las del Je suis partout, el mesianismo de los generales, los trotskistas, dios mío los trotskistas cuánta lata dieron, la familia, la patria, las huelgas, los disturbios, la regeneración nacional, la masonería, la judería internacional, el comunismo, el anticomunismo, la estupidez, las bandas de matones de la extrema derecha, la ingenuidad de los líderes, su actitud pusilánime, la crueldad irreflexiva de los combatientes. Todo. Llevaba yo medio siglo, si se incluye mi infancia, padeciendo las tonterías del prójimo e intentando rehuirlas y me parecía una fatalidad, una cuestión de verdadera mala suerte, esta persecución a la que me sometían la estupidez humana y esta incapacidad mía para librarme de ella por más leguas que pusiera de por medio. Roma primero y, después, Viena y Buenos Aires y Madrid. Francia ahora. Y eso que, viendo la incomodidad extrema que se nos venía encima en España a partir de 1934, había aprovechado mi estancia de años en Francia, mis propiedades allá y mis considerables contactos parisinos, para solicitar y obtener la nacionalidad francesa. Había dimitido de mis cargos en la embajada española de la avenida Georges V y, aun manteniendo estrechas relaciones con mis antiguos compatriotas, me había refugiado en lo que yo consideraba la primera civilización del mundo. Vaya, pues al final esta pirueta había acabado por ser una trampa: salí huyendo de un chispazo para refugiarme en un incendio. Menuda tontería. En fin. Casualidades de la vida, el destino, la mala suerte.
Y ahora me hastiaba esta muestra de vanidosa estulticia patriotera con la que era asaltada de nuevo mi inteligencia. Me irritaba que tuviera que provenir de los delirios megalómanos de un mariscal de Francia. Todos iguales: los generalotes de allá y los mariscalotes de acá. Y eso que Francia siempre me había parecido una sociedad un punto más razonable que la mía original. Pues no señor. La angustia de la situación, la odiosa esperanza que engendraba su misma miseria, no hacían más que demostrar que en este final de la paz europea y en el comienzo de la nueva guerra, las naciones acabarían como siempre, igualándose en el barrizal. Aquí no había sociedades más inteligentes o más civilizadas. Todos éramos equiparables por el rasero más bajo.
Había oído, como muchos en Vichy, aunque la cosa me inspirara menos optimismo que a la mayoría, que las hostilidades apenas durarían unas semanas más y que la situación acabaría resolviéndose en lo más natural: la pronta, inevitable y limpia victoria de los más fuertes, al lado de quienes, por evidentes razones, convenía estar. Claro, desde luego. Seguro que sí. ¿Pero es que nadie había aprendido nada? Les daría yo la batalla del Ebro y las purgas del partido comunista y los fusilamientos de Franco para que fueran enterándose todos de lo que se les venía encima.
A Philippe Pétain, el héroe de Verdún, salvador de Francia en 1918, se le había ocurrido asegurar a sus cornpatriotas veinte años después de aquella guerra insufrible que la nueva catástrofe se evitaría sin necesidad de que ellos se lanzaran a pelear una vez más contra el invasor. Para esa tarea sublime él se bastaba y sobraba: llegada la hora del sacrificio, hacía donación de su persona a Francia para así atenuar la infelicidad de la patria. «Seguro que, encima, este imbécil se lo cree a pies juntiñas», mascullé para mis adentros. Sorprendido de mi osadía, levanté la cabeza para asegurarme de que no me había podido oír ningún paseante cercano. Sonreí aliviado. ¡Qué me iban a oír! Estaban todos como papanatas apretujándose frente al hotel du Pare por si pudieran divisar al mariscal en un instante de delirio y no se iban a fijar en este dandy solitario que rumiaba sus quejas al otro lado del parque. «Pétain», exclamé en voz alta poniendo los ojos en blanco. En qué cabeza cabe. Primero se rinde a los alemanes porque decide no luchar y luego acepta que le dejen un trocito de la patria para hacerse la ilusión de que el país sobrevive intacto. Donación de su persona. Vaya, hacía donación de su persona ocupando una suite en el hotel du Pare, acompañado de la maríscala y sin más riesgo para su vida que el mal estado de alguna ostra servida en el almuerzo. Y además le debía de parecer glorioso y valiente recomendar la rendición del ejército francés ante el asalto arrollador de la Wehrmacht: «con el corazón encogido os digo que debemos dejar de combatir». Ésas habían sido sus palabras en la radio. ¿Cómo diablos conseguiría un viejo soldado de ochenta y cuatro años atenuar la desgracia de Francia entregándose por ella? Este hombre chochea. Así me lo parecía y estaba seguro de no equivocarme: apenas una semana antes, mi confidente y amigo Armand de la Buissonière, destinado desde el primer momento del armisticio en el gabinete civil del mariscal, me había asegurado que el coronel De Gaulle afirmaba de Pétain que, a su edad provecta, era demasiado orgulloso para la intriga, demasiado fuerte para la mediocridad, demasiado ambicioso para trepar y que encima lo consumía la pasión por el poder. La vejez es un naufragio, había dicho De Gaulle.
Venían tiempos malos, sí, y como siempre que la soberbia y la tontería resplandecen, serían tiempos de estrechez moral. Días peligrosos para la gente de bien.
Me enderecé y, suspirando, me ajusté -debo confesar que con una pizca de coquetería- el canotier, ladeándolo ligeramente sobre la sien izquierda. Luego, con paso ligero (en realidad, años atrás, a una amante ofendida cuyo nombre no recuerdo aquellos andares le habían parecido no más que pizpiretos; bien es cierto que era holandesa), bajé los pocos y anchos peldaños de la gran escalinata del casino -eran diez y siempre me hacía la ilusión de que los bajaba al ritmo de una mazurca del brazo de una hermosísima dama, tal que un Rhett Butler cualquiera en Lo que el viento se llevó- y me dispuse a atravesar el parque en línea recta por su centro, entre los enormes castaños, haciendo caso omiso de la sombra que me brindaba a derecha e izquierda la galería cubierta de hierro forjado, resto bien aprovechado de alguna exposición universal. Me dirigía hacia el hotel Garitón, al que llegaría no sin antes merendar en mi café-glacier habitual. Desde 1934 alquilaba en el Garitón una habitación amplia y luminosa con un gran ventanal sobre la avenida Wilson y una vista espléndida sobre el parque. Una disposición verdaderamente afortunada. Y eso por no hablar de cosas más pedestres como, por ejemplo, que el cuarto de baño se encontrara apenas dos puertas más allá de la mía, al fondo del corredor. Mi pequeña fortuna personal me permitía este dispendio manirroto y así me resultaba cómodo disponer durante todo el año de una habitación en la que guardaba alguna ropa de primavera y verano y los libros y cuadernos de notas personales que prefería tener en Vichy mejor que en mi masía de Les Baux-de-Provence. Esa fidelidad al establecimiento y el hecho de que mi habitación se encontrara en la última planta fue lo que propició que me fuera permitido permanecer en el hotel incluso cuando en las plantas inferiores acabaron instalándose los servicios del ministerio de finanzas. Siempre he sostenido que es mejor estar bien colocado a la vista del recaudador de impuestos que inquietándolo porque no sabe él dónde se esconde uno.
Vaya pandilla de engreídos pusilánimes, me dije pensando en toda aquella gente que, recién llegada a Vichy, pululaba intentando medrar desde la primera hora. Politicastros de tres al cuarto más ocupados en mantener sus privilegios que en defender su país, tendrán que tomar una gravísima decisión, quiéranlo o no, si lo que pretenden es entregar todo el poder nacional a este mariscal derrotado al que Hitler permite instalarse en la mitad de Francia para controlarla y jugar a parecer dueño de su destino. No tendrán más remedio que nombrarlo jefe del estado (otra herejía similar a la que el generalito Franco había impuesto a sus camaradas de armas). Jefe de Estado, sí. ¿Y cómo se hace tal cosa si ya existe un presidente de la República elegido por los franceses? ¿Qué piensan éstos hacer con Albert Lebrun? ¿Comérselo? ¿Qué harán con el parlamento, con todos esos diputados que llegan por decenas a Vichy escapados de París, y luego de Burdeos, con más cuidado de mantener sus prebendas que de salvar la patria? ¿Un golpe de estado como en España? ¿En la Francia de la revolución, de la libertad, la igualdad, la fraternidad? No podía saberlo entonces, pero eso fue exactamente lo que ocurrió pocos días después.
Me encogí de hombros y seguí andando por entre los castaños, tan ensimismado en mis tristes pensamientos que no me importaba gran cosa ni el sol de justicia que me quemaba los hombros por debajo de la ligera chaqueta de verano ni la humedad que subía desde la orilla del Allier y me hacía transpirar por debajo del chaleco. Pero como los frondosos árboles hacían difícil la observación de lo que ocurría al otro lado y además entre la calle del Parque y este servidor de ustedes, elegante andarín (si se me permite la presunción) de chaqueta de lino beige, chaleco blanco, cuello blando, corbata de lana roja y canotier de jipijapa, se interponían centenares de curiosos parados bajo la galería cubierta, acabé optando por acercarme a ellos cuando comprobé que M. Fierre Laval, andando en paralelo, iba por la acera de enfrente en dirección al hotel du Pare seguido por un asistente que llevaba la pequeña maleta del futuro viceprimer ministro.
Dos semanas después, o tal vez fueran tres, describiría yo a Oswaldo Cifuentes, ministro de Panamá, y al resto de nuestros amigos, cómo Laval, «que no es más que un campesino pequeño, con mostachón y cara de ratón taimado, que además tiene la dentadura negra de suciedad y nicotina y lleva en la cabeza un sombrero de fieltro que le va demasiado grande», andaba por la acera sin asomo de solemnidad, casi con modestia (ja, modestia, queridos amigos), pero con paso decidido, sin perder el tiempo en frivolidades. A juzgar por lo que fue ocurriendo en los días sucesivos, ya iba planeando lo que le quedaba por hacer, lo que lo separaba del triunfo de ese día, como si de un juego de naipes se tratara (de belote o de brisca, que era lo que él dominaba), simple en apariencia pero endiablado en su cazurro refinamiento. «Mírenlo bien cuando tengan ustedes oportunidad de hacerlo», dije. «Siempre intenta dar la impresión de estar yendo de costado, para no dejarse ver demasiado, no se le vayan a adivinar las intenciones… que son siempre aviesas», añadí riendo.
Como, por haberlos estudiado a fondo, conocía bien a la gran mayoría de los actores de la vida política francesa, habría podido dar, sin temor a equivocarme, un verdadero curso de interpretación psicológica de sus motivos e intenciones y de cuanto estaba ocurriendo en Francia en aquellos momentos, desde cualquier ángulo que se lo quisiera mirar. En el fondo, ésa era la razón por la que mis colegas latinoamericanos me habían pedido que los asesorara en la interpretación de los avatares más sofisticados de la vida vichyssoise. Pero además, por ser superviviente de la otra tragedia, la mía, la española, era capaz de predecir como ninguno la que se avecinaba en esta guerra tan fácilmente ganada por los alemanes. ¿Podía alguien creer en verdad que Hitler sería magnánimo en la victoria, que no exigiría las arras del triunfo? Yo, Manuel de Sá, diplomático superviviente, republicano español bondadoso (de don Manuel Azaña, caramba) y ahora francés de pura cepa, conocía mejor que nadie cuan engañosos eran los inusuales días de calma aparente que seguían a una capitulación. Ésta no sería excepción; estaba dispuesto a apostar sobre ello. Y lo más terrible era, lo sabía bien, que a los dirigentes y patriotas que llegaban en masa a Vichy aquel domingo les importaba bastante menos el destino de la patria y de sus ciudadanos que la resolución del propio futuro y el mantenimiento de las prebendas. Ah, sí. Conocía bien el alma humana y sus debilidades. Sonreí, debió de ser con melancolía, a juzgar por mi estado de ánimo.
A Laval («el hijo triunfador de Batiste, el carnicero de Cháteldon», dije de él después) también le encantaba cornprobar el efecto que su aparente sencillez tenía sobre el público que esperaba a los protagonistas de aquel día en los alrededores del hotel (llegar andando al Pare a las cuatro de la tarde con la simple compañía de un secretario portando su maleta no había estado nada mal, es más: había tenido un efecto bestial, un effet boeuf, sé que confesó a su yerno aquella misma tarde. Nada mal, no, aunque la cosa se debiera a que había fallado el motor de su automóvil un segundo antes de empezar a cruzar el puente de Bellerive; bueno, las casualidades engendran fortunas).
Los mirones aplaudieron, las señoras sonrieron agitando sus sombrillas, todos se inclinaron hacia delante para ver mejor lo que estaba ocurriendo y los que ocupaban la primera fila de curiosos, apretados por la gente arremolinada detrás de ellos, no tuvieron más remedio que dar un paso al frente e invadir la calzada. Uno, empujado desde detrás, tropezó y casi se fue al suelo; lo sujetaron entre tres y, mientras lo mantenían en pie, él se volvió para buscar al culpable con mirada torva. Un cordón de policías se afanó por contener a la masa (bastante educada, todo sea dicho) de entusiastas. Incluso los ilustres viajeros que le precedían y aún no habían subido los peldaños que conducían al vestíbulo del Pare parecieron esfumarse ante la personalidad arrolladura de Laval y su manejo de las tablas. Quedaron mirando el espectáculo como meros comparsas.
La llegada de Laval fue saludada con una salva de aplausos y pudo oírse más de un vive la Frunce!, más de un vive Laval!, mientras los cuatro soldados que componían el retén de la Guardia Republicana permanecían firmes a un lado y a otro de la entrada al hotel manteniendo una marcialísima posición al presentar armas. ¡Pero si han perdido la guerra!, pensé, ¿a qué viene ahora esta fiereza en la defensa de lo que tiraron por la borda? Bah. «Y según andaba, lo conozco como si lo hubiera parido», expliqué al grupo de mis oyentes, «estoy seguro de que Pierre Laval iba calculando, midiendo los riesgos de lo que le quedaba por hacer, los pasos que tenía que dar, los mimosos cuidados que debía prestar, las palabras de adulación que tendría que deslizar en los vanidosos oídios de tantos diputados, senadores, urdidores, traidores y vendidos con los que se habría de entrevistar durante los siguientes días».
Lo que sí es cierto es que, ocupado como estaba en planear el mejor modo de dar cumplida satisfacción a sus ambiciones, el viejo político francés no tuvo en ese instamte el sosiego necesario para calcular las consecuencias del camino que emprendía si cualquiera de los elementos con q[ue él contaba (entre otros y muy principalmente, la victoria de monsieur Hitler) no daba el resultado esperado. Tampoco lo tuvo para adivinar que este paseo desenfadado constitiuía el primer tramo de un trayecto fatídico que le llevaría Ihasta el pelotón de fusilamiento cinco años más tarde. ¿Comió iba a saberlo? ¡Si los alemanes habían ganado la guerra!
La expectación que causó su llegada al hotel du Pare fue por cierto mucho mayor que la provocada unos minutos después en aquel mismo lugar por el presidente de la República y su señora al descender del automóvil official. (En un primer momento se había pensado que el presidente Lebrun ocupara el pabellón Sévigné, cerca de:l río, pero la proximidad de unos burros -los utilizados para alquiler de paseantes por las orillas del Allier- pastando apaciblemente en un descampado contiguo lo desaconsejó: bastante era que al presidente se lo comparara frecuentemente con uno de aquellos animales, ¡pero pomerle a cuatro o cinco delante, en las mismas narices!)
Tanta fanfarria y excitación frente al hotel acabaron picándome la curiosidad. Decidí esperar la llegada dell mariscal para así palpar su grado de popularidad o el entusiasmo que suscitaba entre el pueblo llano. ¿Llano? Poca llanura había aquí.
Miré a mi alrededor, contemplando sin disimulo a «quienes me rodeaban, ciudadanos de Francia, derrotados ayer pero, a juzgar por la expresión de sus rostros, victoriosos hoy. Todos sonreían con el aire abstraído de quien vive una ensoñación feliz. Se los veía animosos, optimistas ante una nueva oportunidad de redención nacional. Como si el gobierno del armisticio los estuviera salvando de la derrota, los hubiera rescatado a todos de un destino infernal. El destino horrible de la humillación y del sufrimiento que corresponde a los vencidos. Bueno, pensé, con algo tienen que consolarse del miedo. Se hubiera dicho que la guerra había terminado para todos ellos. No saben lo que les espera. Mi único error en este análisis fue no decirme «no sabemos lo que nos espera».
– ¡ La Tercera República nos llevó a esto! -exclamó de pronto con voz furiosa un caballero de mediana edad. Calló un momento, temblando de indignación, y luego, levantando aún más la voz, insistió-: ¡Traidores!
Vestía de gris y llevaba anudada al cuello una corbata negra. Se había quitado el sombrero y lo mantenía en alto, sujeto por su mano derecha erguida encuna posición de saludo que se me antojó bastante teatral. Pensé que aquel grito bien podía estar siendo el primero con que se rompía la extraña pasividad burguesa de una ciudadanía que había acogido con lo que sólo podía ser descrito como complacencia el cúmulo de acontecimientos desplomado sobre Francia en aquellos pocos días. Me encontraba muy cerca del hombre, a su derecha, y pude ver con absoluta nitidez cada detalle de la tensión de su semblante: su grito llevaba tanta frustración y rabia que no podía ser individual, por fuerza tenía que responder a un sentimiento colectivo, a la tristeza por la muerte patria, a la indignación porque los políticos, siempre culpables, se hubieran rendido y hubieran traicionado a la ciudadanía, antes de que llegara Pétain a salvarlos a todos. ¿Qué otra explicación podía haber si no?
– Vous avez raisonl -dijo otro-. Ellos nos llevaron al desastre… a la derrota… ¡Son unos corruptos! ¡Los Blum, los Lebrun, los Mandel… todos! Esto es lo que han hecho…
– ¡Han sido los comunistas! -exclamó otro.
Y otro más:
– … ¡Los judíos!
– ¡Vendepatrias!
Aquí el que no corre, vuela, pensé para mis adentros. Poco han tardado en encontrar culpables. A este pobre señor Blum…
– Vive Laval! Vive la France!
A punto de desaparecer en el interior del hotel du Pare, Fierre Laval se dio la vuelta en lo alto de la escalinata, se quitó el sombrero y saludó con él a la muchedumbre. Su gesto fue acogido con una salva de aplausos.
– Vive le Maréchal!
La llegada poco después del Presidente de la República pasó sin pena ni gloria. Lo mismo les ocurrió al presidente del Senado, Jules Jeanneney, y al de la Cámara de Diputados, Edouard Herriot. Llegaron, se apearon de sus respectivos automóviles y, quitándose el sombrero, saludaron brevemente a los soldados del retén de guardia, subieron deprisa los pocos escalones de acceso al hotel y desaparecieron en el interior de su vestíbulo.
No, no. Éstos son meros comparsas, me dije: este público espera únicamente a Philippe Pétain. Y era bien cierto que lo esperaban con una mezcla de recogimiento y excitación, como suele suceder en los grandes acontecimientos religiosos en los que, además de una presencia sagrada, se espera alguna manifestación mirífica que la acompañe. Algún milagro, alguna transmutación de agua en vino, de plomo en oro, algún hecho sobrenatural.
Y cómo no, a los pocos minutos, un movimiento imperceptible de la muchedumbre agolpada frente al hotel du Pare, un repentino silencio en el público expectante anunció la llegada del mariscal mejor que si hubiera sido proclamada por altavoces. A un centenar de metros, calle arriba en dirección al lateral del casino, pudimos divisar un pequeño cortejo de tres o cuatro automóviles precedidos por dos motoristas militares que se acercaban con lentitud solemne.
No bien se hubieron detenido, abiertas las portezuelas de los dos automóviles delanteros, se produjo un estallido de indescriptible entusiasmo y griterío. Los hombres, enarbolando sus sombreros, los agitaban pretendiendo lanzarlos al aire para sujetarlos sólo en el último instante; las mujeres habían cerrado las sombrillas y las sacudían como si se tratara de mástiles de banderas de seda enrollada y festoneadas con miles de puntillas multicolores. Todos aplaudían si podían, reían y saludaban agitando las manos que tenían libres o, todo lo más, ocupadas con ramilletes de lirios y rosas. Algunos niños que habían estado correteando por la calzada, sorprendidos por el jolgorio repentino, habían vuelto apresuradamente al regazo de sus madres o a protegerse tras las amplias faldas de las señoritas de cornpañía (en su mayoría francesas o suizasf con la guerra, el mercado de las fräulein alemanas se había reducido de forma notable, ya por estar mal vistas por las familias francesas, ya porque, perteneciendo a la raza triunfadora, ellas mismas debían de considerar humillante trabajar para los vencidos).
– Vive le Maréchal! -gritaron unos.
– Vive notre sauveur! -exclamaron otros.
– Vive la France! -dijeron otros más.
– ¡Sálvanos! -pedían los más entusiastas o los más asustados.
– ¡Viva Pétain! ¡Viva Francia!
– ¡Arriba el ejército!
– ¡Muerte a los alemanes!
Esto último, sobre todo gritado por las buenas gentes de Vichy que, pocos días antes, habían padecido el susto inmenso de ver desfilar a la soldadesca alemana por estas mismísimas calles después de que avenidas y plazas hubieran quedado de pronto desiertas a causa de la apresurada huida de centenares de oficiales y altos funcionarios franceses (que, de todos modos, sólo se encontraban en Vichy de paso). En realidad, el entusiasmo de los buenos burgueses de la capital se debía más que nada a una recuperación intensa del patriotismo una vez que la Wehrmacht agotara, apenas una semana antes, todas las existencias de mercancías, bombones, aparatos de fotografía Kodak y picantes objetos de corsetería y lencería íntima expuestos en las bellísimas vitrinas de las tiendas de la avenida Wilson, de la rué Lucas o del pasaje Giboin.
– ¡Comunistas a la guillotina!
Y así fue cómo, en este ambiente festivo y desbordante, el mariscal Pétain se apeó con lentitud majestuosa de su coche. Había abierto la portezuela su médico y factótum personal, el doctor Bernard Ménétrel, que, sin permitir que nadie más se acercara, con mano vigorosa ayudó al anciano a bajar del automóvil, permitiéndole aparentar la agilidad juvenil perdida años antes. También se aproximó solícito, aunque sin llegar a tocarlo, León Bonhomme, el secretario de Pétain. Conocía a ambos y pensé que pronto aprovecharía cualquier ocasión para saludarlos.
Ya en la calzada, el mariscal se enderezó con un último empujón de ríñones y cuadró los hombros. Luego, volviéndose hacia la acera en la que se amontonaba el público, se quitó el sombrero y saludó con aire galante. Sonreía por debajo de su blanquísimo bigote y sus ojos de azul intenso parecían brillar con una luz traviesa y simpática. ¡Qué tipo!
Fue el delirio. El pandemónium de gritos y la algarabía de gestos y aplausos arreciaron hasta el paroxismo. Junto a mí, una mujer pareció ahogarse sin llegar a emitir sonido alguno; sólo hacía gestos convulsos con la boca hasta que, al cabo de unos segundos, consiguió decir con voz estrangulada: «¡Es inefable!». Mientras tanto, Pétain permanecía inmóvil detrás de su coche, saludando con parsimonia, hasta que apareció la pequeña mano de la mariscala sujetándose a la portezuela. Ménétrel, que se había apartado para no robar protagonismo a su anciano patrón, se precipitó a ayudar a Mme. Eugénie Hardon a bajar del gran Fiat. Buena es la mariscala, pensé; si no la ayuda aquél, los castiga a todos sin cenar.
De pronto, una preciosa niña que no tendría más de siete u ocho años, vestida con un delicado traje blanco y tocada con un pequeño sombrero de paja, se separó del público y, andando con paso firme y rápido, se dirigió hacia donde estaba Pétain. En las manos llevaba un pequeño ramo de flores del campo. Cuando llegó hasta él, se detuvo y le ofreció el ramo. El mariscal alzó la cara riendo, cogió las flores, se las dio a Ménétrel y, con un gesto rápido, levantó a la pequeña. Le dio un beso y la volvió a dejar en la acera. Si hubiera faltado algún gesto para consagrarlo como el verdadero padre de todos los franceses, ése habría bastado. Y bastó.
Míralos. Vaya teatro, cielo santo, vaya salvadores de la patria. Pobre Francia, menuda le espera.
Suspiré, pero para no ser menos que cuantos me rodeaban, me quité el canotier y lo agité sonriendo con el entusiasmo propio de quien ha pasado años perfeccionando el arte del disimulo. Luego, para poder seguir mi camino sin levantar sospechas de tibieza patriótica y dirigirme hacia la merienda cotidiana en el café-glacier del que era fiel cliente, tuve que esperar a que disminuyera el fervor popular y a que el gentío empezara a disolverse un buen rato después de que el mariscal y su corte hubieran desaparecido en el interior del hotel.
– ¡Qué semana, amigos míos! -exclamé, quitándome el sombrero para secarme el sudor de la frente con un pañuelo de seda.
– En efecto, amigo de Sá -dijo el encargado de Negocios colombiano, Mario Barrantes; se pasó un dedo por dentro del cuello duro de la camisa almidonada-. Está haciendo un calor insoportable.
Tipo alto y muy delgado, repeinado con gemina que, por supuesto, respondía al apodo de Flaco Barrantes, su entendimiento de las cuestiones de Europa, y en especial de las de la guerra, era, en el mejor de los casos, somero. En su juventud temprana había sido enviado por sus padres a estudiar a París y como únicos frutos de este periodo educativo guardaba un conocimiento prometedor del francés y una impresionante libreta de direcciones de señoritas, no siempre de la mejor sociedad. Pronto había convencido a su padre, un senador liberal de la propia Santa Fe de Bogotá, de que lo dejara permanecer en Europa seudo trabajando en su embajada en Francia. Habiéndole sorprendido allá la guerra, el gobierno colombiano lo había mantenido en el puesto (abandonado como víctima propiciatoria de la diplomacia) para ocuparse de unos intereses colombianos en París que en los tiempos que corrían, no daban la impresión de preocupar a demasiada gente.
– No me refiero al clima, hombre de dios, sino a todo lo que está pasando a nuestro alrededor, caramba -respondí, creo que con mayor viveza de la necesaria, olvidando por una vez mi perenne buena educación; a veces, estos amigos míos conseguían irritarme de veras-. La alta política, los grandes hombres, la diplomacia de altos vuelos, una guerra que es como si no existiera, generales, coroneles, todos buscando colocarse, pintar, intrigar, estar del lado de los que vencen, aparentar una dignidad y una moralidad de la que en realidad carecen… ¡Dios mío! Estar, queridos amigos, en un pueblecito en el que se escribe ahora mismo la historia del mundo. ¿Se dan ustedes cuenta de lo que significa? No me lo querría perder por nada del mundo. ¡Ah, cómo me gustaría ser una mosca en la pared de los despachos de Laval y de Pétain! -imité con la mano el vuelo errático de una mosca.”
– Con este calor, sería usted descubierto enseguida, como insecto atontado por la canícula, y lo aplastarían contra el papel de la pared con un periódico enrollado -señaló el ministro Oswaldo Cifuentes, un hombrecillo regordete que lucía en el anular un enorme anillo universitario americano, adquirido, estaba seguro, en cualquier universidad del oeste de Estados Unidos a cambio de unas decenas de dólares.
Cifuentes era cursi, puntilloso y algo pedante, a tal punto que, pese a la bondad inocente de su personalidad, un día había conseguido enfadarme hasta hacerme exclamar con pesada ironía: «¡Cifuentes el panameño es una mierda en pequeño!», para así resaltar, no sólo su reducido tamaño físico, sino su colosal incultura. Le habían ido con el cuento a Cifuentes y éste, siempre dispuesto a la esgrima verbal, había contestado de sopetón: «Ya le gustaría a Manuel de Sá ser una mierda del Panamá». Ahora, de vez en cuando nos enviábamos estos recados pueriles, como broma confianzuda que sólo podíamos entender nosotros, extranjeros alegres en una tierra entristecida, gentes aterrizadas en este lugar incomprensible para aplicar un buen humor algo zafio y ruidoso a una guerra que, acaso exceptuándome a mí, ni nos iba ni nos venía y en la que se trataba no más que de sobrevivir a las inevitables incomodidades que nos depararía. Garabateábamos nuestras ocurrencias en bouts de papier al calor de lo que nos inspiraba la última bobada en la tertulia del hotel o como ahora, paseando por el parque en dirección al café al aire libre que se encontraba delante de la escalinata del Casino y en el que nos disponíamos a tomar el té o una limonada con hielo pilé. Levanté una ceja y di un bufido.
– ¡No sean ustedes niños! -exclamé con enfado. Con el gesto más teatral de que fui capaz, empuñé el bastón a media caña, como si se tratara de un bastón de mando, y lo agité en el aire-. ¿No se dan cuenta de que ustedes son y serán la memoria viva de cuanto está sucediendo aquí? ¡Pero miren a su alrededor! Estas gentes no podrán ser memoria de nada porque tienen el miedo en el cuerpo y pasiones engañosas en el corazón: eso… eso empequeñece la conciencia colectiva. Ellos sólo recordarán sus diminutas angustias, sus miserias, el hambre que llegaron a pasar o que consiguieron engañar, el miedo… Tal vez en el recuerdo salvarán a los que hoy son sus héroes o tal vez los inmolarán. Sólo ustedes a quienes nada importa -intenté que mi tono no denotara un desprecio que no sentía-, serán capaces de recordar el conjunto de tanto desastre con el desapego necesario para comprender lo que verdaderamente hicieron estas gentes con sus vidas, con sus países, con sus amores…
– Lindas palabras, de Sá -dijo el mexicano Luis Rodríguez, ministro de su país en Francia, un radical cornprometido que (me parecía) nunca había comprendido nada de la Europa de los fascismos pero que creía con firmeza en el manto moral del intelecto y, como era frecuente en aquella época, atribuía esta superioridad al liderazgo de Stalin aunque también, con mucha razón, a la dignidad y generosidad de su presidente Cárdenas-. Lindas palabras. Me pregunto si son aplicables a su experiencia personal de la catástrofe española… Dicho de otro modo, ¿será usted igualmente capaz, querido amigo, de recordar con el mismo desapego tanto desastre como ocurrió en España?
– No, claro -contesté-. No es ése mi argumento. No es que yo crea en mi superioridad intelectual y moral a la hora de interpretar la historia, tanto de España hace un año como de Francia ahora. Es que, como sé que eso no es posible, recomiendo a los observadores no comprometidos que analicen y recuerden…
– ¡Yo sí estuve y estoy comprometido en España! -me interrumpió Luis Rodríguez con calor.- Sus diatribas rara vez venían a cuento, pero su orgullo revolucionario era inapelable y su rectitud, indomable. Tenía el rostro bondadoso, cuadrado, encajado entre grandes orejas, y proyectaba una tensión obstinada ante las cosas de la vida, una terca decisión. Pero sus ojos negros con las cejas descendiendo en permanente actitud de sorpresa dolorida le traicionaban aminorando la firmeza de sus convicciones.
– Pues yo no -interrumpió Enrique Sciamella, ministro argentino-, ni me interesa vuestra afición tan… tan… estúpida al derramamiento de sangre. ¡Bah! Ustedes torean al toro deseando en el fondo que les clave un cuerno porque es heroico escenificar la tragedia de la existencia. Nosotros, en cambio, reservamos el dolor de la entraña para las nada dignas traiciones de una mujer… y el toro nos lo comemos en un asado en el campito, vieron.
Sciamella era un porteño buen mozo y moreno al que seguro que jamás había traicionado una mujer. A él nunca; a mí, casi siempre. En fin. Me parece que el único campo de batalla europeo que conocía el buen Sciamella eran las camas de sus amantes. Me preguntaba yo a veces si, con esa planta de conquistador intenso y fuste de jugador de polo, sería capaz de algún acto de valentía o siquiera de reconocer que alguien se lo requería; si ante un marido ofendido y violento, se escondía en un armario esperando la oportunidad de descolgarse por el balcón o si por el contrario hacía frente al peligro con galanura. Sciamella y Porfirito Rubirosa rivalizaban en conquistas y en elegancia, siempre vestidos a la última moda, con camisas a rayas y cuellos largos y estrechos, chalecos forrados de seda, chaquetas entalladas de delgadas solapas y zapatos en punta con delicados dibujos discretamente perforados en el cuero. Eran nuestra vanguardia del glamour. Y, en el fondo, nos enorgullecían.
– Estuve con las brigadas en Albacete -siguió Rodríguez como si no hubiera sido interrumpido-, estuve en Barcelona antes de que cayera en manos enemigas, he estado en los puertos de Francia organizando los paquebotes de exiliados camino de Veracruz…
Yo, que en ese momento arrimaba una silla de pesada forja al velador del café al aire libre que habíamos escogido, me giré hacia él sonriendo para quitar hierro a nuestras palabras e intensidad a la situación.
– No me diga, de Sá -insistió con su tono machacón-, que por orden de mi presidente doy amparo a cuanto gallego huido de Franco se me pone a tiro… Usted sabe que me he pasado los últimos meses censando a todos los españoles exiliados que han sido internados en campos de concentración en Francia. ¡Pero, hombre, si anteayer estuve visitando al presidente Azaña en Montauban!
– Y cómo no, que bien agradecidos le estamos a México por su generosidad, pero no se excite, Luis, que da calor -dije.
– Y não fules de calor aquí si não has estado viviendo a Zanzíbar -dijo con gran seriedad Arístides de Sousa Mendes. De Sousa siempre parecía sumarse a las discusiones con retraso, como si la información le llegara al cerebro unos segundos más tarde de lo que debía. Algo amorfo, pero buena persona, solíamos decir de él cuando no nos oía. Estos portugueses siempre han sido muy suspicaces.
– ¿Eh? -dijo Cifuentes.
– Pois: mi primeiro posto fue la legaçao de Portugal en Zanzíbar. Tres de mis niños nasceram ahí.
– ¡Es cierto! -dijo Flaco Barrantes-. ¿A quién se le ocurre hacer la carrera diplomática en las colonias de África? El único lugar que vale la pena, todo el mundo lo sabe, es París. En las colonias sólo se contagia la malaria.
– ¿Has tenido la malaria, de Sousa? Eso es horroroso -dijo Sciamella.
– Não, não. Yo fui afortunado. Dois hijos, en cambio, sí.
Luego nos aseguraba que su dominio del castellano era tan bueno como el del inglés o el del francés. Los portugueses son así: lo único que hablan siempre fatal es el español.
Y juntando dos veladores y unas cuantas sillas, cupimos todos en círculo, a la sombra de uno de los grandes castaños. De nuestro grupo de habitúes sólo faltaba Porfirio Rubirosa, el ministro de la República Dominicana, que había viajado a París por negocios particulares.
Vichy no había cambiado, al menos en apariencia, durante esta primera semana de julio de 1940, salvo quizá por la cantidad de gente que no encajaba en el panorama habitual de la ciudad. Seguía haciendo un calor insoportable y la humedad subía desde el río como una manta sofocante que todo lo aplanaba sin concedernos un momento de respiro. Hombres y mujeres, muchos ataviados ceremoniosamente, en especial los políticos, ministros, diputados, senadores, que pronto se reunirían en el casino para votar la transformación del Estado, sudaban sin remisión, ellos embutidos en sus pesados trajes de media gala, algunos tocados incluso con sombreros de copa, o ellas, transpirando y sufriendo los rigores de las duras fajas que moldeaban sus figuras como lo exigía el sobrepeso la moda del momento. Las muchachas jóvenes, en cambio, lucían vestiditos de seda oscura o a lunares, con faldas que apenas rozaban las rodillas. Los zapatos de medio tacón de doble tono realzaban sus pantorrillas para deleite de quienes observábamos sus andares llenos de coquetería. No lo confesaba a nadie, pero en ocasiones, tanta galanura despertaba el don Hilarión que había en mí y que sólo mi pudor me forzaba a disimular todo lo que pudiera. Desde que pocos meses antes había cumplido los cincuenta, había hecho del sentido del ridículo la norma de mi existencia.
No dejaba de ser divertido ver a tanta gente esforzándose por aparentar parsimonia, lujo y sentido del Estado, convencida de su importancia histórica, ir del hotel du Pare al Pequeño Casino, del hotel de la Paix a los establecimientos termales de primera clase, del Gallia al restaurante Chantecler (y hacer cola a la espera de una mesa, aunque se fuera un antiguo presidente del consejo de ministros); para luego acabar en su mayoría recogiéndose en los míseros locales en donde habían conseguido instalarse, pequeñas habitaciones compartidas, carentes de ventanas, ventilación, salas de baño o comodidades mínimas, o incluso en vestíbulos de hoteles o en sus comedores, en los que, en camas pudorosamente tapadas y separadas unas de otras por biombos, compartían después sudores y ronquidos. Sólo el mariscal, por supuesto, y los grandes nombres del Estado, los generales, los ministros, los prefectos de visita, algunos parlamentarios y pocos más, habían conseguido que se les asignaran habitaciones individuales en los mejores hoteles. Y aun así, durante las tres o cuatro primeras semanas, Pétain almorzaba y cenaba en el comedor del hotel du Pare, a la vista de todos, contemplado con concupiscencia por las decenas de caraduras, aduladores y aprovechados que pululaban por allí a la espera de conseguir cualquier prebenda.
El resto del acomodo en Vichy había sido confiscado para instalar oficinas, ministerios, cuartelillos, salas de juntas. Yo, como queda dicho, me había librado por puro milagro. Mi dinero me costaba.
El trajín en Vichy era enorme: organizar un Estado con la pompa debida y en un lugarejo que, como este pequeño balneario, carecía de tradición alguna de seriedad administrativa, no estaba siendo tarea fácil para nadie. Administradores y administrados resolvían con dificultad la confusión nacida de innovar una administración que ya estaba inventada, para trasladarla de sopetón desde los grandes ministerios de París a los exiguos hoteles del balneario. Sólo el hecho de tener Vichy un buen servicio telefónico y la posibilidad de excelentes comunicaciones exteriores había inclinado la balanza del Estado a su favor, en perjuicio de Clermont-Ferrand o Lyon (para la pequeña historia añadiré que el alcalde de esta última ciudad era Edouard Herriot, mil veces primer ministro y ahora presidente de la Cámara, por quien Pétain no sentía simpatía alguna). Quedaba por ver si toda aquella técnica eléctrica tan innovadora resultaba de alguna utilidad.
Yo estaba acostumbrado a valerme en el servicio público. Muchos años de diplomacia me habían enseñado no sólo la prudencia indispensable para no herir las delicadas sensibilidades de la administración del Estado, siempre perezosa y estúpida, sino el modo de circunvalar la obstinación de los funcionarios.
Esperé dos o tres días a que empezaran a serenarse los ánimos y a que con inevitable lentitud se fueran organizando, aun de modo esquemático, algunos de los servicios gubernamentales indispensables. Entre ellos, por supuesto, los de Asuntos Exteriores y Prensa: la afluencia de diplomáticos y periodistas (incluso los grandes nombres de París, pese a que, con la falta de noticias espectaculares, pronto se aburrirían) y agencias informativas de todas clases a Vichy fue multitudinaria en los días iniciales de julio de 1940 y, desde el primer momento, las autoridades quisieron hacer frente a lo que ello suponía.
– La buena cara, la censura y la normalidad en los contactos con otros gobiernos son prioridades de cualquier país -les expliqué semanas después a mis colegas de ultramar-, y más si ha sido derrotado en guerra y debe aparentar que no lo ha sido.
– Pois -contestó de Sousa al cabo de un rato.
Y así, la primera persona a la que visité en su despacho de la segunda planta del hotel du Pare fue a Fierre Dominique, el hombre que acababa de ser encargado de las relaciones con la prensa en el gabinete de Pétain. Viejo conocido mío de los tiempos de París, tuve la suerte de que pudiera más una cierta simpatía mutua nacida de los contactos sociales de entonces que la clara antipatía política que siempre nos había separado: yo, el ex diplomático español, nacionalizado francés huyendo de la barbarie, cualquiera que fuera ésta, no pasaba en el fondo de ser un distinguido exiliado disfrazado, por mucho que mi pasaporte dijera lo contrario. Sólo mis afectos parisinos habían servido para que se me aceptara en las alturas pese a algunas de mis irritantes lealtades y para que se diera por supuesto que mi conocimiento del medio me hacía fácil la maniobra entre los españoles refugiados, sobre todo entre los políticos. Puede que aquello le resultara útil a algún ministerio francés, no lo sé, pero en todo caso mi nueva documentación y mi antigua condición de diplomático acreditado en París, además de una cierta fama de inofensivo, con seguridad me habían evitado en los primeros días de 1939, aunque yo lo ignorara, la espantosa tragedia vivida por las decenas de miles de españoles que habían tenido que refugiarse en Francia huyendo de los facciosos por la frontera de Port-Bou, sólo para encontrarse metidos de hoz y coz en los infames campos de concentración instalados por las autoridades galas a este lado de los Pirineos. Pero estoy convencido de que ello no me libraba del estigma revolucionario que pesaba sobre todos nosotros ahora que los vientos políticos habían rolado de modo tan radical.
Pierre Dominique representaba a la clase política triunfante en Francia, a un gobierno aliado y amigo de Hitler y de Franco, nada menos, cuyas afinidades con los «comunistas» derrotados y refugiados de la república española eran más bien escasas. El antimarxismo galo era tan visceral que resultaba hasta patético.
