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VII – Las cangrejadas de San Vito

El arroyo Moradillo nace en la Fuente de la Salud, discurre por la chopera, que en mi pueblo llamamos los Encapuchados, y se lanza luego perezosamente entre dos murallas de carrizos y espadañas camino de Malpartida. Poco más allá tengo entendido que vierte en el arroyo Aceitero; las aguas de éste van a desembocar en las del Sequillo, cerca de Bellver de los Montes; las del Sequillo engrasan después las del Valderaduey, y las del Valderaduey, por último, se juntan con las del Duero justamente en la capital. Como es sabido, las aguas del Duero vierten en el Atlántico, junto a Oporto, lo que quiere decir que en mi pueblo, de natural sedentario, hay alguien que viaja y éstas son las aguas de la Fuente de la Salud que, según dicen, tienen excelentes propiedades contra los eczemas, los forúnculos, el psoriasis y otras afecciones de la piel, aunque lo cierto es que la vez que a Padre le brotó un salpullido en la espalda y se bañó en las aguas del Moradillo lo único que sacó en limpio fue una pulmonía. Sea de ello lo que quiera, mi pueblo es un foco de peregrinaje por este motivo, peregrinaje que se incrementó cuando la joven Sisinia, de veintidós años, hija del Telesforo y la Herculana, fue ultrajada por un bárbaro, allá por el año nueve, y murió por defender su doncellez. Don Justo del Espíritu Santo, el cura párroco, se obstinó en canonizarla y elevarla a los altares, y en ésas andan metidos en el pueblo todavía. Pero ése es otro cantar.

Tengan o no tengan eficacia las aguas del Moradillo contra las afecciones de la piel, lo que está fuera de duda es que es un regato cangrejero y que, allá por el comienzo del siglo, con un esparavel y cuatro apaleadores llenaba uno, en una tarde que saliera el norte, tres o cuatro sacos con poco esfuerzo. Por entonces las cosas no estaban reglamentadas con rigor y uno podía pescar cangrejos con reteles, como es de ley, o con araña, esparavel o sencillamente a mano, mojándose el culo, como dice el refrán que debe hacer el que quiera comer peces. Lo cierto es que por San Vito, según es tradición, las familias del pueblo nos desperdigábamos por el arroyo a pescar cangrejos y al atardecer nos reuníamos en los Encapuchados a merendar. Cada cual tenía su sector designado en las riberas, y Madre, Padre, las Mellizas, la tía Marcelina y yo nos instalábamos junto a los siete chopos rayanos al soto que en el pueblo les dicen, no sé por qué, los Siete Sacramentos. Una vez allí, Padre depositaba cuidadosamente los reteles en los remansos más profundos, apartando los carrizos con la horquilla. Padre solía cebar con tasajo, pero si las cosas venían mal me entregaba la azuela y me hacía cavar en la tierra húmeda para buscar lombrices. Los cangrejos rara vez desdeñan este cebo. En cambio, el Ponciano cebaba los reteles con patatas fritas, y Valentín, el secretario, con bazo de caballo, y aún había quien lo hacía, como don Justo del Espíritu Santo, el cura párroco, con corteza de pan de centeno. Los más vivos, sin duda, eran los hermanos Hernando, los de la tierra del páramo de Lahoces, que colocaban el esparavel y después apaleaban las aguas de su sector hasta que la red se llenaba de cangrejos. Al anochecer, en el soto, cada cual los cocinaba en hogueras a su modo y los chicos hacíamos silbatos con las patas más gruesas debidamente ahuecadas. Recuerdo que Madre poseía una receta que venía de mi bisabuela y que consistía en poner los cangrejos a la lumbre vivos con un dedo de aceite y un puño de sal gorda y cuando los animales entraban en la agonía les echaba un ajo triturado con el puño. La fórmula no tenía otro secreto que acertar con la rociada de vinagre justo en el momento en que los cangrejos comenzaban a enrojecer. Pero la fiesta en el soto terminaba mal por causa de Padre, que siempre empinaba la bota más de la cuenta, y ya es sabido que el clarete de Marchamalo es traicionero y enseguida se sube a la cabeza.