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VI – El teso macho de Fuentetoba

La tía Marcelina no es de mi pueblo, sino de Fuentetoba, una aldea a cuatro leguas. Tanto da, creo yo, porque Fuentetoba se asemeja a mi pueblo como un huevo a otro huevo. Fuentetoba tiene cereales, alcores, cardos, avena loca, cuervos, chopos y un arroyo cangrejero como cualquier pueblo que se precie. No obstante, Fuentetoba ofrece dos particularidades: los chopos flacos como esqueletos y sobre el pueblo hay un teso que no es redondo, sino arisco y con la cresta erguida como si fuera un teso macho, un teso de pelea. A este teso, que está siempre de vigilia sobre la aldea medio escondida entre los chopos y la tierra, le dicen allí la Toba. Y la Toba, en contra de lo que es frecuente en la región, no es de tierra calcárea, sino de piedra, una piedra mollar e ingrávida que se divide con el serrucho como el queso y que se utiliza en la comarca para que los pájaros enjaulados se afilen bien el pico frotándose con ella.

Con la tía Marcelina ocurrió en casa algo muy chocante. En realidad, la tía Marcelina era tía nuestra por parte de madre y yo pensaba que siempre fuera tan viejecita y desmedrada como la conocí, aunque Padre asegurara otra cosa. Mas, así y todo, tenía una sonrisa infantil y bondadosa y era ella la única vieja soltera del pueblo que tenía el valor de sonreír así. Yo la apreciaba y ella me quería a mí también. En su casa todo era orden y pulcritud y frescura y silencio. Y Padre decía que su casa era como una tumba, pero si las tumbas son así no debe ser cosa mala estar muerto. La tía Marcelina coleccionaba hojas, mariposas, piedrecitas, y las conservaba con los colores tan vivos y llameantes que hacía el efecto de que las había empezado a reunir ayer.

A mí, de chico, lo que me encantaba era el abejaruco disecado que le regalara el Antonio, allá por la Navidad del año ocho, cuyo plumaje exhibía todos los colores del arco iris y más. La tía Marcelina lo tenía en la cómoda de su alcoba junto a una culebra de muelles dorados que al agarrarla tras la cabeza movía nerviosamente la cola como si estuviera viva y furiosa. Muchas veces yo me extasiaba ante el abejaruco disecado o prendía a la culebra tras la cabeza para hacerla colear. En esos casos la tía Marcelina me miraba complacida y decía: «¿Te gusta?». Yo contestaba: «Más que comer con los dedos, tía». Y ella decía: «Tuyo será». O bien: «Tuya será». Padre me advertía: «Antes tendrá que morir ella». Y esta condición me ponía triste y como pesaroso de desear aquello con toda el alma.

También Padre apreciaba mucho a la tía Marcelina y siempre que recogíamos los frutos tempranos hacía un apartadijo y me decía: «Esto se lo llevas a tu tía». Y en septiembre, las primeras perdices que se mataban en las laderas vecinas eran para la tía, y para la tía eran las brevas de mayo y las sandías tempranas de agosto. Y una vez que fuimos a la capital, Padre me compró una postal de colores con dos enamorados bajo una parra y me dijo que se la enviase a la tía, a pesar de que nosotros llegábamos en el coche de Pozal de la Culebra al mismo tiempo.

Pero mi pueblo es tierra muy sana y, por lo que dicen, hay más longevos en él que en ninguna parte, y el año once la tía Marcelina cumplió noventa y dos. Padre dijo en el jorco que se armó tras el refresco: «Está más agarrada que una encina». Y Madre dijo enfadada: «¿Es que te estorba?». Pero a las pocas semanas a la tía Marcelina le dio un temblor, empezó a consumirse y se marchó en ocho días. En el testamento dejaba todos sus bienes a las monjas del Pino, y Padre, al enterarse, se subía por las paredes y llamaba a la difunta cosas atroces, incluso hablaba de reclamar judicialmente contra las monjas y exigirlas, al menos, el importe de tantas perdices y de tantos frutos tempranos y de la postal de los novios bajo la parra que yo la envié desde la ciudad. Pero como no tenía papeles se aguantó y yo, al pensar en lo que habría sido del hermoso abejaruco, sentía que me temblaban los párpados y había de esforzarme para no llorar.