– Espero, querido amigo de Sá -dijo Dominique con tono severo, fijando en mí la mirada intensa y penetrante que se convertiría pronto en marca de la casa- que cornprenda que no va usted a encontrar en mí un aliado fácil. Y se lo digo con gran sentimiento porque nuestra amistad viene de lejos, pero… -y se encogió levemente de hornbros; las fortunas cambian y los sentires, también y, por lo general, de manera simultánea. De modo que, en lugar de invocar tiempos pasados, respondí:
– Y yo aprecio su franqueza.
– Me debo al mariscal Pétain y al nuevo sentido de la Francia renacida.
– … ni yo le voy a pedir que traicione por amistad -sonreí-, sus lealtades o sus convicciones. No lo creería posible. De hecho -añadí levantando una mano para no parecer agresivo-, sólo querría solicitar de usted un servicio perfectamente normal: mi acreditación como corresponsal que soy de una serie de periódicos y agencias latinoamericanas… El Sol de México, La Nación de Costa Rica, El Tiempo de Bogotá y Clarín de Buenos Aires, entre otros. Traigo la lista completa y las acreditaciones necesarias en español y francés.
Bendije en silencio a mis amigos latinos que me las habían facilitado días antes en París. Y como me pareció que Fierre Dominique respiraba aliviado, volví a sonreír. Extendí las manos y dije:
– Sencillo, en realidad – por un momento pensé que estas últimas palabras estaban de más y que mi interlocutor detectaría la ironía, pero no fue así. Fierre Dominique estaba tan pagado de su importancia que hubiera sido incapaz de detectar ironía alguna aunque la tuviera delante como en aquel momento.
– En ese caso… no será difícil -contestó con tono paternal y afectuoso-. No habrá dificultad en que lo acreditemos como miembro de la prensa extranjera.
No estoy muy seguro de qué fue antes, si el huevo o la gallina, y no podría jurar si se les ocurrió a mis amigos los diplomáticos latinoamericanos o a mí que yo actuara de coordinador de todos frente a las autoridades francesas por el tiempo que duraran las hostilidades. Debió de ser a ellos, porque sólo a un grupo de diletantes con un conocimiento restringido de la situación en Francia y con una comprensión más que limitada de la capacidad de maniobra de un tipo como yo en la Europa del nazismo, podía ocurrírseles proponerme que los guiara por los vericuetos de un país derrotado por los enemigos de casi todo lo que apetecían. ¡Qué disparate! Y sin embargo, así había sido y en Maxim’s nada menos, con tres botellas de la mejor Viuda. Claro que les dije que, para justificar mi presencia en donde fuera que quedara establecida la capital de Francia si París tenía que ser evacuado y el gobierno decidía proseguir la lucha desde otro lugar (ya pensábamos entonces que de ser alguna capital, sería una bien lejana, como Burdeos), lo más conveniente sería acreditarme como periodista. Una cosa de este tenor no podía ofender a nadie y tendría la ventaja de «mantenerme controlado». Además, ¿qué me iban a hacer a mí, que era casi más francés que los propios franceses y que había vivido en París más de la mitad de mi vida? En fin, a lo que voy: esta concatenación de circunstancias me hace pensar que la cena en Maxim’s debió de celebrarse en torno al 6 de junio, una semana antes de la entrada de las tropas alemanas en París y diez días antes del armisticio, es decir, más o menos un mes antes de mi entrevista con Pierre Dominique. Sé, eso sí, que al día siguiente de la cena, emprendí viaje por carretera hacia la Costa Azul con la intención de poner tierra de por medio y esperar allí el desarrollo de los acontecimientos.
Pierre Dominique abrió el cajón de su mesa y de él extrajo una hoja de papel de carta del hotel du Pare.
– No hemos podido imprimir aún formularios en papel oficial -dijo inclinando la cabeza en señal de confusión personal: sin duda, esta carencia de medios le parecía impropia del gran Estado francés-. En fin -alisó la hoja sobre el secante y con puntilloso cuidado sacó de su bolsillo una pluma estilográfica de manufactura alemana con la que se dispuso a rellenar el documento, leyendo en voz alta al tiempo que lo hacía-: El gabinete civil del Mariscal de Francia requiere de las autoridades civiles y militares que presten a monsieur Manuel de Sá, subdito francés nacionalizado residente en esta ciudad de Vichy en el hotel… -levantó las cejas en señal de interrogación.
– Carltón -me apresuré a decir.
– Carltón, sí, toda la asistencia que necesite en el desempeño de sus funciones como corresponsal de prensa extranjera. Vichy, tres de julio de 1940. Ya está.
Del mismo cajón sacó un sello de tinta y lo apuso al documento tras firmarlo. Era un sello redondo en cuyo centro aparecía la doble hacha de la Francisca (un nombre que siempre me pareció ridículo; cuando no nos oía nadie, la llamábamos la puta Paquita), símbolo de la nueva Francia, que surgía poderosa de un campo sembrado y por delante de un gran sol naciente. El borde superior llevaba la inscripción État Françáis y en el inferior podía leerse Cabinet civil du Maréchal.
– Aquí tiene. Con este documento obtendrá en el servicio de prensa la acreditación necesaria para su labor. Espero que le sea útil para contar con objetividad al mundo lo que está ocurriendo aquí.
– Desde luego -contesté, pensando que la censura se encargaría de que así fuera, pero bueno, las cosas estaban de esta guisa y poco se podía hacer-. Le agradezco muchísimo la ayuda que me presta y le aseguro que no lo defraudaré. Tengo, sin embargo, otro favor que pedirle.
Dominique frunció el ceño.
– Usted dirá.
– Un grupo de diplomáticos latinoamericanos, acreditados todos ellos ante el gobierno de Francia, desea constituirse en… digamos… una asociación latinoamericana de amigos de Francia, una especie de círculo informal, un, supongo que lo podríamos denominar Grupo Latino. Verá: se trata más bien de crear…
– ¿Un grupo de presión? -preguntó Dominique sin esconder en su voz el horror que tal prospecto le causaba.
– ¡No, no! -exclamé con apresuramiento alzando las dos manos-. ¿Cómo quiere que ellos presionen sobre nada? Bueno -me corregí-, sólo presión tal vez en el sentido… teniendo en cuenta lo lejos que están todos ellos de su continente y lo que esta circunstancia debilita su influencia individual… en fin, quiero decir que juntos podrían acaso realizar gestiones, démarches, digamos que informativas que los ayuden a comprender mejor la situación europea y las complejidades de la guerra. Las otras gestiones, las que son propias del más elevado tenor político, deberá resolverlas cada embajada por su cuenta. Estoy en lo cierto, ¿verdad? Estoy convencido, sin embargo, de que este grupo también podría realizar démarches amistosas en provecho de Francia si así le fuera requerido…
Dominique carraspeó.
– ¿Y quién coordinaría ese grupo?
– Bueno… probablemente el ministro mexicano, monsieur Luis Rodríguez, pero creo que ellos quieren… en fin, que yo podría ayudarles para que no perdieran el sentido… no olvidaran el objeto de… en fin, ya sabe usted.
Se quedó en silencio durante un largo rato. No dejaba de mirarme. Tuve que hacer un esfuerzo para sostenerle la mirada y para no revolverme en mi asiento. Por fin suspiró y dijo:
– Hmm… Me parece que tendré que consultar este asunto con el ministerio de Negocios NExtranjeros. El señor Baudouin es muy celoso de sus prerrogativas y yo no quisiera excederme en las mías. Bien. Déjeme unos días y le contestaré.
Ninguno de los dos sabía que aquella misma tarde los ingleses bombardearían la flota francesa en Mers-el-Kébir (el puerto de Oran, para entendernos) y que aquel desastre tendría paralizada de furia a toda Francia (para satisfacción de Laval, añadiría yo días después cuando se lo explicaba a mi grupo de amigos). Por esta razón, pasaron al menos dos semanas hasta que Dominique me convocó de nuevo.
Creo que Mers-el-Kébir fue uno de esos tournants de la guerre, uno de los giros dramáticos de una situación que ocurren en tres o cuatro momentos clave y que imprimen un giro de 180 grados al curso lógico de los acontecimientos.
El gobierno de Pétain había creído que el armisticio lo ponía a salvo de cualquier contingencia bélica, como si la guerra no hubiera ido con ellos. Ya está. Se hubiera dicho que, según lo entendían los franceses, la rendición no significaba más que quedar al margen de las hostilidades (se entiende que aparte de las que les costaron la derrota), como si de pronto su territorio hubiera sido trasladado a las antípodas: un país entero e incólume que se ha ahorrado las batallas, cuya administración funciona como en tiempos de paz, cuya armada está quieta en puertos de la Francia de ultramar, esperando sólo a que se acabe todo este pasajero drama para recuperar la plena normalidad. Pero, vaya, resultó que Churchill, ¡el amigo de Francia que apenas unos días antes les había propuesto la unión de los dos países!, no lo vio así. ¡El traidor!, exclamaban todos. Menuda ceguera: Churchill no era ningún traidor ni por supuesto ningún idiota y supo que la flota francesa tardaría poco en ser utilizada por Alemania. La menor excusa habría servido para que los nazis se adueñaran de los buques de guerra franceses y los emplearan contra Gran Bretaña.
– Pero vamos a ver -interrumpió el Flaco Barrantes-, ¿me está usted diciendo que Francia no llegó a cornprender que Inglaterra no permitiría que la flota quedara entera?
– Eso es justo lo que estoy diciendo.
– Son idiotas -sentenció el Flaco.
– No, Flaco, yo creo que las situaciones de catástrofe nacional tienden a obnubilar el entendimiento. Se acaba no comprendiendo nada y se pierde la capacidad de juicio.
– Pero estas cosas no se hacen sin un ultimátum previo -dijo el ministro Luis Rodríguez que era el experto en cuestiones de derecho internacional-. Los ingleses, que tienen un alto concepto del fair play, no actuarían de ese modo, sin previo aviso, con tanta alevosía. Sería un escándalo.
– Eso pienso yo también -contesté-, y me parece seguro que tuvo que haber un ultimátum, algo del estilo: o me manda usted la flota a puertos ingleses para que se una a la guerra contra Hitler o se la hundo, algo así, ¿no?
– Pero eso no es un ultimátum. Eso es…
– … un ultimátum, querido -insistí-. Qué va a ser si no. Un ultimátum es la última opción, aunque la velocidad con la que se aplica depende de la confianza en sí mismo que tiene el que lo propone, ¿no?
– Se dice pronto. ¡Dos mil muertos! -exclamó Cifuentes el panameño.
Me gustaría poder decir que la noche del 5 al 6 de julio telegrafié un despacho a los periódicos latinoamericanos explicando lo que había ocurrido, pero mentiría. En primer lugar, porque ni siquiera tenía aún la condición de corresponsal; y cuando la obtuviera, tampoco sería un corresponsal de guerra, puesto que en Vichy vivíamos en paz. Por otra parte, la confusión en Francia era total desde que las radios habían dado la noticia el 4 por la noche y podían palparse la desolación y la rabia en la población de la capital desde que la prensa había recogido el desastre en las primeras ediciones del 5. En mi descargo añadiré que nunca se da uno cuenta de la importancia de cualquier acontecimiento hasta que lo puede analizar con cierta perspectiva temporal; puede que un buen periodista, sí. Pero para un político o para un simple diplomático, sólo lo ocurrido confirma los temores de días atrás.
¿Cómo íbamos a saber nada? Por mucho que viviéramos en un lugar alejado de la batalla, estábamos en guerra. Y en las guerras se sufre, hay muertos, hay destrucción sin cuento. Información, no. Era lo que correspondía. Nadie podía lanzarse al análisis político de lo que no comprendía y sobre lo que, por supuesto, nadie revelaba nada, nadie explicaba nada, nadie siquiera propalaba las versiones más favorables. Eso vendría mucho más tarde. Sólo muchos meses después, hacia fin de año, empezaron a aparecer por Vichy incontables oficiales de Marina pavoneándose con sus rutilantes uniformes, conscientes de ser los únicos que no habían sufrido derrota en esta guerra porque no habían podido entrar en combate: unos miserables traidores les habían hundido los barcos antes de que pudieran lanzarse a la batalla (doblemente traidores puesto que los marinos de guerra del mundo se consideran miembros de una hermandad antes que pertenecientes a los ejércitos de un país cualquiera y están habituados a tratarse con decencia y galanura). Lo que era peor para los marinos franceses: ni siquiera habían tenido el orgullo de poder irse a pique con sus unidades como el comandante Langsdorff el 17 de diciembre de 1940 al hacer volar por los aires el acorazado Graf von Spee en el puerto de Montevideo. «¡Quia! Los pilló tomando whiskies en el bar del country club», dijo Flaco.
Me parece recordar que no fue hasta finales de aquel verano de 1940 cuando empecé a ver confirmados mis presagios sobre lo que de verdad estaba pasando en toda esta lamentable historia.
Mientras tanto, por lo que a nosotros se refiere, bastante teníamos con sobrevivir y contar las minucias de las que éramos testigos.
Durante muchas semanas, por otra parte, nos tendría en vilo a todos la aparición en Vichy de mademoiselle Marie Weisman.
La forma algo apremiante con que llegó a manos de Mme. Letellier la solicitud de ayuda para Marie Weisman fue típica de los tiempos confusos que se vivían en Europa durante el estío de 1940 y, en cierto modo, de la complicidad inevitable entre gente que, perteneciendo al mismo bando (y, por descontado, a la misma clase social), estaba en conciencia obligada a prestarse un servicio solidario.
Desde luego, en momentos menos angustiosos, la petición no habría sido tan directa, sino que habría ido por vericuetos más lentos y más llenos de los circunloquios propios de la buena sociedad francesa.
Chálons-sur-Marne,
7 de julio de 1940
Querida Mme. Letellier:
Le pongo esta carta para plantearle una cuestión que sé severa y nada fácil de atender. Es un favor especial que me pide mi madre y, aun a riesgo de molestarla a usted de modo muy impertinente, me veo en la obligación de hablarle de ello. Ayer mismo estuve en Vichy y lamenté no poderla visitar para tratar el tema directamente con usted. Las obligaciones de Estado del pobre secretario general de la Prefectura de la Marne, una región directamente afectada por las pasadas hostilidades, me quitaron el placer de una chaña distendida con tan encantadora Amiga. Pasé con el señor Mariscal más tiempo del que mi humilde rango merece y hube de regresar inmediatamente a Chálons a cumplir con sus instrucciones.
Una gran amiga de mi madre, Blanche de Weisman, vive en París con su única hija, Marie, una joven y brillante licenciada en ciencias políticas. Conozco a Marie desde que era muy pequeña y aunque hace años que no la veo, sé que se ha convertido en una agradable señorita.
Mme. Weisman quiere que Marie se vaya de París, lejos de los peligros y ahora de la inmoralidad escandalosa que acechan a cualquier joven y cuánto más en una capital que, además de no ser normalmente un ejemplo de austeridad y buenas costumbres, padece de la confusión impuesta por un ejército extranjero. Como es una madre muy activa, ha conseguido que sus amigos en la Agencia de Noticias Havas destinen a Marie como corresponsal de varios diarios suizos y americanos (no sé muy bien cuáles) en Vichy. He obtenido para ella un salvoconducto, de tal modo que no tenga dificultad en llegar a la Zona Libre.
Sé que desde la instalación del Gobierno del señor Mariscal en Vichy, la cuestión de la vivienda se ha puesto particularmente difícil. Ésta es la razón por la que acudo a usted, querida Amiga. Mis servicios han intentado conseguir habitación para Marie en algún hotel, pensión o casa familiar mínimamente digna, pero les ha sido imposible. Me pregunto si Usted le daría cobijo, lo que, además, tendría la virtud enorme de significar que Marie está protegida y vigilada por una persona tan bondadosa, moralmente digna y de tan excelente educación como Usted.
Recuerdo con particular afecto nuestro último encuentro en París y la muy divertida velada que pasamos junto con su encantador grupo de amigos.
Desde ahora agradezco cuanto pueda hacer por Marie, a quien he recomendado que acuda a visitarla en cuanto llegue a Vichy.
Reciba, querida Amiga, la expresión de mis sentimientos más distinguidos. Con la amistad de
Rene Bousquet,
Secretario General de la Prefectura.
– ¡Periodista! -exclamé-, esta joven muchacha es periodista.
– Sí, eso parece -contestó Mme. Letellier.
– Entonces creo que podré ayudarla en sus primeros pasos en esta profesión.
– ¿Pero, cher de Sá, no es usted diplomático?
– Sí, sí, naturalmente que sí, pero los cambios políticos, la guerra, provocan extrañas desviaciones en la ocupación de las personas…
– Ya, claro -dijo Mme. Letellier con tono de duda-, así son las cosas.
– Pero volvamos a la joven periodista… Se diría que ha encontrado un formidable valedor en monsieur Bousquet, ¿verdad?
– Ah, querido de Sá -me confió Mme. Letellier-, monsieur Bousquet es un excelente amigo. Un joven encantador… y con un gran futuro. No sabría negarle cuanto me pide. Además, lo hace por su madre. ¡Qué hijo tan bueno! ¿Sabe usted que es un verdadero héroe?
– Non, madame, algo he oído, pero… -contesté.
– Pues sí. Hace unos diez años, en unas inundaciones terribles provocadas por la crecida del Carona, Bousquet, solo y sin ayuda prácticamente de nadie, pasó dos días salvando gente.
– ¡No me diga usted! -exclamé.
– ¡Ah, sí, amigo mío! Y fue condecorado por el presidente de la República y le dieron la legión de honor. ¡Con apenas veinte años recién cumplidos!
– ¡Le ruego que me lo cuente! -me incliné sobre el velador, cogí la taza de mi amiga con una mano y con la otra le serví un poco de té y, luego, agua caliente del samovar-. Azúcar, ¿verdad?
– Pero sólo un terrón, ya sabe lo terrible que es engordar. Después me cuesta otra cura de aguas y no sé si voy a ser capaz de aguantarlo -rió con picardía; luego se puso seria y añadió-: una rodaja de limón, por favor.
– No necesita usted adelgazar, querida madame Letellier. Su juventud, además, le permite cualquier exceso.
– Oh, qué cosas dice, cher Manuel -contestó feliz, poniéndome una mano en el antebrazo. Hubiera jurado que en el fondo de sus pupilas se adivinaba el fulgor algo salvaje del felino que ha localizado una presa. Tonterías mías.
– En absoluto, se lo prometo. No debe usted adelgazar bajo ningún concepto, aunque se lo recomendara el director del balneario.
La volví a mirar con detenimiento. Olga Letellier siempre había tenido la capacidad de irritarme profundamente. Nos conocíamos desde hacía años, cuando aún no era viuda y siempre la había considerado (en palabras de mi estalinista amigo Luis Rodríguez el mexicano) una lacra social. Idiota era, sin duda alguna, pero al instante me reprendí, arrepentido de mi completa falta de caridad; porque también era buena persona y, aunque entrada en carnes, para sus, qué sé yo, cuarenta años, conservaba una más que aceptable lozanía. Había habido, en efecto, un monsieur Letellier, rico comerciante del norte, muerto diez años antes, dejando a su viuda bien instalada en un hotelito de la avenida Foch y al que yo había tratado superficialmente en el París de los alegres años veinte.
– Me tiene usted sobre ascuas.
– ¿Cómo dice?
– Me refiero a la historia de monsieur Bousquet.
– ¡Ah, monsieur Rene Bousquet! Déjeme que le cuente -me miró con ojos picaros y se dispuso a relatarme la Historia (la h mayúscula se la pondría Cifuentes el panameño) del Héroe (esta mayúscula fue de Rubirosa) Bousquet-: En marzo de 1930 hubo, como le digo, unas inundaciones terribles en torno a Montauban. Se produjo una crecida del Tarn, el afluente del Carona, de tal violencia que sorprendió a las gentes sin dejarles reaccionar. Una verdadera catástrofe, por lo que leí en los periódicos, y le confieso, amigo mío, que en París devorábamos aquella historia como si se tratara de panecillos calientes. Por detalles que me ha contado el propio Rene, me parece que el curso de los dos ríos empezó a desbordarse a la caída de la tarde. Era, creo recordar, un domingo y las aguas inundaron rápidamente un pueblo tras otro. El propio Bousquet, ¡qué loco aventurero!, ¡veinte años!, se subió a su automóvil y decidió ir a inspeccionar el estado en que se encontraban las márgenes de ambos y comprobar si aguantarían el asalto de las aguas. Pero al poco tiempo, notó que las ruedas de su coche patinaban. ¡La carretera estaba inundada! Sin importarle el riesgo que corría, se bajó de su automóvil y echó a andar para tratar de ayudar a quienquiera que estuviese en apuros.
– ¡Qué barbaridad! -exclamé.
– Ah, sí… Enseguida oyó gritos de auxilio, percibió la angustia de gente que, en la noche, pedía ayuda haciendo todo el ruido que podía con sus cacerolas o disparando sus escopetas de caza. Bousquet fue de puerta en puerta alertando a quienes quedaban en las casas para que se pusieran a salvo. Más tarde, salvó a un anciano medio paralítico y después a cinco pequeños cuyos padres no habían podido regresar a casa. ¡Y el río seguía creciendo! No se recordaba una crecida semejante. Las aguas del Tarn subieron hasta el borde mismo de los puentes y, al menos en un caso, pasaron por encima. Sumergieron barrios enteros, se perdió el contacto entre las dos orillas… en fin, una catástrofe -añadió sacudiendo la cabeza, impresionada por sus recuerdos. Suspiró-. Mientras tanto, Bousquet pasó toda la noche yendo de un sitio para otro, rescatando a decenas de personas de una muerte segura, hasta que de madrugada se encontró con otro aventurero, un deportista llamado Adolphe Poult, héroe de la gran guerra, aviador, caballista, nadador, que iba en su canoa deportiva recogiendo a cuanta persona encontraba y poniéndola a salvo en las partes más elevadas de la ciudad. Y fueron muchas… Entonces, los dos unieron fuerzas y se adentraron por las zonas más peligrosas en donde peor era el estado de las aguas. A ratos a nado, a veces progresando lentamente a pie con el agua al cuello, otras veces remando, ¡incluso volcaron varias veces y tuvieron que dejarse arrastrar hasta cualquier rama que se interpusiera en su camino!, siguieron salvando a familias enteras sin que les importara el terrible riesgo que corrían, llevando en volandas a gentes que se descolgaban desde los tejados dejándose caer con la ayuda de sábanas anudadas, nadando, agarrándose a las chimeneas de los tejados… Mon Dieu! ¡Qué valentía! Claro, no podían llevar a más de dos o tres personas por viaje hasta lugar seguro en la estación del ferrocarril, lo que hacía que su labor de salvamento fuera en verdad agotadora… ¡Más de un día sin comer, sin beber nada caliente! Estaban extenuados. Los policías y los demás funcionarios que intentaban organizar el rescate les aconsejaban que descansaran. Pero ellos no cejaron: sin desanimarse, sin detenerse, siguieron buscando a gente a la que socorrer… y el río continuaba creciendo como nunca. Durante un rato al final de la tarde se refugiaron en la estación, derrengados por el cansancio, pero una vez más reanudaron sus búsquedas. La última, dijo por fin uno de ellos, y un soldado aterrado, subido a un balcón, haciendo caso omiso de las palabras de calma que le gritaban Bousquet y Poult, se lanzó sobre la canoa, la volcó y arrastró al pobre Poult… Durante un buen rato lucharon para que no se hundiera. Pareció que lo habían conseguido, pero cuando Rene se giró para agarrar al soldado y que no se le escapara, Poult desapareció tragado por las aguas. No lo encontraron hasta dos días más tarde… Una verdadera tragedia. Monsieur Bousquet pudo salvarse de puro milagro. Dos días con sus noches, ¿se da cuenta de lo que significa?
– Sí -dije-, qué historia extraordinaria. Un verdadero héroe, ¿verdad? Es cierto que aquellas inundaciones fueron espantosas.
– Oh sí. El presidente de la República visitó después la región. Qué devastación, cuánta ruina. Barrios enteros destrozados, granjas hundidas en el lodo, ganado muerto pudriéndose en las praderas embarradas, miles de personas sin casa, muertos, desaparecidos… Y sí, Rene Bousquet fue el verdadero héroe de aquellos días. ¡Con veinte años! Se mereció la legión de honor que le impusieron, vaya que si se la mereció.
Bueno, si no lo hace a los veinte años, pensé, ¿para cuándo lo habría dejado?
– En fin, así fue. Luego ha hecho una buena carrera, ¿verdad?
– Ya lo creo -dijo Mme. Letellier-. Tanto que, si no estoy equivocada, a sus treinta años es uno de los prefectos más jóvenes de Francia. Ya ha visto usted por la carta que me envía, que es secretario general de la prefectura de Chálons-sur-Marne, otra zona devastada por la guerra… ¿Cómo no le voy a ayudar? ¿A un héroe de Francia? ¡Por supuesto que le voy a ayudar!
– ¿Entonces va usted a alojar a esta señorita que él le recomienda?
– ¡Naturalmente! Me sobra sitio: la voy a instalar en la habitación de mi dama de compañía.
– ¿Y su dama de compañía? -pregunté no sin maldad.
– Ah, no importa nada… Voy a agradecerle los servicios y la voy a devolver a su casa de Aix. ¿Qué otra cornpañía puedo desear después de la recomendación que me hace monsieur Bousquet? Además, esta Bécassine que me acompaña es bastante tonta y no me sirve de nada.
Durante un tiempo mis verdaderos motivos me tuvieron engañado. Hubiera jurado que mi excitación por la llegada de la señorita Weisman tenía que ver sobre todo con el hecho de que en las pequeñas capitales de provincia en las que rara vez pasa nada, la trascendencia de cualquier acontecimiento que se sale de lo ordinario se multiplica por diez. Menuda tontería. Mi imaginación me jugaba una mala pasada: en aquellos días me sobraban acontecimientos trascendentales y el peso de la visita de una joven periodista tenía por fuerza que ser nimio y palidecer ante los terremotos políticos que nos sacudían. ¿Qué podía significar la presencia en Vichy de una muchacha de París comparada con el nacimiento de la nueva Europa? Lo cierto era que mucho, aunque no lo quisiera confesar: en el fondo, la nueva Europa me importaba una higa y por mi parte estaba dispuesto a sacrificar su importancia redentora en el altar de la sensualidad femenina.
Con el transcurso de los años, me había acostumbrado a que mis sensaciones acerca de la belleza femenina fueran siempre las mismas: la simple alusión a una joven me hacía imaginarla poseedora sin excepción de atractiva armonía y belleza. Me entretenía jugar de modo instintivo con ese imaginario. Un reflejo condicionado, sin duda, un sentimiento estúpido que la realidad de las cosas por supuesto derrotaba una y otra vez y que no soy capaz de explicar más que con el argumento senil de una creciente, pueril y reprimida fascinación por los pocos años, a buen seguro un modo desesperado de retener los crudos rasgos exteriores de una sensualidad cada día menos natural pero perseguida a cada momento con la angustia creciente del que envejece sin remedio.
Quiero suponer que a mis amigos de tertulia les ocurría tres cuartos de lo mismo porque la llegada de Marie Weisman fue esperada por todos nosotros con la excitación propia de un grupo de colegiales a quienes ha sido prometido un premio delicioso lleno de incógnitas y misteriosas ofrendas. Todas estas expectativas que nos habíamos creado carecían de razón alguna desde luego, porque nadie que la conociera nos la había descrito o había explicado los rasgos más salientes de su personalidad. Tal vez habían sido las palabras de Bousquet en su carta a Mme. Letellier («sé que se ha convertido en una agradable señorita») las que habían fomentado unas ilusiones francamente exageradas sobre el aspecto externo y el carácter de esta mademoiselle Weisman.
Pero, por no dejar de ser objetivo en mis recuerdos, debo aclarar que los días que precedieron a su llegada fueron de gran agitación en Vichy.
Estaba en marcha la trasformación del estado, nada menos, la conversión de nuestra vieja república, de nuestra corrompida, humanista, degenerada in República, en un esperpento fascista gobernado por un títere.
La semana y media que siguió a la instalación del gobierno del mariscal en el balneario fue testimonio de lo que pueden conseguir unos cuantos hombres decididos a cambiar las cosas sin más oposición que los susurros de un pequeño grupo de timoratos. Ah, Laval, Laval. En esos días, este hombre hizo más por ganarse el pelotón de fusilamiento que al final lo ajustició que en toda su vida política anterior. ¿Cómo era su argumento? Sí: mejor unirse al triunfador, es decir, subirse al carro de los vencedores (por más que no se diera cuenta de que en realidad lo ataban a sus ruedas) y conquistar Europa, ¡ la Europa de la cultura aria!, de la mano de Hitler, mientras que quienes se les resistieran, léase Gran Bretaña y restantes ciegos, serían doblegados y convertidos en los nuevos esclavos del Reich.
¿Dónde estábamos aquéllos a quienes espantaba la idea? ¡Si hasta días antes éramos legión! ¿Tanto nos había minado la vida muelle de los años locos de la Belle Epoque? Ése era precisamente el argumento invocado por Pétain: como nos habíamos entregado a una existencia de vicio e indiferencia, había que acabar con ella y, desde luego, con las instituciones y los estamentos de la sociedad que nos la habían facilitado. Nuestros pecados no tenían la culpa de la derrota, puesto que ésta no había existido. No, no. El argumento era el contrario: debíamos regenerarnos para hacer frente a nuestro nuevo destino de triunfadores, el que nos permitiría ir de la mano de Hitler hacia tan brillante futuro. Si no nos regenerábamos, no tendríamos derecho al premio. Por más que millones de franceses creyeran que Philippe Pétain se había colocado al frente de Francia para darle la vuelta a la derrota y plantar cara a Alemania, la realidad era que el mariscal se había puesto a las órdenes de Hitler para doblegar a los franceses. ¡Qué historia tan triste! ¡Y cuánto tardaron en reaccionar! La sociedad civil es miedosa; ¿cuántos tiranos habrían existido si no lo fuera? Pobre Francia; ¡cómo se acobardó ante este anciano de ojos azules y tez sonrosada y cómo permitió que unos cuantos destruyeran el espíritu de todo un país, su generosidad y su fuerza!
¡Y pensar que Pétain no era nada! ¡Nada!
Mi viejo amigo parisino, Armand de la Buissonière, había sido trasladado al ministerio de Asuntos Exteriores en Vichy (le petit quai, lo llamábamos en alusión al Quai d’Orsay parisino) y de ahí al gabinete civil de Pétain, lo que me había alegrado sobremanera; de él iba yo a obtener la información política más fiable sobre lo que iba ocurriendo en los corredores del poder y, tal vez, sobre la marcha de la guerra. Al mismo tiempo, juntos podríamos sincerarnos, reír y denostar la estupidez de los políticos como era nuestra costumbre. Además de gran aficionado al champagne y al foie, de la Buissonière era de los pocos diplomáticos franceses que no se habían tragado una escoba: siempre hacía gala de una informalidad campechana y llena de humor, razón última de su escaso éxito profesional hasta entonces. Lo cierto era que nos parecíamos bastante. Ambos habíamos aprendido a disimular nuestras emociones y a callar nuestras filias y nuestras fobias, nuestra falta de compromiso y escaso entusiasmo por las Grandes Causas, motivo por el cual nunca habíamos sido demasiado bien considerados por nuestros respectivos jefes, motivo, a su vez, por el que inevitablemente éramos íntimos desde muchos años atrás. Digamos que los dos habíamos conseguido que se nos mirara con indiferencia, una frialdad que convenía a nuestro deseo de pasar desapercibidos.
Armand era un hombre pequeño, coqueto y atildado, poseedor de una simpatía arrolladora y de una cultura inmensa y rara. Pero lo que lo distinguía sobre todo en estos tiempos tan difíciles era su corazón generoso y su palabra acida. Nunca resistía la tentación de un comentario irónico sobre el poder y nunca, me parecía, abandonaría a un amigo, por más que aún tuviere que enfrentarse a tal prueba y superarla.
– ¡Bah, Manuel! -me dijo una noche mientras paseábamos a orillas del río; hacía calor y casi no se oía el murmullo apacible de la espesa corriente que se deslizaba despacio enganchándose apenas a los bancos de arena, como si sólo quisiera acariciarlos con su agua. Por fortuna la humedad y los mosquitos se habían aplacado. A nuestra derecha se adivinaban las sombras de los grandes sauces y de las hermosas matas de flores del parque del Allier que nos separaba del bullicio de la ciudad. Detrás de la vegetación podía distinguirse el chalet de Napoleón in, con las delicadas columnas de su porche y, apenas intuidas en la oscuridad de la noche de verano, las miríadas de arbustos, flores y plantas trepadoras que adornaban su jardín y sus balcones; a cualquier cosa llamaban chalet-. Qué vida tan desagradable nos hemos organizado en este desgraciado país. Nos dejamos derrotar por unos bárbaros provenientes del este, como de costumbre por cierto, y encima nuestros vencidos, liderados por un mariscal imbécil y senil, pretenden imponernos un estilo de vida beato e hipócrita del que abjuramos hace siglo y medio… Pardi! Nos costó una revolución y que rodaran las cabezas de nuestros mejores y ahora regresamos a la estupidez más rancia sin pegar un tiro. Y lo malo es que Pétain es nuestro único valladar frente a los alemanes -sonrió-. ¿Entiende usted la ironía? Nos tenemos que apoyar en él para sobrevivir y, apoyados en él, vamos todos al desastre. ¿Qué le parece?
– Bueno, Armand -le contesté-, ése es el sino de Europa. Estar bajo la bota de esos bárbaros de verde, como usted los llama, permitirles que borren el refinamiento, la anarquía, incluso la suciedad, ¡bendita porquería mon cherl, de nuestra vieja civilización, todo para mayor gloria del Reich del señor Hitler. ¡Todos iguales! Alemania, Italia, Austria, España, Checoslovaquia, Rumania… ¿Puede concebirse una idiotez mayor que pretender borrar dos mil años de historia?
– Los ingleses resisten…
– ¿Por cuánto tiempo, Armand? Y cuando sean invadidos y rotos en mil pedazos y sus flemáticos obreros intercambiados por sus flemáticos prisioneros de guerra internados en Alemania, ¿seguirán manteniendo el rictus feroz de los que resisten? ¿O se convertirán, como todos nosotros, en dóciles doncellas dispuestas a bajarse las faldas para complacer al animal?
– Bueno -dijo sonriendo-, me parece que es subirse las faldas y bajarse los pantalones -y luego continuó en tono dubitativo-, tengo gran aprecio por Churchill y su capacidad de lucha… Es un bárbaro obstinado que nunca se rendirá y que no permitirá que se rinda su país.
– ¡Pero Armand! -exclamé deteniéndome frente a uno de los bancos de la ribera-. ¿Cree usted que todo el país está con Churchill? ¡Ni mucho menos! Empezando por el duque de Windsor que hasta ayer mismo era el rey…
– Menudo botarate.
– Botarate, sí, pero también representante de toda la clase dirigente inglesa, no lo olvide. Con tanto imperio y tanto apaciguamiento son todos de extrema derecha.
– Mais, Manuel, una nación que tiene una marina que bombardea la nuestra en Mers-el-Kébir con la brutalidad con que lo hicieron no me parece la más dispuesta a pactar con el enemigo nazi… De derechas, sí, pero patriotas ante todo, y además -añadió con sorna-, con la inestimable ayuda del petit colonel De Gaulle…
– Ya -reí-. No me parece que De Gaulle sea el aliado más poderoso que tienen los ingleses para ganar esta guerra. ¿Cuánta gente tiene? Un par de docenas, ¿no? Y además, no es petit sino grana colonel.
– ¿Se acuerda usted de Danielle Darrieux? -preguntó de pronto.
– Pues claro…, la actriz -contesté, desconcertado-. Somos buenos amigos. Pero ¿qué…?
– Sí… Almorcé con ella antes de salir de París anteayer. Me manda saludos para usted -sonrió, y siguió andando-. Es inagotable. Por la noche la vi cenando en Maxim’s con el dominicano Rubirosa. ¡Qué hombre extraordinario!
– Es bien cierto -no quise dejar que se distrajera y le puse la mano en el brazo. Giró la cabeza hacia el río y con la barbilla señaló las plácidas aguas, casi invisibles en la oscuridad, como si se dispusiera a hacer una comparación entre el cauce del Allier y algún pensamiento que se le hubiera ocurrido en aquel momento sobre Porfirito, sobre la Darrieux o sobre cualquier otra cosa trascendental, pero no dijo nada-. Sin embargo, éstos son tiempos extraordinarios, Armand -añadí-, en los que todo se trastoca, todo se disparata, ¿verdad? Esta guerra… Vaya, me parece que llevamos en guerra desde el treinta y seis.
– Mais non, Manuel. No es desde el treinta y seis. El mundo está confuso, enmarañado, desde mucho antes de vuestra dichosa guerra de salvajes. Esta anarquía del pensamiento es el mal del siglo -Armand se volvió hacia mí para mirarme con intensidad-. No nos quedan valores reconocibles… ¿Qué le ha pasado a nuestra buena república de burgueses bien alimentados? El Frente Popular de León Blum, eso es lo que le ha pasado -sonrió-. No quiero decir que la culpa de todo la tiene Blum. Blum no es más que un símbolo, culpable, pero símbolo. ¿De qué? -levantó la mano derecha con dos dedos extendidos-. De dos cosas. Fíjese bien, Manuel: Blum es israelita y marxista, ¿verdad? De los tres grandes males de este siglo, judaismo, comunismo y fascismo, a Francia le han caído dos encima, y ahora acaba de llegar Hitler con el tercero. ¡Bah! Y le digo una cosa: si el asunto Dreyfus acabó con el ejército de Francia y dividió a la sociedad en dos…
– ¡Pero él no era culpable! -exclamé.
– Ah no, por supuesto, pero, dígame, si hubiera estado en la mano de usted impedir que se abrieran sin remedio las fisuras en Francia aun a costa de sacrificar a un inocente, ¡un solo inocente!, ¿no lo habría hecho? ¡Claro que lo habría hecho! -añadió al observar mi silencio culpable-. En fin, no veo la gran inocencia de los israelitas si, incluso no siendo culpables de nada, han sido los instrumentos de este desastre. ¿Y los comunistas? ¿Qué me dice de los comunistas? ¿Cuándo habrán acabado de traicionarnos a todos, inmolándonos en ese estúpido altar de la revolución proletaria? Ah, y si las doctrinas son el verdadero azote de los pueblos, Manuel, lo peor de las guerras no son las batallas, sino los líderes. ¿Me habla usted de Pétain? -preguntó en tono feroz, bajando la voz y mirando a su alrededor por si alguien hubiera podido oírle. Me agarró la mano que yo aún tenía apoyada en su brazo-. ¡Y pensar que tenemos que ayudarle! Le voy a contar quién es nuestro amado mariscal. Es un viejo senil, eso es lo que es -susurró con desprecio-. Usted sabe que yo estaba de servicio en Burdeos cuando fue solicitado el armisticio. Lo que me parece que no sabe es que estaba presente como secretario del gabinete civil cuando el mariscal formó gobierno. Bah, me limitaba a tomar notas y hacer resúmenes para que nadie olvidara lo que se había dicho y decidido. Bien -suspiró-. Ah, querido amigo. ¿Me creería si le contara que Pétain carece en absoluto de convicciones y que su carácter es débil por demás? Pues sí, como lo oye, Manuel. Siempre ocurre con el tirano: los peores, los verdaderos son quienes lo rodean, mientras que de él sólo se requiere crueldad sin miramientos… – levantó la vista, pensativo -. Yo creo que para ser un autócrata basta con poseer gran soberbia y tener la voluntad de sancionar cuanto propone la clique de los colaboradores. El ejercicio de la tiranía es de autoalimentación: basta con que a la cabeza se sitúe un hombre con algún carisma… poco… no hace falta mucho, a la cabeza, sí, de un grupo de arribistas sin escrúpulos. Todos se necesitan entre sí. No hace siquiera falta que el tirano tenga una ideología; ya se la suministran los de su corte. Lo que hace falta es que no le tiemble el pulso a la hora de hacer el bárbaro…
– Espere – le interrumpí -, ¿qué tiene eso que ver con la senilidad de Pétain? Tendrá que ver más bien con su incapacidad como político, pero…
Armand miró a su alrededor.
– Tiene que ver con su falta de convicción frente a cualquier cosa y con que toma las decisiones irrevocables de acuerdo con lo que le ha dicho el último que le habla. Se obstina, adelanta la mandíbula y no le falta más que dar pataditas en el suelo. Y no da pataditas porque, por encima de todo, sabe que tiene que aparentar frialdad en lugar de demostrar ignorancia – Armand se inclinó hacia delante -. No, si a éstos los instintos les funcionan a las mil maravillas… – se quedó callado.
– ¿Y…? -dije.
– ¿Eh? -sonrió-. ¡Ah sí! Bueno, estábamos en Burdeos. El mariscal ultimaba el gobierno del armisticio. Ya sabe… un puesto aquí, un puesto allá. Una consulta por aquí y otra por allá, para contentar a todo el mundo. Yo tomaba notas y callaba en una esquina del salón. Debía de ser el 21 de junio. En fin. Entra Laval y Pétain le ofrece el ministerio de Justicia. Bueno, el viejo Laval da un respingo y dice… vaya, no recuerdo las palabras exactas, le dice: señor mariscal, no creo estar en condiciones de servir bien a Francia en ese puesto; más bien yo era ministro de Asuntos Exteriores en el anterior gobierno y preferiría volverlo a ser. Ah, vaya, dice Pétain, pero ya le he ofrecido esa cartera a monsieur Baudouin. Pues lo siento, contesta Laval. ¡Pero puedo dársela a usted!, exclama el mariscal. Y, amigo mío, Fierre Laval sale de la entrevista con la cartera de Exteriores en el bolsillo…
– ¡Pero si Laval no es ministro de Exteriores, sino vicepresidente del gobierno!
