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V – Los hermanos Hernando

El páramo de Lahoces desciende suavemente hacia Villalube del Pan y desde mi pueblo tiene dos accesos -uno por delante del cerro y otro por detrás- por los que sólo puede subirse a uña de caballo. De la parte de mi pueblo el cueto queda flotando sobre los rastrojos y cuando le da la luz de cierta manera se pone turbio y agrisado como una ballena. Y a pesar de que el páramo queda más próximo de Villalube del Pan que de mi pueblo, las tierras son nuestras y pertenecían cuando yo era chico a los hermanos Hernando. Hernando Hernando, el mayor de los tres, regentaba además la cantina del pueblo y despachaba un clarete casi incoloro que engañaba la vista porque bastaban tres vasos para apañar una borrachera. El vino ése le pisaban en los lagares de Marchamalo, a tres leguas de mi pueblo, y, al decir de los entendidos, no era recio tan sólo por las uvas de sus bacillares, un verdejo sin pretensiones, sino porque los mozos trituraban la uva sin lavarse, con la acritud del sudor y del polvo aún agarrada a los pies. Bueno, pues los hermanos Hernando limpiaron el páramo de cascajo y luego sembraron el trigo en cerros, como es de ley, pero a los pocos años lo sembraron a manta y recogieron una cosecha soberana. Y todos en el pueblo querían conocer el secreto porque el trigo sembrado a manta cunde más, como es sabido, y nadie podía imaginar cómo con una huebra y un arado romano corriente y moliente se consiguiera aquel prodigio. Mas los hermanos Hernando eran taciturnos y reservones y no despegaban los labios. Y al llegar el otoño ascendían con sus aperos por la vereda sur y, como eran tres, según subían por el sendero, parecían los Reyes Magos. Una vez allí, daban vuelta a la tierra para que la paja pudriera y se orease la tierra. Luego binaban en primavera como si tal cosa, pero lo que nadie se explicaba es cómo se arreglaban para cubrir la semilla sin cachear los surcos. Y si alguno pretendía seguirles, Norberto, el menor de los tres, disparaba su escopeta desde el arado y, según decían, tiraba a dar.

En todo caso, la ladera del cerro es desnuda e inhóspita y apenas si con las lluvias de primavera se suaviza un tanto su adustez debido a la salvia y el espliego. Por la ladera aquella, que ignoro por qué la llaman en el pueblo la Lanzadera, se veían descender en el mes de agosto las polladas de perdiz a los rastrojos. Los perdigones andaban tan agudos que se diría que rodaban. Caminaban en fila india, la perdiz grande, en cabeza, acechando cualquier imprevisto, mientras los perdigones descendían confiados, trompicando de vez en cuando en algún guijarro, piando torpemente, incipientemente, como gorriones. Luego, al ponerse el sol, regresaban al páramo con los buches llenos, de nuevo en rigurosa fila india, y allí en lo alto, en las tierras de los hermanos Hernando, pernoctaban.

Silos, el pastor, era más perjudicial para la caza que el mismo raposo, según decía el Antonio. Silos, el pastor, buscaba los nidos de perdiz con afán, y por las noches se llegaba con los huevos a la cantina de Hernando Hernando y se merendaba una tortilla. Una vez descubrió en la cárcava un nido con doce huevos y ese día bajó al pueblo más locuaz que de costumbre. El Antonio se enteró y se llegó a la cantina y, sin más, agarró la tortilla y la tiró al aire y le voceó al pastor: «Anda, cázala al vuelo. Así es como hay que cazar las perdices, granuja». El Silos se quedó, al pronto, como paralizado, pero enseguida se rehizo y le dijo al Antonio: «Lo que te cabrea es que te gane por la mano, pero el día que mates tú una hembra te la vas a comer con plumas». Después se puso a cuatro patas y engulló la tortilla sin tocarla con la mano siquiera, como los perros. Cuando el Antonio se fue, el Silos se echó al coleto tres tragos de clarete de Marchamalo y sentó cátedra sobre lo justo y lo injusto y decía: «Si él mata una hembra de perdiz, yo no puedo protestar aunque me deja sin huevos, pero si yo me como los huevos, él protesta porque le dejo sin perdices. ¿Qué clase de justicia es ésta?».