40417.fb2 Viernes o Los limbos del Pac?fico - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

Viernes o Los limbos del Pac?fico - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

Capítulo X

Log-book.- Esta mañana, levantado antes de que llegara el día, expulsado de mi cama por una angustia lacerante, he errado entre las cosas desoladas por la ya demasiado larga ausencia del sol. Una luz gris que caía de un cielo lívido borraba los relieves, descomponía los colores. He ascendido hasta la cima del macizo rocoso, luchando con todo mi espíritu contra la debilidad de mi carne. Tendré que cuidar en lo sucesivo de no despertarme nunca antes de la salida del sol. Sólo el sueño permite resistir el largo exilio de la noche y sin duda ésa es su razón de ser.

Por encima de las dunas del levante se alzaba una capilla ardiente rojiza en la que se preparaban misteriosamente las ceremonias de la heliofanía. He puesto una rodilla en tierra y me he recogido, atento a la metamorfosis de la náusea que habitaba en mi interior, en una espera mística en la que participaban los animales, las plantas e incluso las piedras. Cuando he levantado los ojos, la ardiente capilla había desaparecido y lo que había era un gigantesco altar que cubría la mitad del cielo con su masa chorreando oro y púrpura. El primer rayo se ha posado sobre mi cabeza, como la mano tutelar y hecha para bendecir de un padre. El segundo rayo ha purificado mis labios, como antaño un carbón ardiente purificó los del profeta Isaías. A continuación dos espadas de fuego tocaron mis hombros y me puse de pie, caballero solar. Inmediatamente un haz de flechas ardientes penetraron en mi rostro, mi pecho y mis manos y la pompa grandiosa de mi consagración concluyó mientras que mil diademas y mil cetros de luz cubrían mi estatua sobrehumana.

Log-book.- Sentado sobre una roca, hunde con paciencia un hilo en el remolino de las olas para tratar de capturar trillas. Sus pies desnudos, que sólo se apoyan en la roca con los talones, cuelgan hacia el mar prolongando sus piernas. Parecen aletas largas y finas que van perfectamente con su cuerpo de tritón moreno. Me doy cuenta de que frente a los indios, que tienen el pie pequeño y la pantorrilla prominente, Viernes tiene el pie largo y la pantorrilla apenas resaltada, característica de la raza negra. ¿Existe quizás una relación siempre inversa entre esos dos órganos? Los músculos de la pantorrilla se apoyan sobre los huesos del talón, como sobre el brazo de un palanca. Y cuanto más larga es la palanca, menos trabaja la pantorrilla para hacer avanzar al pie. Esto explicaría la gran pantorrilla y los pies pequeños de los amarillos y lo contrario en los negros.

Log-book.- Sol, líbrame de la gravedad. Limpia mi sangre de esos humores espesos que, desde luego, me protegen del desgaste y de la imprevisión, pero que destruyen el impulso de mi juventud y apagan mi alegría de vivir. Cuando contemplo en un espejo mi rostro pesado y triste de hiperbóreo, comprendo que los dos sentidos de la palabra gracia-el que se aplica al bailarín y el que concierne al santo- pueden juntarse bajo un determinado cielo del Pacífico. Enséñame la ironía. Haz que aprenda la ligereza, la aceptación sonriente de los dones inmediatos de este día, sin cálculo, sin gratitud, sin miedo.

Sol, hazme semejante a Viernes. Dame el rostro de Viernes, hecho para la risa, esculpido enteramente para la risa. Esa frente muy amplia, que parece huir hacia atrás, coronada por una guirnalda de bucles negros. Ese ojo constante iluminado por la burla, penetrante por la ironía, aguzado por la tontería de todo lo que ve. Esa boca sinuosa con las comisuras alzadas, ansiosa y animal. Ese balanceo de la cabeza sobre los hombros para reír mejor, para mejor dotar de risibilidad a todas las cosas que hay en el mundo, para mejor denunciar y desenredar esos dos modos de huir: la idiotez y la maldad…

Pero si mi compañero eolio me atrae así hacia él, ¿no es acaso para que me vuelva hacia ti? Sol, ¿estás contento de mí? Mírame. ¿Mi metamorfosis se realiza suficientemente en el sentido de tu llama? Mi barba, cuyos pelos vegetaban en dirección a la tierra, como otras tantas raíces geotrópicas, ha desaparecido. En contraposición, mi cabellera riza sus bucles ardientes como una hoguera que tiende hacia el cielo.

