40412.fb2 Viejas historias de Castilla la Vieja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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X – Los nublados de Virgen a Virgen

Cada verano, los nublados se cernían sobre la llanura y, mientras el cielo y los campos se apagaban lo mismo que si llegara la noche, los cerros resplandecían a lo lejos como si fueran de plata. Aún recuerdo el ulular del viento en el soto, su rumor solemne y desolado como un mal presagio que inducía a las viejas a persignarse y exclamar: «Jesús, alguien se ha ahorcado». Pero antes de estancarse la nube sobre el pueblo, cuando más arreciaba el vendaval, los vencejos se elevaban en el firmamento hasta casi diluirse y después picaban chirriando sobre la torre de la iglesia como demonios negros.

El año de la Gran Guerra, cuando yo partí, se contaron en mi pueblo, de Virgen a Virgen, hasta ventiséis tormentas. En esos casos el alto cielo se poblaba de nubes cárdenas, aceradas en los bordes, y, al chocar unas con otras, ocasionaban horrísonas descargas sobre la vieja iglesia o sobre los chopos cercanos.

Tan pronto sonaba el primer retumbo del trueno, la tía Marcelina iniciaba el rezo del trisagio, pero antes encendía a Santa Bárbara la vela del monumento en cuyo extremo inferior constaba su nombre en rojo -Marcelina Yáñez- que ella grababa con un alfiler de cabeza negra pasando después cuidadosamente por las muescas un pellizco de pimentón. Y al comenzar el trisagio, la tía Marcelina, tal vez para acrecentar su recogimiento, ponía los ojos en blanco y decía: «Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal».

Y nosotros repetíamos: «Líbranos Señor de todo mal». En los cristales repiqueteaba la piedra y por las juntas de las puertas penetraba el vaho de la greda húmeda. De vez en cuando sonaba algún trueno más potente y al Coqui, el perro, se le erizaban los pelos del espinazo y la tía Marcelina interrumpía el trisagio, se volvía a la estampa de Santa Bárbara e imploraba: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, con jabón y agua bendita», y, acto seguido, reanudaba el trisagio: «Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal», y nosotros respondíamos al unísono: «Líbranos Señor de todo mal».

Una vez, el nublado sorprendió a Padre de regreso de Pozal de la Culebra, donde había ido, en la mula ciega, por pernalas para el trillo. Y como dicen que la piel de los animales atrae las exhalaciones, todos en casa, empezando por Madre, andábamos intranquilos. Únicamente la tía Marcelina parecía conservar la serenidad y así, como si la cosa no fuese con ella, prendió la vela a Santa Bárbara e inició el trisagio sin otras explicaciones. Pero de pronto chascó, muy próximo, el trallazo del rayo y, no sé si por la trepidación o qué, la vela cayó de la repisa y se apagó. La tía Marcelina se llevó las manos a los ojos, después se santiguó y dijo, pálida como una difunta: «Al Isidoro le ha matado el rayo en el alcor; acabo de verlo». Isidoro era mi padre, y Madre se puso loca, y como en esos casos, según es sabido, lo mejor son los golpes, entre las Mellizas y yo empezamos a propinarle sopapos sin duelo. De repente, en medio del barullo, se presentó Padre, el pelo chamuscado, los ojos atónitos, el collarón de la mula en una mano y el saco de pernalas en la otra. Las piernas le temblaban como ramas verdes y sólo dijo: «Ni sé si estoy muerto o vivo», y se sentó pesadamente sobre el banco del zaguán.

Una vez que la nube pasó y sobre los tesos de poniente se tendió el arco iris, me llegué con los mozos del pueblo a los chopos que dicen los Enamorados y allí, al pie, estaba muerta la mula, con el pelo renegrido y mate, como mojado. Y el Olimpio, que todo lo sabía, dijo: «La silla le ha salvado». Pero la tía Marcelina porfió que no era la silla sino la vela y aunque era un cabo muy pequeño, donde apenas se leía ya en las letras de pimentón: «elina Yáñez», la colocó como una reliquia sobre la cómoda, entre el abejaruco disecado y la culebra de muelles.