– Ya lo sé. Déjeme que le explique, no hablo de las ambiciones de Laval sino de la debilidad de Pétain. En cuanto Laval se hubo marchado, Weygand, ya sabe, nuevo ministro de la Defensa, irrumpió en el salón y le dijo al mariscal que no podía hacer ese nombramiento. Fierre Laval es un germanófilo de primera línea y su nombramiento en Exteriores no haría sino irritar aún más a los ingleses. No estaba el horno para bollos ni el ministerio para Laval. Dicho y hecho: unas cuantas objeciones por parte de Pétain, algo de insistencia por parte de Weygand y se acabó. Baudouin volvía a ser ministro -de la Buissonière se quedó callado. Después se volvió hacia mí y preguntó-: ¿Ve lo que quiero decir? Un pobre diablo. Eso es lo que es nuestro flamante mariscal de Francia. Un pobre diablo.
Artículo único.
La Asamblea Nacional otorga todos los poderes al Gobierno de la República bajo la autoridad y la firma del mariscal Pétain con objeto de que se promulgue, merced a uno o varios actos, una nueva Constitución del Estado francés.
Esta constitución deberá garantizar los derechos del trabajo, la familia y la patria.
Será ratificada por la nación y llevada a efecto por las Asambleas que haya establecido.
¡ Ah, amigos míos! Esta broma fue aprobada en la tarde del 10 de julio de 1940 por quinientos sesenta y nueve votos contra ochenta. Senadores y parlamentarios reunidos en el Casino, ¡en un casino! (si esto no es justicia poética, que venga dios y lo vea), habían decidido convertir a Pétain en dictador de Francia y habían aceptado que la constitución de la Tercera República fuera sustituida por unos cuantos «actos» (un eufemismo para «decretos») que liquidaban cualquier atisbo de democracia.
En realidad, el mariscal se había dejado arrastrar a este juego sin comprenderlo, porque si hubiera comprendido algo de lo que se estaban juganclp en Vichy él y los suyos, la mera posibilidad de ser derrotado por un milagro de la democracia, le habría forzado a bajar a la tribuna para inclinar la balanza a su favor. Como es natural, lo habría conseguido sin esfuerzo: de un soplo, con su sola mirada, habría alcanzado la unanimidad, ni ocho ni ochenta, la unanimidad. Pero como no entendía nada de todo aquello, hizo lo que siempre: esperar. Esperar, no sin gran suerte, a que las cosas se resolvieran por sí mismas.
Por otra parte, ahora que lo pienso después de tantos años, es incluso probable que su indiferencia ante esta traición a Francia perpetrada por él y por Laval se debiera sencillamente a que, sabiendo como sabía que no existía marcha atrás frente a Adolfo Hitler, no le importaba una higa la opinión de los representantes del pueblo francés, a los que además consideraba una pandilla de degenerados culpables de todos los males. Y así, el 10 de julio tuvo la fortuna de que sólo uno de rada siete parlamentarios se opusiera a sus planes. Ése era el grado de entrega de los políticos franceses a un hombre que creían el salvador de la patria.
Durante toda la semana que precedió a la votación, Pétain dejó los manejos más sucios en manos de Fierre Laval que tuvo, además, la habilidad de equiparar a quienes se oponían a su proyecto con los anglofilos: con toda seguridad eran los antipatriotas que se alegraban de la catástrofe de Mers-el-Kébir de unos días antes. Y maniobró de tal manera que acobardó a todos, insultándolos, violentándolos, llevándolos al extremo de la agresión verbal, echándoles la culpa de toda la situación. Lo que es más, supo aparentar que se eclipsaba ante el mariscal para señalar que él no tenía ambición política alguna, cuando lo único que pretendía era el poder absoluto.
Digo ahora todas estas cosas porque las interpreto con la perspectiva de años. Pero aquella tarde de 10 de julio sólo fui capaz de pensar que tal muestra de confianza por parte de la clase política de Francia apuntaba sobre todo a que yo estaba equivocado en mis apreciaciones: acaso Pétain fuera en efecto el padre de todos los franceses y residiera en él toda esperanza frente a los nazis.
Armand de la Buissonière estaba tan confundido como yo. Tampoco conseguía encajar en sus esquemas filosóficos cuanto estaba ocurriendo, acaso porque en esos días tan trágicos, el patriotismo nos era presentado como el único valor supremo. Pero, claro, sólo se trataba del patriotismo de los que se adjudicaban la exclusiva de su interpretación. La democracia, la libertad, la tolerancia (y dios sabe que la tolerancia de los franceses es poca, mientras que su soberbia es grande) quedaban en suspenso para tiempos mejores. Y no digamos las opiniones de quienes ni siquiera éramos patriotas. Conclusiones amenazadoras, cierto, pero que, por el momento, no pasaban de ser un delirio de nuestros temores.
Pronto, sin embargo, íbamos a comprobar cómo estas cosas se plasmaban de un modo brutal en la práctica, cómo el espacio en el que se movían nuestros intelectos, nuestros códigos de conducta, nuestra moralidad, nuestra felicidad, se iba a estrechar de manera insoportable y aterradora. Pronto Vichy olería a detritus y a miedo.
Aquel 10 de julio, pues, Armand y yo paseábamos al atardecer, a ratos creyendo que podríamos protegernos del calor y de la humedad bajo la pérgola de hierro del parque de los Manantiales, a ratos intentando respirar un poco al socaire de los castaños y de los parterres de flores, esperando que el frescor presentido de la anochecida aún lejana nos aliviara, íbamos sin rumbo fijo, atentos a que pudiera ocurrir algún acontecimiento de mayor trascendencia aún que el de la votación en el Casino. ¿Mayor trascendencia? Como si tal cosa fuera posible en ese día. Como si ahora, en este momento, quedara por reventar alguna revolución, alguna barbarie que esta Francia infeliz no hubiera ya gustado.
Pero no pasaba nada. En el anticlímax posterior a la votación del Casino, la calma en Vichy se había restablecido y no estaba siendo alterada por nada. No así en los días precedentes, en los que el parque de los Manantiales había sido un hervidero de curiosos y un lugar incómodo, si no peligroso, para el paseo de cualquier político de la Tercera República: circulaban por él provocadores y tipos patibularios, fascistas y escuadristas, muchos sin duda a sueldo del propio Laval, que aprovechaban cualquier oportunidad para insultar, acorralar y atemorizar a las figuras públicas que reconocían. Yo mismo había sido testigo de cómo un par de tardes antes un grupo de jóvenes se cebaba en aquel lugar contra monsieur Blum, que había tenido la osadía de aparecer por allí, prometiéndole la muerte a gritos y profiriendo contra él los peores insultos imaginables. Aunque me había mantenido prudentemente apartado del incidente, no había dejado de ser chocante oír cómo le gritaban «¡Judío!» y «¡Bolchevique!» y «¡Acabaremos contigo!». Como siempre que era testigo de actos de violencia de este jaez, me sorprendió la pasión maligna que se reflejaba en los rostros desencajados de aquellos muchachos. No teníamos defensa. ¡Y con qué facilidad se levantaban pasiones, se enfrentaban unos contra otros sin ser ninguno culpable! Todos, juguetes de la manipulación de cuatro politicastros despreciables. De todos modos, me parece que estos hechos deberían hacernos dudar de la condición humana o, cuando menos, de la de los franceses. Porque, cuando se contraponen las actitudes tan chulescas y violentas de aquellos matones fascistas con las de los que, cinco años después, acabada la guerra, se tomaron la revancha contra los colaboracionistas (o aquellos a quienes, por pura conveniencia o por celo interesado se describió como colaboracionistas), creo que es válido concluir que los salvajes eran los mismos. Igual que las salvajadas.
Con todo, al atardecer del 10 de julio Armand y yo deambulábamos pacíficamente por el parque, que había recuperado, al menos en apariencia, su aire provinciano y pacato de días atrás. Pero me sentía inquieto: intentaba razonar sobre cuanto había pasado, pretendiendo encajar los acontecimientos del día en lo que sabíamos del resto de la situación en Francia y en los campos de batalla y todo aquello producía en mi ánimo una considerable alarma. ¿Cómo compaginar esta tranquilidad de Vichy con lo que intuíamos que pasaba en el resto de Europa?
En un momento de nuestro paseo tuvimos la mala fortuna de cruzarnos con un cura que andaba, me pareció, con aire desafiante, mirando a todos lados con obstinada fijeza como un cuervo de mal agüero. Lo recuerdo perfectamente, como si acabara de verlo ahora mismo, aunque entonces no le prestáramos mucha atención. Iba con las manos cruzadas a la espalda sujetando un breviario de tapas negras y una teja de alas redondeadas que se había quitado de la cabeza con la obvia intención de combatir la canícula. Tenía el pelo escaso y aplastado sobre el cráneo por el sudor. Los ojos muy oscuros bajo las espesas cejas y una nariz enorme salpicada de poros como cráteres enrojecidos conferían a su rostro un aspecto malévolo, decididamente malévolo, sí, por más que un lunar amoratado, grande y abultado en su sien izquierda me resultara más repugnante que diabólico. El bajo de su gran sotana negra estaba manchado del polvo de los senderos del parque. Creo haberme encogido de hombros. El cura aminoró la marcha. Es cierto que Armand y yo veníamos ensimismados, ocupados en nuestros negros presagios y pensamientos, y ni siquiera registramos conscientemente la presencia de aquel religioso delante de nosotros. El hecho es que no tuvo más remedio que detenerse al borde del camino, exagerando su incomodidad, y no pudo sino dejarnos pasar, al tiempo que nos dirigía una mirada de severa desaprobación. Al punto, pareció querernos reprender por algo que habíamos o no habíamos hecho; supongo que no apartarnos de su camino o no mostrar el suficiente respeto, no sé.
El incidente no habría tenido mayor importancia si no hubiera sido porque dos caballeros que venían detrás del siniestro personaje se detuvieron delante de nosotros, impidiéndonos seguir y con evidente intención de interpelarnos.
– Perdón, señor -dijo uno de ellos dirigiéndose a de la Buissonière con tono desabrido y señalándolo con un dedo. Era un hombre gordo en cuyo abultado chaleco lucía una leontina de oro. Olía poderosamente a sudor. Armand levantó las cejas en señal de interrogación-. Creo que es incorrecto que no hayan cedido el paso a un sacerdote -prosiguió aquel grosero. *
– ¿Perdón? -dijo Armand sorprendido.
– Que es de extraordinaria mala educación, qué digo, una falta de respeto incuestionable que no se hayan detenido ustedes para ceder el paso a monsieur l’Abbé.
Miré hacia atrás y vi que el cura se había detenido a observar la escena. Volví de nuevo la cara y comprobé que Armand había dado un paso hacia atrás, protegiéndose así de este asalto verbal inesperado y del dedo índice que a punto estaba de golpearle en la pechera.
– Y -añadió el otro. Luego calló como si hubiera bastado la conjunción para subrayar su enfado. Era menudo y delgado y tenía la cara macilenta y marcada por profundas arrugas, más propias de un asceta o de un fanático, de un hombre consumido por demonios interiores que de un simple enfermo. Un bigotito de puntas retorcidas y unas cejas que más parecían un acento circunflejo que otra cosa, producían en el observador la impresión de encontrarse ante un petimetre estirado y agrio, ávido de impartir lecciones silenciadas durante mucho tiempo. Para acentuar sus palabras, el hombre se apoyaba en su bastón y se elevaba una y otra vez sobre las puntas de los pies. Resultaba tan ridículo que poco faltó para que me entrara la risa. Hubiera sido un grave error.
– ¿Y? -dije yo.
– Y, señor mío, que estas cosas van a cambiar en Francia a partir de ahora.
– ¿Ah?
Me sorprendió que Armand se hubiera quedado mudo de pronto. Lo miré y vi que estaba pálido y que me observaba, esperando, sin duda, que yo también guardara silencio para evitar males mayores cuya naturaleza no acababa de reconocer. Durante la Guerra Civil española yo no había estado en la llamada zona nacional (de hecho, ni siquiera había estado en España) y, por tanto, nadie me había expuesto a la intolerancia y a la beatería de la gente de Franco; ésa fue la razón de que tardara unos segundos en comprender que se inauguraba aquella tarde, en aquel preciso instante, en Vichy, en la Francia de Pétain, la misma pedantería de los mismos meapilas patrioteros que tan peligrosos resultan para la libertad y, sobre todo, para la vida.
– Parfaitement! -prosiguió mi airado interlocutor-. Vamos a restablecer la cortesía y la devoción filial a los sacerdotes y la sumisión a las enseñanzas de la santa Iglesia católica. Ustedes, señores, han tenido tiempo más que suficiente -cada una de sus afirmaciones venía subrayada por una puesta de puntillas; resultaba hipnótico, arriba, abajo, arriba, abajo- para hundir a Francia en el lodazal de la degeneración de las costumbres -puntillas-. ¡Ah pero esto se ha acabado! El mariscal nos ha devuelto la dignidad, nos ha vuelto a poner en la recta vía -puntillas-. ¡Prepárense ustedes! -levantó su bastón-. ¡Francia resurge bajo la invocación de Jesucristo! – puntillas, puntillas.
Nos quedamos mudos de asombro. Con gusto habría querido rebatirle con igual indignación pero, claro, no habría sabido qué decirle. No se me ocurrió protestar, reír o disentir de tanta tontería. El silencio de Armand, en cambio, lejos de ser timidez o miedo, como me había parecido, se debió al enfado.
– Caballeros, ustedes se confunden – dijo secamente -, e intervienen en lo que no les importa ni les concierne. Si tuvieran algo de discernimiento, sabrían que soy el director del gabinete diplomático del mariscal Pétain.
Los dos energúmenos se sobresaltaron casi de idéntica manera. Y carraspearon.
– En tal caso, les presentamos nuestras más expresivas excusas – dijo el gordo -. Se ha tratado de un error lamentable – los dos se inclinaron en una seca reverencia -. Ustedes comprenderán, sin embargo, señores, que no podamos bajar la guardia.
Y ambos se volvieron para comprobar que dos policías de uniforme seguían la escena con el semblante grave. Luego se giraron de nuevo y echaron a andar, apartándonos, me pareció que sin contemplaciones y con aire vigilante y casi marcial; al llegar a la altura del sacerdote, uno tras otro besó su mano y ambos prosiguieron su camino. El cura sonrió y reanudó la marcha no sin lanzarnos una mirada, no sé si malévola o triunfal. También pasaron a nuestro lado con aire de censura los policías y cuanto paseante (nos pareció) que se encontraba a cien metros a la redonda.
Estuvimos un buen rato callados, quietos en el camino, al pie de uno de los enormes castaños. La gente se cruzaba con nosotros, mirándonos al principio con curiosidad y después, con indiferencia.
Suspiré.
– Caramba -murmuré-, esto es lo que nos espera, Armand, aunque nos ha defendido usted más que bien.
– Bah… Eh oui. Me parece que de ahora en adelante vamos a tener que ser muy prudentes, porque de esto a… qué sé yo… la cárcel, el internamiento, la confiscación de bienes… no hay más que un paso -sonrió.
– Se descuida uno y ahí está Roma con la hoguera dispuesta a quemar herejes. ¿Pero no era éste un país laico?
– Bueno, Manuel, usted sabe bien que la sociedad francesa es muy conservadora y que, pese a ser nominalmente laica, la influencia de la iglesia católica en ella es grande.
– En eso se diferencia de la Iglesia española que no es que sea influyente, sino que tiene mucho más poder y admite bastante menos discusiones, claro -contesté riendo-. Allí te excomulgan por un quítame de ahí esas pajas.
– No, no -dijo Armand-, aquí a la larga es peor. Sólo en Francia se excomulga como si en el siglo veinte eso tuviera algún valor. Aquí todo lo que huela a modernismo, liberalismo, laicismo… La regresión es aterradora. El renacimiento de Francia, el fuego purificador, consiste en echarse en brazos del partido de la reacción, L’Action Française, esa pandilla de locos monárquicos de extrema derecha que incluso se opone ¡a la revolución francesa! Esta gente de Pétain y Laval se ha vuelto más papista que el papa, Manuel. Sí, sí. L’Action Française. Son tan exagerados que hasta la jerarquía católica se desentiende de ellos. No es que le desagraden sus teorías; es que, como son excesivas, les basta con que otros las defiendan por ellos -rió-. ¡Claro que la Iglesia se puede permitir el lujo hasta de excomulgarlos! -se tocó la boca con dos dedos-. Pero es de pura boquilla porque saben que, como el gobierno de Vichy coquetea con L’Action Française, puede escandalizarse por lo malos que son sin por ello renunciar a los beneficios. ¡Ay la Iglesia católica! -soltó una breve carcajada pero se interrumpió de golpe, mirando a su alrededor.
– Bueno, esto del fuego purificador es como volver a la Edad Media.
– Desde luego. Y no ha hecho más que empezar… Ya verá usted, Manuel, cómo se acaba pareciendo la ideología del mariscal a la de esta gentuza. Trabajo, familia, patria -espetó con desprecio-. ¡Pero en qué cabeza cabe! Trabajo, familia, patria en vez de libertad, igualdad, fraternidad… Aquí no se bromea. Y, claro, para mayor escarnio, Pétain se va rodeando de tipos de L’Action Française: Moulin de Labarthéte, Gillouin, ¡Alibert!, por dios, Alibert, un sectario obseso… Y, mire por dónde, qué casualidad, además de en la política y pese a la excomunión, cardenales hay, como Baudrillart, ya sabe -añadió ante mi gesto de ignorancia-, el rector del Instituto Católico de París, bueno, pues el cardenal Baudrillart y gentes como él que, a la chita callando, se sienten más próximos de ese tipo de conservadurismo que de la religión de todos los días, la nuestra, vamos. Todos ésos son los que nos van a hacer la vida imposible -añadió en voz baja.
– Mucho me temo que va a ser así, en efecto -coincidí.
De la Buissonière me agarró por el brazo y me obligó a seguir andando en dirección al hotel du Pare.
– Vamonos de aquí -suspiró-. Es muy triste todo esto. La Iglesia en Francia ha intervenido combatiendo y siendo combatida en cada movimiento político, en cada guerra, en cada escándalo, en cada polémica sobre la orientación de la sociedad civil. Todos conocemos el valiente comportamiento de párrocos y canónigos durante el avance de las tropas alemanas por el norte en los primeros meses de este año, pero la jerarquía se ha alineado con Pétain. Vaya, un anciano vigoroso de ochenta y cuatro años, de pelo blanquísimo y ojos azules, que fue, por cierto, jefe de muchos de estos obispos y monseñores en las batallas de la guerra del catorce, viene que ni pintado para convertirse en el salvador providencial de la Francia aherrojada. Y un salvador providencial así no puede sino ser colocado bajo la advocación de la virgen y el resto de la dichosa corte celestial.
Armand se separó de mí y del bolsillo derecho de su chaqueta sacó un periódico, Le Petit Parisién me parece recordar, lo desplegó con un gesto brusco de las manos y se puso a leer en voz alta una gacetilla que, si la memoria no me falla, rezaba más o menos así: «En el cielo de Francia, un cielo cargado de tempestades, ha amanecido una luz bienhechora y llena de esperanza. Esta luz han sido las palabras de un hombre, grande por su heroico pasado, por su tenacidad victoriosa en los campos de batalla y por un sentido humano que jamás traiciona».
– Esto es del cardenal Baudrillart. ¿Qué le parece? Heroico… sublime, ¿no? Y no es más que el principio. Dios mío… Bah, vayamos al Pare a tomarnos un té antes de que nos lo racionen o lo declaren antipatriótico por ser un brebaje inglés.
Cuando entramos en el vestíbulo del hotel apenas se encontraban en él media docena de personas sentadas en los pesados butacones. Hacía mucho calor. En una esquina, en torno a un pequeño velador, habían ocupado sendos sofás el doctor Ménétrel y dos antiguos ministros, hoy ya desposeídos de su rango pero, gracias a su amistad con el mariscal, todavía influyentes. Al menos lo bastante como para acompañar al todopoderoso médico del mariscal en una charla de café.
Armand y yo nos disponíamos a acudir a saludar a los tres cuando, de pronto, hizo su entrada en el vestíbulo el mismísimo Philippe Pétain. Venía solo. Avanzó con paso vivo, ¡qué fenómeno, a los ochenta y cuatro años!, hacia donde estaban su médico y sus dos amigos y se sentó junto a ellos sin las alharacas ni los grandes aspavientos que cabía esperar de un hombre que acababa de dar un auténtico golpe de estado con el que adquiría todo el privilegio de la gobernación de Francia. Pudimos oír cómo decía a Ménétrel: «He dado un espléndido paseo, aunque hace bastante calor». Ni una sola referencia a los acontecimientos del Casino, ni una palabra sobre el peso del Estado, sobre Laval, que le había hecho el trabajo sucio, sobre lo que ahora podría hacer con su país. Nada. Este hombre era de una frialdad estremecedora.
Iba, como siempre, impecablemente vestido y tenía la tez, también como de costumbre, rosada, sin una arruga, con la mirada muy azul, casi ingenua. No tenía una sola preocupación que le quitara el sueño.
Se frotó las manos.
– ¿No nos tomaríamos una taza de té? Ah, de la Buissonière -exclamó al vernos inmóviles, confusos, tal como habíamos quedado con el vestíbulo a medio cruzar-. Pero, acerqúense -añadió haciendo un gesto que nos incluía a los dos.
– Monsieur le Maréchal-dijo Armand, haciendo una profunda reverencia.
– Ah -contestó Pétain con una sonrisa traviesa-, me parece que hoy me he convertido en un civil y que ya no me corresponde el título… Pero, bien pensado, esto es como el bautismo, ¿no? Un militar se hace militar y muere militar, ¿no le parece?
– Señor mariscal -dije yo entonces.
– El señor es Manuel de Sá, un diplomático español -interrumpió el doctor Ménétrel, al tiempo que me saludaba con una breve inclinación de cabeza.
– Ah, español. Cher ami, me enorgullezco de haber representado a Francia en España. Tengo allá muy buenos amigos, entre otros, a un camarada de armas, el general Franco… -sonrió de nuevo con picardía-. Ahora los dos hemos hecho el mismo sacrificio. Los dos somos jefes de
Estado -suspiró-. Sólo que él ha terminado su guerra y yo apenas empiezo la mía… Pero siéntense. Tomemos una taza de té. ¿Doctor?
Bernard Ménétrel se levantó y fue hacia el restaurante para encargar lo que se le pedía.
– Monsieur le Maréchal -intervine con un atrevimiento que aún hoy me asombra-, ahora que ha salvado usted a Francia, ¿cree muy difícil recuperar el control de todo el país? Quiero decir… -balbuceé-, la… la zona de ocupación…
– Sé lo que quiere usted decir -contestó Pétain con amabilidad-. No veo serias dificultades para ello. En realidad, durante cierto tiempo deberemos convivir con las autoridades alemanas. Pero no estamos en guerra con ellas -me miraba de hito en hito. Se encogió levemente de hombros-. Hemos firmado un armisticio honorable, pronto tendremos un embajador alemán en París, lo que en la mente de Hitler indica una voluntad de colaborar, no de invadir. Nunca aceptaríamos una invasión. Yo mismo espero estar de vuelta en París antes de fin de año -y dio el asunto por zanjado-. Madame Pétain me escribe desde nuestra granja de L’Ermitage, adonde se fue nada más llegar a Vichy hace una semana, que este año los tomates están siendo muy abundantes y tienen gran tamaño y sabor… También las judías verdes… -sonrió una vez más-. Podremos vender una buena cantidad de hortalizas en el mercado de Cagnes. En fin, estoy deseando poder ir a pasar allá unos días… ¡Ah, Ménétrel! -exclamó al ver que el doctor regresaba-. Deberemos pensar en cómo desplazarnos hasta la Côte d’Azur.
– Claro, monsieur le Maréchal. No será fácil dadas las circunstancias, pero veremos cómo podemos hacerlo…
Pétain frunció el ceño con desagrado.
– No, no, Ménétrel. No me comprende. Vamos a ir a Cagnes.
– Naturalmente, señor Mariscal. Lo que usted ordene… -sonrió para que en su tono no pudiera adivinarse ironía alguna, aunque me dio la sensación de que se trataba más bien de una sonrisa servil. Bueno, quién era yo para decir nada-. Por cierto, unas damas… eh… me han pedido que usted les conceda el privilegio de servirle el té.
Pétain se volvió para mirar al fondo del vestíbulo. Dos señoras jóvenes elegantemente vestidas sonreían con timidez. El mariscal cambió de golpe el gesto algo ácido con el que se había estado dirigiendo a su médico y, con expresión risueña, se levantó diciendo: «Mesdames, por favor, nada podría alegrar más a mi viejo corazón que disfrutar del privilegio de verme servido por ustedes. Por favor, acerqúense y tomen una taza de té con nosotros, se lo suplico».
Y así fue como pasamos la tarde en que el mariscal Philippe Pétain se convirtió en jefe del Estado francés en medio del estruendo de una guerra y con su país derrotado y partido en dos: departiendo amigablemente con él, con su médico personal y con dos bellas señoras mientras todos tomábamos té de Assam en un magnífico servicio de porcelana de Limoges.
El desfile de gentes de todas clases fue continuo a lo largo de la hora en que estuvimos en el vestíbulo del hotel du Pare. Pocos eran, sin embargo, los que se atrevían a acercarse; la mayoría se detenían a prudente distancia y muchos hacían una inclinación de cabeza más o menos solemne. Pétain, sobre todo si se trataba de una pareja, devolvía el saludo, por lo general con no más de una sonrisa.
Uno de los muchos personajes que atravesaron el hall, aunque éste sin detenerse, fue Arístides de Sousa Mendes, nuestro buen amigo el cónsul de Portugal en Burdeos. No iba solo, pero tampoco lo acompañaba su mujer Angelina sino una dama joven de agradable aspecto, gordezuela, pizpireta, con aire provinciano y, desde luego, bien vestida, con coquetería y presunción.
– O mucho me engaña mi vista o la acompañante de de Sousa no era su esposa -comenté a Armand en un aparte cuando nos hubimos despedido del mariscal.
– Por supuesto que no, mon cher -me contestó con una sonrisa-. Angelina debe de haberse quedado en Burdeos cuidando de sus veinte o veinticinco hijos.
– ¡Son sólo doce!
– ¿Sólo doce? -se encogió de hombros-. En fin… que ésa no era Angelina sino mademoiselle Andrée Cibial Rey -sonrió con picardía.
– ¿Es lo que pienso que es?
– Desde luego… por lo que sé, desde luego. Mademoiselle Cibial es una señorita de Burdeos, de buena familia…
– Me parece un poco joven para él -dije-. Porque, ¿qué edad tiene Arístides? Más de cincuenta, seguro. Más que nosotros… Por lo menos cincuenta y cinco. ¡Por dios, si esta chica debe de tener la edad de su hijo mayor, que anda por los treinta!
– Lo sé, lo sé, pero… -Armand hizo un gesto de impotencia levantando las manos con las palmas hacia arriba-. L’amour, mon cher, l’amour…
– Vaya, es verdad que el hermano de Arístides ha sido ministro de Asuntos Exteriores de Portugal y eso, por fuerza, tiene que hacerle más atractivo para una señorita de provincias con aspiraciones, pero…
– Bueno, Manuel, señorita de provincias con aspiraciones es una forma algo malvada de describirla. La muchacha es atractiva, simpática, tiene talento musical y, que yo sepa, una excelente bodega en Saint Émilion…
– ¡Aja! -exclamé con risa cómplice-. Iba a añadir que, por mucha simpatía que le tengamos a de Sousa, no es el hombre más apuesto… en fin, que está gordo y patoso y, por dios, Armand, tiene mujer y doce hijos.
– ¿Ah? – me miró con curiosidad -. ¿Y cuándo ha sido eso un impedimento? Diría yo que es más bien un estímulo.
– Cuando estuvo aquí la semana pasada, había venido solo.
– Puede que todo esto sea fruto de un enamoramiento muy reciente, de un flechazo de Cupido de unas… no sé… veinticuatro horas.
Reímos los dos.
– Caramba, Cupido escoge las más curiosas víctimas.
– ¡Pobre Arístides!
Nos habíamos acercado a la mesa en la que estaban instalados Arístides y la muchacha francesa dando buena cuenta de una opípara cena. (Siempre se había comido bien en el hotel du Pare, aunque a medida que avanzase la guerra, las dificultades crecientes para obtener las materias primas que requería el chef harían que la carta tuviera por fuerza que reducirse y los platos, simplificarse; nunca, sin embargo, dejaron de ser sabrosos, nunca dejaron de estar presentados de manera impecable.)
– ¡Mi querido de Sousa! – dije -. No sabía que hubiera regresado a Vichy.
Arístides se incorporó no sin cierta dificultad y, desde luego, con el aire algo confuso de quien ha sido sorprendido cometiendo una travesura. Se limpió con la servilleta de hilo, carraspeó y dijo:
– Sí, llegué anoche… una viagem larguísima desde Burdeos… – miró a su acompañante y trabucándose, añadió con precipitación culpable -: os presento a madame Andrée Cibial, uma querida amiga.
Murmurando a turnos cualquier nadería, Armand y yo nos inclinamos, primero el uno y después el otro, a besar con gran ceremonia la mano de la señorita Cibial (que, vista de cerca, era considerablemente más atractiva y joven de lo que a primera vista pudiera haber parecido; añadiré sin la más mínima malicia, que, conociendo a Angelina, esposa legítima de nuestro amigo, me habría costado mucho condenar a de Sousa por esta excursión fuera de los lindes del matrimonio; el muy sinvergüenza). Me hizo gracia pensar que ambos repetíamos el gesto solemne de los dos imbéciles que un rato antes en el parque habían rendido pleitesía al siniestro cura. Seguro que la mano del viejo aquel olía mucho peor que la de Andrée, una mezcla de perfume de violetas y jabón enjuagado con agua de rosas. Digo yo que sería eso, porque me trajo un aroma a gloria bendita.
El de Arístides de Sousa Mendes era un caso curioso. Y es que no sé si se trataba de un diplomático atípico por ser él un tipo raro o porque el país al que representaba era una rareza internacional (díganme si no dónde encajar a una nación que padece una dictadura corporativista, como en la Italia de Mussolini para que nos entendamos, sometida a un tirano gris, plúmbeo y rencoroso como Oliveira Salazar, que no es capaz siquiera de atarse al carro de las autocracias fascistas de Europa; un país pobre con un gran imperio colonial y una política exterior estúpida). Algo habría de las dos cosas. Vaya, el hermano gemelo de nuestro amigo, César, había sido ministro de Asuntos Exteriores a principios de los años treinta, aunque a Arístides de nada le sirviera tan exaltada posición. La cartera de César Mendes se había debido entre otras cosas a que a Salazar le convenía tener en su gobierno a un católico ultraconservador y monárquico para equilibrar la balanza de las distintas familias políticas de Portugal; y los Mendes lo eran. Y como tales habían pasado buena parte de su vida profesional irritando a quienes eran mayoría en la carrera diplomática portuguesa, los republicanos. En cuanto éstos tuvieron la oportunidad de tomarse la revancha, se cebaron en Arístides. No es que éste llevara una carrera fulgurante, pese a la ayuda de su poderoso hermano: se había estrenado como cónsul en la Guayana Británica para después ser destinado sucesivamente a Zanzíbar, a Curitiba y a Porto Alegre. Entre 1929 y 1938 fue cónsul general de Portugal en Amberes, en lo que puede ser descrito como el momento más brillante de su larga e insignificante carrera. Por fin, a todos los efectos, sus enemigos acabaron consiguiendo que fuera degradado y lo mandaron a Burdeos en 1939.
Debo decir que a lo largo de sus años de servicio, la actividad más distinguida de Arístides fue la de procreador: tuvo los doce hijos ya mencionados y para trasladarse con ellos por la geografía europea se hizo construir por encargo un Ford de diecisiete plazas (para el matrimonio, los doce hijos y tres ayas). Nunca tuvo dinero y el escaso rédito obtenido de la propiedad familiar en la región de Beira Alta, una gran casona rodeada de fértiles campos, acababa indefectiblemente en las arcas de los bancos como pago de onerosas hipotecas.
Arístides de Sousa Mendes era un hombre triste y solemne, sí. Pero como yo lo apreciaba mucho, creo haber sido el único de todos los que lo conocieron capaz de discernir un curioso sentido del humor en las cosas que hacía y decía. Su modestia era genuina y su paciencia con los rigores de su precaria y aburrida vida, infinita. No me sorprende en absoluto que sucumbiera a los encantos de mademoiselle Cibial aunque ello acabara acarreándole grandes quebraderos de cabeza.
Como amigo, por otra parte, el aspecto para mí más simpático de su personalidad era su modo irreverente y poco respetuoso con la autoridad. En gran medida, este carácter indisciplinado (más fruto del desorden que de otra cosa) le honraba, aunque por desgracia llegó a arruinarle la vida. Sus enemigos en el ministerio de Lisboa lo tenían en el punto de mira y se abalanzaban sobre él a la menor infracción reglamentaria: un pequeño viaje sin permiso, una demora en la rendición de cuentas consulares, un informe requerido y nunca enviado, mínimas estupideces que Arístides despreciaba con razón (aunque sin tener conciencia de lo que arriesgaba con el desafío) pero que iban cavándole una tumba administrativa cierta. Estoy convencido de que si mi buen amigo hubiera sabido que se le preparaba una jugarreta, se habría reformado para convertirse en un funcionario ejemplar, al menos durante un tiempo. No es que de Sousa fuera un poltrón o un timorato frente a la autoridad; simplemente carecía de imaginación para el pecado de cualquier clase (lo de Mlle. Cibial fue, estoy seguro, la excepción que confirma la regla), era pobre de solemnidad y no quería problemas.
Lo recuerdo tan bien con su pelo revoltoso por fin encanecido, sus pequeñas gafas de concha, su cara redonda de nariz recta, su papada, debajo de la que lucía una sempiterna corbata de pajarita, y su traje arrugado, un par de tallas más pequeño de lo que hubiera exigido su ya amplio estómago. ¡ Ah, el bueno de Arístides! Me resultaba entrañable e inofensivo. Lo único que de verdad me parecía fuera de lo común era el encaprichamiento de su amante bordelesa. Cosas más raras se han visto, desde luego.
– Ah, querido Manoel -dijo cuando Armand y yo hubimos saludado a su deliciosa acompañante.
– Siéntese, Arístides, por favor -le rogué para evitarle el desaire.
Así lo hizo. Dirigió una breve mirada cómplice a la señorita Cibial, excusándose tácitamente por su mala educación al interrumpir el rito de la cena para hablar conmigo.
– Precisamente tengo venido a Vichy para hablar con usted -dijo-. Un asunto de cierta urgencia…
– ¿Ah? ¿Problemas? Usted me dirá -pero enseguida me reprendí por la grosería que estaba a punto de cometer-. ¡Perdóneme, Arístides! Le pido perdón, madame. Estas cosas no se dilucidan en presencia de una dama.
Por supuesto, querido amigo, naturalmente. Hablaremos cuando usted quiera. ¿Mañana a la hora del almuerzo? ¿Aquí mismo?
Asintió.
El 11 de julio también iba a ser una fecha señalada, al menos para mí.
Al regresar a mi hotel la víspera, después de nuestra agitada tarde, primero con el cura, con el mariscal Pétain, después, y por fin con Arístides de Sousa, el conserje me dio un sobre perfumado (con esencia de mimosa) que contenía una nota manuscrita de Mme. Letellier. La había traído una de sus doncellas con el ruego de que se me entregara sin falta.
En la nota me anunciaba la llegada aquella tarde de «nuestra joven y encantadora reportera, Marie Weisman», y me invitaba a tomar el aperitivo en el café habitual de Quatre Chemins para presentármela.
Estaba tan cansado por las peripecias del día que aquella noche no conseguí conciliar el sueño. Sin razón aparente, me sentía inquieto; tal vez me pesaba la digestión de la cena o hacía demasiado calor. Es posible que fueran las preocupaciones del momento o la inquietud sobre lo que nos depararía el futuro, no lo sé, pero recuerdo haber dado mil vueltas en la cama sin llegar a dormirme. Me molestaba la chaqueta del pijama, que de tanto agitarme, se me acabó enroscando alrededor del cuerpo. En un arrebato de impaciencia me la quité. Después me levanté para ir al cuarto de baño y bebí agua dos veces. Pero no hubo modo de que me durmiera.
Todo parecía haberse confabulado para impedírmelo. Por la ventana abierta de mi cuarto entraba una claridad difusa provocada por la luz temblona de las farolas de gas; y de tarde en tarde, por la avenida Wilson, justo debajo de mi balcón, pasaba un automóvil petardeando; sólo cuando se apagaba el eco del motor, se oía el suave tintineo del agua cayendo en la fuente de alguno de los manantiales del parque o el roce de las hojas de los castaños mecidas por la brisa. Se hubiera dicho que mi sentido del oído se había agudizado de tal modo que era capaz de percibir el más mínimo susurro y que mis párpados entrecerrados se habían hecho tan delgados que dejaban pasar cualquier resplandor por imperceptible que fuera. Me fui poniendo progresivamente más irritado hasta que, dando por concluida la noche, aparté las sábanas con violencia y me puse en pie.
Empezaba a clarear. Sin encender la luz eléctrica, me vestí de cualquier manera y salí con la intención de dar un paseo y llegar hasta el río. Al verme aparecer, el conserje de noche me miró sorprendido y luego me saludó con la ceremonia habitual:
– Bonjour monsieur de Sá, que tenga usted un buen día.
Le contesté con un gruñido.
El cielo, del que se habían borrado las estrellas, tenía el tono malva y opaco propio de la madrugada de un día de verano. Haría calor de nuevo en cuanto empezara a calentar el sol, pero a esta hora absurda la mañana estaba fresca y el paseo me resultó agradable y contribuyó a calmarme los nervios. Yendo en línea recta hacia el río, crucé el parque de los Manantiales y pasé por el lateral del hotel du Pare, luego por el del Majestic y por fin por delante de la embajada americana. Me adentré por el parque del Allier dejando a mi derecha los chalets del emperador Napoleón in, en uno de los cuales pronto se instalaría la Gestapo. No tenía modo de saberlo, aunque lo intuía, pero ¡cuánto iba a estropearse nuestra pacífica vida de gente provinciana a lo largo de los siguientes meses! Hubiera debido aprovechar más, saborear más, aquellos instantes privilegiados. Pero sólo estaba atento a que se me quitara la excitación y la ansiedad de una noche en vela.
A aquella hora no había nadie más paseando por allí. Únicamente yo. Y durante un rato tuve para mí solo el césped y los sauces, los matorrales de bignonias y los chopos, las pequeñas rosaledas y los grandes setos y, al fondo, delimitándolo todo de modo tan apacible, el río. Si la memoria no me falla, fue por muchos años mi último paseo en solitario, en silencio y en la paz más completa. ¡Ah, cómo lo añoro! Por un breve instante el tiempo se había detenido: aquella madrugada no estábamos en guerra.
Guardo estas cosas en mi memoria: tienen la precisión de una fotografía. Supongo que si ahora me sentara a solas en mi balcón sobre el Sena podría rememorarlo todo, detalle a detalle. Porque en cada foto mil veces revisada, la expresión de los rostros permanece inmutable, las sonrisas incambiadas y los gestos y las posturas, perfectamente fijos. Sólo cuando se deteriore la emulsron, se irán borrando los perfiles en el tiempo. Entonces los recuerdos desaparecerán, pero el futuro y el pasado, no: en cada escena de aquellas, el destino habrá jugado sus cartas sin remedio, sin que, desde entonces, quepa ya cualquier marcha atrás.
Sí. Podría estar sentado abriendo un álbum de recuerdos; pasaría sus grandes hojas contemplando despacio las escenas fijas de lo que ha sido mi vida.
Refrescado tras el largo paseo a la orilla del Allier pero con ganas de darme un buen baño perfumado y de afeitarme antes de acudir a la cita con Olga Letellier, regresé al hotel. Lo hice siguiendo el camino inverso al que había utilizado un par de horas antes. Tampoco es que hubiera muchos más. En fin. Cuando cruzaba por el parque en línea recta desde el hotel du Pare al Garitón, allí mismo, bajo la galería cubierta, me topé con Luis Rodríguez, el ministro mexicano.
– ¡Manuel! -exclamó, arrastrando mi nombre con aire de fatalidad. Por su semblante cariacontecido, me pareció un alma solitaria en busca de un poco de compañía. Ceremonioso, se quitó el sombrero e hizo con él un gesto casi por entero versallesco-. Buenos días, ¿cómo le va? Pero ¿y qué hace usted a tan temprana hora?
– Paseo, don Luis, paseo para quitarme las miasmas y disponerme a hacer frente a las locuras que hoy nos depare el mundo… Ojalá que conocer a la señorita Weisman nos sirva de consuelo… ¿Usted también la va a saludar?
– He sido convocado, sí -dijo con una sonrisa socarrona.
– Bueno, veremos qué nos ofrece hoy el destino en forma de joven parisina y así podremos comprobar si la espera estaba justificada… Vaya, Luis, dicho todo lo cual, a usted tampoco parecen habérsele pegado las sábanas a esta hora de la mañana aunque, a juzgar por lo poco que parece sonreírle la vida hoy, hay días en que sería mejor quedarse en la cama.