Soy una flecha dirigida hacia tu foco, un péndulo, cuyo perfil perpendicular define tu soberanía sobre la tierra, el estilete del cuadrante solar sobre el que una agujita de sombra inscribe tu marcha.

Soy tu testimonio, de pie sobre esta tierra, como una espada templada en tu fuego.

Log-book.- Lo que más ha cambiado en mi vida es el transcurso del tiempo, su rapidez e incluso su orientación. Antaño cada jornada, cada hora, cada minuto estaba de algún modo inclinado hacia la jornada, la hora o el minuto siguiente y todas juntas eran aspiradas por el esbozo del momento cuya inexistencia provisional creaba como un vacuum. De este modo el tiempo pasaba de prisa y útilmente tanto más de prisa cuanto más útilmente era utilizado, y a sus espaldas dejaba un amasijo de monumentos y desperdicios que se llamaba mi historia. Quizás aquella crónica en la que yo estaba embarcado habría terminado, tras miles de peripecias, por «girar» y regresar a su origen. Pero esa circularidad del tiempo seguía siendo el secreto de los dioses y mi corta vida era para mí un segmento rectilíneo cuyos dos extremos apuntaban absurdamente hacia el infinito, del mismo modo que nada en un jardín de pocas áreas revela la esfericidad de la tierra. Sin embargo, algunos indicios nos enseñan que existen claves para la eternidad: el almanaque, por ejemplo, cuyas estaciones son un eterno retorno a escala humana, e incluso el modesto paso circular de las horas.

Pero para mí, a partir de ahora, el ciclo se ha comprimido hasta el punto de que se confunde con el instante. El movimiento circular se ha hecho tan rápido que no se distingue de la inmovilidad. Se diría, como consecuencia, que mis jornadas se han enderezado. Ya no corren las unas tras las otras. Se mantienen de pie, verticales, y se afirman con orgullo en su valor intrínseco. Y como no están diferenciadas por las etapas sucesivas de un plan en vías de ejecución, se parecen de tal modo que se superponen exactamente en mi memoria y me parece que revivo, sin cesar, la misma jornada. Desde que la explosión destruyó el mástil-calendario no he sentido ninguna necesidad de medir mi tiempo. El recuerdo de aquel memorable accidente y de todo lo que lo preparó se mantiene en mi espíritu con una vivacidad y una frescura inalterables, prueba suplementaria de que el tiempo quedó fijado en el mismo momento en que la clepsidra voló por los aires en mil pedazos. Desde ese momento, ¿acaso no estamos Viernes y yo instalados en la eternidad?

No he terminado todavía de asimilar todas las implicaciones de ese extraño descubrimiento. Conviene, en primer lugar, recordar que esta revolución -por repentina y literalmente explosiva que fuera- había sido anunciada y quizás anticipada por algunos signos precursores. Por ejemplo, la costumbre que yo había tomado, para escapar al calendario tiránico de la isla administrada, de detener la clepsidra. Fue primero para descender a las entrañas de la isla, como uno se sumerge en lo intemporal. Pero ¿no es precisamente esa eternidad adujada en las profundidades de la tierra la que ha sido arrojada hacia afuera por la explosión y ahora extiende su bendición a todas nuestras costas? O mejor aún, ¿no es la explosión, la eclosión volcánica de la paz de las profundidades, primero prisionera de la roca, como un grano enterrado, y ahora dueña de toda la isla, como un árbol que extiende su sombra sobre un área cada vez más extensa? Cuanto más pienso en ello, más me parece que los toneles de pólvora, la pipa de Van Deyssel y la inoportuna desobediencia de Viernes no son más que un rosario de anécdotas que encubren una necesidad fatídica que hacía su labor desde el momento mismo del naufragio del Virginia.

