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Al pie del cerro que decimos el Pintao -único en mi pueblo que admite cultivos y que ofrece junto a yermos y perdidos redondas parcelas de cereal y los pocos majuelos que perviven en el término- se alzan los chopos que desde remotos tiempos se conocen con el nombre de los Enamorados. Y no cabe duda, digan lo que quieran los botánicos, que los árboles en cuestión son macho y hembra. Y están siempre juntos, como enlazados, ella -el chopo hembra- más llena, de formas redondeadas, recostándose dulcemente en el hombro de él -el chopo macho-, desafiante y viril. Allí, al pie de esos chopos, fue donde la exhalación fulminó a la mula ciega de Padre el año de los nublados. Y allí, al pie de esos chopos, es donde se han forjado las bodas de mi pueblo en las cinco últimas generaciones. En mi pueblo, cuando un mozo se dirige a una moza con intención de matrimonio, basta con que la siente a la sombra de los chopos para que ella diga «sí» o «no». Esta tradición ha terminado con las declaraciones amorosas que en mi pueblo, que es pueblo de tímidos, constituían un arduo problema. Bien es verdad que, a veces, de la sombra de los Enamorados sale una criatura, pero ello no entorpece la marcha de las cosas pues don Justo del Espíritu Santo nunca se negó a celebrar un bautizo y una boda al mismo tiempo. En mi pueblo, digan lo que digan las malas lenguas, se conserva un concepto serio de la dignidad, y el sentido de la responsabilidad está muy aguzado. Según decía mi tía Marcelina, en sus noventa y dos años de vida no conoció un mozo que, a sabiendas, dejara en mi pueblo colgada una barriga. Pocos pueblos, creo yo, podrán competir con esta estadística.
Cuando yo hablé -y es un decir- con la Rosa Mari, la muchacha que desde niña me recomendara la tía Marcelina, visité con frecuencia los Enamorados. Fue una tontería, porque la Rosa Mari jamás me gustó del todo. Pero la Rosa Mari era una chiquilla limpia y hacendosa que a la tía Marcelina la llenaba el ojo. La tía Marcelina me decía: «Has de buscar una mujer de su casa». Y luego, como quien no quiere la cosa, añadía: «Ve, ahí tienes a la Rosa Mari. El día que seas mozo debes casarte con ella». De este modo, desde chico me sentí comprometido y al empezar a pollear me sentí en la obligación de pasear a la Rosa Mari.
Y como nunca tuve demasiada imaginación, el primer día que salimos la llevé a los Enamorados. Para mi fortuna la sombra de los chopos estaba aquel día ocupada por el Corpus y la Lucía, y la Rosa Mari no tuvo oportunidad de decirme «sí» o «no». Al otro día que lo intenté, el Agapito me ganó también por la mano y en vista de ello seguimos hasta el majuelo del tío Saturio, donde al decir del Antonio solía encamar el matacán. Esto del matacán tiene también su importancia, pues en el pueblo llegaron a decir que en él se encarnaba el demonio, aunque yo siempre lo puse en duda. Sea como quiera, cada vez que conducía a la Rosa Mari a la sombra de los Enamorados alguien se me había anticipado, de forma que, pese a mis propósitos, nunca llegué a adquirir con ella un verdadero compromiso. Ahora pienso si no sería la mártir Sisinia la que velaba por mí desde las alturas, porque aunque la Rosa Mari era una buena chica, y hacendosa y hogareña como la tía Marcelina deseaba, apenas sabía despegar los labios; y entre eso y que yo no soy hablador nos pasábamos la tarde dándonos palmetazos para ahuyentar los tábanos y los mosquitos. Por eso cuando decidí marchar del pueblo, el recuerdo de la Rosa Mari no me frenó, siquiera pienso algunas veces que si yo no me casé allá, cuando amasé una punta de pesos, se debiera antes que nada al recuerdo de la Rosa Mari. Por más que tampoco esto sea cierto, que si yo no me casé allá es porque desde que salí del pueblo tan sólo me preocupé de afanar y amontonar plata para que, a la postre, el diablo se la lleve.