– Permítame que lo invite a desayunar y le explico la razón. Sé bien que esta costumbre de desayunar para conversar es cosa de bárbaros, pero en estos tiempos de guerra no queda resquicio para los buenos modales.
Sentados en un pequeño restaurante del pasaje Giboin, tomándonos lo que sería con toda probabilidad uno de los últimos cafés verdaderos que podríamos degustar en años y, desde luego, el croissant definitivo, Rodríguez me dijo:
– Anteayer me entrevisté con el mariscal. Ya sabe usted, Manuel, acababa yo de regresar de Montauban de visitar a su presidente…
– Lo sabía, sí, y no había tenido otasión de… ¿Qué tal está el presidente Azaña?
– Pues postrado. Sí, claro… Está en una situación pésima de salud, pobre hombre, ha empeorado del corazón y, aunque lo cuida el doctor Gómez Pallete sin apartarse de su cabecera, hace pocos días tuvo un ictus ligero y ahora casi ni habla…
– ¡Qué barbaridad! -exclamé.
– Sí, sí, está muy mal. Muy desmoralizado, ¿sabe? Se siente abandonado por todos. Carajo, de Sá, Azaña no tiene quien lo proteja, hombre… Tuvo que salir de naja de Burdeos… bueno, de Burdeos o del pueblecito en la costa en el que estaba, cerca de Arcachon ante la llegada del ejército alemán. Ahorita a todos los que han sido sus amigos y que tienen algo de influencia se les llena la boca de buenos deseos y en cuanto acudimos a ellos, todos le ofrecen salvoconductos que no van a parte alguna. Roosevelt, Churchill… todos. ¡Bah! Y en cuanto uno dice sí, desaparecen, encuentran dificultades insuperables, se olvidan de todo… ¡Qué desastre!
– ¿Qué podemos hacer, pues?
– No, no, ya lo tengo resuelto… en fin, creo que lo tengo resuelto. Usted sabe que, por orden de mi presidente, me ocupo desde hace meses en asegurar la protección de los pobres combatientes republicanos que los franceses tienen internados de mala manera en campos de concentración. Intento levantar acta y listas para que, finalmente, el que quiera pueda viajar a México… Pero, claro, el presidente Azaña es un viajero especial al que hay que librar primero de la persecución de las tropas alemanas y de la policía española… bueno, y también de la del embajador español en París, Lequerica, que no hace más que exigir a los franceses la entrega de Azaña para que sea ajusticiado en Madrid. ¡Ajusticiado! ¿Se da usted cuenta? -Rodríguez sacudió la cabeza con horror-. Ajusticiado -repitió-. No queda decencia en este mundo.
– ¿Qué podemos hacer? -repetí.
– Bueno, en realidad, como nada está a salvo de los bárbaros, ni siquiera en lo que esta gente llama zona libre, ¡libre!, ¿libre de quién?… voy a intentar llevar al presidente a un lugar seguro, ¿Vichy? ¿Aix-en-Provence? -resopló-, algo que podamos colocar bajo la protección del gobierno de México. Por ahora no lo puedo mover de Montauban puesto que su salud no lo permite… Ya veré. Intentaré alquilar allí mismo una residencia que mejore la que ahora ocupa. No sé. Pero mientras tanto, me esfuerzo en impedir que su seguridad física peligre. En fin, querido de Sá, pensando en cómo sacarlo de Europa, tampoco es tan difícil, híjole, a poco que se mejore de salud y que haya un poco de buena voluntad, anteayer, como digo, conseguí ver al mariscal en su hotel… Fíjese que cuando le comuniqué a Azaña que me venía para acá a hablar con Pétain, el presidente me dijo que, en tal caso si ése era mi interlocutor, no habría problemas. El mariscal es un hornbre de bien, me dijo, una persona honorable, un gran militar, un héroe. Don Manuel sentía las dificultades por las que Francia atraviesa; el mariscal no puede ser un traidor, nadie debe tildarlo de traidor, me dijo, y merece que se le reconozca el tremendo sacrificio que le ha impuesto la historia al tener que moderar la derrota. ¡Moderar la derrota, amigo de Sá! ¡Bah! -guardó silencio mirando con tristeza a lo lejos. Dio un sorbo a su café y suspiró-. En fin, Pétain me esperaba a las cuatro y media en su habitación en el Pare. ¡Ni se levantó a saludarme! Al principio me chocó porque me pareció de una mala educación grande pero luego pensé que, al fin y al cabo, él es el Jefe del Estado de Francia, es un mariscal y, sobre todo, un anciano… me tuve que aguantar. Estaba sentado, en pantuflas, sin corbata y me ordenó sin contemplaciones que me diera prisa en explicar el motivo de mi visita porque esa tarde estaba muy ocupado. Bien. Lo hice. Le dije que el presidente Azaña corría peligro y que necesitaba la protección de Francia. ¿Sabe lo que me contestó? Me dijo que estaba dispuesto a ayudar siempre y cuando fuera con la mayor reserva. ¡Con la mayor reserva! -rió-. Para que nadie se enterara…
– … Luego Azaña dice que el mariscal es un hombre de bien -interrumpí con irritación-. ¿Sabe usted lo que quiere decir todo esto? Que esta noble aseveración utilizada por Pétain para sugerir que sus buenas acciones deben hacerse a escondidas de tal modo que los alemanes no tomen represalias y el pueblo francés no sufra por ellas es una vulgar coartada para no hacer nada.
Rodríguez se quedó muy quieto mirando con fijeza al frente.
– Bah -murmuró-. Luego le hablé de la gente que está internada en los campos y Pétain me preguntó el porqué de esa noble intención, son sus propias palabras, de cette noble volonté, de favorecer a gente indeseable. Al salir de la entrevista, vine aquí, a este bar y estuve acodado a este mismo velador y mire -dijo, sacándose del bolsillo una servilleta de papel-, lo apunté todo para que no se me olvidara. Fíjese que justo antes de despedirme, me espetó la siguiente lindeza -fijó la mirada en la servilleta y leyó-: «¿Y si ellos les fallaran como a todos, siendo como son renegados de sus costumbres y de sus ideas?» -me miró-. Ya ve, Manuel, ésta es la razón de estar tan cariacontecido, como usted dice.
– Caramba, Luis. La próxima vez que vaya usted a Montauban no deje de avisarme. Iré con usted.
Sonrió de nuevo.
– No sé si le va a gustar pasearse por los campos entre esos miles de compatriotas derrotados. Están deshechos, sucios, desesperados, incapaces de reaccionar… Son la horrible imagen de la derrota y eso pesa mucho en el ánimo de cualquiera, y más en el de un compatriota -arrugó el entrecejo.
Tres mesas más allá un hombrecillo de edad indefinida y de sucio atuendo nos miraba fijamente; tenía un periódico abierto y en una mano un croissant a medio comer. Durante un buen rato yo lo había tenido en el subconsciente; sólo cuando Rodríguez le devolvió la mirada me di cuenta, no sin alguna alarma, de su presencia. Así estuvieron uno y otro, observándose durante unos segundos, un tiempo que se me hizo eterno, hasta que el hombrecillo se dio por vencido y bajó los ojos.
– Qué impertinencia -dijo mi amigo en voz muy alta.
Bajé la voz.
– ¿Un espía?
– Bueno, tal vez -dijo Rodríguez volviéndolo a mirar. Se encogió de hombros-. Me da igual. Represento a otro país… Nada puede hacerme, tengo inmunidad diplomática. ¡Que se vaya al diablo!
El hombrecillo levantó los ojos de nuevo y los fijó en nosotros. Dobló el periódico con un gesto de impertinencia deliberada, se puso en pie y se dirigió despacio hacia la salida.
– Bah -exclamó Luis.
– Vaya, se me ocurre ahora mismo que tal vez el grupo latinoamericano que hemos constituido aquí podría desplazarse a los campos y acreditar su utilidad, levantando acta, protestando, qué sé yo…
Rodríguez inclinó la cabeza.
– Bueno, tal vez. No me parece que el gobierno francés lo aprobara. Ya veremos lueguito, ¿no? -apoyó las dos manos en el mármol del velador tomando impulso para levantarse-. Vamos a rendir pleitesía a doña Olga antes de que nuestro espectador -hizo un gesto con la cabeza para señalar al hombrecillo que ya había salido a la calle-, vuelva con refuerzos y meta los pies en nuestras tazas.
Reí.
– Debo bañarme primero.
Me miró con picardía.
– Bien, tiene tiempo. Lo espero allá. Acicálese y póngase guapo.
A la hora fijada por Mme. Letellier, y casi de forma simultánea, Rodríguez y yo llegamos a la cita. En el interior del café, al fondo de su sala principal, se sentaban ya Armand de la Buissonière, mi viejo amigo y antagonista Fierre Dominique, encargado de prensa del gobierno, Arístides de Sousa Mendes, el dominicano Porfirito Rubirosa, el conde Daniel Hourny, personaje joven muy elegantemente vestido, un enarco con fama de inteligente y de malvado que trabajaba en el gabinete de Fierre Laval y un canadiense (si no me traiciona la memoria, se llamaba Osear Hockansmith), que se ocupaba de tareas a medio camino entre la labor de prensa, la representación diplomática y el espionaje. Semiescondido en la penumbra asomaba otro muchacho también muy joven, exageradamente delgado, de grandes ojos febriles y románticos y pelo muy negro del que le caía un mechón rebelde sobre la ancha frente; ninguno lo conocíamos y Mme. Letellier, sin presentárnoslo, se refirió a él como le très jeune professeur Jean Lebrun (nada que ver con el Presidente de la República, me aclaró ella después). Otro protegido, supuse.
A la derecha del grupo, en uno de los incómodos sofás, se sentaba con languidez Bunny de Chambrun, yerno del mismísimo Laval, un tipo siempre sonriente, de largas piernas (de ahí su tendencia a recostarse en los asientos más que a sentarse en ellos) y eterno cigarrillo entre los dedos. Rene de Chambrun era un personaje muy simpático. Pese a su influencia social y a su considerable fortuna, nunca había querido meterse en política. Prefería llevar su bufete de abogados en París. Su madre era una americana de la buena sociedad de Washington y su padre, general en el ejército francés; un tío suyo, embajador, en Washington, primero, y en la Santa Sede durante la guerra, y el mayor de los tres hermanos, senador. De hecho, fue el único senador que el 10 de julio votó contra los poderes absolutos de Pétain. (Unos años antes Jean Giraudoux, con la lengua viperina que dios le había dado, decía de la familia: «es completa: hay un diplomático, cuyas meteduras de pata nos llevarán a la guerra, un parlamentario que votará a favor de que se declare y un general que la perderá». En fin.) En 1935, Bunny se había casado con Josée Laval, la hija lista, encantadora y caprichosa del primer ministro.
Registré toda la escena en menos de un segundo. Y lo hice casi con impaciencia porque la otra protagonista de la reunión reclamaba mi atención inmediata.
Marie Weisman se sentaba muy erguida en el borde de su silla a la derecha de Mme. Letellier y sonreía con una curiosa y atractiva mezcla de excitación e ingenuidad. Era o debía de ser la protagonista de la velada pero enseguida comprendí que Mme. Letellier nos había reunido en la mañana del 11 de julio en aquel café de los Quatre Chemis no tanto para presentarnos a su nueva protegida cuanto para subrayar su propia y recientemente adquirida importancia en la vida social de Vichy. Era obvio que le encantaba que un personaje como Rene Bousquet le hubiera recomendado a la joven y la hubiera puesto bajo su tutela, pero por encima de todo resultaba evidente que se enorgullecía de haber estado en disposición de hacerle ese favor. Me pareció que a poco que se la empujara, Olga Letellier se consideraría ya heredera por derecho propio de Mme. de Sévigné y se dispondría a abrir un salón literario y de discreto comercio político. Justo lo que se necesitaba en Vichy en aquellos momentos. Política y literatura.
Puede que esta Mlle. Weisman tuviera los ojos demasiado pequeños, puede que su boca fuera demasiado grande, igual que sus blanquísimos dientes, la mandíbula demasiado puntiaguda o la nariz demasiado pequeña y recta. Puede que tuviera el pelo castaño demasiado largo y que por ello lo llevara peinado a la antigua y en relativo y anacrónico desorden, con unos cuantos mechones rojizos encendidos en el brillante resplandor de un delgado rayo de sol que, rebotando en uno de los grandes espejos del establecimiento, se había colado hasta el fondo del salón. Y estoy seguro de que a la mayoría de quienes nos habíamos reunido en el café pareció que Marie Weisman era demasiado alta o que estaba demasiado delgada. Alguno pensaría que sus piernas, realzadas por una falda tan corta como lo permitía la moda del momento (y la nueva moralidad pública), eran demasiado esbeltas o que sus pies eran demasiado grandes. (Lo que nos chocó a todos sin excepción, estoy seguro de ello, fue que no llevara medias: sólo su expresión risueña e inocente desmentía que las piernas desnudas denotaran una altivez de elegante parisina, de parisienne nonchalante, con la que pretendiera señalar la poca importancia que asignaba a este pequeño centro estival de provincias.)
Una suma de imperfecciones, sí. Vaya con la suma de imperfecciones.
Marie Weisman me pareció arrebatadora.
Creo que despertó en nosotros una simpatía inmediata no exenta de un latido hecho de concupiscencia. Todos la contemplamos sonriendo embobados, con la excepción de Porfirito Rubirosa y del joven Lebrun. Porfirito me confesó más tarde que Marie le resultaba alta en exceso y escasa de carnes: una presa poco interesante para un hornbre que contaba entre sus conquistas a las mujeres más voluptuosas y célebres del mundillo internacional y que, según nos enteramos poco después, iba a casarse nada menos que con Danielle Darrieux. Y el joven Lebrun, por su parte, con su aspecto fiero y ascético, parecía desdeñar a la recién llegada con la intensidad de un universitario más ocupado en cuestiones realmente trascendentales que en frivolidades mundanas.
– Mademoiselle Marie Weisman -anunció Mme. Letellier con aire triunfal, como quien presenta una atracción de feria. Le puso una mano en el antebrazo y añadió sonriendo con picardía-: He querido presentaros a esta deliciosa nueva amiga recién llegada de París para escribir crónicas interesantísimas sobre la vida de esta capital y los terribles secretos de los grandes hombres de la política y de la sociedad. Mi querido amigo Rene Bousquet me ha pedido que proteja a Marie y me ha rogado que la aloje en mi casa durante las semanas en las que el gobierno esté instalado en Vichy. Ni qué decir que lo hago encantada y que estoy segura de que la tranquilidad de mis habitaciones y la ayuda de tantos amigos como vosotros le permitirán enviar unos reportajes espectaculares.
Marie dejó escapar una carcajada cantarina, juntó las manos y exclamó:
– Mais non! Apenas soy un alevín de periodista que viene a Vichy a intentar aprender el oficio. Claro que mi madre pidió ayuda a monsieur Bousquet y que monsieur Bousquet a su vez se la pidió a madame de Letellier y que sólo gracias a la amabilidad de Olga pude instalarme anoche en su casa, pero… -muchos habrían opinado que su voz era un poco ronca, un peu trop enrouée, dijo Armand; yo la encontré terriblemente atractiva-, les aseguro que estoy encantada de encontrarme en Vichy, entre amigos -arrugó la nariz-, y no en París topándome sin parar avec des boches, esos soldadotes alemanes con su aire prepotente y curioso… Ya les gustaría ser tan amables e inofensivos como quieren aparentar cuando pasean por nuestra ciudad desierta.
El joven Lebrun había levantado bruscamente la cabeza fijando su mirada en Marie con interés repentino. No dijo nada pero desde ese momento no apartó sus ojos del rostro de ella.
Fierre Dominique, por su parte, frunció el entrecejo.
– Es inevitable que la Wehrmacht circule por París, mademoiselle -dijo secamente-. Aunque no puede decirse que los alemanes hayan ganado una guerra que el sacrificio y la visión política del señor mariscal cortó de raíz, sí es preciso rendirse a la evidencia de que, de forma momentánea, sólo momentánea, ocupan parte de Francia. Tengo entendido que en París lo hacen no sin discreción y con un tacto exquisito para no zaherir los sentimientos de los parisinos.
– Será así -contestó Marie con viveza-, pero no crea usted que los parisinos aceptan de buena gana la imposición.
Aquella diatriba me pareció fuera de lugar. Dicha con tanta vehemencia frente a un grupo de personas que estaban situadas cerca del nuevo poder, resultaba, con seguridad, peligrosa, tal vez no de modo inmediato; pero gente así tiene la memoria larga. Alarmado, pues, hubiera querido sugerir a Marie que se callara, que controlara sus impulsos, pero habría sido inútil: la experiencia de los meses siguientes nos enseñaría a todos que la espontaneidad de Marie Weisman era incontrolable por completo. Armand de la Buissonière la interrumpió con suavidad.
– Bueno, mi querida señorita, es cierto que en Francia preferimos nuestros uniformes a los de los alemanes…
– Ya lo creo -farfulló Marie.
– … pero -continuó Armand como si no hubiera sido interrumpido- ciertos sacrificios son inevitables. Considere la acción de Philippe Pétain -con una severa mirada de advertencia hizo que Marie guardara silencio-… con quien, por cierto, Manuel de Sá y yo tuvimos el honor y el placer de conversar largo y tendido ayer por la tarde… -una declaración que no dejó de tener su efecto entre los asistentes-, considere su entrega, hago entrega de mi persona a la patria, son sus propias palabras. No me parece razonable que por la comodidad y el bienestar de los parisinos, y es sabido que estamos convencidos de tener la capital del mundo a la orilla del Sena, podamos llegar a torcer el plan supremo del mariscal… -dijo «plan supremo» como si se hubiera estado refiriendo a los designios de dios.
Miré a Armand con sorpresa. Me guiñó un ojo. Al mismo tiempo me dio la impresión de que Marie se enfurruñaba al comprender de pronto (o no comprender) que se encontraba en un nido de pétainistas.
– Pois -terció Arístides. Como siempre, se había mantenido en silencio unos segundos más de lo necesario si lo que pretendía era intervenir en la discusión- las situaciones de guerra son siempre muy complicadas -levantó una mano con sorprendente autoridad para que no lo interrumpiéramos-, y a vezes é preciso tener paciencia ante la adversidad y esperar…
– ¿Tener paciencia, señor cónsul? -interrumpió Dominique con sequedad-. Francia, señor cónsul, y me refiero a la unidad colectiva, al alma de nuestro país, al concepto filosófico y moral de Francia, à la Patrie, en una palabra, ha tenido demasiada paciencia demasiadas veces, ha sido traicionada demasiadas veces por sus propios hijos… y ésta de ahora, ésta de 1940 es la traición peor de todas. Porque se trata de una traición provocada por la molicie, por la degeneración de la vida pública y de la privada, por la corrupción de las costumbres, por la Tercera República, por los masones, por los socialistas… (Semanas después, Marie me confesó que en aquel mismo momento hubiera querido ponerse en pie y desnudarse, me mettre à poil, para que Fierre Dominique supiera lo que era bueno y cómo la carne, sobre todo la carne joven e impúdica, tenía poco de corrupta y mucho de apetecible; y cuando me lo contaba, rompió a reír sin poderse contener ante mi cara de asombro; así era Marie.)
Arístides hizo un gesto blando, fluctuante, con las manos, dándose por vencido en la discusión.
– Peut-être que vous vous trompez, me parece que se equivoca usted -dijo Daniel Hourny. Recuerdo haber pensado cuan bello me parecía aquel joven. Una apreciación estética estúpida, desde luego, pero así la recuerdo, qué se le va a hacer-. No creo que los franceses seamos tan espantosos como nos describe, Dominique… Sencillamente nos hemos equivocado de bando con alguna frecuencia -la frialdad y precisión con la que hablaba me helaron la sangre-. Son errores que se pagan y que es preciso corregir aun cuando el sacrificio exigible sea grande y el precio a pagar, mayor. Si hubiéramos cornprendido que nuestros amigos naturales en Europa son los alemanes y no los anglosajones, nos habríamos ahorrado miles de muertos y destrucción sin cuento. ¿Ve usted, mademoiselle? -sonrió. Luego, bajó la voz para que tuviéramos que inclinarnos si queríamos oírle-. Debemos ser prácticos. Nuestros vicios han llevado a nuestra patria a la ruina y eso -levantó las cejas con resignación-, debe ser remediado. Pero, mademoiselle, nuestros pecados nada tienen que ver con la derrota frente al Tercer Reich. La derrota se debe exclusivamente a que, hasta ahora, los gobiernos de Francia se han negado a comprender que el aliado estaba al este y no al oeste -levantó un dedo-. De haberlo comprendido antes, el sacrificio de Pétain -dijo «Pétain» con la familiaridad de quien no se pierde en adulaciones superfluas porque no lo necesita-, no habría sido necesario y ahora el mariscal sería simplemente el jefe de estado al que hay que rendir pleitesía y no el héroe al que hay que seguir y apoyar en el camino de la recuperación. ¿Me comprende usted, señorita?
Se produjo un largo silencio. A todos nos había sorprendido, claro, la suave dureza (si se me permite el oxímoron) de las palabras de Hourny, pero a mí me indignó además que este joven, con su deliberada soberbia, haciendo gala de una heladora indiferencia que seguramente ningún patriota debía permitirse, hubiera decidido ignorar el espectáculo del sufrimiento que todo un pueblo había padecido apenas unas semanas antes; todo un ejército huyendo despavorido del avance alemán por los caminos del norte de Francia, mientras la famosa BEF, la British Expeditionary Forcé, hacía lo propio por los de Bélgica. Muertos abandonados en las cunetas, heridos vendados con sucios trapos manchados de sangre, mutilados cojeando sobre improvisadas muletas, familias enteras escapando con todas sus posesiones en bicicleta, en pequeños automóviles llenos hasta los topes de bebés y míseros fardos, en carros tirados por caballos que las mismas familias (u otras que vinieran detrás) acabarían comiéndose cuando el hambre fuera más fuerte que el asco a la carne podrida o el terror las ráfagas de los Messerschmitt, que, rugiendo ellos, pasaban sembrando muerte y desolación. Un táculo horrible que el esplendor de una maravillosa primavera llena de color y aromas había hecho aún más obsceno: la más abyecta de las derrotas agravada por el escarnio final de la ocupación de París sin resistencia.
Y aquí estábamos nosotros, tan insensibles.
Cualquier extraño, oyéndonos hablar, no habría podido dar crédito al hecho de que nos encontráramos er Vichy, bien trajeados con excelente ropa de verano, emboaos en hábiles lances dialécticos para lucirnos como pavos reales ante una hermosa mujer (por lo menos, en lo qie a ml hacía, aun cuando todavía no hubiera pronunciado palabra) y tomando un aperitivo mientras debatíamos de guerra, patria y regeneración nacional como si estuvierais en Marte y la tragedia ocurrida en toda Francia nadadera que ver con nosotros en Vichy. Siempre me he prestado de dónde nos venía la capacidad de establecer estos compartimentos morales estancos.
Al cabo de un instante, Armand carraspeó para el ambiente. Bunny de Chambrun, que estaba enci un cigarrillo, levantó la cabeza y, sonriendo, sugirió
– Bueno, no nos enfademos. Querido Hourny es evidente que todos estamos de acuerdo con lo que iSted ha dicho En caso contrario no estaríamos aquí… Pero debe usted convenir conmigo que nuestros amigos apmanes son a veces prepotentes en exceso y tienen la virtud de irritar a los parisinos que, como usted y yo sabemos, son mal humorados y faltones.
Esto, dicho con la autoridad de ser quien era el que pronunciaba tales palabras, calmó los ánimos como si se hubiera derramado sobre ellos aceite perfumado. Habla muy a favor de Luis Rodríguez que decidiera callarse en lugar de protestar por lo que había sido una grave impertinencia hacia quienes, como él, tenían una conocida posición contraria a la manifestada por el conde Hourny.
– Ah -dijo Mme. Letellier de pronto-, con estas discusiones tan vivas, se me han olvidado los deberes elementales de una anfitriona. Déjenme que les presente a Marie uno a uno.
– … Y finalmente, Marie, el más picaro de todos, le plus coquin -concluyó acercándose con ella hasta donde yo estaba. Me puso la mano en el brazo. Marie me miró con curiosidad; era un poco más alta que yo, más vigorosa, y sus movimientos resultaban más vivos y, desde luego, más precisos-. Manuel de Sá, querida, es una intrigante cornbinación de sofisticación parisina y crueldad latina.
No me habría reconocido en esta descripción en mil años. Entendámonos: me encantaba ser un parisino de adopción con todas las facetas cosmopolitas que pudieran atribuírseme, ¡pero un cruel español, además! Levanté una mano para protestar pero Marie se me adelantó:
– ¡Ah! Olga ya me ha puesto en guardia sobre usted -sonrió maliciosamente-. Me ha dicho que puede que no sea un toreador, pero que tiene el espíritu de un donjuán… Hmm, peligroso, muy peligroso…
– ¿A mi edad? Ah, querida señorita, me parece que la descripción que mejor me cuadra es la de buenazo y si tuviera nietos, que es lo que correspondería, la de abuelo bondadoso.
Acentuó la sonrisa y se le iluminaron los ojos con travesura.
– De acuerdo, Geppetto -dijo-, de ahora en adelante le llamaré Geppetto, como el padre de Pinocho.
Mme. Letellier la miró con cierta severidad.
El menú para el miércoles 11 de julio en el restaurante del hotel du Pare, al menos el que consumimos para almorzar Arístides y yo (y todos los comensales, ahora que lo pienso, puesto que la primera medida de sobriedad del gobierno en guerra consistió en limitar la posibilidad de elección en los menús), fue el siguiente:
Suprème de Turbot Mireille
Cotelettes d’agneau Bergère
Petits pois á la française
Poularde de Bresse en gelée
Salude Lorente
Fromages
Boule de Neige
Fruits du marché
Lo reproduzco con tanta fidelidad porque conservo la carta de aquel día. Me la llevé por atender a mi viejo prurito de guardar las cosas que, pasado el tiempo, pudieran refrescarme la memoria. Sé que hoy un almuerzo de estas proporciones pantagruélicas sería impensable; entonces era bastante normal, por más que tanta abundancia fuera a durar bien poco pasadas las primeras semanas de armisticio y ocupación alemana. El racionamiento se encargaría enseguida de poner las cosas en su sitio. También guardé la cuenta, que ascendió a ciento veintiséis francos, lo que constituía una pequeña fortuna considerando que los vinos de que dimos buena cuenta eran más bien mediocres: un Cassis de 1938 (un blanco seco y afrutado de la Provenza, que nunca me gustó) y un Moulin à Vent del Beaujolais de 1934; y para terminar, café, un coñac para Arístides y un kummel para mí. El coñac siempre me ha sentado fatal.
– Encantadora señorita, Marie Weisman, ¿verdad?
– Muito. Como uma rosa en un cementerio.
Me hizo gracia el siniestro símil con el que Arístides describía el ambiente de Vichy y sonreí.
– Vaya, una descripción algo macabra… pero merecida, ¿eh? ¿Y madame Cibial? -pregunté luego-. ¿No le hubiera gustado que nos acompañara a comer?
– ¿Andrée? -dijo Arístides con alguna sorpresa-. No, no. Penso que es mejor que tuviéramos esta conversación a solas, Manoel. Es un poco delicado el tema y la posición de Andrée no es muy sencilla de explicar…
– Bueno, supongo que se presta a algún equívoco, aunque en mi caso no creo que debiera usted preocuparse. Somos buenos amigos y mi discreción está asegurada…
– Não duvido, Manoel, pero lo que tengo que decirle es… sí… delicado, mas não tiene que ver con mi vida sentimental.
– Caramba, Arístides, usted dirá.
De pronto empezó a tutearme. (Cuando los portugueses tutean, las terminaciones de los verbos se vuelven sibilantes y sabes se convierte en sabesh.)
– Sabesh que, como cónsul de mi país en Burdeos… -se interrumpió y se puso muy colorado: sin duda, la ansiedad que le producía cuanto me tenía que contar le hizo olvidar las formalidades impuestas por los usos sociales. Pidió perdón pero levanté una mano y le dije:
– Arístides, nos conocemos hace mucho tiempo, somos buenos amigos y las angustias y los riesgos de una guerra acaban aconsejando que no perdamos el tiempo en tonterías superfluas. ¿Tratarnos de usted cuando nos jugamos la vida a cada momento? Bah. Por cierto, ¿has visto al señorito conde de Hourny dándonos lecciones de patriotismo? Qué miedo. No me gustaría tenerlo de enemigo, ¿eh?
– Desde luego que não… -suspiro-. Gracias, Manoel, por tu amistad. Te aseguro que lo que te tengo que contar y pedir… Ser cónsul de Portugal en Burdeos en estos momentos no es muy fácil. Preferiría estar destinado en Pernambuco, por cierto… Te aseguro que he llegado a temer, que no sé cuál es peor enemigo, si los alemanes o mi propio gobierno…
Me quedé con un trozo de rodaballo Mírenle pinchado en el tenedor suspendido en el aire a punto de metérmelo en la boca.
– ¿Qué pasa? Arístides -añadí con tono serio-, me alarmas.
– Por serte muy sincero, te diré que siempre me he tomado mi profesión como una forma de vivir cómodamente y de disfrutar de aquello que no se puede disfrutar en mi país… -bajó la voz-, bajo Salazar. Ya sabesh, libertad, buen vino, mujeres…
Le miré con ironía. Desde luego que de Sousa no era el epítome del bon vivant mujeriego que acababa de describir. Para dedicarse a las amantes y al buen vino, le faltaba el physique du rôle, le faltaba, ¿cómo decirlo?, la elegancia, el aire desenvuelto, la belleza latina y algo lánguida de un Porfirito Rubirosa, su dinero y, me parecía, su agilidad. Le sobraban el embonpoint, esa cintura que la glotonería le había redondeado con generosidad, y los doce hijos. Se lo dije.
– No me tomes el pelo -me contestó con un deje de tristeza.
– No te tomo el pelo, Arístides. No te lo puedo tomar habiendo conocido a mademoiselle Cibial…
– Madame.
– Madame, sí. Y sé que…
Me cortó con un gesto de la mano. Luego levantó la vista y en sus ojos vi tristeza, angustia, soledad tal vez, pero sobre todo, miedo.
– Venían sin parar, Manoel. Sin parar… Desesperados, asustados… não, não… aterrorizados, vivos de milagro… Y llegaban a Burdeos con la esperanza, la última esperanza de salvar sus vidas… les habían dicho, sí, que llegaran hasta el consulado de Portugal. ¡Diantre! Les habían dicho que el consulado podía ayudarles a salvar la vida… Pero ¿cómo iba a hacerlo?
– Un momento, un momento, un momento -exclamé interrumpiéndole-, no sé de qué me estás hablando, no entiendo nada Arístides, nada, ¿comprendes? ¿De qué me estás hablando? ¿Quién les había dicho que si llegaban al consulado…?
– Los propios policías franceses que custodiaban los campos de concentración en los que habían sido encerrados los que huían de Alemania. Al ver el avance de los soldados nazis, habían abierto las puertas y les habían dicho que escaparan si querían salvar la vida… Outros, en cambio, llegaban aterrorizados sin más, todos escapando del avance alemán. não huían de campos de concentración sino sencillamente de la guerra. ¡No puedes ni imaginar el espectáculo de Burdeos unos días antes de que llegaran los alemanes! No es que fuera sólo el tout París, el gobierno, los ministros, sus amantes, los diputados… ¡qué espectáculo, Manoel! Eran trenes y trenes de refugiados, caravanas de automóviles, era… la locura.
Un anciano camarero se acercó a la mesa y nos preguntó si habíamos terminado el primer plato. Sin dejar de mirar a de Sousa, me incliné hacia atrás, me apoyé contra el respaldo de la silla e hice un gesto impaciente con la mano. El camarero retiró nuestros platos. Después tomó la botella del Cassis del cubo de hielo y rellenó los vasos. Durante toda esta ceremonia, de Sousa y yo no cruzamos palabra alguna.
– ¿De qué me estás hablando, Arístides? -repetí cuando quedamos solos-. ¿En qué te afectaba todo esto?
Se quitó las gafas y con gran cuidado las limpió con la servilleta de lino mientras murmuraba algo que no alcancé a oír.
– ¿Cómo dices?
Suspiró, se volvió a poner las gafas y dijo:
– Hace un año recibimos en el consulado unas nuevas instrucciones para la concesión de visados a los extranjeros que quiseram viajar a Portugal… Entonces se trataba de controlar a los disidentes portugueses que vivían en Francia, pero… -levantó la cara hacia el techo con un gesto de exasperación-, todo en el Portugal de Salazar es hipocresía -sonrió-. Basta con mirarme a mí -sacudió la cabeza-. ¿Controlar a los disidentes? No. No se trataba de controlar a los disidentes. El dictador se preparaba para lo que vendría… -arrugó el entrecejo y pegó repetidamente con el índice en el mantel-: ¡se preparaba para los refugiados, sobre todo para los judíos! ¡Oh sí! Sabía bien lo que iba a ocurrir. No podía decir que se proponía rechazar a los judíos y a todos los demás que escapaban de Alemania porque él es un liberal, un gran liberal, un cristiano verdadero. No, no, los judíos, no. Sólo los disidentes portugueses… ¡Ah! Me sé las instrucciones de memoria: se referían a los extranjeros de «nacionalidade indefinida, contestada ou em litígio…» de portadores de pasaportes Nansen, «judeus expulsos dos países da sua nacionalidade ou de aqueles de onde provêm»… ¿Sabes qué es un pasaporte Nansen? -asentí-. Es un pasaporte de apatrida, un documento de la SdN para judíos polacos y rusos… ¿Quién más? ¡Judíos alemanes! Y todos los demás que huyen de Hitler y los austríacos, los checos, los polacos… hasta los franceses… -bajó la voz-. Te puedo decir, Manoel, lo que Hitler tiene intención de hacer con los judíos… ¡Pogromos! Quiere acabar con todos ellos. No hace falta ser demasiado perceptivo para adivinarlo.
– ¡Pero cómo va a acabar con todos ellos! De acuerdo que son una pesadez con sus gorros y sus tirabuzones y su usura, pero ¿qué crees que puede hacer con ellos?, ¿dónde los metería?
Arístides me miró largamente y por fin, sacudió la cabeza.
– Ah, Manoel, Manoel… En fin, da lo mismo… Empezaron a venir al consulado, cada vez en mayor número. Primero eran simples refugiados que huían de la guerra, ricos, pobres, judíos, arios, alemanes, polacos, austríacos… Al principio, como Francia seguía combatiendo, no importaba que estuvieran en Burdeos. Eran como toda la demás gente en guerra, refugiados… Cierto, eran extranjeros y ya sabemos que los franceses no son muy hospitalarios con la gente con problemas… mira tus compatriotas, internados en campos… en fin. El caso es que todos querían un visado…
– ¿Todos? ¿Todos los que llegaban a Burdeos? ¡Pero debían de ser miles!
– Bueno, sí -se encogió de hombros-, miles… miles, sí. Y las cosas se estropearon enseguida. El día 18 -levantó la mirada-, ¡hace apenas tres semanas! -asentí-, la Luftwaffe bombardeó Burdeos. Fue muy violento, hubo muchísimos muertos y heridos, muchas casas destruidas, hasta el puerto. Como allí estaba el gobierno en pleno y también estaban los diputados, yo creo que les entró miedo… ¿a quién no, eh?, y fue lo que terminó de decidirlos a solicitar el armisticio.
– Hombre, Arístides, eso y el fracaso de los belgas, de la tropa expedicionaria inglesa y de las defensas francesas. Caramba, he oído que han muerto noventa mil soldados franceses. Eso convence a cualquiera. Aunque, la verdad sea dicha, no estoy muy seguro de que los franceses hayamos escogido el mejor método para hacer frente al problema.
– Sí -contestó distraído. Y después cambió bruscamente de tema-. En fin, tú sabes que soy monárquico convencido y que, para mí, las repúblicas, las democracias, todo eso, son violaciones de la ley divina. ¿Un hombre un voto? Ésa es la mejor receita para las luchas fratricidas, para el desastre. Mira cómo está Francia, en qué estado de postración la ha dejado tanta libertad y tanta relajación de costumbres. Hay un orden natural -me miró a los ojos y de pronto comprendió lo que yo estaba pensando-,… bueno, no tiene importancia. El hecho es que, en los primeros momentos lo más urgente para mí fue ocuparme de la seguridad del archiduque Otto de Habsburgo y de su madre, la emperatriz Zita, que habían llegado a Burdeos sabiendo que Hitler quería acabar con ellos. Bueno, el archiduque llegaba con un séquito interminable de gente y solicitaba visado para Portugal para él y todos los suyos -sacudió la cabeza-. Decenas de personas… Y la gran duquesa de Luxemburgo y ministros belgas y hombres de negocios…
– Dios mío, Arístides, ¿y qué podías hacer?
– ¿Qué? Pues darles visado a todos, qué iba a hacer. Aunque no había autorizaciones desde Lisboa, ¿me iban a prohibir dar visado a la emperatriz Zita? Ni Salazar se habría atrevido a semejante… ¡Qué tres días, Manoel, qué tres días! Debí de firmar cuatro, cinco, diez mil pasaportes cada día. Las colas en el consulado eran terribles, la gente protestaba…
– Lo entiendo. Imposible hacer frente a todo.
– Pero tú comprendes que la alternativa era dejar indefensos a miles de inocentes, condenarlos a dios sabe qué penalidades -sonrió-. Y no acaba ahí la cosa: una vez que tenían el visado para Portugal, era preciso conseguirles el de salida de Francia y el de tránsito por España. Los franceses acabaron por decir venga, ya ni exigimos visado de salida y a los españoles… bah, con tal de que no se quedaran en España, les daba igual. Una locura -sacudió la cabeza-. Qué tres días. Y lo mismo, la misma avalancha ocurría en Hendaya. Y, entonces, el 17, el nuevo gobierno francés prohibió el movimiento de refugiados. Aún me estoy preguntando por qué. Vaya, tuve que ordenar que se les diera visado a todos para que se pudieran mover y se fueran de donde estaban.
– ¡Pero si lo tenías prohibido!
– Sí, pero ¿qué iba a hacer? Te digo lo mismo que le contesté a mi cónsul en Hendaya cuando, al preguntarle por qué no ayudaba a esos pobres refugiados, él me contestó que los reglamentos del ministerio lo impedían. Le dije ¿a usted le gustaría encontrarse en la misma situación con su mujer y sus hijos? No, ¿verdad?, pues mientras yo sea su superior, usted concede visados. Había tanta gente haciendo cola que calculé que serían unos cinco mil a pie firme y que habría hasta otros veinte mil vagando por la ciudad y esperando a ocupar su sitio. Recogíamos los pasaportes en mazos enteros, los sellábamos y firmábamos y luego los volvíamos a repartir.
– ¿Y qué hacías? ¿Ibas con una caja registradora ambulante para cobrarlos?
Guardó silencio durante unos instantes.
– Bueno… decidí que no me los pagaran… Ya se ocuparían de ello en las aduanas portuguesas. Allí hay más gente.
– Estás loco.
Dio un largo suspiro.
– Pero luego vino el armisticio y llegaron los alemanes. Ah sí, llegaron los alemanes, sólo que ahora venían persiguiendo a los judíos. ¡Y yo obligado a pedir permiso a Lisboa para cada visado! Pero me los habrían denegado por sistema y sé que por orden directa de Salazar. Y, claro, los refugiados hacían cola y al salir del consulado eran detenidos por la Gestapo… Era insoportable, Manoel.
– ¿Y qué hacías?
– ¿Qué querías que hiciera? -se encogió de hombros-. A lo mejor me juego la vida… Pero los que hacen cola en mi consulado huyendo de los nazis, esos sí que se la juegan seguro. Si no les doy el visado, sé que los van a devolver a Alemania y que luego los matarán. ¡Lo sé!
– Hombre, Arístides, eso es mucho decir, ¿no? Hitler no les tiene mucha simpatía, y yo tampoco, pero de ahí a matarlos y en tan grande número, además, hay un buen trecho. No soy un asesino. Por muy mal que me caigan, ni por un instante pensaría en matar a uno solo. Él a lo mejor sí, él es un tirano, un déspota, capaz de matar fríamente, ¡pero asesino en masa! Esas cosas no ocurren en el mundo civilizado.
– Ya lo creo que ocurren -contestó con desesperación-. Ya lo creo que sí… ¿has visto lo que hicieron las SS en su país con quienes se atrevían a no estar de acuerdo, simplemente no estar de acuerdo? ¡No puedo permitir que lo sigan haciendo con gente a la que puedo ayudar sin que me cueste nada, aunque mis jefes me ordenen negarles esa ayuda! Sólo que yo, Manoel, tengo familia, tengo esposa y doce hijos, más de una vez he pedido el traslado a cualquier otro lugar… soy pobre…
– Bueno, ¿y?
– Pues que me prohiben ayudar a esas gentes del único modo en que se les podría ayudar… que es dándoles el visado para que hagan escala en Portugal y desde allí viajen a donde quieran, ¿no? ¿Y qué arriesgo yo desobedeciendo las órdenes? ¿Tú sabes lo que arriesgo? Y encima, los nazis pueden acusarme de estar protegiendo a judíos, lo que según ellos es un acto inamistoso de Portugal, tradicional amigo del Reich. ¿Sabes lo que pueden hacer conmigo en Lisboa?