Otro ejemplo todavía: aquellos breves momentos de alucinación que yo tenía a veces y a los que denominaba -no sin intuición adivinatoria-«mis momentos de inocencia». Entonces me parecía entrever durante un breve instante otra isla oculta bajo el armazón de construcción y explotación agrícola con que yo había cubierto a Speranza. A aquella otra Speranza he sido transportado y en ella estoy instalado para siempre en un «momento de inocencia». Speranza ya no es más una tierra agreste que hay que hacer fructificar, ni Viernes es un salvaje al que debo amonestar. Tanto la una como el otro requieren toda mi atención contemplativa, una vigilancia maravillada, porque me parece -no, tengo la certeza- que a cada instante les descubro por primera vez y que nada empeña jamás su mágica novedad.

Log-book.- Sobre el espejo húmedo de la laguna, veo a Viernes que viene hacia mí con su paso calmo y regular y el desierto del cielo y del agua es tan vasto en torno suyo que no hay nada que proporcione su escala, de modo que igual podría ser un Viernes de tres pulgadas colocado en el hueco de mi mano el que se encuentra allí, que un gigante de seis toesas situado a una media milla de distancia…

Hele aquí. ¿Sabré yo alguna vez caminar con parecida majestad? ¿Puedo escribir sin ser ridículo que parece vestido en su desnudez? Marcha llevando su carne con una ostentación soberana, llevándose hacia adelante como una custodia de carne. Belleza evidente, brutal, que parece crear la nada en torno suyo.

Abandona la laguna y se aproxima a mí, que estoy sentado en la playa. Desde el momento en que ha comenzado a pisar la arena sembrada de conchas trituradas, desde que ha atravesado por en medio de ese montón de algas malvas y de aquella roca, devolviendo así un paisaje familiar, su belleza cambia de registro: se convierte en gracia. Me sonríe y hace un gesto hacia el cielo -como algunos ángeles en los cuadros religiosos- para señalarme sin duda que una brisa de sudoeste expulsa a las nubes, que se habían acumulado desde hacía varios días y que se va a restablecer durante largo tiempo la absoluta realeza del sol. Esboza un paso de danza que realza el equilibrio de plenitud y delicadeza de su cuerpo. Cuando llega cerca de mí, no dice nada…, taciturno compañero. Se da la vuelta y contempla la laguna por donde caminaba hace sólo un momento. Su alma flota entre las brumas que envuelven la caída de un día incierto, mientras deja su cuerpo plantado en la arena sobre sus piernas separadas y abiertas. Sentado a sus espaldas, observo esa parte de la pierna que está situada detrás de la rodilla -y que es exactamente la corva-, su palidez nacarada, la H mayúscula que allí se dibuja. Hinchada y pulposa cuando la pierna está tensa, esa garganta de carne se ahueca y se hace tierna cuando se dobla.

Aplico mis manos a sus rodillas. Hago de mis manos dos rodilleras atentas a experimentar su forma y a recoger su vida. La rodilla, dada su dureza, su sequedad-que contrasta con la ternura de la nalga y de la corva-, es la clave de bóveda del edificio carnal que él lleva en equilibrio viviente hasta el cielo. No hay temblor, impulso, duda que no arranque de esas tibias y móviles bisagras y que no regrese a ellas. Durante varios segundos, mis manos han podido apreciar que la inmovilidad de mi compañero no era la de una piedra, sino, muy por el contrario, la resultante inestable, sin cesar implicada y recreada de un juego complejo de acciones y reacciones de todos sus músculos.

