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Todo eso es de la parte de poniente, camino de Pozal de la Culebra. De la parte del naciente, una vez que se sube por las trochas al Cerro Fortuna, se encuentra uno en el páramo. El páramo es una inmensidad desolada y, el día que en el cielo hay nubes, la tierra parece el cielo y el cielo la tierra, tan desamueblado e inhóspito es. Cuando yo era chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni había hitos en él, ni jalones de referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que sólo de mirarle se fatigaban los ojos. Luego, cuando trajeron la luz de Navalejos, se alzaron en él los postes como gigantes escuálidos y, en invierno, los chicos, si no teníamos mejor cosa que hacer, subíamos a romper las jarrillas con los tiragomas. Pero, al parecer, cuando la guerra, los hombres de la ciudad dijeron que había que repoblar, que si en Castilla no llovía era por falta de árboles, y que si los trigos no medraban era por falta de lluvia, y todos, chicos y grandes, se pusieron a la tarea, pero, pese a sus esfuerzos, el sol de agosto calcinaba los brotes y, al cabo de los años, apenas arraigaron allí media docena de pinabetes y tres cipreses raquíticos. Mas en mi pueblo están tan hechos a la escasez que ahora llaman a aquello, un poco fatuamente, la Pimpollada. Mas antes de ser aquello la Pimpollada y antes de traer la luz de Navalejos, Padre solía subir a aquel desierto siempre que se veía forzado a adoptar alguna resolución importante. Don Justo del Espíritu Santo, el señor cura, que era compañero de seminario de mi tío Remigio, el de Arrabal de Alamillo, decía de Padre que hacía la del otro y, al preguntarle quién era el otro, él respondía invariablemente que Mahoma. Y en el pueblo le decían Mahoma a Padre aunque nadie, fuera de mí y quizá don Benjamín que tenía un Hunter inglés para correr las liebres, sabía allí quién era Mahoma. Yo me sé que Padre subió varias veces al páramo por causa mía, aunque en verdad yo no fuera culpable de sus disgustos, pues el hecho de que no quisiera estudiar ni trabajar en el campo no significaba que yo fuera un holgazán. Yo notaba en mi interior, desde chico, un anhelo exclusivamente contemplativo y tal vez por ello nunca me interesó el colegio, ni me interesó la petulancia del profesor, ni el tablero donde dibujaba con tizas de colores las letras y los números. Y un domingo que Padre se llegó a la capital para sacarme de paseo, se tropezó en el patio con el Topo, mi profesor, y fue y le dijo: «¿Qué?». Y el maestro respondió: «Malo. De ahí no sacaremos nada; lleva el pueblo escrito en la cara». Para Padre aquello fue un mazazo y se diría por sus muecas y aspavimientos y el temblorcilio que le agarraba el labio inferior que le había proporcionado la mayor contrariedad de su vida.
Por el verano él trataba de despertar en mí el interés y la afición por el campo. Yo miraba a los hombres hacer y deshacer en las faenas y Padre me decía: «Vamos, ven aquí y echa una mano». Y yo echaba, por obediencia, una mano torpe e ineficaz. Y él me decía: «No es eso, memo. ¿Es que no ves cómo hacen los demás?». Yo sí lo veía y hasta lo admiraba porque había en los movimientos de los hombres del campo un ritmo casi artístico y una eficacia palmaria, pero me aburría. Al principio pensaba que a mí me movía el orgullo y un mal calculado sentimiento de dignidad, pero cuando me fui conociendo mejor me di cuenta de que no había tal sino una vocación diferente. Y al cumplir los catorce, Padre me subió al páramo y me dijo: «Aquí no hay testigos. Reflexiona; ¿quieres estudiar?». Yo le dije: «No». Me dijo: «¿Te gusta el campo?». Yo le dije: «Sí». Él dijo: «¿Y trabajar en el campo?». Yo le dije: «No». Él entonces me sacudió el polvo en forma y, ya en casa, soltó al Coqui y me tuvo cuarenta y ocho horas amarrado a la cadena del perro sin comer ni beber.