– ¡Pues no es tu problema! ¿Judíos, dices? ¿Expulsados de sus países? ¡Ese problema es de los países que los expulsaron! ¿Cómo vas a hacerte responsable… vas a hacerte responsable de todas las tragedias que lleguen a tu puerta?
– Pero Manoel, te digo lo mismo que a mi cónsul en Hendaya. ¿Tú recogerías a un familiar tuyo enfermo que hubiere tenido que huir de una zona de epidemia? ¿No intentarías ayudarle?
– Claro, pero no es lo mismo.
– ¿No? ¿Qué te parece lo que está pasando en Francia?
– De qué me hablas, Arístides.
– De las dos zonas, la libre y la ocupada. Unos franceses castigados y los otros, no. Sólo por suerte o por desgracia. ¿Y si tu madre estuviera en el norte y la amenazaran de muerte? ¿No estarías contento de que un estúpido cónsul portugués le diera un visado para que pudiera viajar hasta donde estás tú? Y la culpa no es de tu madre ni del cónsul, sino de los alemanes, ¿no?
– Sí, pero yo me pongo en la posición del cónsul. ¿Qué tiene él que ver en el problema de mi madre, si resolverlo, además de ser casi imposible, le va a crear más quebraderos de cabeza que otra cosa?
– Nada. No tiene nada que ver… Pero lo único que puedes esperar es que se apiade de tu mamá y le firme el visado aunque lo haga arriesgando su vida, ¿no?
Me quedé en silencio durante un buen rato. Y después dije:
– O sea, que has decidido conceder visados a los judíos que hacen cola por la escalera del consulado.
De Sousa no dijo nada.
Nos trajeron nuevos platos de comida. Había perdido la cuenta de si tocaban costillas de cordero, una pularda o los quesos. Daba igual.
– Dime, Arístides, ¿has decidido conceder los malditos visados a los judíos alemanes? -sacudió la cabeza-. Oh, por dios, Arístides. ¿Cuántos has dado ya?
Murmuró algo ininteligible.
– ¿Cuántos?
– Desde el armisticio, dos mil doscientos tres.
– ¡Válgame el señor! ¡Pero tu ministerio va a descubrir esta nueva trampa enseguida! Dos mil visados no se esconden así como así… Y ¿qué harás cuando lo descubran, hombre de dios?
Se encogió de hombros y, con un hilo de voz, dijo:
– Não sé -al cabo de un momento se enderezó en su silla-. Había una mujer muy joven en el primer descansillo, ¿sabes? Tenía un niño en brazos; lo llevaba apoyado en la cadera. ¡Se parecía tanto a ella! Tenía el pelo muy negro y grandes ojeras azules, como su madre. Al lado de los dos había un fardo pequeño… seguro que era todo lo que tenían. Me miraban los dos con esos ojos tan oscuros cada vez que pasaba delante de ellos. No se movían, siempre en el mismo descansillo mirándome… sin decir nada… -de Sousa parecía al borde de las lágrimas-. Hice que les bajaran una barra de pan y un tazón de chocolate… Cuando pasé de nuevo delante de ellos al irme hacia casa, la mujer me agarró por el brazo y me dijo danke, danke, danke. ¡Me dio las gracias! Ah, Manoel, pensé en mis niños pequeños. ¿Qué podía hacer? -levantó las manos con las palmas hacia arriba-. ¿Qué podía hacer? Cuando regresé do almoço, allí estaban. No sé cómo ni cuándo se las apañaba para que el bebé hiciera pis, cómo dormían. Por la noche los hicieron bajar a todos al jardín y allí pasaron las horas de espera… todos, guardando el orden de la cola en silencio. Aún no sé cómo los alemanes no entraron y los detuvieron a todos. Cuando regresé a la mañana siguiente, se habían vuelto a colocar todos en la escalera. Entonces hice que llamaran a la mujer y me la trajeran al despacho. Se quedó quieta delante de mí con el niño en la cadera. ¿Tú sabes que no lloraba? El niño, que tenía que estar hambriento, no lloraba. Dime, Manoel, ¿era yo responsable de todo aquello? ¿Me tocaba a mí cargar con el problema? ¿O debía decirle a aquella mujer que su desgracia era culpa de Hitler? -pinchó una pequeña patata salteada como si la estuviera banderilleando y luego la sostuvo en el aire mirándola fijamente. Sacudió la cabeza y se metió la patata en la boca. Masticó, tragó y después dijo-: La miré durante un buen rato y ella acabó por poner al niño en el suelo y se abrió el chai que la cubría; debajo llevaba una camisa de algodón y cosida en el lado izquierdo sobre el bolsillo, una estrella amarilla que llevaba una inscripción: Jude. ¿Cómo habría llegado hasta Burdeos? Santo cielo, Manoel, ¿cómo pudo llegar? Ela me disse: «Ich bin jude», como si aquello lo explicara todo. Le pregunté cómo pensaba llegar hasta Portugal, pero me parece que no me entendió. Del fardo sacó, entonces, un pasaporte. Lo cogí y lo estuve examinando un rato sin saber qué hacer. ¿Qué tendrías hecho tú?
– Ah, no sé, Arístides -contesté confuso, sorprendido, sin saber bien qué decir-. Tal vez llamar a la policía francesa…
– No los conoces, entonces… Son los mismos que han encerrado a los viejos combatientes españoles, a tus compatriotas, en esos horribles campos de concentración… ¿Pero tú has estado en alguno? ¿Tienes visto el espanto? -sacudió la cabeza-. Miré a aquella pobre mujer, Raquel Hammer se llamaba, y le hice la señal de dinero, así -se frotó el índice con el pulgar-, para averiguar si tenía dinero para sobrevivir. Ella no me entendió -Arístides bajó la vista, avergonzado por la mera idea de que alguien hubiera podido pensar que pretendía aprovecharse de la situación-, y del fardo sacó un mísero fajo de billetes, marcos alemanes, creo, y me los quiso dar. No, le expliqué, no, no, es para tu viaje, para tu viaje, y se los rechacé. Luego ella comprendió lo que le quería decir y sonrió: mein Bruder ist da, su hermano estaba ahí. No sé lo que era ahí, pero que su hermano anduviera en algún sitio cercano parecía resolverlo todo… -bebió un gran sorbo de vino tinto y eructó de forma casi imperceptible-. ¿Sabes? Es como cuando abres una cornpuerta y se salta el agua a presión… Llamé a mi secretaria y le ordené que le dieran el visado. Y ella me dijo pero señor cónsul y yo le respondí qué puedo hacer. Bueno, mi secretaria me contestó que no habíamos pedido autorización a Lisboa. Recuerdo haberme encogido de hombros. Déselo, repetí. ¡Mas está prohibido!, dijo ella. Da igual. Mas es ilegal. ¿Más que lo de los días pasados? No eran judíos, bueno, no todos. Déselo, insistí -de Sousa sonrió-. Sí, señor cónsul. Y no se lo diga a nadie. No, señor cónsul…
– Estáis locos.
– Lo sé -soltó una carcajada amarga-. Luego le dije, Amalia, deles visado a todos los de la escalera, a todos, ¿me oye? Mire, le dije, ni son apatridas ni huyen de nada. Para mí todos quieren viajar a Lisboa por placer.
– Pero ¿cuánto tardarán en Lisboa en darse cuenta de que has dado esos visados sin autorización?
Arístides volvió a encogerse de hombros.
– Não sé. Imagino que cuando llegue el primero a Lisboa… Bueno, no, el primero no. Cuando lleguen dos mil…
– Pero los devolverán, y a ti te cortarán el cuello…
– No, devolverlos, no. La mayor parte van en tránsito, van a embarcarse rumbo a Estados Unidos, a Argentina, a Brasil… Además, en Portugal hay una comunidad grande de judíos, con mucha influencia. Salazar no se atrevería. Está todo en un equilibrio muy delicado: dejar entrar, no; expulsar, tampoco. ¿Sabes que Gulbenkian, el millonario del petróleo, el Mister Cinco por Ciento, ha conseguido instalarse en Lisboa? ¿A que a ése no lo echan de Portugal? Pues él no deja que se persiga a los judíos en Portugal…
– Pero ¿y tú?
Hizo una mueca.
– Un par de visados que concedí a personalidades más conocidas hace dos meses me crearon problemas, pero al final fueron convalidados. Me advirtieron de que era la última vez que pasaban por alto mi indisciplina. Pero ¿qué puedo hacer? Después de eso he dado otros treinta mil. ¿Qué puedo hacer? -repitió-. Pedí muchas veces que me destinaran de vuelta a Lisboa. Nunca lo conseguí. Vaya, cuando me castiguen, que supongo me castigarán, iré a ver a Salazar y le explicaré todo. No creo que sea muy grave. Le pediré que me mande a algún lugar lejano, a Buenos Aires…
– ¿Con tu mujer, tus doce hijos y madame Cibial?
Se le ensombreció el semblante.
– ¿Te puedo confesar una cosa? La quiero mucho. Y con todo y lo joven que ella es y la posición que tiene, algo debe de ver en mí puesto que está decidida a seguirme a donde vaya. Y ella sabe que no me puedo divorciar de Angelina. ¡Dios mío, Manoel, qué escenas de celos!
– Bah, que no te amarguen la existencia -quise cambiar de tema para averiguar de una vez en qué consistía la espada que este Damocles me había colocado encima y apartarla-. En fin, dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Dije esto con la aprensión que suscitaba en mí el asunto, porque después del relato de sus angustias consulares, cualquier cosa que Arístides me pidiera sería, sin duda, engorrosa de atender. Y bastante tenía yo con cuidarme las espaldas para andar comprometiéndome en defender las ajenas.
Suspiró.
– ¿Has oído hablar de Eduardo Neira?
– ¿El médico?
– Sí, el catedrático de la universidad de Barcelona, es grande amigo.
– ¿Qué le pasa? Oí que se dedicaba a coordinar a los vascos exiliados de Dax…
– Eso es. Pero como a todo exiliado español prominente lo buscan los alemanes para entregárselo a Franco y lo quieren los franceses para meterlo en un campo de concentración. En cualquiera de los dos casos, es la muerte segura para él y para toda su familia.
– ¿También los franceses?
– También los franceses ¿qué?
– Pregunto si los franceses son también asesinos en masa.
Hizo un gesto de disgusto.
– No, claro que no. Pero la mujer de Neira… bueno, a ella no le pasa nada, pero su hijo mayor, ése sí está enfermo. Los Neira no tienen recursos. No les queda nada. Si a él lo internaran en un campo, intentaría escapar… en fin, no quiero describirte las consecuencias… -alzó los hornbros-. Bueno, a través de Flaco Barrantes, hemos conseguido un visado para que se vayan todos a Bolivia. Creo que si los Neira llegan a Lisboa a bordo de un paquebote que lleve rumbo a Suramérica, no me dirán nada desde mi ministerio y a ellos los dejarán seguir.
– ¿Y qué problema tienes?
– Pues que el primer paquebote que parte de La Rochelle hacia Portugal y América no zarpa hasta dentro de doce días… Neira y familia… -titubeó-. Tú tenías una casita en el campo cerca de Montpellier, ¿verdad?
Tragué saliva.
– No -contesté con prudencia-. Es un pequeño mas, una masía provenzal, pero no está cerca de Montpellier sino de Arles.
– Ya. Bom. Como fuere… Es que no pueden estar vagando como almas en pena por Francia sin lugar en el que refugiarse… Y tú eres el único que puede darles cobijo, el único que conozco. Si están escondidos en tu casa, puedo irlos a buscar dentro de diez días para llevarlos a La Rochelle… -me miró expectante.
Inspiré muy despacio por la nariz.
– Arístides, me pides algo que me es muy difícil darte. Mi posición es muy delicada… Imagínate: yo un refugiado…
– ¡Pero si tienes la nacionalidad francesa! ¿Cuál es tu problema? -preguntó con el tono algo lento y pesado que utilizaba al enfadarse. Se subió las gafas, empujándoselas con el dedo índice sobre el puente de la nariz.
– Un fugitivo… -balbuceé.
Guardó silencio y bajó la mirada al plato que tenía delante. Al cabo de unos segundos, sin levantar la vista, dijo:
– Técnicamente no es un fugitivo, Manoel. Lo buscan, sí, mas él no se ha escapado.
– Pero ¿y cómo pasarías de esta zona a la ocupada? Porque La Rochelle está en zona ocupada…
– Eso no es problema, en realidad. Soy un diplomático de un país extranjero y neutral y puedo moverme con libertad por toda Francia -sonrió-. Bueno, casi. Son muy pocos días los que tiene que pasar la familia Neira en tu casa. Te lo pido como amigo y como ser humano: esta gente debe ser salvada.
– Me planteas un grave problema, Arístides, un grave problema: si los Neira son descubiertos en mi masía, a ellos los detendrán y a mí probablemente también. Y será mi ruina.
– Não. Es muy simple. Dirás que son tus amigos y los has invitado a pasar unos días en tu casa hasta que reciban los visados para viajar a América -de pronto levantó la cabeza-. Ainda melhor… Déjame que te proponga una cosa: si los Neira son descubiertos en tu casa, diré que te había engañado asegurándote que se trataba de mi propia familia pasando unas semanas de veraneo en el mas y te exoneraré de toda responsabilidad.
– ¡Pero eso sería tu ruina!
Tardó unos segundos en contestar.
– No -aseguró, por fin, aunque, por su tono, noté cuan inseguro estaba-. Ya encontraría una solución… Bah, ya se me ocurriría algo para excusarme ante los franceses e impedir que en Lisboa llegaran a enterarse -tonterías, pensé-. Me aterra, pero no puedo dejar de ayudar a los Neira -concluyó, clavando su triste mirada en mí. Y murmuró-: No creo que me quede mucho tiempo para hacerlo. Creio que me van a acabar echando de Francia y bien pronto.
Removí con una cucharilla el azúcar del café que alguien había puesto delante de mí sin yo darme cuenta de que habíamos llegado al final de nuestro almuerzo.
– Vaya – musité. Después alargué la mano izquierda hasta el otro lado de la pequeña mesa y di unas palmaditas en el antebrazo de Arístides.
– Gracias – dijo por fin éste, conmovido -. Gracias. Todavía hoy, al recordar aquel instante, no soy capaz de determinar qué pudo más en mi decisión de ayudar al cónsul portugués, si la admiración por la entrega de un hombre dispuesto a arriesgar todo con tal de librar a unos desconocidos de los graves apuros que los acechaban; o la vergüenza (guiada sólo por el más educado concepto del qué dirán) que me provocaba tanta generosidad; o el sentimiento frivolo y casi aventurero de sentirme seguro en el bando reconocible de los buenos pese a que fuéramos a perder esta guerra. Como si tal adscripción supusiera estar encuadrado en un regimiento compacto, invencible, sin fisuras, cuya solidez no se debiera a mí sino a los que lo componían conmigo. Una fortaleza inexpugnable en el centro de la cual me encontrara, aterrado, infeliz, pero relativamente a salvo. A buen recaudo de los que querían asaltarla. Y todo esto por cuatro o cinco personas. Arriesgar la vida por cuatro o cinco personas cuando los que sufrían se contaban por millones.
– No me des las gracias – suspiré -. No me las des. En realidad, no estoy siendo generoso, Arístides. Hago lo que hago porque… porque… – me encogí de hombros -. Da igual. Acompáñame a mi hotel y te daré la llave, un plano para que podáis llegar sin pérdida a la casa y una carta para los guardeses.
Sí. Aquel 11 de julio cambió mi vida. No puedo decir que la cambiara para bien ni para mal: sólo la hizo diferente.
Por seguir un orden cronológico de tal modo que su secuencia me permita recuperar los recuerdos uno a uno, diré que me resultó asombroso comprobar cómo el almuerzo con Arístides de Sousa había alterado mi percepción de cuanto estaba ocurriendo a nuestro alrededor… y, desde luego, cualquier pretensión de valentía personal. Estábamos en una platea desde la que la guerra era un espectáculo (desagradable, pero espectáculo al fin) de ejércitos machacados, de refugiados penando por las carreteras, de muertos, de heridos, de gentes huyendo de Hitler y su infernal maquinaria, de pobres miserables que padecían privaciones, miedo y horror sin cuento. Poco a poco, las circunstancias me iban obligando a dejar de ser espectador de este circo para convertirme en funambulista. Los judíos que hacían cola en la escalera del consulado portugués en Burdeos y, sobre todo, la familia Neira, se empeñaban en entrar de la mano de Arístides en mi masía de Arles para meterme de lleno en una guerra que me parecía obscena, una pesadilla de la que había conseguido mantenerme apartado hasta aquel mismo momento.
Y así, cuando, terminado nuestro almuerzo, salimos del hotel du Pare, me pareció que Vichy había cambiado: ya no era la estúpida y frivola ciudadela-balneario que conocíamos, sino un villorrio sofocante, húmedo, lleno de amenaza.
Deambulando por el parque des Sources, había más gente, mucha más gente que apenas unas horas antes. No se trataba aún, como acabaría ocurriendo semanas más tarde, de bandas políticas organizadas o de manifestantes fascistas, de legionarios, de activistas de L’Action Française o de cualquier otra tendencia de la extrema derecha. Se trataba de la atmósfera instintiva creada por civiles estupefactos que intentaban organizar sus vidas y acomodar sus creencias a las nuevas realidades. Todos pretendían sobrevivir, por más que no se dieran cuenta todavía de lo que les esperaba. La necesidad hace virtud y quien más quien menos montaba sus mecanismos de defensa frente al hambre, el miedo y la tiranía estúpida. Se estructuraba, planeaba y perfeccionaba el arte del disimulo, que es el modo que tienen los aherrojados de hacer frente a los déspotas.
(Tampoco es que hubiera en Vichy en aquel momento una diversidad grande de estamentos sociales y, por consiguiente, de opiniones políticas. Los balnearistas eran los balnearistas y a ellos el armisticio había sumado en los últimos días funcionarios, militares, diputados, senadores y diplomáticos extranjeros, ninguna de aquella gente de la extrema izquierda. Desde luego, no me pareció que fuera éste el caldo de cultivo de resistencia alguna al régimen del mariscal Pétain.)
Ahí estaban todos juntos, anunciando el nuevo evangelio de la lucha contra el complot del judío, el masón, el extranjero y el comunista. Con Francia derrotada, los tiranos ni siquiera tuvieron necesidad de imponer su férula con violencia. La adhesión al viejo mariscal lo hizo todo y el francés aceptó con gusto su nuevo papel de delator colectivo al servicio de la moralidad renacida. Sólo mes y medio después de que fuera certificada la defunción de la Tercera República y para llenar el vacío dejado por la disolución de los partidos políticos, el mariscal, embarcado en su reforma patriótica, creó la «Legión de los combatientes» (recuerdo la angustia que nos causó a todos la recomendación dada a los nuevos legionarios por Xavier Vallat, secretario general de los ex combatientes: «sed los ojos y los brazos del mariscal hasta la esquina más recóndita de Francia»; es decir, sed delatores). Y éste era sólo el principio. En fin, volvamos al relato.
Aunque podría encontrarse a la prensa siempre en el bar del hotel des Ambassadeurs, que era donde residía el cuerpo diplomático, y casi siempre en el de la Paix, que era el lugar reservado a los periodistas, este 11 de julio por la tarde, a la salida de nuestro almuerzo, la curiosa aglomeración de colegas se movía frente al hotel du Pare a la caza de cualquier noticia que les permitiera enviar sus despachos a las respectivas agencias y periódicos. Era todavía pronto, los días trascurridos eran demasiado pocos desde su llegada a Vichy para que les hubiera entrado ya el hastío sabiondo que poco después los confinaría a todos a los butacones del hotel y al interés más que relativo de las ruedas de prensa oficiales.
Hoy en día, quince años después de todo aquello, con el telón de acero impidiendo cualquier intercambio libre de ideas, sería inconcebible que así ocurriera, pero en julio de 1940, el número mayor de periodistas extranjeros provenía de la Europa del este. Los había húngaros, turcos, rumanos, búlgaros, desde luego, gente pintoresca. Y a su lado, también había suizos (entre ellos, una bellísima Wanda Laparra, a la que recuerdo risueña casándose por fin en Vichy con el portavoz de uno de los ministerios), españoles y americanos. Todos se aburrían muchísimo y se encontraban de permanente mal humor. Pronto empezarían a encerrarse más y más, y sin noticias, en los salones del hotel de la Paix, con sus cómodos butacones de cuero marrón, sus pilas de periódicos nacionales e internacionales pasados de fecha y su inútil batería de teléfonos al fondo del vestíbulo. Muchos eran nombres familiares de las publicaciones que leíamos a diario: de las cínicas y al tiempo ingenuas de la América todavía indiferente, de las de Francia, siempre pedante e irritada, de las de la Europa más romántica del viejo Imperio austrohúngaro, de los eslavos misteriosos, de los otomanos. Con el tiempo y la solidaridad nacida de las dificultades de la guerra y del aburrimiento nos acabaríamos llevando bien.
Rebuscando entre mis papeles encontré hace unos días nada menos que el primer artículo de periódico que envié para la prensa latinoamericana a finales de aquel mes de julio. Decía así:
El armisticio con Alemania ha sido el único movimiento político inteligente que han podido realizar los viejos santones franceses de la in República para salvar al país de la catástrofe.
Después de nueve meses de la conocida como «Guerra tonta» (los que trascurrieron entre la declaración de hostilidades el 1 de septiembre de 1939 y la invasión de Bélgica y Francia en mayo del presente año), de súbito las divisiones Panzer alemanas, con su revolucionario concepto de la guerra relámpago, atacaron y tomaron por sorpresa al ejército francés y pese a la heroica resistencia de éste, tardaron pocas semanas en llegar hasta el corazón mismo de París.
Fue entonces cuando el gobierno galo presidido por el Sr. Paul Reynaud se vio abocado a solicitar el armisticio para evitar males mayores y un derramamiento de sangre inútil. ¿Quién gestionaría tan delicada situación? El único capaz de hacerlo desde su prestigio de héroe era el mariscal Philippe Pétain, el hombre que había salvado a Francia ya en 1918, el hombre que, a regañadientes, aceptó entrar en el gobierno como vicepresidente del Consejo. El hombre que ha escrito hace bien pocos días: «Me quedaré con el pueblo francés para compartir sus penas y s\is miserias. Creo que el armisticio es la condición de la perennidad de la Francia eterna». Sólo un personaje lleno de prestigio como el mariscal Pétain, puede decir «franceses: ha llegado el momento de deponer las armas; hago donación de mi persona a la patria para evitar sufrimientos a mis compatriotas»…
Tras el armisticio firmado el pasado 22 de junio, Francia ha sido dividida en dos: una, la parte norte y oeste, es la zona de ocupación alemana, que incluye la capital, París; otra, es la llamada zona libre en la que se encuentra Vichy (cerca de Lyon), sede del gobierno de Philippe Pétain. El tráfico entre las dos zonas es fluido. Sin duda, a ello contribuye el hecho de que los servicios de seguridad y policía siguen siendo únicos y franceses para todo el territorio y también que las comunicaciones por carretera y ferrocarril, muy dañadas por las operaciones militares, hayan sido restablecidas rápidamente. No existe en la población sensación de que una potencia extranjera ocupa su patria: las autoridades alemanas tienen buen cuidado de no interferir en las cuestiones internas. Su trato con la población francesa es exquisito en todo momento.
Por lo que parece, Francia habrá de colaborar en el esfuerzo bélico alemán aunque no con combatientes, sino, como me decía el propio mariscal Pétain ayer en una entrevista exclusiva celebrada en su hotel, con un esfuerzo de renovación moral del país: la derrota de Francia se ha debido a la degeneración de las costumbres y actitudes de los franceses. Francia debe ser reconstruida, afirmó el mariscal, para poder estar en pie de igualdad con el Reich en el momento de la victoria y la consagración de la nueva Europa. «Mire usted el ejemplo que nos está dando España que, después de la victoria de las fuerzas anticomunistas, ha instaurado un régimen fuerte bajo el mando del generalísimo Franco, cuyos principios-guía son los mismos que los nuestros: Trabajo, Familia, Patria. El parlamentarismo, la democracia, los partidos, son reliquias del pasado que no han hecho sino debilitar a Francia.»
El mariscal, convertido ya en Jefe del Estado francés, cree firmemente en la victoria de Alemania en esta guerra europea. Es evidente que con Adolfo Hitler está en una posición inmejorable para negociar el retorno de los prisioneros de guerra y la mejora de las condiciones de vida de sus compatriotas, al tiempo que mantiene intacto el enorme imperio colonial de ultramar. Tarea nada fácil: además de los enemigos interiores tradicionales y quintacolumnistas (aquí se cita primordialmente a los comunistas, a los masones y a los judíos) existen los falsos amigos exteriores, como por ejemplo, Inglaterra, que mostró su verdadera faz bombardeando a traición la gran flota gala en la localidad del norte de África, Mers-el-Kébir.
El gobierno de Vichy confía en que las hostilidades concluyan en unas semanas y que Europa vuelva a la normalidad antes de las próximas Navidades. Hasta entonces las condiciones de vida no serán fáciles. Parece que pronto se instaurará el racionamiento de alimentos: Francia debe alimentar a sus hijos y a los ocupantes.
Me da cierta vergüenza haber escrito todo esto, pero achaco su imprecisión y su blandura al ojo siempre vigilante de Fierre Dominique y sus censores.
En fin.
El caso es que Arístides y yo íbamos andando con lentitud por el parque, saludando a derecha e izquierda, deteniéndonos con frecuencia a cumplimentar a algún colega y a sopesar con él la evolución de los acontecimientos del día. Yo quería aparentar normalidad, aterrado de que pudiera adivinarse en mi expresión la duplicidad cómplice que mi ayuda a los tejemanejes de de Sousa no podía dejar de reflejar. Sonreía de continuo, utilizando un tono de forzado optimismo o de gran solemnidad patriótica, según lo requiriera el caso, para dirigirme a unos y otros con inocencia culpable, convencido de que así nada trascendería de mi traición a Francia. Es notable que tomara una sencilla acción de ayuda a unos refugiados por una traición a mi patria adoptiva. ¡Con qué facilidad se somete un ciudadano al más mínimo atisbo de tiranía!
Avanzábamos despacio y supongo que en algo contribuirían a nuestra pesadez de movimientos el calor reinante y el vino consumido. De modo que al cabo de un buen rato, recogida en mi hotel la llave de mi masía y pormenorizadas las explicaciones sobre su localización, decidimos que éste era el momento de cruzar el umbral del establecimiento de aguas de primera clase para darnos una merecida sesión de aguas termales, masajes y musculación.
Lo habríamos hecho, sin duda, de no ser porque topamos de frente con Marie Weisman que acababa de salir del Pare, de visitar a Fierre Dominique, nos dijo. Fue como una aparición: etérea en su camisero de lunares blancos, su sombrerito de paja negra y sus mocasines de dos tonos; parecía flotar sobre el albero del camino.
– Es alta y delgada demais -murmuró Arístides.
Al vernos, Marie aplaudió varias veces con entusiasmo y exclamó:
– Geppetto et le Portugais! Mis dos amigos preferidos desde esta mañana -por un instante pareció dispuesta a demostrarnos su alegría dándonos a cada uno un sonoro beso en la mejilla. Pero se contuvo. Se acercó sonriendo hasta donde estábamos y nos dio la mano: si no hubiera sentido pudor, la habría retenido entre las mías para disfrutar unos segundos de su piel suave y firme. Suspiró-. Uy, qué aire de conspiración se traen ustedes dos. ¡Qué habrán estado tramando!
Arístides, como de costumbre, tardó un tiempo en contestar y yo me apresuré a decir:
– Nada -sonreí-, nada, aquí en Vichy no se trama nada y menos aún desde la llegada del mariscal.
– Bueno, pero los mejores espías son los que, como ustedes, más pinta de inocentes tienen, n’est-ce pas? -la afirmación no contribuyó a calmar nuestra inquietud; sólo hizo que nuestra confusión resultara más evidente. Con aire cómplice, Marie se colocó entonces entre los dos, pasó sus brazos bajo los nuestros y, bajando la voz, preguntó-: Y ahora en serio, díganme, ¿de qué cosa terrible hablaban? No se puede ir por la calle tan ensimismados e intentando disimular como iban ustedes dos sin estarse contando secretos que por lo menos eran de Estado -¡Dios mío! ¿Tanto se nos notaba?
– Ah, mi querida amiga -contestó Arístides en su buen francés-, esa cara que usted nos veía tiene más que ver con el dolor de la indigestión que con un complot de alta política… Nos dirigíamos hacia el establecimiento balneario para ver si los masajistas podían hacer algo con nuestros problemas digestivos.
– … Pero ahora -interrumpí-, ya no necesitamos masajistas. Ha llegado el hada de Vichy y nos va a curar como por ensalmo.
Marie rió de buena gana. Vaya cursilada, pensé, reprendiéndome por este exceso de zalamería galante.
– Me van a permitir -dijo Arístides de pronto, como si la llegada de Marie le hubiera recordado un deber ineludible- que los abandone y que Manoel sea el único afortunado en disfrutar de la compañía de mademoiselle Weisman. Debo volver a mi hotel. Mañana regreso a Burdeos muy temprano y aún me quedan por hacer las maletas y preparar el automóvil para el largo viaje… -se despidió de nosotros con aire medio solemne y encaminó sus pasos hacia el hotel des Ambassadeurs.
Cuando Arístides ya no podía oírnos, Marie, sonriendo con travesura, sugirió que «también tiene que recoger a madame Cibial, ¿no?».
– ¡Vaya! Hay que ver cómo circulan los rumores por esta ciudad.
– Uy, no he querido ser malvada -exclamó-. Es sólo que me parece encantador ese côte tan humano de monsieur de Sousa, padre de familia numerosa -gesticuló para esconder su confusión pero enseguida se encogió de hombros-. Las personas son libres de hacer lo que las hace felices… ¿No le parece, monsieur de Sá?
– Si alguien la oyera en este momento, probablemente la llevaría ante el gran tribunal de la inquisición de Fierre Laval y acabaría usted en la hoguera…
– Bah, son todos un poco hipócritas.
Estoy seguro de que parpadeé sorprendido.
– Sí, tal vez.
– Dígame, Manuel, ¿le puedo llamar Manuel? Es que monsieur de Sá me parece tan solemne… ¿Sí? A cambio, le exijo que me llame usted Marie…
– Eh, está bien… eh… mademoiselle…
– Ah -dijo levantando un dedo.
– Quiero decir… Marie.
– Muy bien -se colgó de mi brazo con ambas manos-. ¿Me acompañaría usted a dar un paseo por la orilla del Allier, así bras dessus, bras dessous?; hace una tarde estupenda, ¿no?
Me latía muy fuerte el corazón y tuve que carraspear para poder articular palabra.
– ¡Claro que sí! No tengo…
– … ¿nada mejor que hacer?
– ¡No, no! Quería decir que no tengo ningún compromiso insoslayable que me impida hacer lo que más me apetece en este momento.
– Aja. De acuerdo. Pues vamos.
Dimos unos pasos en silencio hacia la rué Petit, al costado del Pare y en dirección al río. Me pareció que había transcurrido un siglo desde que aquella madrugada el insomnio me había empujado por el mismo camino. Apenas doce horas y me sentía más vivo (y más aterrado) que en años.
– ¿Y a Manuel le gustan los alemanes?
– No me gustan absolutamente nada, pero dígame, Marie, ¿cómo es que ha acabado en Vichy?
– No quería quedarme en París ni un momento más -exclamó con intensidad-. Lo que dije esta mañana era cierto. La… la invasión de los boches con sus botas ensuciándolo todo como campesinos patosos era más de lo que podía soportar… ¡En mi París! Poco falta para que tengamos que hablar alemán.
– Bueno, dicen que los soldados alemanes se comportan con delicadeza…
– Mais non! Es para cubrir las apariencias. Ya verá usted, Manuel, cómo a la menor ocasión les saldrá el Wagner por las orejas y empezarán a pisotearnos… No, no. No podía quedarme allí. ¿Sabe? No hay nada más triste que contemplar la capital del mundo humillada en la derrota. Y encima hay franceses que están encantados…
– Bueno, hay muchos franceses pro Hitler. Ya lo vimos esta mañana… También hay muchos anglofilos y si hubieran ganado ellos…
– ¡Oh, prefiero tomar el té a las cinco que desfilar haciendo el paso de oca!
– Pues me temo que es lo que nos espera en cuanto ganen la guerra, Marie.
– Pero ¿vio usted al conde Hourny y al propio Pierre Dominique? Yo creo que me asustan más ellos que los alemanes. Porque los alemanes ganarán la guerra, pero éstos, en cuanto la hayan ganado los otros y no queden enemigos, nos van a triturar con su moralidad y su trabajo y su familia… Mais, bon Dieu, si j’aime baiser, de quoi se mêlent-ils? -exclamó con irritación-. Y además, Pierre acaba de decirme que tenga cuidado, que mi deber como buena francesa es respetar al mariscal y que… y que… ¡ah, bah! Quel con!
Impelida por su explosión de vehemencia, Marie se había soltado de mi brazo. Como nos disponíamos a cruzar el bulevar des États Unis para entrar en el parque de L’Allier por el lateral del chalet de Napoleón, la agarré de nuevo para evitar que pudiera atrepellarla algún automóvil de los que circulaban velozmente por allí. Lo hice con ternura benévola de modo que en ningún caso pudiera interpretar mi gesto como algo deliberadamente íntimo. Tiempo después (puedo dar la fecha exacta: el 3 de octubre siguiente), Marie me lo reprochó.
– Los hombres bien educados sois muy curiosos: ¿a que no harías un gesto así para demostrar amistad o preocupación a un hombre? No, no, tiene que ser a una mujer. En realidad, no tiene nada que ver con la ternura cálida que nace de la atracción o de la sensualidad, sino que es una cuestión de educación: has sido educado en la creencia de que una mujer necesita calor, cercanía… más que un hombre, desde luego, y que debe dársele sin que ello tenga connotación sentimental alguna. Me tocas el brazo porque crees que lo necesito, no porque tú busques el contacto físico -vaya.
– Marie Weisman -dije cuando hubimos cruzado e íbamos adentrándonos por el parque, por entre matorrales de anémonas y lirios, sorteando sauces y cerezos-, Weisman… ¿viene de dónde?
– Polonia. Toda mi familia es polaca… originariamente, claro. En su emigración pasaron por Alsacia y el primer Wizzie nacido en París…
– ¿Wizzie? ¿Os llamáis Wizzies? Vaya falta de respeto hacia vuestro nombre.
– No es muy grave -respondió con impaciencia-. Wizzie, por abreviar… el primero ya fue un soldadito de Napoleón. A todos estos inmigrantes, que eran judíos que huían de los pogromos en Varsovia y llegaban a la tierra de libertad que era Francia, a Alsacia, a Marsella, al bórdeles, los emancipó la Constituyente durante la revolución de 1789. Luego, Napoleón los dotó de un sistema consistorial, más o menos como la organización de los protestantes y les dijo: vuestra religión es asunto privado vuestro y se acabó. Vaya, en mi familia hay una tradición grande de laicismo desde siempre. En realidad dejamos de ser judíos hace tres generaciones… ¡Qué bonito es el chalet de Napoleón! -exclamó de pronto-. Me encantan esos balcones tan delicados. Si yo fuera Pétain, me habría instalado allí, pero, bueno, como no soy Pétain… -rió.
Cuando reía, los rasgos de su cara se suavizaban, se hacían tal vez más femeninos, no, ésa no es una buena explicación. ¿Cómo se iba a hacer más femenino algo que ya lo era? Puede que fuera que sus párpados se plisaban o que las arrugas de su sonrisa se hacían más marcadas, puede que de ella se desprendiera una promesa de sensualidad como un aura. No sé. A lo mejor al reír cambiaba de postura, metía los ríñones (la expresión francesa, mucho más sugerente, es elle cambrait les reins), subía el pecho, se tornaba más provocativa…
– Los militares entienden poco de belleza, Marie. Seguro que al mariscal, los chalets de Napoleón in le parecen una estupidez decadente.
Se soltó de mi mano para agarrarse con más comodidad de mi brazo.
– Parecemos novios -murmuró-. Bien. Mi abuelo Raymond era un aventurero. ¿Sabe usted lo que hizo? Se fue a Palestina a trabajar.
– ¿A Palestina? -pregunté con incredulidad.
– Sí. Él trabajaba para el barón Rothschild en París y le propusieron ir a Palestina a administrar las posesiones que los Rothschild tenían allí. Ni corto ni perezoso. Y no sólo eso. Allí se casó con la nieta del primer médico judío de Galilea. De modo que mi abuela era una beduina morena de grandes ojos negros así -con las dos manos se estiró de los extremos de los ojos para achinarlos. Sonrió-. Después volvieron a París… allí nació mi padre.
– ¿También es banquero?
Rió de nuevo.
– No, no. Papá es profesor de universidad. Enseña Historia en la Sorbona.
– ¿Y su madre?
– ¿Mamá? Mamá es médico. Pediatra -me pareció que lo decía con orgullo.
– ¿Y la niña?
– Ah, mais quel interrogatoire -sonrió-. Parece usted de la policía. La niña nació hace veintiocho años, creció… demasiado, siempre me llamaron patas largas, estudió Ciencias Políticas en la Sorbona, salió corriendo cuando estaba a punto de casarse, se fue al frente del Ebro como conductora de ambulancias y ahora ha acabado en Vichy de corresponsal de guerra. Voilà.
Habíamos llegado al borde del río. Estuvimos quietos durante unos momentos mirando cómo las apacibles aguas se deslizaban haciendo pequeños rizos y remolinos en los que se enganchaban briznas de hierba y hojas. El Allier bajaba marrón, cargado del barro de las tormentas de verano. Muchos paseantes iban y venían andando despacio. Otros se sentaban en los pequeños cafés que jalonaban el sendero del río bajo los sauces.
Nos encontrábamos a un millón de kilómetros de la guerra. Apenas se oía el murmullo a flecos de las conversaciones de los demás.
– ¿Cómo voilà? -dije. No me atreví a preguntar si ahora había alguien ocupando su corazón (su cama, habría dicho si hubiera sido descarado hasta conmigo mismo)-. ¿Le parece poco?
– Bah, aventuras de adolescente -que es lo más maduro que le he oído nunca a una mujer joven. Se volvió hacia mí y me miró con seriedad.
– ¿Estamos coqueteando? -preguntó. Y arrugó los ojos.
Me dio un escalofrío.
– Soy muy viejo para eso.
– Et vous, Manuel? ¿Qué ha sido de su vida?
– Poca cosa y la poca, sin interés. Espere -levanté una mano para que no insistiera-. Espere. Me queda una pregunta, Marie. Esta guerra es muy peligrosa, especialmente para ustedes…
– ¿Para los franceses? -se encogió de hombros-. Ya lo sé. ¿Y?
Carraspeé.
– Quiero decir… eh, para los judíos.
Alzó las cejas.
– Bueno, sí. Hay mucho antisemitismo por ahí. Claro, parte de la motivación de la guerra… -hizo un gesto, una mueca de duda y luego de indiferencia. Miró hacia el otro lado del río hacia donde estaba el pabellón del club de golf-. Pero a nosotros los franceses no nos afecta. Como dice mi padre, el antisemitismo es un elemento de discordia importado de los países teutónicos. No tiene nada que ver con nosotros. Nosotros somos franceses. Bueno, es cierto que hay, en la extrema derecha, alguna histeria contra los israelitas, pero Francia es Francia. Somos civilizados… D’accord? -su expresión se había vuelto seria. No quería para sí ni la sombra de la duda.
Me parece ahora asombrosa la ligereza con la que tratábamos el tema de los judíos. En 1940, los judíos franceses eran tan franceses que podíamos hablar del semitismo y del antisemitismo estando judíos presentes en la conversación, como era el caso ahora con Marie, sin que las alusiones a los méritos y deméritos de una raza u otra pareciera más que una disensión intelectual y el peligro para el futuro de sus miembros, algo consustancial a un pueblo en guerra, ni más ni menos. Asumíanles con naturalidad que lo que arrostraban ellos era en el fondo tan grave como lo que arriesgábamos los demás; ni más ni menos. Por lo demás, el semitismo era un estado de lepra con el que habíamos crecido desde pequeños; siempre habíamos vivido con él. ¿Qué otra cosa podía esperarse de nosotros?
¡Qué lejos estábamos de comprender entonces y de darnos cuenta más tarde que el antisemitismo estaba a punto de convertirse en la cuestión moral más grave de nuestro tiempo! A todos nos parecía de más trascendencia política y social, por ejemplo, el marxismo. Locos inconscientes, cretinos morales, cobardes insensibles y ciegos, todos habríamos estado a tiempo entonces de detener la tragedia que estaba a punto de desplomarse sobre el mundo. Y encima no es verdad. Era ya demasiado tarde.
Marie me volvió a mirar con mirada intensa.
– Et vous, Manuel, alors? ¿Qué ha sido de su vida?
Años atrás, en 1934 o 1935, buscando refugio tierra adentro para huir por unos días de la alocada vida de la Costa Azul en verano (mi alma, después de todo, tenía recovecos estetas dentro de su frivolidad), llegué sin pretenderlo a Les Baux-de-Provence. Viajaba solo y la descubierta me produjo tal placer íntimo que la sensualidad del instante quedaría para siempre en mi memoria como un secreto a no compartir con nadie.
Conducía entonces un Chrysler Roadster (modelo anterior del que ahora tenía) y recorrer en solitario y con la capota bajada los caminos desde Cannes hasta las inmediaciones de Arles, un buen número de kilómetros, dicho sea de paso, me debía de haber ido preparando para el espectáculo que me esperaba en aquel rincón de la Provenza. Aun así, quedé mudo.
Corté el contacto del motor, puse el freno y me apeé del auto sin pronunciar palabra. Me aparté unos pasos. Recuerdo haberme colocado en medio de la carretera y haber levantado la vista intentando absorber el espectáculo de golpe, de izquierda a derecha sin mover los ojos, como quien desde una perspectiva suficiente contempla un cuadro y puede verlo en su totalidad.
A mis pies, allí mismo donde me encontraba, salvada la cuneta, arrancaba un olivar, no muy cuidado por cierto, como lo demostraba el hecho de que en los troncos de cada árbol hubiera nacido libre y abundante el acebuche. Más allá, en un segundo plano, una línea de algarrobos delimitaba el campo tras el que, ya en la ladera de la montaña, crecían algunos pinos mediterráneos y sobre todo matorral bajo y jaras en flor.
Descolgándose sobre la ladera, una gran extensión de roca blanca coronaba el paisaje como una ola de piedra que lo atravesara de parte a parte. Ocupaba todo el horizonte y más parecía el muro de un enorme castillo que lo que era en realidad: una cresta de roca calcárea. Arquitectos medievales, buscando sin duda camuflarse frente al enemigo, habían labrado siglos atrás en la misma piedra una torre de defensa, consiguiendo crear un efecto óptico que requería una segunda mirada sorprendida para descubrir el trabajo del hombre encajado en el de dios.
Hacía un día maravilloso de calor, de luz brillante como sólo el aire seco y transparente del Mediterráneo es capaz de producir.
Estuve mucho rato allí, quieto, contemplando el paisaje. Luego, volví al coche y subí hasta el pueblo. Lo visité detenidamente. Era muy pequeño y muchos de sus edificios estaban en ruinas, escondidos debajo de los restos de la fortaleza. Me entusiasmaron sus vestigios renacentistas, restos de una floreciente sociedad protestante barrida de aquellos parajes en el siglo diecisiete: unos portalones en piedra que se erigían solitarios entre muros derruidos, algunas ventanas de cruces rectilíneas, las casas de piedra, los diminutos huecos de los que asomaban macetas de geranios y, en las afueras del pueblo, un delicioso pabellón de verano llamado, me dijeron, de la reina Juana. (Durante años hablé de la reina Juana del dichoso pabellón hasta que me desengañó un erudito al aclararme que no se trataba de la Juana reina de Provenza en el Medioevo -como si hubiera podido importarme un ápice-, sino de Juana de Quiqueran, esposa del barón de Les Baux del momento, que ordenó que el edificio fuera construido en aquel lugar a finales del dieciséis. Es una pedantería recordarlo, lo sé, pero me mortificó recibir la lección de historia en presencia de algunos invitados míos; me pareció que me miraban con cierta ironía.)
Refugiado en un hotel de Arles, pasé días y días buscando alguna propiedad que estuviera a la venta. Preguntaba a unos y a otros, a alcaldes de lugarejos y a labriegos, a los integrantes de la colonia de poetas e intelectuales que, siguiendo a Mistral, se habían instalado en el villorrio y sus aledaños, a pedantes y snobs avant-la-lettre, a periodistas y maestros. No resultó fácil porque hay en las gentes autóctonas del Mediterráneo una desconfianza instintiva hacia el forastero que es preciso vencer y que rara vez se convierte en amabilidad. Pero perseveré como sólo puede hacerlo un caprichoso.
Hice dos viajes a Arles desde Cannes y uno desde París, hasta que en el otoño, por pura casualidad, a tres o cuatro kilómetros de Les Baux, encontré lo que andaba buscando: cuatro hectáreas de olivar y viña cuya masía era una vieja casa de no excesivo tamaño, plantada en medio de un jardín grandote y descuidado. En una de las esquinas del jardín había una alberca cuadrada de sólidos muros de piedra y cemento viejo. Vendía la propiedad un joven de Aix-en-Provence que acababa de heredarla a la muerte de su padre. Para mi fortuna, el muchacho quería emigrar a París, en donde se proponía hacer carrera en el mundo del arte (pintura, creo, o poesía, no lo recuerdo bien) y no me costó gran trabajo convencerlo.
El mas necesitaba arreglos, desde luego: dos cuartos de baño de que carecía, un porche que estaba medio en ruinas, varias alcobas que uní para formar una gran estancia-biblioteca… También tenía tres o cuatro cuartos de dormir, un pequeño comedor y la gran cocina provenzal que hubo que restaurar pero que conservé con su hogar de leña y su gran chimenea acampanada. Nunca se trató, sin embargo, de reconstruir una propiedad para convertirla en una finca de recreo al uso de las que hoy conocemos. Los ricos parisinos de entonces tenían castillos con fincas de caza y no casas rústicas en las que esconderse para un romántico regreso a la vida sencilla. Eso pertenece a este tiempo nuevo en el que nos adornamos con la naturaleza sobria para indicar que la nuestra es la austeridad algo suficiente de quienes nos desprendemos de las cosas materiales y superfluas por necesidad estética o por hastío.
Mi masía de Les Arpilles era una casa de campo llena de encanto, desde luego, pero rudimentaria. Sigue siéndolo hoy; un refugio para pasar algunas temporadas cada cierto tiempo, ni siquiera a intervalos regulares. De hecho, mantuve su condición de pequeña explotación agrícola a cargo de mis dos viejos guardeses, Maurice y Albertine Cassou, que vivían algo alejados de la masía, en una casita que también arreglé. No les pagaba gran cosa, pero tampoco me entregaban ellos el fruto de la tierra, las aceitunas, el aceite, el vino, las almendras y los tomates y lechugas de su pequeña huerta. Fuérase una cosa por la otra.
En fin, como digo, un pequeño y agradable refugio, nada que pudiera desplazar en mis preferencias a mi apartamento de París o las temporadas de aguas en Vichy o, desde luego, el Martinez en Cannes. Sólo que todo había empezado allí, en mi masía de Les Baux-de-Provence, y si miraba la fotografía enmarcada de Marie vestida con pantalones cortos, riendo de aquella forma tan explosiva y tan traviesa, era como tragar aceite hirviendo.
Allí fue, en Les Alpilles, donde se alojaron los Neira a mediados del mes de julio de 1940, esperando que Arístides se los llevara a La Rochelle para embarcar rumbo a Lisboa y América.
El 15 de julio recibí una nota de Arístides en la que me agradecía una vez más el préstamo de la casa y me anunciaba que los Neira se habían instalado en ella. El hijo enfermo mejoraba. Estaban muy contentos y por fin al abrigo de las angustias de una incierta y peligrosa situación: la de unos refugiados no ya en una tierra de acogida sino en un país que de pronto se había convertido en enemigo. Deseaban pasar el menor tiempo posible en Les Baux y perder de vista Francia a la mayor brevedad. La carta continuaba así:
Querido Manuel, me pregunto si puedo pedirte un nuevo y tal vez no tan pequeño favor. El vecino de la propiedad de al lado ha venido a husmear y a hacer preguntas. Maurice les ha enseñado tu carta de autorización, pero me ha parecido que sobre todo su esposa sospechaba que algo no era correcto. No son muy simpáticos. ¿Sería mucho pedirte que hicieras un pequeño viaje hasta Les Baux lo más pronto posible? No me atrevo a dejar solos a los Neira y, sin embargo, debo ausentarme por unos días, i para atender al consulado en Burdeos […].
Desde luego, madame Cloppard no era la más agradable de las personas en el mejor de los casos. En una situación de guerra y con un sistema de sospecha institucional impuesto por un gobierno que se había lanzado a la regeneración nacional contra sus propios ciudadanos a los que consideraba una pandilla de cretinos morales, aquella buena mujer se convertía en una peligrosa arpía. Madame Ursule Cloppard, sí.
(Eramos todos un poco inconscientes, desde luego. Que Arístides de Sousa me escribiera una nota en términos de tanta franqueza y la encomendara sin más precauciones al correo y que a ninguno de los dos se nos antojara que corríamos grave riesgo con ello, da idea de la lentitud con la que el ser humano se adecúa al cambio violento impuesto por una guerra. No nos sentíamos amenazados aún en nuestra esfera privada. Sí, los gestos externos, los comportamientos visibles quedaban sujetos a la sospecha de los tiranos; pero lo que pensábamos todavía era nuestro, ¿no? Recuerdo el susto que me llevé apenas unas semanas más tarde cuando en mi hotel de Vichy recibí otra carta que había sido burdamente abierta y repegada de cualquier manera tras pasar por la censura de los servicios del gobierno. En fin, en esta ocasión fuimos afortunados.)
Me había hecho la ilusión de poderme desentender de la suerte que corrieran los Neira. Su presencia en Les Alpilles sería breve, Arístides se los llevaría antes de que pudiera producirse reacción alguna en Les Baux y yo quedaría a salvo de la maledicencia local y de los efectos, aún desconocidos para mí, de la delación o de la denuncia a unas autoridades de policía que hasta entonces me habían tratado con benevolencia amistosa. En fin, que hubiera preferido quedar al margen.
No pudo ser.
Con un entusiasmo más que moderado, organicé aquel mismo día un viaje hacia el sur, dejándome arrastrar a lo que no quería hacer. El único consuelo sería la presencia de Marie, a la que propuse la aventura y que, como excusa para acompañarme, alegó alguna imperativa necesidad periodística. No recuerdo bien el pretexto, pero tuvo que ver con escribir una serie de artículos sobre la organización y las comodidades o incomodidades de la vida civil en la zona libre tras el armisticio. Como no quise que Mme. Letellier pudiera desconfiar de la moralidad de un viaje a dos, propuse a Jean Lebrun que nos acompañara.
No me pareció sensato explicar a Olga el verdadero motivo del periplo que emprendíamos; las confidencias tienen un límite, sobre todo en tiempo de guerra, cuando atañen menos a la amistad que a las lealtades a un bando u otro. Aquella mujer era tan tonta que, incluso con la mejor voluntad, si la hubiera tenido, era capaz de meternos a todos en un lío con un simple comentario hecho en voz alta ante quien no debía. Por esta razón, simplemente le pedí autorización para ser el chófer de Marie en su misión periodística por el sur de Francia. Aceptó de buen grado y dijo mostrarse aliviada por que una muchacha de tan pocos años llevara a su lado a un protector de confianza. Y, de paso, añadió sonriendo, porque ambos jóvenes, Marie y Jean, viajaran acompañados de una «carabina» tan respetable. No me hizo mucha gracia verme tildado de tal. Pero reímos ambos y me tuve que aguantar.
Emprendimos camino en la mañana del 16 de julio, dos días después de la fiesta nacional, conmemoración bien triste de la toma de la Bastilla, tres días después de que Albert Lebrun dejara de ser presidente de la República y, según pudimos saber más tarde, en las mismas horas en que Hitler ordenaba que fuera preparada la invasión de Inglaterra.
Tuvimos la suerte de que la gasolina todavía no estuviera racionada aunque ya no fuera fácil encontrar un surtidor bien aprovisionado y en algunos lugares la vendieran ¡a veinte francos el litro! Una buena propina, sin embargo, allanaba bastante las dificultades.
Pusimos a Jean Lebrun en el ahítepudras, lo que pareció divertir a Marie sobremanera. Se pasó el viaje mirándolo con aire travieso, mientras nuestro joven y airado amigo mantenía una expresión más lúgubre y enfurruñada que nunca y ella me ponía de vez en cuando una mano cómplice sobre el brazo aprovechando que lo movía para cambiar de marcha.
El camino era largo, más de cuatrocientos kilómetros, y pese a que salimos muy de mañana, tras seis horas de viaje sólo pudimos llegar hasta Valence. Algunos trechos de la carretera habían quedado bastante intransitables tras los bombardeos de pocas semanas antes y no había modo de avanzar a un ritmo razonable. En vista de ello, decidimos almorzar en Valence. Fui derecho a Pie, el antiguo hotel de la avenida Victor Hugo, cuya bodega tenía justa fama y en el que comeríamos algún guiso, si no abundante debido a los rigores de la guerra, al menos bien condimentado y sabroso.
Aquellos primeros días de después del armisticio y del establecimiento de una engañosa zona libre en el sur de Francia, producían una extraña esquizofrenia en el observador: el país estaba en guerra, desde luego, había sido derrotado, por supuesto, pero había recuperado, al parecer, la normalidad de antes del conflicto. Sin embargo, normalidad o no, destrozos de la guerra o no, nada había vuelto a ser como antes. El paisaje era el mismo y las ciudades que atravesábamos seguían siendo iguales a como las recordábamos (bueno, en fin, con alguna destrucción provocada por los bombardeos de la aviación alemana en zonas rurales), pero todo era distinto aunque todavía o de nuevo engañosamente normal.
Por eso, la llegada a Les Baux sólo produjo en Marie una reacción de maravillada sorpresa. Me obligó a detener el coche casi en el mismo lugar en el que yo me había parado cinco o seis años antes y se apeó de un salto ágil, como el de una cabritilla. También Jean Lebrun se estiró, desenroscándose de la posición forzada en la que había viajado metido en el ahítepudras. Y mientras Marie aplaudía con un entusiasmo casi infantil, Jean se unió a ella al otro lado del camino; se detuvo y permaneció inmóvil y en silencio contemplando el espectáculo de aquella roca blanca iluminada por el sol poniente.
– Mais que c’est beau! -exclamó Marie. Dejó de aplaudir y apoyó las manos en el hombro izquierdo de Jean-. Nunca he visto nada igual… ¿Y eso es una fortaleza? Casi ni se ve…
– No -dije desde el coche-, está muy disimulada en la roca. El pueblo está justo detrás.
– ¿Y su casa está en el pueblo? -volvió la cara para mirarme.
– No, no. Está a unos tres kilómetros de aquí, en el llano, siguiendo por esta misma carretera. Enseguida llegamos.
Jean Lebrun se dio la vuelta.
– Esta familia de españoles que tiene usted allí, son los que usted dice que son luchadores antifascistas escapados de España.
– Sí, eso es lo que son… me parece -sonreí-. En fin, en la medida en que un catedrático de universidad puede serlo… Luchadores escapados de España… Al menos ellos pudieron llegar a Francia y ponerse a salvo.
– ¿Están solos en la casa? ¿No es un poco arriesgado que cualquiera los encuentre allí?
– No, mi amigo el cónsul portugués es quien los ha traído hasta aquí. Está con ellos protegiéndolos y nos espera…
– Geppetto -dijo Marie, interrumpiéndonos a los dos con cierta urgencia-, ¿tiene usted una cámara de fotos? Se me ha olvidado la mía en Vichy. ¡Qué tonta soy!
– No se preocupe, Marie. Llevo una en mi equipaje. Es una Zeiss estupenda. ¿Seguimos?
– Vamos -contestaron los dos a coro. Y Marie añadió-: me muero de ganas de rencontrer les petits espagnols que se han escapado del infierno.
Hicimos una entrada triunfal por el camino de tierra de Les Alpilles. Marie se había puesto de pie en su asiento y, agarrada al marco del parabrisas, daba gritos de entusiasmo, mientras que Jean, sentado a mis espaldas sobre el guardabarros y con los pies metidos en el espacio del ahí te pudras, contemplaba la escena con solemnidad y aire levemente desaprobatorio.
El escándalo de ruidos y bocinazos, como no podía menos de ocurrir, alertó a todo el mundo. Dos niños de más o menos diez años, saliendo a toda velocidad del porche, se precipitaron con expresión sorprendida y la boca abierta a la explanada que había delante de la masía. Se pararon de golpe, mirando con los ojos como platos hacia el automóvil en el que llegábamos. Cualquiera habría dicho que sobre ellos se abalanzaba un tren expreso que, en su camino hacia París o hacia la jungla tropical, estuviera dispuesto a atravesar la casa de parte a parte.
Inmediatamente detrás de los niños asomó con aspecto de ansiedad mal reprimida la figura bonachona de Arístides. Al vernos, sonrió con alivio. Le seguía una mujer joven y pequeña, peinada con un severo moño, que se apresuró a sujetar a los niños para que no fueran atropellados por este automóvil de locos que se dirigía hacia ellos sin control.
Detuve el coche y nos apeamos todos.
– Ah, Arístides -dije, frotándome las manos con buen humor-, aquí estamos… Recuerdas a mademoiselle Marie Weisman y a monsieur Jean Lebrun.
– Pois. ¿Cómo podría olvidar a mademoiselle Weisman?… Y a monsieur Lebrun, claro -se apresuró a añadir-. Te voy a presentar a la señora Neira y a dois de sus hijos, Joan y Andréu.
– Usted es el señor de Sá, ¿verdad? -preguntó la mujer joven. Se acercó a mí apartando a sus hijos con suavidad. Tenía unos ojos negros muy hermosos, algo tristes y asustados. Me cogió las manos entre las suyas y las apretó-. No sabemos cómo agradecerle lo que está haciendo por nosotros…
– No estoy haciendo nada, señora mía, nada… No me lo agradezca -quise retirar mis manos porque me resultaba un tanto embarazoso tenerlas retenidas por aquella mujer de singular fuerza. Pero ella no me dejó.
– Sí que está haciendo… y ha hecho mucho más de lo necesario. Ha arriesgado lo que no tenía que arriesgar por una familia a la que usted ni siquiera conoce.
Era verdad. ¿Y qué sabía yo de los riesgos que corría con todo esto? Porque una cosa era mantenerme (bien, de acuerdo, por egoísmo y por poltronería) al margen de toda esta historia y otra muy distinta, incurrir en los peligros verdaderos que había aceptado arrostrar al ceder a los ruegos de Arístides en nuestro almuerzo de unos días antes en Vichy. Me dio un escalofrío. Más que nunca deseé que esta gente se marchara lo antes posible de mi casa.
– No. ¿Qué quiere usted que arriesgue? Nada, ¿verdad Arístides? -Arístides negó en silencio con la cabeza, de un modo que no me pareció muy convincente-. Ustedes son una familia que reside legalmente en Francia y que espera embarcarse hacia América dentro de unos días. Son mis huéspedes. ¿Qué puede pasar? Se irán pronto y no habrá peligro para nadie.
– Bueno -respondió ella-, en realidad nos han ordenado que nos presentemos a la policía para ser internados y si nos encuentran, lo harán… No nos engañemos: aquí estamos escondidos… Todos lo sabemos y usted también… Y eso nos hace culpables a los ojos de la policía. Y también hace que nos preocupemos por la seguridad de usted.
– Bah, bah, bah -dije.
– Están baixo mi protección -añadió Arístides con no demasiada firmeza.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Marie, irrumpiendo desde detrás en nuestro pequeño círculo de manos apretadas-. Huy, quiero decir… perdón por haberles interrumpido, pero es que los veo preocupados…
– Hablábamos en español, Marie, lo siento. Le diré de qué se trata -contesté volviéndome hacia ella. Y le traduje la conversación que acabábamos de tener.
– Pero ¿cómo es eso de que ustedes están en peligro? -Marie se dirigió a la señora Neira-. ¿Lo he entendido bien? -su tono era de enfado-. ¿Habla usted mi idioma? Soy Marie… quiero decir, bon soir.
– ¿Cómo está usted? Yo me llamo Elvira. Sí, sé francés… Perdone que habláramos en español -contestó.
– No es nada, Marie -dije para tranquilizarla-. Sencillamente…
– Sencillamente -me interrumpió Jean desde donde estaba al lado del coche-, que nuestro país, el suyo, Marie, y el mío, se dedica a traicionar toda decencia. Ce gouvernement trahit toute décence. Voilà. Francia siempre ha sido un país de acogida en nombre de la libertad y de la democracia. Ahora se ha convertido en una nación que rechaza todo lo digno, todo lo honorable que hay en el ser humano.
Marie sacudió la cabeza como si no entendiera.
– Pero, vamos a ver…
No pudo continuar. Fue interrumpida por la llegada de dos personas más que, saliendo del porche, avanzaban hacia nosotros con timidez. Una era un hombre de edad mediana, probablemente próximo a la cuarentena; tenía lo que, para simplificar, yo hubiera descrito como un «aire intelectual», gafas redondas, traje negro, pelo negro repeinado y el porte algo solemne de quien nunca pierde la calma y está acostumbrado a ejercitar la paciencia. Eduardo Neira, sin duda. El segundo era lo menos parecido posible al profesor Neira: alto y desgarbado, bastante joven, pero no lo bastante como para ser hijo del anterior, la ropa que vestía estaba muy usada y su estado físico era lamentable.
Arístides titubeó.
– El profesor Eduardo Neira -dijo por fin. En ese momento Elvira se acercó a su marido y se cogió de su brazo con ambas manos. Quedaron los dos mirándome en silencio-. Y… -Arístides dudó de nuevo-, en fin… esto… este amigo es Domingo González.
El muchacho me miró de hito en hito y me dedicó un curioso saludo, medio inclinación de cabeza, medio afirmación con la mandíbula, como si, aun reconociendo que me debía un cierto respeto por mis canas y, caramba, por encontrarse en mi casa, quisiera no dar una impresión de sumisión. Pobre hombre, era un verdadero espectáculo, con sus ojos hundidos y los párpados enrojecidos, las mejillas colgándole de las sienes y el color de piel cetrino de hambre y dolor.
Arrugué el entrecejo y miré a de Sousa.
– Sí -dijo Arístides al cabo de un instante.
Me acerqué a Neira y le di la mano. Las suyas eran gordezuelas, delicadas; le sudaban. Luego vi que se las frotaba todo el tiempo.
– ¿Cómo está usted? -le pregunté-. ¿No estaba enfermo uno de sus hijos?
– Bueno, claro, sí… Sí, se trata de nuestro hijo mayor. Padece asma y este clima húmedo y caluroso no le sienta nada bien -y luego, viendo que yo miraba al joven Domingo González, añadió-: Domingo es un antiguo amigo de Barcelona que estaba internado en Prats de Molió -como si tal cosa lo explicara todo.
– Ya -dije.
– En realidad, Manoel -intervino Arístides-, yo mismo, viendo el estado en que se encontraba Domingo, sugerí a Eduardo que lo trajera hasta aquí, agora que el chico por fin había conseguido salir… bueno, escapar de Prats. De otro modo corría el riesgo de ser deportado a España y fusilado. Sé que não es correto porque debí pedir tu permiso, pero el riesgo de vida era grande.
– Ya… ¿y qué va a hacer?
– No se preocupe usted por mí, señor de Sá -intervino de pronto el joven mientras se aproximaba más a nosotros. Tenía una voz hermosa y clara, de las que sirven para hacerse oír en los mítines. Cojeaba un poco-. Llevamos año y medio en Francia y nos hemos acostumbrado a esta tierra, hemos aprendido el idioma… -después, con desparpajo total, siguió en un francés bastante fluido aunque con un acento horroroso-: No creo que vaya a tenerlo muy difícil yéndome hacia el norte.
– ¿Hacia el norte?
Se encogió de hombros.
– Mejor en el norte que cerca de los campos franceses en los Pirineos, ¿no? -sonrió-. Está lleno de flics, de polis.
– Ya -interrumpió Marie-, pero en el norte está lleno de boches y esos bromean aún menos que los flics. Hola, soy Marie Weisman y éste es Jean Lebrun. Da clases.
– Soy profesor de instituto -matizó Jean secamente. Marie dejó escapar una carcajada y le apuntó con un dedo risueño. Esta mujer iba a acabar con nosotros.
– Oiga, señor de Sá, no crea que no. Le estoy muy agradecido por lo que ha hecho por nosotros -Domingo me miraba con fijeza y expresión seria, pero me pareció detectar un tono burlón en sus palabras, como si yo, un típico rico ocioso, hubiera tenido la obligación de echarle una mano. ¿Para qué estaba en este mundo si no?
Me volví hacia Arístides.
– Tú dirás lo que hacemos, amigo. Yo…
– ¿Me permiten que haga una sugerencia? -dijo Elvira Neira. Todos nos volvimos hacia ella-. Eh… ¿por qué no preparo algo de comer…? -me miró con una sonrisa tímida y cómplice-. Bueno, en realidad, hemos matado una gallina de su corral, como venían ustedes, nos permitimos…
– No, no, si me parece muy bien, no me importa nada que hayan matado una de mis gallinas o más bien una de m’sieu Maurice. Yo…
– … pensábamos que nos perdonaría… Le pedimos permiso a m’sieu Maurice, claro… No le hizo mucha gracia pero dijo que no le importaba. La he preparado en pepitoria con lo que había, hasta con unas almendras. También hay tomates de la huerta y aceitunas y algo de aceite… ¿Qué le parece?
– Elvira cocina muy bien la pepitoria -apuntó Eduardo Neira.
– Bien, bien, a mí me parece muy bien. Es más, en la bodega hay alguna botella de vino -levanté una ceja-. Bueno, si han dejado alguna.
Uno de los dos niños, haciendo con la mano un gesto que imitaba una carrera en círculo, enloquecida y errática, nos explicó:
– La gallina corría y nosotros íbamos todos detrás. Fue Joan el que la cogió y luego Domingo la agarró por el cuello y crac se lo retorció… -el niño Andréu se ahogaba de la risa al contar la aventura.
Todos nos sumamos a la hilaridad infantil y Joan añadió:
– Nos queremos hacer un gorro de plumas, como los indios.
– Bueno -dije frotándome las manos-, pues comamos… Que alguien prepare la mesa debajo del porche. Allí estaremos bien, disfrutando de la fresca.
– ¿Por qué cojea usted, Domingo? -preguntó Marie.
– Ah, por nada. Esto de andar mucho desgasta los zapatos -levantó un pie para enseñarnos el gran boquete que tenía en la suela-. Y en algún sitio de algún camino debí de pisar una piedra puntiaguda…
Dimos cuenta del guiso, de los tomates y de tres o cuatro botellas de vino en un santiamén. Recuerdo la primera parte de aquella cena como bien grata, tan alegre y despreocupada que bien hubiera podido ser una reunión familiar en la que se celebrara un cumpleaños o una primera comunión. Sólo al lado de su madre, el tercero de los hijos Neira, pálido y ojeroso, con aire enfermo, estuvo en silencio toda la noche hasta que se fue a acostar; lo único que probó fue un caldo que le había hecho Elvira con los huesos y los higadillos de la famosa gallina.
Sentada entre Jean Lebrun y Domingo González, Marie fue la reina de la fiesta. Aplaudió, rió, contó historias de París y de la Sorbona, del novio con el que casi se había casado, un vrai con, y de los peligros de conducir ambulancias en el frente del Ebro (momento en el que Domingo pareció despertar cambiando el semblante serio por un gesto de animada melancolía), entremezclándolas con bromas a sus compañeros de mesa y miradas cómplices a Arístides y a mí. Allí, a la luz de las velas, con la melena suelta y el nada discreto escote de una blusa veraniega de algodón, nos tuvo hechizados a todos. Elvira Neira la miraba con ternura serena y una media sonrisa bailándole en los labios.
– Se diría que no estamos en guerra -comentó de pronto Jean-. Hace una noche maravillosa, hemos cenado bien, hemos reído mucho y estamos sentados alrededor de esta mesa comme de vieux camarades.
– Y sin embargo, compañero -le respondió Domingo-, estamos en guerra… -y luego masculló en español-: Me cago en dios.
– Y sin embargo, estamos en guerra -repitió Jean, inclinándose para mirarle por delante de Marie.
– Claro, pero ¿sabéis lo que nos une a todos los que estamos en torno a esta mesa? -preguntó Neira. Hubo un silencio-. Todos somos derrotados -hizo una pausa-. Todos hemos sido vencidos en esta guerra que casi no existe, aunque sólo sea porque tenemos que huir o escondernos o disimular… porque existe un enemigo que nos ha vencido a todos…
– ¿Cuál? ¿Alemania? -preguntó Marie.
– ¿Alemania? -interrumpió Jean con voz campanuda, como si estuviera declamando-. Entonces tenemos dos enemigos. Alemania, sí. Y Francia. Porque si Alemania nos ha derrotado en el campo de batalla, Francia ha dejado de existir, se ha rendido, se ha acobardado. Este país, que ya no es el mío, tomó la decisión vergonzosa de no defender París. Ha dicho no combatiremos más… ¡lo ha dicho un mariscal!… Un héroe -añadió con sarcasmo-. ¿Cómo podremos fiarnos de los viejos, incluso cuando están cubiertos de gloria? ¿Debemos fiarnos de ellos ahí donde están, encaramados a las ruinas después de haber perdido una causa que no estaba perdida? -alargó una mano para agarrar la botella de vino. Rellenó su vaso y después, viendo que el de Marie también estaba vacío, murmuró alguna excusa ininteligible y echó vino en su copa-. ¿Y qué ha dicho Francia? Ha dicho: no soy culpable… son culpables mis hijos y por eso los voy a castigar.
– Não sé, Jean. Toda derrota militar trae consigo humillaciones… Es siempre inevitable.
– Bueno, inevitable… Nos queda la esperanza de que la historia nos vengue y vuelva a poner a estos vejestorios donde les corresponde: en la sombra y el olvido.
– Ya -respondió Neira-, y de debajo de los rodapiés salen las cucarachas -suspiró-. Los traidores de ahora son los traidores de siempre, los cobardes.
– Hombre, va -añadí-, y también los que están de acuerdo con la nueva situación y los que sólo se rinden porque es el único modo de asegurarse el pan, y alguno que, sin ser necesariamente cobarde, pretende sacar tajada de la situación en provecho propio -alcé las cejas y abrí las manos-. Cosas así.
– ¿Y a mí qué carajo me importa de quién sea enemigo Francia? Que Francia sea vuestro enemigo -dijo Domingo de pronto señalando a Jean con la barbilla-, es vuestro problema, el de vosotros los franceses.
– ¿Ah? -dijo Marie.
– Y el vuestro -contestó Jean-, el de los que estáis en Francia refugiados, habiendo huido de Franco. Éstos sí que son enemigos para vosotros porque habéis llegado aquí huyendo de la muerte cierta y os habéis encontrado con la miseria y el desprecio…
– No, Jean. A los derrotados siempre los tratan igual, aquí o en la Cochinchina. No nos engañemos. A nosotros nos venció el fascismo y ahora de lo que se trata es de seguir la lucha a muerte contra ellos -puso las dos manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo, como si quisiera darse impulso y ponerse en pie. Marie lo miraba sin parpadear. Domingo alzó la voz-. Mi enemigo es Franco, es Hitler, es Mussolini, es Pétain… No Francia. ¿A mí qué me ha hecho Francia? Sí, me ha tratado como una mierda. Claro. Pero me ha salvado la vida, ¿eh? Y a lo mejor ahora ya no… a partir de ahora ya no, pero serán los fachistas, no los franceses los que acaben conmigo. Pues ¿sabes lo que te digo? Que hasta que no los derrotemos a todos, a los Hitler y a los Franco, el mundo será una mierda. Pues eso. ¿A mí qué más me da que me maten en Francia o en Alemania? Lo que me importa es quién me mate, porque lo hará donde me pille…
– Mais non! Puede que no para ti, pero para mí el enemigo es Pétain -se señaló el pecho con el pulgar-. ¡Qué enemigo abstracto ni enemigo abstracto! ¡Ya hombre, fascistas! Es Pétain el que me ha clavado un cuchillo en la espalda y ha traicionado a todos los franceses…
– ¡Como a mí Franco! Ya sé que mi lucha va a acabar teniendo que librarse en España hasta que acabemos con todos ellos, pero mientras tanto…
Viéndolos, se hubiera dicho que eran dos gallos de pelea ensoberbecidos, con el plumaje encrespado, marcando airados su territorio, guapos, duros, sombríos, oliendo a macho. Y de pronto me di cuenta de que los dos muchachos no disputaban en realidad sobre cuestiones ideológicas o de supervivencia, sino que estaban escenificando un rito de conquista en el que la política contaba poco, en el que el peligro no les añadía miedo sino adrenalina.
Fijé los ojos en Marie. Miraba fascinada de un joven a otro con la respiración ligeramente entrecortada, sin pronunciar palabra, sin apartar ni un instante la atención de lo que decían, tal que si su vida dependiera de aquella discusión; tenía la cara brillante, seguro que del calor de la noche de julio, pero sobre todo de la excitación de las palabras y las posturas.
Miré a Marie y tuve celos.
Así, de pronto. Irracional, violenta, irremediablemente, tuve celos. Porque yo estaba excluido de aquel combate; me encontraba fuera de sus límites, había quedado al margen de aquella justa de trovadores de la guerra. De la pelea de aquellas dos fieras, uno de las cuales terminaría por subyugar a la gacela, hincándole las garras en el pecho para arrancarle el corazón. Así fue lo que vi. Y no pude ponerle remedio.
Yo era otra cosa. Yo era sólo un espectador impotente. Yo era un tipo pacato, amable, de voz y modales apacibles, de discurso irónico, de opiniones civilizadas, arrastrado en contra de su voluntad a este reñidero de gallos, metido de hoz y coz en una guerra idiota y sangrienta, que, tal como discurría, amenazaba con llevarme a la peor de las muertes antes de que fuera librada la siguiente batalla.
¿Cómo iba yo a competir con aquellos dos jóvenes que intercambiaban argumentos como si fueran pelotas de foot-ball?
Desvié la mirada hacia Elvira Neira que, desde una esquina de la mesa, tenía los ojos clavados en mí. Se me debía de haber pintado en la cara una expresión desolada de impotencia, de incomprensión o de rabia, no sé, porque, sorprendida y tal vez avergonzada, apartó la mirada, pero supe que había comprendido y se me hizo insoportable su conmiseración. Enrojecí e intenté aparentar indiferencia o, al menos, una cierta distancia condescendiente.
– Y por ahora a ti qué más te da Pétain -prosiguió Domingo con calor. Se había levantado y, saliendo de detrás de la mesa, había ido a colocarse entre ésta y el jardín, al lado de una de las columnas del porche-. ¿Qué más te da? El mundo civilizado tiene ahora un enemigo único: el fascismo y nuestra obligación es pelear contra él donde quiera que esté… aquí, en Italia, en Alemania… ¿Tú crees que en España nos derrotó Franco? ¡No, quia! Ganar, nos ganó Franco, pero derrotarnos, nos derrotaron Franco, Mussolini y Hitler juntos. La internacional fascista. Y es a ella a la que hay que derrotar.
También Marie se había puesto en pie y había ido a apoyarse contra el muro de la casa. Como no me parece que su movimiento fuera consciente, sospecho que lo hacía instintivamente, para no perderse el conjunto de los gestos de los dos antagonistas, para poder contemplar mejor el drama que se desarrollaba en el porche de mi casa, convertida, por fuerza de las circunstancias, en un verdadero escenario de teatro.
Jean Lebrun seguía sentado, aparentando la misma frialdad que había demostrado desde el comienzo de la discusión.
– Eso que dices está muy bien, pero Franco está en España, Mussolini está en Italia y Hitler está al norte de la línea de demarcación.
– ¡Claro! Nos queda Pétain. A ver si os enteráis: sólo nos queda Pétain. Nosotros contra Vichy y, al tiempo… que la policía francesa se acabará aliando con la Gestapo para derrotar a los patriotas que quieren liberar a Francia. Bonito, ¿eh?
– Pues es exactamente lo que te digo: la lucha contra la internacional fascista estaría muy bien si fuéramos capaces de derrotar toda esta maquinaria bélica y de propaganda de que disponen estos salauds. El fascismo o el nazismo o como quieras llamarlo, qué más da. Yo te digo que el enemigo exterior importa poco, que lo que importa es la descomposición del enemigo interior, su degradación hasta la podredumbre, su derrota.
Decidí intervenir.
– Todo eso está muy bien, pero me parece que los dos olvidáis un dato fundamental, implícito en lo que afirmaba Domingo hace un momento: que esta guerra de Alemania contra Francia está acabada y vencida. Igual que la guerra de Alemania contra Polonia y contra Bélgica y contra Holanda y contra Noruega y contra los Sudetes. Como decía Neira hace un rato, todos hemos sido derrotados. Hitler es el dueño de Europa y no creo que tardemos mucho, dos o tres meses a lo sumo, en ver que todos los demás, con Churchill a la cabeza, firman la paz y sanseacabó. Los alemanes se irán de París y volveremos a celebrar las navidades sin uniformes extranjeros por las calles. ¡Ah, pero amigos míos! Nuestras miserias bélicas podrán haberse terminado, pero empezarán nuestras miserias de paz… todos bajo la misma bota de la misma dictadura. Ahora… -levanté un dedo-, una cosa es luchar contra un invasor o contra el tirano de casa cuando se está en guerra y otra muy distinta cuando se acabó la guerra… No habéis visto nada aún (bueno, vosotros los españoles, sí), quiero decir vosotros, nosotros los que estamos en Francia, no hemos visto nada de lo que nos queda por padecer en nombre de la paz, del orden y de la patria. ¿Quién va a luchar contra el fascismo, Domingo?
¿Nosotros? ¿Quién va a luchar contra Pétain, Jean? ¿Vosotros?
– ¡Nosotros, Geppetto! -exclamó Marie-. Nosotros contra todos…
Levanté las cejas.
– ¿Sin un solo aliado fuera? ¿Sin nadie que nos eche una mano? ¿Se fía usted de los ingleses y de su desinteresada ayuda? ¿De los americanos a cinco mil kilómetros? ¿De los rusos? Mis jóvenes amigos, no hay nada más difícil que luchar contra la paz… o, mejor dicho, contra un país pacificado por las armas. Las mismas armas que antes se emplearon en las trincheras y que ahora deberían callar, necesitan un enemigo más que nunca.
– ¿Me quiere usted decir que lo más sensato sería abandonar la lucha sin siquiera haberla empezado? ¿Que mis años de guerra, mis meses de campo de concentración no habrán servido para nada? ¿No vale la pena luchar porque estamos derrotados de antemano? -la voz de Domingo retumbaba debajo del porche-. Debo abandonar mis ideales, huir y con un poco de suerte hacerme rico, mientras la gente aquí se pudre. ¿Yo? Prefiero la muerte.
– ¿Pelear solos? -pregunté-. Os aplastarán como a cucarachas… Mejor que os volváis a España a luchar en la guerrilla. Al menos, lucharéis por vuestra tierra.
– No, don Manuel. Desde luego que volveremos, pero por el momento, el campo de batalla se ha trasladado a Francia porque aquí es donde está el fascismo triunfante. Ya lo verá: bastará con que peguemos una patada en el suelo para que surjan los patriotas a miles…
– Ah, no -dijo Neira-. Creo que la batalla de España no está ni mucho menos perdida. La guerra en Francia se acabará pronto, es cierto, pero precisamente por eso será necesario mantener viva la de España: una guerrilla de desgaste fuerte y rápida, eso es lo que se necesita allá…
– No es así -protestó Domingo-, no estoy de acuerdo. Debemos liberar a Francia, aunque estemos solos para hacerlo.
Arrugué el entrecejo con resignación. ¡Cuánto entusiasmo juvenil desplazado! Un solo disparo de un mísero fusil entre millones de fusiles, una sola bala entre decenas de millones de balas y esta voz poderosa y apasionada callaría sin que apenas nadie se diera cuenta de ello, sin que fuera necesario condecorar a nadie por una acción bélica idiota. ¡Pobre Domingo!
– Stalin nunca nos abandonará -afirmó de pronto Jean con voz tranquila.
– ¡Ah! Acabáramos -exclamó Domingo volviéndose hacia él, recuperado el hilo argumental-. ¡Claro! Vosotros los comunistas, ¡ah, carajo, si os he padecido en España!, vosotros los comunistas pretendéis impedir que luchemos contra los nazis y ¿sabes por qué?…
La mera mención de los comunistas me sobresaltó. ¡Los comunistas! Quise disimular, pero seguro que se me notó en el gesto de la cara. Marie me miró y frunció el ceño.
– No, no, no -interrumpió Jean con vigor-. Lo que pretendemos es luchar contra el régimen de Pétain, acorralándolo hasta que sea derrotado… La gente en el poder, Pétain, Laval y los demás son los principales responsables del sufrimiento del pueblo y de su sumisión al yugo extranjero. Pétain y su gente han sido quienes han provocado deliberadamente la derrota del país para así instaurar, con la ayuda extranjera, un régimen de dictadura. Eso es contra lo que hay que luchar. Y en esa lucha contaremos con el apoyo de Rusia…
– Ya. Con el mismo apoyo de Rusia que tuvimos en España. Tus comunistas se dedicaron a purgar a los compañeros y papá Stalin se quedó con todo lo demás. ¡Pero si es peor que los capitalistas, hombre! Vosotros, ¿eh?, no queréis que luchemos contra los nazis -repitió Domingo con ardor.
– ¡Sí queremos!
– ¡No queréis! Vuestra única consigna es -puso la voz aflautada-: «Hay que derrotar a Pétain», ¿y sabes por qué? -nos miró a todos-. ¿Sabéis por qué?
Jean no dejó que Domingo se contestara a sí mismo.
– Bah, vas a decir que es porque es el único enemigo que nos queda al alcance de la mano… Suponte que todos perdemos la guerra, lo que, como dice monsieur de Sá, es probable que ocurra en unas pocas semanas. Ahora no estamos preparados para combatir con un ejército alemán que es infinitamente más poderoso que nosotros. ¿Pero y dentro de un año cuando lo que tengamos enfrente sea el pobre y desmoralizado ejército francés? ¿Con ese viejo mariscal chocheando?
– ¿Sabéis por qué? -insistió Domingo.
– Bueno, es evidente, ¿no? -dijo Neira con voz pausada. Todos se giraron hacia él. Jean permaneció en silencio-. Es por el pacto germano-soviético de hace un año, ¿verdad? Si la gran patria del proletariado se alia con la gran patria del nazismo, ¿quiénes son los meros franceses para oponerse a ello? ¿Quiénes son los comunistas franceses para oponerse a ello?
– Mais que isso -propuso Arístides, que no había abierto la boca hasta entonces-. También está el tratado de amistad y cooperación firmado por Hitler y Stalin, en septiembre del año pasado, para repartirse mejor Polonia, ¿verdad?
– No es así -saltó Jean a la defensiva-. Son alianzas tácticas… Y nos conviene que el sistema de Vichy se tambalee porque sólo así acabará siendo el hazmerreír del mundo entero y caerá como una fruta madura.
– El viejo Pétain es ridículo, ¿eh? -dijo Domingo-. Con sus patrias y sus religiones y su trabajo y su familia y su moralidad de cretinos, es ridículo, ¿no? Pues, amigo Jean, son las mismas patrias, las mismas religiones y familias que las de Franco. Año y medio lleva este hijo de puta en España matando gente y el lema es el mismo, patria, familia y trabajo, y no me parece que se esté pudriendo nada. Te diré más, camarada: en cuanto Hitler se lo pida, y te garantizo que se lo pedirá pronto, Franco entrará en la guerra de su lado. ¿Fruta madura? No, Jean. Sólo si luchamos a la desesperada tendremos una mínima posibilidad de derrotar a tus nazis algún día -se volvió hacia mí-. Incluso si se ha acabado la guerra, don Manuel.
– Vosotros los anarquistas, con vuestro nihilismo, pretendéis desmontar…
– No pretendemos nada, Jean. Vamos a ver si consigo explicarme, joder -exclamó-, no tengo en cuenta ninguna necesidad política, ningún requerimiento de ninguna directriz de ningún partido, de ninguna dirección de nada. Todo eso me trae absolutamente al fresco. Sólo pretendo dos cosas y las pretendo sin matices, sin condiciones: pretendo eliminar el fascismo erradicándolo de la faz de la tierra y pretendo derrotar de paso a Hitler y al tonto ese de Pétain. No sé si queda claro.
– Clarísimo -concluyó Marie dando una palmada y separándose de la pared.
– Grandes argumentos, nobles propósitos -intervino Neira, como si con sus palabras pudiera desmontar la puerilidad de las de Jean y Domingo.
– Naturalmente que queda claro. Por supuesto que estoy de acuerdo con vosotros al máximo -dijo Jean-. Rechazo, sin embargo, la desorganización, el perseguir objetivos esenciales en desorden, lo que en el fondo entorpece la consecución de los objetivos finales.
– Vaya -dijo Domingo sonriendo-, eso sí que me suena a directiva del partido, que es algo que me pone enfermo, pero al menos estamos sustancialmente de acuerdo en quiénes son los enemigos a derrotar y en que no queremos demorarnos mucho en hacerlo.
– Directivas de partido, enemigo a derrotar… Habláis de Hitler, de Stalin, de Pétain, de Laval -dijo Neira con voz tranquila-, hablamos de Churchill y de Roosevelt… Cada cual a su manera, todos obedecen, bueno, obedecemos, unos mandatos morales que sólo los partidarios de cada cual reconocen y aceptan, o debieran reconocer y aceptar con exclusión de los de los demás. Unos códigos de conducta que todos ellos quieren bañar en una gran solución líquida de respetabilidad. Ninguno acepta nunca que hace las cosas porque le conviene… Todos nos presentan sus peores crímenes bajo el disfraz de la honorabilidad. Si alguno de estos estadistas justifica alguna vez sus actos en aras de la verdadera lo que sea, la verdadera libertad, la verdadera democracia, los verdaderos intereses del pueblo, malo. Miente -levantó la mirada y la fijó en los tres jóvenes-. Os lo digo para que no os fiéis nunca de los cantos de sirena… Si estando cada cual en trincheras opuestas, todos aseguran estar coposesión de la verdad, es que ninguno posee un ápice de esa verdad -se puso muy serio-. Espero que estéis muy convencidos de la justicia de vuestra causa, de la necesidad de hacer lo que sea necesario con tal de verla triunfar. Porque la actividad política y, por supuesto, la mercantil, nunca, nunca es moralmente justa, siempre es delictiva. No es posible realizar una actividad pública sin cometer el delito que responde a la necesidad de llevarla a buen puerto… ¿El fin justifica los medios? No, claro. Sin embargo, la vida y especialmente la guerra nos enseñan que el fin siempre se invoca para esconder los medios empleados. Seréis crueles y nunca os podréis arrepentir…
Hubo un largo silencio.
– De modo que -hablé-, cuando Pétain habla de entregarse por Francia, en realidad, lo ha hecho porque era el único modo de llegar al poder absoluto. Franco fusila y fusila porque es su único medio de asegurarse el control y no porque crea que debe salvar las almas de los que fusila para expedirlas al cielo de los justos. Y vosotros ¿por qué lucháis?
– ll fait chaud, Geppetto. Fíjese, toque este muro: todavía arde del sol de todo el día -dijo de pronto Marie poniendo las manos contra la pared.
– Sin embargo, la noche es espléndida -contesté. Me puse en pie y salí al jardín. Miré hacia arriba. No hubiera podido contar las estrellas que tapaba mi mano abierta levantada contra el firmamento, de tantas como había y de la nitidez con que lucían. Pero por una vez, me pareció un espectáculo sobrecogedor: en lugar de resultarme amistoso y próximo, en lugar de calentarme el corazón, me empequeñeció. Imaginé de pronto, sin congruencia alguna, un camino cualquiera de la campiña francesa en el que un tanque inmóvil, verde pálido a la luz de la luna, vigilara sigiloso con el cañón apuntando a un campanario. Una estupidez como otra cualquiera.
Me dio un escalofrío y eché a andar por entre los olivos con las manos en los bolsillos.
Noté que alguien me seguía y me detuve. Al instante, Marie me pasó una mano por el brazo y seguimos andando en silencio.
– Ah, Manuel, que c’est triste tout ça -comentó al cabo de un rato-. La guerra no es romántica.
– No, no es romántica, no.
– Es que parece mentira que hace apenas un año estuviera yo en el frente del Ebro, subiendo y bajando a las trincheras, haciendo curas de campaña con cuatro vendas sucias y un tarro de yodo, llevando aquellos cacharros destartalados que pasaban por ambulancias. ¿Sabe usted, Manuel? Me reía, fumaba esos horribles cigarros que a ustedes les gustan en España, vino, bebía vino, amaba y estaba cornpletamente viva. El miedo nos mantenía despiertos, aunque, en realidad, no y no… Nos parecía que nunca podría pasarnos nada. Eramos inmunes a la metralla… -en la oscuridad, su perfil de niña pequeña resaltaba contra la roca blanca de Les Baux, allá a lo lejos. Volvió la cara hacia mí y ya no pude verla; sólo el contorno de su pelo-. Pero ahora esto ya no es divertido. Ahora tengo miedo. ¿Por qué, Geppetto? ¿Por qué tengo miedo?
– Porque ésta es su tierra, Marie. Esto de aquí es su hogar -me encogí de hombros-. El Ebro no era más que un país de salvajes, un lugar de aventuras, como si hubiera estado usted luchando en una guerra colonial. En una guerra en la que participaba por ser generosa, puesto que en el fondo ni le iba ni le venía…
– Mais oui. Yo había ido allí a defender la libertad.
– Ah, les granas mots. Defender la libertad. ¿Qué libertad, Marie? La suya, ¿verdad? Pues aquí no. Aquí no hay libertad que valga. Aquí lo que hay es un alemán intentando destruir su casa, deportar a su familia, violarla a usted… No es lo mismo… ¿Me entiende?
– Le entiendo. Pero, entonces, ¿porqué me dice Pétain que estoy a salvo, que no me debo preocupar, que él ha hecho el único sacrificio necesario?
– Porque miente.
Suspiró.
– Ha sido una cena maravillosa -añadió de pronto-, ¿sabe Manuel? Gracias a usted… -sacudí la cabeza-. No, no, déjeme terminar. Ha sido una cena entre amigos, sin miedo, con historias divertidas -se detuvo y, repentinamente, se puso a reír en voz baja-. Sólo faltaba la orquesta del pueblo o un gramófono de La Voz de su Amo para que nos hubiéramos puesto a bailar.
Empezó a tararear «La mer», imitando a Charles Trenet; se puso delante de mí, colocó su mano izquierda sobre mi hombro, con la otra agarró mi mano, pegó su mejilla contra la mía y murmuró: «Dansons».
Estuvimos así una eternidad, abrazados, creyendo que bailábamos. Después, Marie apartó la cara para mirarme, quitó la mano de mi hombro y me acarició la mejilla con el dedo índice. Suspiró y se apartó.
– Bon -dijo-, ¿sabe qué? Me muero de calor. ¿Está limpia la alberca? Porque me encantaría bañarme en ella.
Tiró de mí y me arrastró hacia la alberca.
El agua estaba oscura, verdinegra, con apenas un riel de luna atravesándola en diagonal. Nos detuvimos y apoyamos nuestros brazos en el borde.
– Me tiene que prometer que no va a mirar, ¿eh?
– Claro -contesté. En ese momento hubiera prometido incluso mi condena eterna.
Todo quedó en silencio hasta que oí el suave chapoteo de Marie entrando en el agua.
– ¡Brrr! ¡Qué buena está!
Oí cómo nadaba y volví la cabeza. Encuadrada en la luz de la luna, su espalda blanquísima refulgía como si en la alberca estuviera nadando un pez fuerte y sinuoso, cubierto de escamas plateadas, lleno de armonía. De vez en cuando sobresalían del agua un muslo o un brazo o un pie ligero.
Entonces y más tarde y más tarde aún, una y otra vez vuelvo a ver la escena con idéntica nitidez y una y otra vez se me encoge el estómago y se me tensa la cintura con idéntica emoción. Me parece que es la fotografía preferida de mi álbum de recuerdos.
Estuvimos una semana en Les Alpilles. Una verdadera vacación. Fuimos y volvimos a ir a los pueblos, ciudades y mercados de la redonda, a Saint-Rémy, a Arles, incluso llegamos hasta Avignon y, desde luego, a Les Saintes Maries-de-la-Mer. Allí, en Les-Saintes-Maries, pasamos un día memorable por lo que supuso de desafío instintivo y lleno de vida al hecho en sí de la guerra, al anuncio de las privaciones, de las restricciones que sabíamos inevitables. Como si nada debiera preocuparnos, nos bañamos durante horas en el mar, paseamos de un extremo a otro de las playas casi desiertas y luego tomamos el sol tumbados en la arena blanquísima mientras mirábamos a los chicos Neira corriendo despreocupados detrás de una pelota, cayendo al agua, chapoteando y salpicándonos a los demás.
Siempre he nadado muy bien y con Marie nos alejamos a crawl de la orilla, bien lejos, hasta que no pudo oírse más que un murmullo de voces y de ruidos de tierra que nos llegaban amplificados por el agua pero que eran como el arrullo de quienes charlan en voz baja cuando queremos conciliar el sueño después de un agradable almuerzo. Estuvimos un buen rato quietos en el agua, haciendo el muerto y dejando que el sol de la mañana nos calentara el estómago, hasta que Marie me miró con su carita picara, alargó su mano y cuando, con el corazón latiéndome aceleradamente, hice lo mismo con la mía, me agarró riendo, se encaramó sobre mis hombros y me empujó hacia el fondo. ¡Aha!, exclamé y empecé a perseguirla para devolverle la ahogadilla. No fui capaz de alcanzarla hasta que volvimos a hacer pie. Entonces, la cogí por la cintura como si quisiera hacerle una caricia amistosa (¡ah, ya me hubiera gustado atreverme a ello!), la levanté y la tiré por el aire. Soy fuerte y ella, pese a su estatura, era una pluma de cintura ligera, vientre liso y fuerte y pechos descarados. Sí. Volando por el aire, Marie cayó al mar con estrépito y, cuando emergió, lo hizo riendo sin poderse contener. Salió a la superficie tosiendo y atragantándose. Le tendí una mano. Nos dimos la vuelta para volver a la orilla y allí estaban Domingo y Jean, con la expresión bobalicona de espectadores de circo, plantados en la arena con el agua llegándoles apenas por encima de los tobillos. No se habían movido de allí desde hacía un buen rato; y es que ninguno de los dos sabía nadar. Y nosotros, viéndolos así, como dos pasmarotes, nos dejamos caer sobre la arena presos de unfou-rire incontrolable.
A la espalda de la iglesia parroquial, apenas a una cincuentena de metros de aquel templo-fortaleza cuyo sólido campanario se ve lejos desde el mar, en la pared de Les Arenes que daba a la playa, alguien había escrito con grandes mayúsculas de pintura negra Les Juifs sont notre malheur, «Los judíos son nuestra desgracia». Jean estuvo contemplando la pintada durante un buen rato. Luego dijo putain! en voz baja, se encogió de hombros con desprecio y volvió hasta donde estábamos los demás. Acto seguido, sin embargo, giró sobre sí mismo y, rezongando, regresó al muro. Cogió una piedra y la lanzó contra la pintada con todas sus fuerzas, gritando mais qui aura vu des conneries pareilles!, «¿pero a quién se le ocurre hacer estas idioteces?».
Dos muchachos apenas adolescentes contemplaban la escena desde el murito que hay sobre la playa. Jean los miró y les espetó:
– ¿Habéis sido vosotros?
Uno de los dos chicos se encogió de hombros.
– ¿Pero sois idiotas o qué? ¿Eso es lo que aprendéis en la escuela? ¡Si yo fuera vuestro maestro os iba a dar judíos!
Sin duda atraído por el vocerío, un gendarme se asomó también al murito.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó, dirigiéndose más a los dos chicos que a Jean. Esta vez fueron ambos los que se encogieron de hombros; uno de los dos señaló a Jean con la barbilla.
– ¿Eso es lo que se enseña aquí a los jóvenes? ¿Ésos son los valores republicanos que enseñáis en la escuela? -gritó éste-. Non, mais ça va pas?, ¿nos hemos vuelto locos o qué? -insistió llevándose un dedo a la sien.
Hubo un silencio. El gendarme, que no había dejado de mirar a Jean mientras se debatía entre el deseo de no tener problemas, una cierta vergüenza (o tal vez fuera lo que yo quería ver en su rostro) y la necesidad de restaurar el orden, acabó diciendo:
– C’est pas bien grave -dio unas palmaditas en el hornbro de uno de los dos muchachos-. Les gosses, los chicos, son así. No tienen mala intención… Y, después de todo, los judíos son los judíos, ¿eh? Allez, allez, circulen. ¿Van a comer por aquí? Hay un buen bistrot aquí detrás, ¿eh? -era regordete y tenía la cara bonachona; seguro que nunca antes se había enfrentado a un dilema moral.
Durante todo el incidente, tuve a Marie agarrada de la mano, no tanto para trasmitirle consuelo y solidaridad como para retenerla e impedir que se lanzara a batallar. Notaba que quería soltarse, estaba furiosa, piafaba como un potrillo, pero no le permití que entrara al trapo y, por fortuna, la cosa quedó en nada, apenas un susto. Me miró con irritación durante un buen rato, imagino que reprochándome la cobardía, pero permanecí imperturbable hasta que, por fin, encarándome con ella, me puse bizco y le saqué la lengua. Soltó una carcajada y exclamó: -¡Ay, Geppetto, Geppetto!
En fin, siguiendo la recomendación del gendarme, a mediodía fuimos a un pequeño restaurante en la plaza de los Gitanos, frente a correos, y nos comimos una bouillabaisse bien condimentada con una rouille llena de ajo. Estaba riquísima. Después de comer, subidos todos a un murito cercano a la carretera, bastante achispados por el buen vino, con mi cámara Zeiss les saqué fotos, especialmente a Marie, que ese día, con el pelo aún mojado de agua de mar y arrebatadora en un pantalón corto y una blusa de alegres colores, aparecía en verdad risueña sin que, a juzgar por su aspecto, el desagradable incidente de antes le hubiera preocupado en demasía.
Acabábamos de leer en un ejemplar del Peht Marsellais que alguien había dejado en la mesa de al lado: «¿Llevarán medias o irán con las piernas desnudas? Las jóvenes valientes han decidido hacer frente a la intemperie con las piernas al aire, al igual que muchas van con la cabeza sin cubrir. Otras, más sensibles al viento, han decidido adoptar el pantalón masculino, por más que endosarlo no sea de una elegancia suprema». En otra página del mismo periódico podía leerse que el prefecto de las Alpes Marítimas había prohibido «a las personas del sexo femenino llevar vestidos masculinos». Ni shorts ni pantalones. Justo lo recomendable para el espíritu contradictorio de Marie.
Marie, Jean y Domingo se hicieron inseparables en aquellos días y, aunque a veces discutieran entre sí con pasión y no se pusieran de acuerdo sobre el rumbo que debía tomar la guerra o sobre qué era más conveniente hacer para derrotar a los alemanes, acababan riendo y dándose palmadas en la espalda como viejos compañeros. Incluso el bueno de Jean perdía a veces su ceño y su solemnidad y llegaba a sonreír con franqueza. Lo cierto es que si hubiera tenido que inclinarme por uno de los dos muchachos a la hora de decidir cuál de ellos tenía más posibilidades de convertirse en amante de Marie y destrozarme la vida, no habría sabido con quién quedarme. Había momentos en que me parecía que Domingo era el que encajaba mejor por su vitalidad inagotable y por su simpatía descarada y cazurra; pero enseguida me convencía de lo contrario, guiado por la mayor prestancia masculina de Jean y por la suavidad y seguridad con la que manejaba sus argumentos y, sin duda, su capacidad de seducción. No sabía a cuál de los dos odiaba más.
Y al final de cada día, Marie se empeñaba en pasear conmigo por entre los olivos o incluso más allá de la linde de mi propiedad. Parecía querer oír los sabios consejos que yo me esforzaba en discurrir sobre la marcha. Me hacía preguntas y preguntas sobre los más variados temas, sobre mi vida y mis viajes y me daba la impresión de que respetaba cuanto yo podía decir bastante más de lo que merecían mis palabras. Luego, de pronto, me interrogaba sobre mi vida amorosa, «ah, sí, cuénteme de aquella americana tan tonta», y reía sin poderse contener ante el relato de algunas de mis aventuras más estúpidas o ridiculas (vaya, a mí me divertía ridiculizarme explicando con aspavientos algunos de mis complejos y las situaciones en que me había metido por intentar disimularlos; sabía que todo eso resultaba gracioso y me parecía que hacía crecer la intimidad entre nosotros. Después, según avanzaba el tiempo y se hacía más cómplice nuestra amistad, me dediqué a escandalizar a Marie con alguno de los disparates de mi vida de donjuán. Lejos de sorprenderla y de parecerle chocante, sin embargo, se hubiera dicho que mis anécdotas estimulaban su imaginación y su picardía. Y entonces, ella relataba sus propias experiencias bufas hasta que un recuerdo más escabroso de lo conveniente hacía que cortara de raíz el relato y se negara a retomarlo, incluso a pesar de mi insistente curiosidad).
Más de una vez pensé en proponerle reanudar nuestro baile de la primera noche, pero nunca me atreví a hacerlo. Ella jamás me lo propuso y no volvimos a estar el uno en brazos del otro hasta mucho tiempo después.
Mme. Ursule Cloppard no vino a Les Arpilles hasta el atardecer del quinto día, cuando, habiendo regresado Arístides (acompañado esta vez de mademoiselle Andrée Cibial) para recoger a los Neira y llevárselos a La Rochelle, cargábamos su enorme automóvil con la escasa impedimenta de aquella pobre familia.
Mme. Ursule era una vieja pequeña y enjuta, de facciones amargadas y cara arrugada en la que lucían con extraordinaria malevolencia dos ojillos negros y suspicaces. Cubría su cabeza con un pañuelo negro y lleno de mugre. Olía poderosamente a sudor viejo, tanto que a tres metros su hedor producía arcadas. Siempre me había parecido una mujer espantosa.
Albertine y m’sieu Maurice venían con ella. Traían aire cariacontecido, como si quisieran pedir perdón por no haber sido capaces de evitar la irrupción fisgona de aquella bruja.
Levanté las cejas y esperé a que la Cloppard hablara.
– Eh, monsieur de Sá… Este… en fin… venía… -cuanto más dubitativa, me dije, peor intención-, por si… en fin, por si necesitara usted algo. En fin, no sabíamos si estaba usted al tanto de… las visitas…
– Pues ahora me ha visto usted, madame Ursule. Estoy aquí y estoy perfectamente al tanto de las visitas. Son mis invitados.
– Sí. Pensaba que a lo mejor no estaba usted en Les Baux y que… vaya, que con esto de la guerra, ninguna vigilancia está de más… Ya sabe.
– No le incumbe, sobre todo sabiendo que m’sieu Maurice está aquí y se ocupa de todo.
Mme. Ursule, sorprendida en el renuncio, se calló de golpe y miró desconcertada a Albertine y luego a m’sieu Maurice.
– ¿Algo más? -pregunté.
Ella se encogió de hombros y, vencida por la curiosidad, quiso mirar por detrás de mí a los Neira que en ese momento apilaban sus fardos en el porche. Yo me desplacé un poco hacia mi izquierda para que no pudiera ver. Pese a todo, con total descaro, quiso seguir mirando mientras murmuraba algo ininteligible en un tono que me pareció cargado de amenaza.
Momento en que Marie acertó a salir de la casa.
– Mais, qu’est-ce que vous fîítes-là? -exclamó con un estallido de furia-. Non, mais quel culot! ¡Qué descaro! ¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro?
Y sin empacho alguno, bajó el peldaño que separaba el porche del jardín, puso las manos en los hombros de Mme. Ursule, le obligó a darse la vuelta y la empujó, aunque sin violencia, camino adelante.
– Allez, ouste -añadió.
Después se olió las manos, hizo una mueca de asco y alzándolas en el aire como si fuera un cirujano, entró en la casa para lavárselas.
Los demás nos quedamos petrificados y estuvimos en silencio, inmóviles, todo el tiempo que Marie tardó en volver, que fueron dos o tres minutos. Por el aire con que retornaba, sin embargo, se hubiera dicho que no había pasado nada, aunque, haciendo una concesión a la galería, se detuvo de golpe y nos fue mirando uno a uno con total inocencia, sonriendo con la teatralidad cómica de una actriz consumada.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Cenamos?
Aquella noche, durante nuestro paseo, la reprendí con suavidad.
– Me parece que, tal como están las cosas, Marie, no es muy prudente enfadarse con madame Ursule.
– Pero ¿por qué? ¿Qué me va a hacer ella? ¡Si es una vieja ignorante! Dígame, Geppetto, ¿es esa asquerosa más patriota que yo? ¿Más francesa? ¿He traicionado al mariscal por el simple hecho de ponerla de patitas en la calle?
– No, no, claro que no… Es sólo que ella es más malvada que usted y éste es un momento en que la maldad resulta más útil que la bondad…
– ¡Que vuelva y esta vez la echaré a patadas en el culo, a coups de pied dans le cul!
Le puse la mano en el brazo.
– Marie, Marie, recuerde que estamos en guerra y que siempre es más conveniente actuar con prudencia que a dictados de nuestros impulsos más nobles. En estas circunstancias, la indignación justa no paga.
– Ah, pero es que usted, Manuel, tiene bastante más paciencia que yo con la estupidez humana.
Sonreí.
– Será eso -debería de haber hecho más caso de mis propias premoniciones.
Arístides, Andrée Cibial y los Neira se marcharon al día siguiente muy de madrugada. Fue una despedida muy emotiva. Recuerdo perfectamente el detalle imborrable de los bellos ojos de Elvira Neira, dulces y calurosos, cuando decían adiós arrasados en lágrimas. Cuánta tristeza.
También nosotros habíamos decidido emprender viaje de regreso a Vichy un día más tarde. Y, mientras volvíamos a la «capital» (a cualquier cosa se le llamaba capital), Domingo se quedaría recluido en el mas durante unos días hasta que, calmado cualquier efecto pernicioso que hubieran podido provocar en las autoridades de policía las sospechas de la Cloppard, pudiera regresar hacia Toulouse a reunirse con su gente. Neira nos había dicho que restos del ejército rojo, de las unidades del POUM y de los milicianos anarquistas se habían reorganizado para continuar la lucha desde este lado de los Pirineos con incursiones guerrilleras a territorio español. También se creaban redes de paso de fronteras por el monte en un sentido y en otro, irónicamente para los que huían de Franco, por un lado, y para los que lo hacían de Hitler y de Pétain, por otro. No les arrendaba la ganancia a ninguno.
No dudábamos de que Domingo podría ser útil poniéndose al servicio de todas estas organizaciones de patriotas. Por eso y para evitarle riesgos innecesarios, el consejo de todos nosotros fue que olvidara sus planes de ir hacia el norte a luchar contra los alemanes. ¿De qué serviría que sacrificara inútilmente su vida?
– ¡Es muy peligroso andar por Francia ahora! -le advirtió Marie, y Domingo bajaba la cabeza con obstinación.
– Ya veré lo que hago.
El 23 de julio, cargado mi automóvil con nuestra impedimenta de viaje, sobre todo con la de Marie (lo que no dejó de suscitar los comentarios irónicos de Jean) nos pusimos en marcha. Domingo quedó mirando por un ventanuco de debajo del porche al tiempo que m’sieu Maurice, gorra en mano, permanecía firme viendo cómo nos alejábamos por la carretera. Debo decir que le recompensé generosamente por la pérdida de su gallina y de los demás manjares compartidos con tanta liberalidad con nosotros. Era una buena persona. Y Albertine, también.
Por pura prudencia, me detuve en la gendarmerie del pueblo. Y como sospechaba, Mme. Ursule ya había pasado por ahí sembrando cizaña. Me bajé del auto a saludar al sargento del puesto.
– ¡Monsieur de Sá!, ¿se marchan ustedes ya?
– Ah, sí. Es hora de regresar a Vichy.
– Vichy, ¿eh?
– Vichy.
– ¿Está usted viviendo allí ahora?
– Pues sí… Tengo trabajo en la secretaría de prensa y no debo ausentarme por más tiempo…
– ¿Ha tenido ocasión de ver a monsieur le Maréchal en persona?
– Ah, sí. Tomé el té con él hace apenas diez días… -al sargento se le abrieron mucho los ojos de estupefacción-. Sí, estuvimos hablando del futuro, de cuándo piensa él que se acabará esta guerra y -sonreí- de cómo crecían los tomates de su finca de Cagnes.
– ¡No me diga!
– Pues sí. Me dijo que tal vez pudiera acudir al mercado del domingo para venderlos.
El sargento sonreía, encantado. Y mientras lo hacía, no dejaba de mirar hacia mi coche.
– Y sus amigos ¿también van a Vichy?
– Sí, claro.
– Todos tienen papeles.
– Naturellement. Madame es periodista de París, protegida de monsieur Bousquet, el prefecto de Chálons. Y el caballero, profesor Jean Lebrun de la Escuela Normal de Lyon.
Ambos mostraron sus documentos al policía, que se los devolvió tras una somera inspección.
– Pero los demás huéspedes de usted, monsieur de Sá, los que estaban en la masía…
– Ah, esos… Se marcharon de viaje ayer. A La Rochelle. Iban a embarcar hacia Portugal. Deben de estar haciéndolo ahora… en estos mismos momentos.
– Ya… -quedó pensativo. Después, me miró a los ojos y añadió-: pues que tengan buen viaje.
Durante todo el trayecto hasta Vichy, el humor de los que viajábamos en mi coche fue sombrío. Marie, siempre tan alegre, apenas pronunció palabra y cuando lo hizo fue para recordar a Domingo.
– Le va a ser difícil escapar de los policías, ¿verdad?
– Si quiere volver a Toulouse, desde luego -contestó Jean-. Fíjate que al final de todo, le hubiera convenido más irse hacia el norte como pretendía, ¿no?
– Pero él quería seguir combatiendo -dije-, y la batalla no está en la zona libre… quiero decir, por el momento al menos. Yo no me preocuparía mucho por él. Me parece que se las apaña muy bien sin la ayuda de nadie…
Tuvimos que detenernos por el camino en varias ocasiones. Un par de veces porque habían empezado los trabajos de desescombro en los canales de Francia del sureste: los bombardeos habían hecho de ellos un estercolero de gabarras amontonadas contra las esclusas, semihundidas en las aguas menos profundas, encaramadas a las orillas, y sus propietarios, ayudados por los «voluntarios» que pronto quedarían encuadrados en los Grupos de Trabajadores Extranjeros, pobres desgraciados, alemanes, españoles, polacos, se afanaban en hacer expedita la vía con la ayuda de las bestias de tiro que habían sobrevivido al paso de la guerra. También había puntos en las carreteras por los que resultaba difícil pasar, no ya a causa de los baches y socavones producidos por la artillería semanas atrás, sino por los vehículos abandonados en las cunetas o la aglomeración de personas que intentaban regresar a sus hogares a este lado o al otro de la frontera.
Volvimos a parar en Valence con la intención de comer. ¡Qué vuelco había dado la situación en apenas una semana! Nada de sentarnos a una mesa de restaurante, nada de detenernos en una charcutería para comprar algún salchichón, nada de entrar en una panadería o de acercarnos al carromato de un vendedor de legumbres y hortalizas, de un marchand de quatre-saisons. Eso se había acabado, al menos de momento. En Pie, por la puerta trasera del restaurante, conseguí que nos vendieran, ¡a qué precio!, unos sandwiches de jamón y una botella de vino apresuradamente envueltos en el periódico Paris-Soir del día, que la gente de Clermont, en donde se imprimía temporalmente, pronto bautizó como Pourri-Soir, el «Vespertino Podrido».
Nos detuvimos en las afueras de Valence, al borde de la carretera, a comer los bocadillos. Mientras lo hacíamos, Jean se puso a hojear el periódico sin prestarle demasiada atención. Al cabo de unos segundos, sin embargo, levantó la cabeza.
– Escuchen esto -dijo leyendo en voz alta-. El gobierno de Francia, bueno, imagino que se refiere al del mariscal, al de Vichy…, aprobó ayer una ley en la que se regula la extranjería y se faculta a las autoridades a revisar las nacionalizaciones realizadas al amparo de leyes recientes… Supongo que está hablando de las leyes de nacionalidad de 1927 y de 1933, ¿no?
Me dio un vuelco el corazón. Alargando la mano, pedí:
– ¿A ver? -cogí el periódico y leí atropelladamente que una comisión del gobierno revisaría, en efecto, las concesiones de nacionalidad francesa a extranjeros que se hubieren acogido a la ley de 1927. ¡Y yo era uno de ellos! Levanté la vista. Marie y Jean me miraban con los ojos muy abiertos.
Al cabo de un momento durante el que nadie pronunció palabra, me encogí de hombros y dije:
– Bueno, no creo tener que preocuparme: no soy un revolucionario, no soy francmasón, soy una persona de orden, he sido diplomático hasta que decidí que no me gustaba la política de la república española… -puse una mueca de relativa indiferencia-, tengo propiedades en Francia, no soy jud… -me interrumpí bruscamente-. Quiero decir…
Marie enrojeció. Quiso hablar, pero la interrumpí con apresuramiento:
– Marie, le pido perdón. Santo cielo, no he querido decir eso… Lo único que he querido decir es que cualquier política antisemita de Vichy, si es que algún día la ponen en marcha estos locos, no puede aplicárseme, sencillamente porque no soy israelita ni conseguí la nacionalidad francesa como consecuencia de una sangre judía que no tengo… Por dios, le pido perdón, Marie… no he querido decir nada de eso.
Jean, apoyado contra la portezuela derecha del coche, nos contemplaba inmóvil, con un sandwich a medio camino de la boca.
Marie se llevó la mano a la garganta como si quisiera sujetarse la cabeza, no se le fuera a caer. Me miraba fijo fijo sin pestañear, con los grandes ojos doloridos. Al cabo, suspiró y se puso a hablar lentamente.
– No importa, Manuel… Supongo que es muy difícil sustraerse a este ambiente antijudío que se respira por todos lados. Basta con ver lo que pasa en Alemania… las cosas que escriben los periódicos aquí… bueno, la tontería de Les-Saintes-Maries -alzó la barbilla con determinación-. No crea -sonrió-, je ne suis pas une bécassine, no soy completamente tonta… bueno, en todo caso no lo suficiente como para pensar que aquí no pasa nada. Ya sé que somos judíos y que corremos cierto peligro. Pero ¿qué peligro? ¿Qué nos van a hacer? ¿Qué nos pueden hacer? Si antes que judíos somos franceses… y lo somos desde hace más de un siglo. ¿Qué van a hacer? ¿Quitarnos la ciudadanía? ¿Escupirnos a la cara? ¡Bah!
¿Cuántos años tenía esta mujer? ¿Veintiocho?
– No te fíes -dijo Jean-, que éstos son capaces de todo.
Marie rió.
– ¡Bah! -repitió con desprecio-. Mi padre, héroe del catorce, no te creas, siempre dice que tanto las esperanzas como los duelos de Francia son nuestras esperanzas y nuestros duelos… Sean cuales sean nuestras convicciones, por dispares que sean, el pueblo francés es nuestro pueblo, es el único que conocemos… -inclinó con suavidad la cabeza hacia la derecha, como queriendo excusarse por la pedantería de su lenguaje-. En una palabra, por cruel que sea hoy el destino que pesa sobre muchos de nosotros, por grande que sea la amenaza, nuestro mayor afán es nuestro apego por Francia. ¡Somos franceses, Manuel! No podemos concebir dejar de serlo… no podemos imaginar siquiera un porvenir que no sea francés.
Di un paso hacia ella y le puse una mano en el antebrazo.
– Le pido perdón, Marie -me temblaba la voz-, ha sido una observación miserable… Todos perdemos el norte ante tantas amenazas. No sé qué decir para excusarme.
– Mais non, Geppetto -contestó sonriendo. Se acercó a mí y apoyó con ternura su otra mano sobre mi corazón-. Esas cosas pasan. No son culpa nuestra. Vivimos tiempos extraños, peligrosos. Tenemos demasiado que perder. -no creo haber pasado tanta vergüenza en toda mi vida.
– Eh bien, lo vamos a perder todo -intervino Jean-, lo vamos a perder todo… desde luego que sí. ¿Quién puede asegurar que mañana estaremos vivos? Decidme, ¿cuántos de nosotros llegaremos al otoño? ¿Eh? -empujándose con un golpe de cintura, se apartó del automóvil y en dos pasos se puso junto a nosotros, muy cerca-. ¿Eh? ¿Cuántos? Y si Domingo estuviera aquí, menos aún, ¿verdad? Nuestras probabilidades disminuirían todavía más.
– No digas eso -murmuró Marie, y de golpe se le llenaron los ojos de lágrimas. Se volvió hacia él y le agarró por las solapas-. ¿No comprendes que lo único que nos queda es la esperanza de sobrevivir? Tú mismo dices que nos quitarán el resto, Jean -me miró y, buscando consuelo, alargó su mano, la enlazó con la mía y me la apretó con fuerza. Jean sacó entonces un pañuelo de su bolsillo y quiso secarle los ojos.
– Tch, tch, tch -dije, apartando su brazo-. Está sucio. ¿Cómo le vas a limpiar los ojos con un pañuelo sucio, muchacho? Aquí, toma, hazlo con el mío.
Marie nos miró a los dos con ternura, supongo.
– Estos chicos jóvenes, ces jeunes gens me comprennent rien, no entienden nunca nada -e inclinándose a turnos, nos dio un beso en la mejilla, primero a Jean y luego a mí-. ¿Vamos? -y arrugó la nariz para sorberse las lágrimas.
No es que Vichy nos resultara irreconocible. El parque des Sources seguía en el mismo sitio, los hoteles no se habían movido, las gentes estaban donde las habíamos dejado. Pero de pronto, en aquel atardecer de nuestro regreso, las cosas habían cambiado y no para mal sino para extraño.
Desde luego, la guerra estaba menos presente en las calles, los uniformes alemanes habían desaparecido, ¡los enemigos se habían ido!, y todo había recuperado un cierto aire de normalidad o mejor aún, un aspecto cómplice que los forasteros no habrían de comprender puesto que esta colosal broma era sólo para franceses: derrotados pero no en exceso y a la larga vencedores gracias a la superioridad de lo francés sobre lo alemán, al final esos patanes del otro lado del Rin, sin que nosotros moviéramos un dedo, acabarían sometidos a las luces de la Ilustración por su propio papanatismo pueblerino. ¡Que desfilaran, que desfilaran por los Campos Elíseos! A Marie incluso le llegó a parecer (aunque yo, perro viejo y asustado, estaba seguro de que se trataba de un espejismo) que lo peor de la guerra había pasado. Era de un optimismo a toda prueba.
Porque la gente de Vichy, lejos de jugar un papel bufo en una ligera comedia de enredo cuyo final había de consistir en reírse de los pomposos alemanes, estaba siendo la víctima propiciatoria de una tragedia espantosa. El país había sido derrotado por un ejército extranjero, aunque los vencidos se empeñaran en no verlo e hicieran el ridículo con sus patéticas pretensiones de amistad e igualdad con los vencedores. Peor aún, esta nación gloriosa estaba siendo triturada en el molino de su propia podredumbre. ¿Qué otra cosa podía predicarse de la destrucción de todo lo que nos era caro que nos reservaban, no los peores, sino los mejores hombres de la patria? Pronto, la media sonrisa de quienes creían saber que todo este asunto era pasajero se tornaría en el rictus trágico de quienes habían comprendido que nuestro destino definitivo eran las cenizas.
Llegamos, pues, a Vichy con las primeras sombras de la noche.
Hacía mucho calor y al menos Marie y yo estábamos deseando darnos sendos baños de agua fría para quitarnos la sensación pegajosa de tantas horas de viaje y de la pesada humedad que subía del Allier. No nos pareció que Jean se interesara en exceso por su higiene personal porque se despidió de nosotros bruscamente diciendo que tenía trabajo. Prometió encontrarnos a la mañana siguiente. «Mais qu’il est bourru!» exclamó Marie.
Viéndole marchar así, deprisa, con las manos en los bolsillos, perdiéndose en la oscuridad incipiente, me asaltó un sentimiento de nostalgia. Y es que los días de intimidad pasados en Les Baux amenazaban con dejarnos huérfanos de amistad. Hubiéramos necesitado meses de convivencia para llegar a satisfacer este deseo de seguir juntos. Los Neira y Arístides y Domingo y nosotros…
– Allez, bon soir, Geppetto -dijo Marie al apearse del coche en la puerta de la casa de Mme. Letellier-. No se baje -apoyó las manos contra la portezuela para que no la pudiera abrir. Luego inclinó la cabeza hacia mi hombro pero se detuvo a medio camino y me dio un beso furtivo en la frente-. Ha sido una semana maravillosa -recogió su maleta del ahítepudras y desapareció de un salto en el interior del portal.
Vaya por dios, pensé.
Guardé el auto en el garaje de la parte trasera de mi hotel, subí a mi habitación, deshice las maletas y me di un baño de agua templada, casi fría. Después me vestí con ropa ligera de verano y bajé al parque a dar un paseo. No tenía hambre; acaso sólo la misma sensación de angustia en la boca del estómago que me había perseguido toda la tarde.
En Quatre Chemins compré un cucurucho de helado de vainilla. Vanille de Tahití, se nos aseguraba, por más que las plantaciones de aquellas islas se me antojaran más bien fuera de nuestro alcance y ahora más que nunca. En fin, por el momento todavía se vendían helados en los café-glacier de Vichy. No lo sabíamos, claro, pero en la dichosa Francia libre pronto se acabaría la sacrosanta materia prima (que el gobierno reservaría para llenar los torturados estómagos de la Wehrmacht) y los heladeros tendrían que dejar de mezclar con sus grandes palas de madera aquella deliciosa melaza de nata y leche y azúcar, que hasta entonces había estado destinada al común de las gentes. Y apenas unos días después tendríamos ocasión de recordar con añoranza lo fácil que había resultado hasta entonces comprar un simple helado.
Me senté en uno de los bancos de forja del parque, cerca de la fuente del manantial. Desde donde yo estaba, por debajo de los castaños y de la hojarasca, más allá de la galería cubierta, podía divisarse la entrada del hotel du Pare y todo el chaflán del edificio en cuyo tercer piso se encontraba el balcón del dormitorio de Pétain.
Había bastante bullicio debajo de aquellas ventanas. No eran sólo los petardees de los escasos autos que pasaban por allí, sino el simple movimiento de gentes que parecían querer velar el sueño del padre de todos los franceses. Un regimiento de jóvenes scouts ataviados con camisas verdes y boinas azules ocupaba gran parte de la calzada y en marcial posición de descanso parecía presto a dar la vida por la seguridad del mariscal.
– Lo hemos echado de menos -susurró de pronto la voz amiga de Armand de la Buissonière. Había aparecido como por ensalmo a mi lado. Se sentó en el banco y alzó la vista hacia el mismo balcón que yo había estado contemplando-. El gran hombre duerme. -Mi querido Armand…
– Ah, Manuel, qué de cosas han pasado durante su ausencia… Pero no quiero molestarle con mi catálogo de quejas. Dígame primero qué tal les ha ido durante esta semana en el sur… Hábleme de nuestra deliciosa mademoiselle Weisman -y me miró con sonrisa cómplice.
Le detallé nuestras aventuras, los nuevos amigos, las ausencias, las excursiones, hasta la malevolencia de Mme. Ursule, todo. Armand escuchó mi relato sin interrumpirme y, por fin, exclamó:
– ¡Cuánta diversión! Lo que yo pensaba: una semana maravillosa… Pero aún no he oído nada de mademoiselle Weisman, ¿eh?
– Bueno… en realidad hay poco que decir. -Ah, bah, bah, bah. ¿Cómo que hay poco que decir? ¿Cuánto hace que nos conocemos, Manuel?
– No, de veras, no hay nada que decir. Marie es una joven deliciosa, muy atractiva, ¡pero podría ser su padre! -No, no, no. Usted podría ser su padre si tuviera la edad mental, qué digo, incluso física para ser su padre. Pero no la tiene. Usted y yo somos coetáneos, ¿no? -asentí-. Cincuenta y uno -de repente exclamó con impaciencia-: ¿Pero de qué clase de frivolidades estamos hablando? -¿Perdón?
– Una relación sentimental jamás viene condicionada por las edades de quienes se involucran en ella. Ah, Manuel, Manuel… -sacudió la cabeza y cambió de tema con brusquedad-. La guerra se complica, amigo mío. Hitler ha decidido invadir Inglaterra para acabar de una vez con todos sus enemigos y ser el dueño indiscutible de toda Europa. La lógica del invasor… Es bien cierto que debemos admirar su habilidad política: gana la guerra en occidente y mantiene la colaboración diplomática con Rusia y Japón en oriente. Me aterra, pero ¡qué estadista!, ¡qué visión!, ¡qué descaro!
– Vaya, tiene la fuerza de su parte, ¿no? ¿Cuánto cree que tardará en controlar Inglaterra?
– Nadie sabe, pero es bien cierto que los ingleses están en plena retirada y sin capacidad ni moral para defenderse. Ah, no sé. Si tuviera que hacer una predicción… Les doy un mes y eso sólo porque entre las divisiones Panzer y Londres está el canal de la Mancha. A finales de agosto todo habrá acabado, a pesar de que Winston Churchill, se lo he oído decir por la BBC con esa voz insoportable que tiene, sostiene que la batalla de Inglaterra no ha hecho más que empezar.
– ¡Pero eso es terrible! -murmuré-. Eso supone que todo lo que estamos viendo venir en Francia, la desaparición de la República, los obispos, la beatería, las persecuciones, la delación, los traidores… es inevitable. Todo se nos viene encima. Oh, sí, yo sé lo que pasará: si alguien cree que Hitler será benevolente con aquellos a quienes ha sometido, nos espera una amarga desilusión.
– Pues me temo que es lo que va a pasar, Manuel.
– ¡Pero es terrible! -repetí-. Y las cosas han empezado ya a ocurrir. Las amenazas se van cumpliendo. Ayer, de pronto, me entero de que van a cambiar las leyes de naturalización, de que me pueden desposeer de la nacionalidad francesa… ¿se da usted cuenta? De aquí a unas semanas puedo ser un apatrida, me lo pueden quitar todo… Todo…
Armand hizo repetidos gestos negativos con las manos.
– No, no, no, no. He presenciado la mayor parte de las discusiones sobre la ley, sobre todo entre Pétain y Laval, y esto no tiene nada que ver… No debe usted preocuparse. Esta ley apunta a los masones franceses, a los marxistas y a los israelitas refugiados en Francia, no a gente que, como usted, se refugió aquí huyendo de la barbarie extremista en su propio país. ¡Pero, pardi, si todo el mundo en el gobierno le considera persona de derechas, alguien de quien es posible fiarse de verdad!
– ¿Usted cree? -pregunté con alivio.
– ¡Naturalmente!
– Pues que dios les conserve la vista. Bueno, Armand, me quita usted un gran peso de encima.
Sonrió.
– La gente que se viste con cuello duro está perfectamente a salvo.
– Bueno, no sé, debo de estar corriendo un riesgo grande: este verano he proscrito el cuello duro…
– … Pero es sólo porque el calor está casi siempre reñido con las convicciones políticas.
Reímos ambos. Nos pusimos de pie.
– ¿Vamos? -dije.
Armand asintió, pero luego se detuvo, pensativo. Al cabo de unos segundos me miró con tristeza.
– Además, no crea que esta ley de revisión de las naturalizaciones ha sido una ocurrencia de Hitler y que nos la ha impuesto él -rió con amargura-. No, no. Esto se les ha ocurrido a nuestros sesudos gobernantes sin la ayuda de nadie. Esto y todas las otras persecuciones que vendrán, y vendrán, se lo juro, son cosa nuestra. Este gobierno de Vichy tiene una capacidad insuperable para cubrirse de indignidad, ya lo verá. Por cierto, ¿no ha recibido un mensaje de Olga Letellier?
– No -contesté con cierta sorpresa y enseguida pensé en Marie-. ¿Pasa algo grave?
– No, claro que no. Es sencillamente que nos invita a tomar el té en sus apartamentos mañana por la tarde. Al parecer, se encuentra en Vichy Rene Bousquet…
– ¡El gran hombre!
– … y acudirá a visitarla. Quiere presentárnoslo.
– Ah, muy bien. Siento verdadera curiosidad por conocerlo.
– Bueno, me parece que es uno de esos políticos franceses con agallas que acabarán siendo nuestra única esperanza: hábiles, valerosos, decididos… ¿Le he dicho que Hitler, al mismo tiempo que decidía invadir Inglaterra, le pedía a Pétain que le dejara disponer de nuestros puertos en el norte de África?
– ¿Sí?
– Ya lo creo. Pues fue Bousquet el encargado de responder a los alemanes en Chálons: no habrá puertos en el norte de África…
– ¡Caramba! ¿Y qué dijeron los nazis?
– Bueno, insistieron, se enfadaron, amenazaron, pero Bousquet contestó cada vez que eso no era lo que estaba firmado en las cláusulas del armisticio y que el gobierno de Francia lo sentía en el alma.
– No es posible.
– Pues sí… Y los alemanes aceptaron.
– Caramba… Pues esto sí que duplica las ganas que tengo de conocerlo.
Por primera vez en ocho o nueve días dormí mal. Habían sido demasiados viajes, demasiados acontecimientos, demasiados amores. Demasiadas emociones. Había perdido la serenidad de días pasados, la calma de Provenza, la libertad de disfrutar de mis amigos sin cortapisas e, incluso, la excitación de estar haciendo algo prohibido o ligeramente peligroso. Y, para colmo, en la habitación del hotel contigua a la mía no descansaba ya Marie, como en Les Arpilles, sino un piso más abajo y, junto a mi pared, un funcionario de Hacienda cuya principal gracia era su poderoso y variado ronquido.
Y aunque era la mía, extrañé la cama y acabé maldiciendo la manía francesa de sustituir la almohada de plumón por un rulo relleno de lana, incómodo y caluroso.
– De modo que la situación no es cómoda ni fácil -concluyó Bousquet, colocando con gran cuidado su taza de té sobre la mesa del saloncito-. No cabe que nos engañemos: hemos sido derrotados sin paliativos y lo que urge es minimiser les dégats.
– Bueno -dije-, parece que todo el mundo está de acuerdo en que hemos sido derrotados y en que hay que minimizar los daños, pero…
– No todo el mundo, no todo el mundo…
– … se diría que eso son excusas para disfrazar una realidad bastante más cruda.
– No, no, monsieur de Sá. No se equivoque sobre el vigor del pueblo francés. Una derrota militar no es la derrota de una nación -sonrió-. Es simplemente una derrota. Francia sigue en pie. Y puede que la República se haya tambaleado. ¡Pues es preciso salvar la República! Eso entraña complejos sacrificios cuyo alcance real no es fácil adivinar. Y se lo digo a todos ustedes con gran firmeza: el gesto del mariscal Pétain al buscar un armisticio honorable es de gran utilidad patriótica. Por ponerlo de modo pedestre, el mariscal nos ha guarecido a todos debajo de un paraguas a esperar a que escampe. Tiene una apariencia horrible, pero, en el caso de Philippe Pétain, se lo aseguro, es un sacrificio deliberado… -inclinó la cabeza-. Es incluso posible que él no se haya dado cuenta de la clase de sacrificio que ha hecho.
Miré a Armand y, aprovechando que Bousquet había girado la cabeza hacia Olga, levanté las cejas con incredulidad, pero él permaneció imperturbable.
Rene Bousquet era muy joven incluso para ser el prefecto de menor edad de toda Francia. Rondaría los treinta años, no más, pero tenía ya en el rostro la expresión madura, el aire de autoridad y responsabilidad más propios de una persona de las de mi generación (y algunas de sus arrugas). Era bien alto y vestía de modo impecable un traje oscuro de seda de shantung de una sola fila de botones, camisa de seda blanca y una discreta corbata. Del bolsillo asomaba un pañuelo blanco doblado en pico. Ah, sí, me impresionó su porte, pero me impresionaron aún más sus manos delgadas de largos y fuertes dedos. La boca fina, los ojos marrones de párpados abombados, el pelo peinado con raya y alisado con brillantina conferían a su rostro un aura de determinación e inteligencia. Sólo su nariz, aguileña y agresiva como la de un halcón, hacía pensar en la ambición y crueldad de un pájaro de presa. (Dicho todo lo cual, hubiera jurado que se tenía a sí mismo en un alto concepto, pero quién era yo para juzgar a nadie, sobre todo considerando la sinceridad y sencillez con que parecía dirigirse a nosotros sin escondernos la cruda realidad.)
– Un sacrificio deliberado, sí -repitió, pensativo-. O tal vez no… En cualquier caso -hizo un gesto de indiferencia con la mano-, me temo que el mariscal nos lo ha impuesto a quienes trabajamos a sus órdenes ¿Estábamos en disposición de hacer frente a la maquinaria bélica alemana cuando empezó la guerra de invasión hace unas semanas? No, claro que no. La defensa opuesta por el ejército francés a las divisiones Panzer fue heroica. Sí. Tan heroica como estéril. ¿El viejo ejército francés con su armamento obsoleto y sus tácticas periclitadas frente a la guerra relámpago de las modernas divisiones alemanas? -rió con amargura-. Era preciso detener tan desigual lucha. Porque, ¿permitir que Francia fuera deliberadamente machacada? ¿Sacrificar toda una juventud, lo mejor de Francia, para apenas nada? No sé ustedes, pero yo estaba en las carreteras de Francia, yo vi la sangre de ancianos, de chicos y chicas, de los bebés y sus madres y yo fui el primero en decirme a mí mismo ¡basta! Oh, bueno, claro, habría seguido peleando porque ése habría sido mi deber, pero con la sensación de futilidad a la que el mariscal puso término tan oportunamente. Y eso, mes chers amis, es lo que cuenta a la hora de la verdad. Nuestra obligación ahora, la mía y la de ustedes, es salvar los restos del naufragio, repararlos y reservarlos para cuando podamos reconstruirlos y entregarlos intactos a nuestros hijos… Chére Marie, me mira usted con desconfianza, como si no creyera en la bondad de nuestras intenciones.
– No, Rene -contestó Marie, con un escalofrío, como si saliera de un sueño-. Claro que creo en la bondad de sus intenciones, ¿cómo no voy a creer en la palabra de un patriota? Es sólo que me parece que no son demasiado prácticas… ¿Cuánto tiempo va a transcurrir hasta que la guerra se acabe en Europa? ¿Semana? ¿Meses? -nos miró a los demás buscando en nosotros la confirmación a sus predicciones: ¿no lo habíamos hablado una y otra vez durante las vacaciones en la Provenza? ¿No habíamos especulado con lo que iba a ocurrir en Francia, en Europa, en cuanto Hitler acabara con toda resistencia?-. Y, cuando termine, por grandes que hayan sido los sacrificios por salvar los restos del naufragio, todo habrá acabado y nos habremos convertido de forma inexorable en una colonia alemana -empujó la barbilla hacia delante, como siempre que quería argüir su punto de vista desafiando al antagonista-. ¿No?
Una pequeña vena se le había hinchado en la sien derecha; le brillaban los ojos y mantenía la boca ligeramente abierta. Es así como la recuerdo cuando se apasionaba: toda la cara se le encendía. Justo en la base de la garganta le latía con fuerza el pulso (y yo, no sin disimulo culpable, dejaba que se eternizara allí mi mirada); luego aquella piel tan suave se perdía en su escote y desaparecía debajo de las clavículas por entre las delicadas curvas de sus pechos.
Alguien dijo algo que, perdida la noción del tiempo, no alcancé a oír y luego Bousquet:
– No, puesto que habiendo cesado la lucha a tiempo y habiéndonos colocado en pie de igualdad con Alemania, Francia habrá sobrevivido.
– ¿Y usted cree, monsieur Bousquet, que también habremos salvado nuestra democracia? -me pareció que la pregunta de Jean Lebrun, formulada casi en voz baja y desde la discreta esquina del saloncito en que se había sentado, sonaba como un brutal desafío. Miré a Bousquet sobresaltado, esperando una acida respuesta a semejante impertinencia. Y, peor aún, antes de que pudiera contestar, Jean remachó-: Me refiero a nuestras libertades… si habremos conseguido preservar la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Bousquet estuvo callado unos segundos que se me hicieron eternos. Luego, muy despacio, giró la cabeza para mirar a Jean y por fin dijo en tono amable:
– Es posible que haya que redefinir los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad… -alzó una mano para adelantarse a la objeción de Lebrun-. No, no. A mí tampoco me gusta. Son nuestros valores más preciados desde la revolución de 1789, claro.
– Y ha jurado usted defenderlos -interrumpió Jean.
Esto exasperó a Bousquet.
– ¡Claro que he jurado defenderlos! Y he jurado hacerlo con mi vida si fuera preciso. No ponga usted en duda mi patriotismo, mi joven amigo. Son nuestras virtudes cívicas más preciadas. Lo sé bien. Y son muy nuestras… por oposición a los axiomas formulados por el Tercer Reich. Pero me pregunto: ¿no es mejor ser prácticos y disimular nuestros sentimientos para que no resulten brutalmente aplastados por el ejército extranjero? ¿No es mejor poner en la reserva nuestras preciadas libertad, igualdad y fraternidad, esconderlas debajo del Panteón, lo digo por invocar un depósito sagrado, y aparentar que sustentamos esas tonterías de la familia, el trabajo y la patria… -sonrió ante nuestra cara de sorpresa colectiva-. Sí. ¡Claro que son tonterías! Por supuesto que lo son, pero también son excelentes escudos detrás de los que esperar a que pase la tormenta -se recostó en su butaquita con una sonrisa satisfecha.
Hubo un largo silencio.
– Está bien, Rene -concedió por fin Marie-, pero ¿cuánto hay que transigir? ¿Cuánto debemos aguantar? ¿No es posible que de tanto ceder para que los nazis no sepan cuáles son nuestros sentimientos, acabemos renunciando por comodidad a todo lo francés?
– No me gustaría que eso pasara -interrumpió Mme. Letellier que había seguido la conversación con una taza de té en la mano, sin moverse, sólo girando los ojos para seguir la diatriba de unos y otros. Todos nos volvimos hacia ella con sorpresa. E inmediatamente, como yo esperaba, dijo una tontería-. ¿Alguien quiere una taza de té? -parpadeó y en tono dubitativo, añadió-: ¿O un poco más de cake?
– Muchas gracias -se apresuró a decir Armand-. Sí que tomaría otra taza de té -se levantó y dio dos pasos hacia la bandeja en la que reposaban el samovar, la tetera, el azucarero, una pequeña jarra de plata para la leche y un platito en el que había unas rodajas de limón. Pronto añoraríamos tamaños lujos.
Mme. Letellier volvió a la carga.
– Después de todo, hemos vivido muy bien hasta ahora… Desde luego mejor que muchos alemanes en Alemania.
De nuevo nos volvimos para mirarla ahora con verdadero estupor.
– ¿Perdón? -preguntó Armand.
– Bueno, vaya… sé que exagero -parpadeó-. Quiero decir… en fin, como diría monsieur Bousquet, estamos aquí, en la Francia libre, a salvo de los avatares de la guerra, con un gobierno bien francés, ¡el mariscal!, estamos en Vichy, podemos seguir tomando sus aguas. Yo no me siento mucho más incómoda que hace unos días… Bueno, quiero decir que, dentro de lo que cabe…
– Es verdad, chère Olga, que hay una guerra ahí fuera. No debemos olvidarlo. Y puede que ustedes se sientan a buen recaudo aquí en Vichy pero creo que ello se debe a que otros los protegemos a ustedes de las peores consecuencias del conflicto. Somos como un escudo, vaya, el paraguas del que hablábamos antes -todo esto, dicho con tono paciente y amable-. Verá: uno de mis trabajos más ingratos y difíciles en Chálons tiene que ver, sobre todo, con los prisioneros de guerra franceses, ¡prisioneros en su propia tierra! -sacudió la cabeza y suspiró-. Hay miles de soldados franceses detenidos en el acuartelamiento de Chanzy. Los alemanes lo han transformado en un Frontstalag, un campo de concentración del frente de batalla. Bueno, pues hace unos días, pude establecer contacto de forma clandestina con el interior del campo, a través de una monja, que es la que nos lleva y nos trae la correspondencia -de pronto se aplaudió, sonriente y encantado de la vida-. Cada día saca centenares de cartas de los presos para sus familias. Luego, mis propios servicios de correos en Châlons las envían a sus destinos…
– ¿Ah sí? ¡Pero eso es maravilloso! No sé cómo conseguiremos recompensarle por lo que está haciendo.
– Me parece que lo que hago no es demasiado difícil, querida Olga. Basta con un poco de mano izquierda. Con amabilidad y paciencia se consigue lo que se quiera de los alemanes. Fíjese: he obtenido de las autoridades alemanas que permitan a las esposas visitar a sus maridos en el campo.
– ¿Y cuánto se van a quedar ahí nuestros muchachos? -preguntó Armand.
– Bueno… Se supone que los prisioneros de guerra van a ser llevados a territorio alemán en algún momento no demasiado lejano -bajó la voz-. Me parece que mi misión en la vida, al menos por el momento, consiste en desmovilizar a cuantos soldados pueda, y dios sabe cómo protestan los alemanes, y, en fin, si no en facilitar la huida de los presos del stalag, sí al menos encarrilar hacia las redes clandestinas establecidas en París a los que consigan fugarse.
– ¡Pero eso es muy peligroso! -exclamé.
– Bueno, nuestros chicos son mayorcitos y me parecen perfectamente capaces de cuidarse a sí mismos.
– No, no, me refería a usted. Si el mando alemán descubre que boicotea los planes nazis, le van a crear muchas dificultades.
Bousquet se encogió de hombros.
– Bah -dijo con desdén-, no creo que me puedan hacer gran cosa. Y además, estoy bien protegido: me amparan el mariscal y sobre todo el propio viceprimer ministro Laval. ¿Qué quiere que me hagan? -estuvo así, pensativo por un momento y después levantó la cabeza, cambió de postura, como si hubiera recibido una inyección de fuerza-. En fin, que lo que quería subrayar es que hay que ser prácticos, hay que jugar con las cartas que uno tiene y eso, en este momento, pasa por colaborar con Alemania y buscar las mayores ventajas de una situación francamente desfavorable -abrió las manos y me sonrió.
Debo decir que estuvo cerca de convencerme, por más que resultara demasiado bueno para ser cierto. ¿Lo había logrado con Marie, Armand y Jean? Me pregunté si seguían opinando como yo. -¿Un poco más de té?
– ¿Aún cree que los alemanes corren peor suerte que nosotros, Olga?
– En realidad… -balbució Mme. Letellier, y se calló.
– ¿Miles de muertos, heridos, millones de franceses sin casa, lejos de sus ciudades, presos a punto de ser deportados a territorio enemigo?
– No, no, Rene -titubeó ella-, en realidad, bueno… pensaba que con amigos como usted defendiéndonos, poco nos podía pasar -afirmó con la cabeza para convencerse-. En realidad… pensaba…, vaya, pensaba en algunas conocidas mías de Alemania… ¡Bueno! Claro que no se trata de la generalidad de los alemanes, pero que creo que hay alemanes indefensos que sufren -miró suplicante a Marie-. ¿No?
– Sé bien lo que quiere decir, Olga -intervino Marie, dispuesta como siempre a la batalla con la fogosidad de los grandes momentos, incluso cuando eran pequeños-. Muchos alemanes han tenido que escapar de allá, han tenido que huir de Hitler…
– En realidad -interrumpió Armand-, es lo que suele pasar cuando hay guerra, ¿no?
– Yo también tomaría otra taza de té -dijo Marie de pronto.
– ¡Claro! -exclamó Mme. Letellier, aliviada por una interrupción que la apartaba del centro de la discusión.
– ¿De qué conocidas hablaba usted? -preguntó entonces Bousquet.
– Bueno, lo cierto es que tengo una amiga, una buena amiga, Philippa von Hallen, que ha tenido que salir huyendo de Berlín por el mero hecho de estar en desacuerdo con monsieur Hitler.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Se opuso a él desde el principio. Dijo que era un bandido y un asesino que pretendía destruir la gran Alemania.
– Bueno, eso no es muy amable por su parte, ¿verdad?, y un caballero como Hitler no se lo va a tomar muy a bien.
– No, claro. Pero ¿justifica que la persiguieran y la encarcelaran?
– Habría que conocer el caso a fondo.
– No sé. Philippa está viviendo ahora en mi casa de París.
– Vaya, Olga, no sé si eso es muy prudente -aunque el tono de Bousquet seguía siendo amable, me pareció que ahora se teñía de cierta reconvención irritada.
Mme. Letellier parpadeó.
– ¿Qué iba a hacer? No podía negarme a ayudar a una amiga en dificultades, ¿no? -nos miró a todos con aire de súplica-. Además, habla un francés tan hermoso…
– En realidad, señor Bousquet -intervino Jean tras un silencio-, la pregunta es si debemos considerar enemigos a los alemanes y si debemos aceptar que Francia ha sido derrotada en esta guerra o si por el contrario ellos son nuestros buenos amigos y para nosotros la guerra se ha detenido un minuto antes de la ignominiosa derrota.
¿Estaba siendo demasiado impertinente? Miré a Bousquet para calibrar su reacción, pero seguía con la misma expresión plácida que había tenido a lo largo de toda la conversación.
– Bueno, monsieur Lebrun -contestó al fin-, hay realidades que son innegables. No me parece que, con los muertos, heridos, prisioneros y desplazados de los que hablaba antes, quepa decir que Francia no ha sido derrotada. También sería difícil afirmar sin ambages que Alemania no es el enemigo de nuestra patria aunque esta segunda cuestión podría ser matizada. ¿Es el Reich hostil a nuestra nación o simplemente al gobierno que le declaró la guerra? Derrota y enemistad… -añadió pensativo-. A eso responde el armisticio, ¿no? A eso responde la extraordinaria habilidad del mariscal, que nosotros copiamos al pie de la letra, para salir lo más indemnes posible de esta tragedia. La cuestión, sin embargo, no es ésa. La cuestión es: ¿puede Francia aprovechar la circunstancia para recuperar la vitalidad perdida por años de desidia republicana y para retener… bueno, tal vez sea más apropiado utilizar el término recuperar, recuperar, sí, al final de toda esta aventura, su posición preeminente en Europa y en el mundo? ¡Espere! Un momento… -de nuevo levantó una mano para no ser interrumpido-. La cuestión no es si, al terminar el proceso, Francia será aliada de una u otra potencia. ¿Qué más nos da que nuestro aliado sea el Tercer Reich o Gran Bretaña si se cumple nuestro objetivo de grandeza? Lo que importa es que Francia esté a la cabeza.
– ¿Cualquiera que sea ésta? -insistió Marie.
Bousquet se encogió de hombros.
– Caramba, eso me parece ilógico -replicó Jean-. Francia sale ganando sea cual sea el vencedor de la guerra… ¿De verdad cree usted eso? ¿Es indiferente que gane Inglaterra, por ejemplo? -hizo una mueca incrédula-. ¿ La Inglaterra que ha bombardeado nuestra flota y con la que nos hemos enemistado?
Y yo, para mis adentros pensé: ¿nos es indiferente que gane Hitler, con lo que suelen hacer estos autócratas en cuanto les quedan las manos libres?
Bousquet sonrió.
– Bueno, no parecen los mejores amigos del mundo, es cierto. Pero seamos prácticos: no creo que nos equivocáramos en mucho si apostáramos por una rápida victoria alemana.
– En cualquier caso, y ése es mi argumento, nada nos pone a salvo de sus represalias cuando ganen los alemanes -insistió Jean con terquedad.
– Sí, si hemos quedado en pie de igualdad con ellos -afirmó Bousquet. Ya, pensé yo: en tal caso las represalias las tomarán Pétain y sus acólitos. Pero me guardé de expresarlo en voz alta.
– Rene te está diciendo otra cosa -interrumpió Marie-. ¿Por qué si no estaría dedicado a facilitar la huida de los soldados franceses de los campos alemanes? ¿Para qué estaría siendo hipócrita con los alemanes? -miró a Bousquet buscando confirmación, pero éste se limitó a seguir sonriendo-. No es que te esté diciendo que no importa quién gane la guerra. Te está diciendo que es indiferente con tal de que salvar a Francia sea lo primordial.
– Espere, espere -pidió Armand-. Usted está diciendo que para los franceses, el mariscal nunca será un traidor sino el principal de los patriotas, ¿sí? Por fin, Bousquet rompió a reír y aplaudió. -Naturalmente que sí.
– … Que su sacrificio no es debilidad sino fuerza. -Naturalmente que sí.
– Y que existe una porción de franceses -añadió Marie con algo de escepticismo-, los verdaderos demócratas que fueron derrotados en la votación del diez de julio y sus seguidores, cuya misión a partir de ahora debe ser olvidar el pasado y sostener a Pétain, no hacerle la contra… No me acaba de convencer, Rene.
– Apoyarle contra todos los enemigos de Francia -corroboró Armand-. Alemania, sí, pero también los comunistas -Jean Lebrun dio un respingo, pero fui el único que reparó en ello-, y… -Armand miró con rapidez a
Marie-, y…
– … y los israelitas, sí, y los masones -concluyó Bousquet-. Francia cuenta con muchos enemigos y mientras activa sus defensas, tiene que poder apoyarse en todos sus ciudadanos verdaderos.
Aquella declaración tan deliberadamente antisemita y antimasónica me dejó anonadado. Recuerdo haber pensado que si hablaba así, se debía a la prepotencia maleducada de quien no tiene empacho en ofender con total indiferencia hacia los sentimientos de los demás; luego me dije que era porque desconocía la raza de Marie (o cuando menos que la había pasado por alto), pero enseguida cornprendí que esto último no era posible. Sus respectivas madres eran amigas y él mismo la había recomendado a Olga Letellier. Tenía que saber que Marie era judía. La propia interesada se encargó en aquel momento de despejar cualquier duda:
– Soy judía, desde luego, pero soy más francesa que judía -exclamó con gran pasión y, me pareció, verdadero enfado-, siempre francesa… ¡Éste es mi país! ¿Adonde iría si me quitaran mi patria? ¿O es que alguien duda de mi patriotismo? -miró a Bousquet con desafío.
– Naturalmente que no, Marie. No podría ser de otro modo. Los franceses, todos los franceses, son sólo franceses. Y nadie duda de su patriotismo, ¿cómo podría atreverme a hacerlo? C’était ça la Révolution Française… -dijo, señalándose con un dedo, como si él fuera la encarnación de la revolución que dio carta de naturaleza a los derechos del hombre-. No, no, me refiero a los comunistas cuya patria querrían ellos que fuera el mundo entero para aplicarle un tiranía inaplicable si no es a base de esclavitud y muerte; para un comunista francés, Francia no existe -rió con desprecio-, sólo existe el mundo proletario… -miré a Jean, que en su esquina disimulada se había sonrojado violentamente pero que no movía ni un músculo de la cara. Respiré aliviado-. Me refiero a los masones, que llevan siglos conspirando en sus logias secretas, y me pregunto ¿qué tienen que esconder? Son ellos los que han dejado de ser franceses. Porque nosotros no los hemos expulsado. Son ellos los que se han convertido en nacionales de sus propias sectas con exclusión de cualquier otra lealtad… Ah, y sí, también me refiero a los israelitas extranjeros que, huyendo de Hitler, invaden nuestro país -hizo un gesto de desagrado-. Aunque no fueran un grupo, este grupo, que sólo actúa como una masa compacta de explotadores, con sus usuras y sus rapiñas, aunque no hubieran salido de sus siniestros guetos para venir aquí, los rechazaríamos. No son nuestro problema, sino el de Alemania. Bueno, sí son un problema nuestro en la medida en que llegan aquí y ocupan nuestro espacio, y sangran nuestra economía de guerra, ya tan en precario.
Así hablaba este hombre, este héroe de Francia, esta esperanza blanca. Bousquet. Tuve miedo. Creo que lo que más me aterró fue que en su discurso no hubiera inflexiones apasionadas, puntos de exclamación que reflejaran pasión alguna. Hablaba así, expresando unos sentimientos de dureza extrema con frialdad sobrecogedora. Se hubiera dicho que era un entomólogo describiendo con indiferencia una mariposa cuyo veneno (y por consiguiente, cuya existencia) era preciso eliminar. Me horrorizó.
Sin embargo, bien pensado, me dije luego, ¿no éramos iguales todos los demás, no opinábamos del mismo modo por más que, en el mejor de los supuestos, lo expresáramos con menos crudeza? Al menos, en mi caso yo era capaz de hacer las distinciones que me parecían esenciales. Por ejemplo, no contemplaba a la raza judía como un todo condenable; vaya, como conjunto económico, tal vez sí; pero como enemigo persona a persona, desde luego que no. Y menos aún a los que eran mis propios connacionales.
– No, Rene. ¡Pobre gente! -interrumpió Marie-. ¿Cómo puede usted decir que los judíos son explotadores y usureros? ¡Si lo fueran serían los dueños de Europa! Y son sólo una pobre gente digna de lástima.
– ¡Pero es que son los dueños de Europa! Por eso deben ser desposeídos.
Marie sacudió la cabeza con frustración y me miró. Parecía dispuesta a insistir, pero le hice un gesto negativo que debió de resultar muy convincente, porque cambió bruscamente de tema.
– Decía usted Rene que todos los franceses deberían ponerse a favor del mariscal. ¡Pero si Francia ya tiene cuarenta millones de pétainistas! Entre ellos, muchos judíos franceses bien leales -insistió para que no quedara duda-. ¿Para qué necesita a los franceses que no son pétainistas? -exclamó-. Porque los que no lo son no es que quieran traicionar a su patria; simplemente pretenden luchar contra los alemanes incluso sin estar de acuerdo con Pétain.
– Se refiere a los que apoyan a De Gaulle -puntualizó Armand.
– Bah, ésos… La lucha a la que me refiero se hace ayudando a Pétain. Nosotros también luchamos contra los alemanes -susurró Bousquet con intensidad.
– Ya -afirmó Jean-, pero me parece que quienes no estamos de acuerdo con el régimen del mariscal ni con sus acuerdos con Hitler, queremos otra clase de lucha… ¿Qué hay de malo en hacer la guerra a favor de los dos, de Pétain y de De Gaulle, si los dos son patriotas y los dos quieren una Francia libre?
– ¿Qué hay de malo? Que perdemos la fuerza que nace del concurso de voluntades. La otra clase de lucha, la de unos centenares de desperdigados, no vale para nada. ¿Cuánto tardará el Reich en ganar esta guerra? ¿Eh? ¿Y en dejar a De Gaulle sentado a la puerta del palacio de Buckingham, eh? -preguntó secamente-. No, no, no, no. ¿No le parece que Pétain merece el apoyo de todos sin excepción y que los que se lo niegan, se lo niegan también a Francia y acaban siendo los verdaderos traidores?
Hubo un largo silencio.
– Pero Fierre Laval -dije al cabo-, Fierre Laval no quiere ni la guerra ni…
– Ah non mon cher! Laval es un pacifista, desde luego. Nunca ha querido ninguna guerra, pero eso en este momentó no tiene importancia alguna. Laval, que es un viejo zorro, se ha convertido en el otro pilar de la resistencia francesa: mientras el mariscal impresiona a los nazis con su currículo y su fortaleza, a Laval toca calmar la concupiscencia de Hitler e impedir que nos caiga definitivamente encima, que destruya Francia sin darnos cuartel… y lo tiene que impedir sin más armas que la habilidad negociadora. ¿Qué le parece? Hein? -me miró de hito en hito y algo debió de ver en mi expresión porque, después de un instante, dijo-: No le quepa duda.
¿Tendría razón Bousquet? ¿Ese Pétain y ese Laval que describía en términos tan elogiosos eran los mismos que me causaban tanta inquietud? ¿Dos héroes en vez de dos villanos carcomidos por el ansia de rapiña? Años después recordaría yo esta discusión (tan peligrosamente franca y despreocupada, como si se hubiera tratado de una simple disputa académica). Y la recordaría en sus más mínimos detalles, precisamente porque esta guerra sibilina y sacrificada de la que hablaba Bousquet fue lo que costó la vida a tantos franceses, empezando por los dos héroes del momento, por Pétain y por Laval. En una ocasión, Laval dijo: «Para que todos los demás tuvieran razón, yo tuve que estar equivocado». ¡Menudo epitafio!
Es cierto que Pétain era poca cosa fuera de sus aficiones militares y su condición de mujeriego impenitente. Eso fue lo que lo hizo tan peligroso. Se encontró con el poder absoluto y, a falta de una imaginación ética y estética que le hiciera comprender sus propias limitaciones, lo explotó de forma absoluta, implacable y fría. Y encima pretendió que se lo agradeciera el pueblo al que había aherrojado (bueno, lo consiguió durante dos o tres años). Hitler, al menos, sabía perfectamente lo que estaba haciendo y, como Stalin, llevó su maldad consciente hasta extremos inconcebibles. Philippe Pétain se dejó ir a la felicidad del poder, a la rabieta del capricho sin saber nunca hasta dónde alcanzan los límites de la naturaleza humana antes de llegar a la naturaleza diabólica. Un pobre hombre con mando en plaza. Fierre Laval, en cambio, tuvo una personalidad mucho más compleja. Despreció al débil, engañó al inocente y creyó ser el deus ex machina de la historia de un pueblo: fue deliberado en sus objetivos y cruel en sus métodos. Hasta que su soberbia le hizo cometer el error que lo llevó frente al pelotón de fusilamiento: la frase.
Todos recordamos aquel discurso terrible de Laval, radiado el 22 de junio de 1942: Je souhaite la victoire de l’Allemagne, «Deseo la victoria de Alemania». Si hubo algo que enajenó a la mayoría de los franceses, ya severamente castigados por la ocupación alemana, irritados por un fuerte sentimiento antigermánico, heridos en su patriotismo, fue esta frase pronunciada en el peor momento posible. Todos los colaboradores del primer ministro intentaron disuadirle. Fue en vano. A uno de ellos, que le sugería que tomaba un riesgo superfluo, Laval contestó con exasperación: «Pero, vamos a ver, ¿será usted el fusilado o yo?». Espantosa premonición.
¿Qué había querido decir? Laval siempre se defendió asegurando que la mala fe de sus enemigos había sacado la frase de su contexto:
De esta guerra surgirá inevitablemente una nueva Europa. Se habla a menudo de Europa, pero es una palabra a la que no estamos muy acostumbrados en Francia. Amamos nuestro país porque amamos nuestro terruño. En lo que me concierne, franceses, me gustaría que mañana pudiéramos amar una Europa en la que Francia tuviera una posición digna de ella […]. Para construir esta Europa, Alemania libra combates gigantescos. Con otros, se ve obligada a aceptar sacrificios inmensos. No escatima la sangre de sus jóvenes […]. Deseo la victoria de Alemania, porque sin ella, mañana el bolchevismo se instalaría por todas partes. De modo que, como os decía el pasado 20 de abril, ésta es nuestra disyuntiva: integrarnos con nuestro honor y nuestros intereses intactos en una Europa nueva y pacífica o resignarnos a ver que desaparece nuestra civilización.
Hermosas palabras. Lo malo fue que recomendaban echarse en brazos de un socio no muy recomendable. Laval, como muchos en Francia (y no digamos el generalito en España), sentía horror por el comunismo y estaba dispuesto a sacrificar lo que fuera con tal de derrotarlo. Así hizo, aunque el enemigo más inmediato y más brutal no parecía la mejor tabla de salvación para librarse del otro más bien remoto. Claro que, puestos a buscarse enemigos que acabarían revolviéndose de manera formidable contra ellos que se les encaraban, estos paisanos míos de adopción también odiaron a los masones, a los judíos, a todos los que fueran distintos de ellos.
Por más que intento ahora comprender su estúpida ceguera y perdonarla, soy incapaz de olvidar cuánta fue la miseria que causaron.
Muchos años después he querido sin demasiado éxito decidir cuándo, en aquellos primeros meses de la guerra, se había producido el brusco cambio de la placidez a la amenaza, de la contemplación distanciada al peligro inmediato. Un día nos encontrábamos discurriendo como principiantes sobre las razones filosóficas de la guerra y sus consecuencias para Francia (y haciendo un pequeño paripé de resistencia armada, ¿armada?) y al día siguiente, sin solución de continuidad, se desencadenaba la tragedia sobre nosotros. ¿Cómo había podido ocurrir esta desolación? Sólo encuentro una explicación: nadie tiene nunca el ánimo dispuesto a que las cosas empeoren y que empeoren, como en el caso de un conflicto bélico, hasta límites que la mente humana no está preparada para aprehender. Nos habíamos ido librando del campo de batalla (escapando hacia el sur, en realidad), de los bombardeos, del infierno y creíamos que éste nunca llegaría porque antes se acabaría la guerra. No estábamos preparados para un acontecimiento como este conflicto, que cambiaría nuestras vidas de modo tan profundo y tan trágico: nunca podríamos volver a ser los mismos. De pronto se desplomó sobre todos nosotros pillándonos desprevenidos. Bueno, en mi caso, aunque desde el primer día del armisticio me barrunté lo que iba a pasar, fue necesaria la violencia física de la guerra para apearme de la visión diletante que yo tenía de todo aquello. Marie me lo había reprochado más de una vez y me había pedido que me tomara las cosas más en serio. ¿No decía yo siempre que bastaba con mirarse en el espejo de España para comprender esta tragedia? ¿Cómo podía estar tan ciego, entonces, cómo podía creer que, por ser conocedor del drama que se avecinaba, quedaría exento de él?
Por mucho que con optimismo desmedido quisiera creer que siempre existiría una última oportunidad de librarnos del desastre bélico, sabía que este milagro no se produciría. Lo sabíamos todos en nuestro fuero interno, con total certeza, por más que nos empeñáramos en no reconocerlo. En una guerra como aquélla no se libra nadie de nada. Todos quieren aplazar la tragedia, porque sabiendo la miseria que se aproxima, ¿quién quiere anticiparse a ella, quién quiere cargar con las culpas y los dolores de todos?
Derrotado el Reich, ¿no nos dedicamos todos a culpabilizar, uno por uno, a cada alemán de los crímenes de Hitler? ¿No dijimos que eran todos responsables? En efecto, llegada la paz y, con ella, las crudas imágenes del sufrimiento, nos pareció imposible que, como colectividad o como individuos, los alemanes hubieran ignorado que la solución final y el Holocausto, la tortura, la muerte, las persecuciones habían sucedido de verdad. El asunto, dijimos, era demasiado monstruoso y generalizado como para ser desconocido, incluso cuando estaba ocurriendo: los fusilamientos debían de oírse, los hornos crematorios debían de olerse, los gritos de las víctimas tenían que percibirse desde los cercados de los campos de concentración en las lindes de los pintorescos pueblos del Tirol con sus balcones de geranios y sus vacas pastando apaciblemente en los verdes prados.
Puede que así fuera. Es más, estoy seguro de que así fue y de que los alemanes merecen castigo por ello. Pero ¿porque cerraron los ojos o porque condonaron los crímenes? Porque nosotros, la pequeña gente de Vichy, los que padecimos el conflicto, nosotros que deberíamos haber conocido la maldad de la guerra, pretendimos desconocerla: Vichy estaba lejos del resto del mundo y ésa era justificación suficiente, sobre todo si con un mínimo de colaboración o de obediencia podíamos librarnos de lo malo, incluso estando en desacuerdo con todo, incluso sin cornprometernos en demasía.
¿No se nos debería acusar ahora de haber colaborado con los horrores bélicos sólo porque quisimos cerrar los ojos y aplazar el dolor que nos iban a causar? ¿O es que tampoco oíamos los gritos desgarradores que provenían de los campos de concentración situados en plena Francia? ¿No sabíamos que allí padecían y morían los refugiados españoles de la guerra civil y los exiliados de Polonia, de Alemania, de Austria que habían huido de Hitler sólo para toparse con los guardianes franceses? ¿No reconocíamos los efectos deletéreos de la colaboración con el enemigo, no veíamos lo que estábamos haciendo unos franceses contra otros, matándonos los unos a los otros, delatándonos, robándonos? Menudo espectáculo. Y encima, al final de la guerra, sólo fuimos capaces de vengarnos de Francia y de nuestra miseria, rapando a unas cuantas miles de desgraciadas que eran las únicas que habían colaborado con el enemigo fornicando con él por amor, por hambre, por miedo o por simple fascinación hacia el vencedor.
Me avergüenzo de todo. No encuentro excusa en nuestra fragilidad como hombres después de haberla invocado tantas veces para justificar tantas traiciones. No me atrevo a consolarme amparado en la generalidad de nuestro pecado.
<a l:href="#_ftnref1">*</a> Almirante Leahy, embajador de Estados Unidos en Vichy, refiriéndose al mariscal Pétain.