Log-book.- Camino en el crepúsculo al borde del pantano, donde los tallos se entrechocan hasta el infinito, cuando veo que se acerca trotando a mi encuentro un cuadrúpedo que me recuerda a Tenn. Reconozco inmediatamente que se trata de una gran hembra de jutía. El viento está a mi favor y el animalillo -naturalmente miope- avanza con tranquilidad, sin sospechar mi presencia. Me hago tronco, roca, árbol, y espero que cruce ante mí y prosiga su camino. Pero no. Cuando se halla a cinco pasos, se queda quieta, con las orejas alzadas y la cabeza vuelta para observarme con su gran ojo brumoso. Después, como un relámpago, se da media vuelta y escapa como una exhalación, no por entre las cañas, en donde podría haber desaparecido inmediatamente, sino a través del sendero por el que antes avanzaba y ya no es más que una sombra saltarina, cuando todavía puedo escuchar sus pasitos resonando en las piedras del camino.

Intento imaginarme el universo de ese animal, cuyo prodigioso olfato viene a desempeñar el papel importantísimo que juega en el hombre la visión. La fuerza y la dirección del viento -que al hombre le importan tan poco- desempeñan en su caso un papel fundamental. El animal se encuentra siempre en el quicio de dos zonas que puede distinguir de modo desigual, o según el lenguaje humano, «iluminadas» de modo desigual. Una de ellas está sumergida en una oscuridad que resulta todavía más densa en la medida en que la otra -aquella de donde sopla el viento- está más cargada de olores. Cuando no hay viento, esas dos mitades del mundo permanecen en un crepúsculo turbio; pero, al menor soplo, una de las dos se ilumina con un rastro de luz que se convierte en un rastro de atención desde que alcanza y sobrepasa al animal. Esos olores provenientes de la zona clara, por un poder de distinción formidable -comparable al poder diferenciador del ojo humano-, los identifica a millas de distancia como correspondientes a tal árbol, tal pécari o tal papagayo, o al mismo Viernes regresando a sus pimenteros, masticando un grano de araucaria y todo eso con la profundidad incomparable propia del conocimiento olfativo. Vuelvo a ver a nuestro pobre Tenn, cuando Viernes cavaba agujeros en la tierra. Con el hocico hundido en lo más profundo de los terrones removidos estaba como borracho, corriendo y titubeando en torno a mi compañero, mientras lanzaba pequeños jadeos atemorizados y voluptuosos. Se hallaba tan apasionadamente absorbido por aquella caza de los olores que ninguna otra cosa parecía existir para él.

Log-book.- Nada de sorprendente cuando pienso en él, excepto la atención casi maníaca con que yo le observo. Lo que es increíble es que haya podido vivir tanto tiempo con él, por decirlo de algún modo, sin verle. ¿Cómo concebir esa in-deferencia, esa ceguera, cuando él es para mí toda la humanidad reunida en un solo individuo, mi hijo y mi padre, mi hermano y mi vecino, mi prójimo, mi ajeno…? ¿Estoy por eso obligado a hacer converger todos los sentimientos que un hombre proyecta hacia todos los que viven a su alrededor, sobre ese único «otro»?, si no ¿qué sería de ellos? ¿Qué haría yo de mi piedad y de mi odio, de mi admiración y de mi miedo, si Viernes no me inspirase al mismo tiempo piedad, odio, admiración y miedo? Además esa fascinación que él ejerce sobre mí es en gran parte recíproca y he tenido la prueba de ello en varias ocasiones. Antes de ayer concretamente, me encontraba adormecido sobre la playa, cuando se acercó a mí. Permaneció de pie durante largo rato contemplándome: negra y flexible silueta sobre el luminoso cielo. Luego se arrodilló y comenzó a examinarme con una extraordinaria intensidad. Sus dedos se perdieron en mi rostro, palpando mis mejillas, familiarizándose con la curva de mi barbilla, experimentando la elasticidad de la punta de mi nariz. Me hizo levantar los brazos por encima de mi cabeza e inclinado sobre mi cuerpo lo fue reconociendo pulgada a pulgada con la atención de un anatomista que se prepara a disecar un cadáver. Parecía haber olvidado que yo tenía una mirada, una respiración, que había preguntas que podían plantearse a mi espíritu, que podía embargarme la impaciencia. Pero yo había comprendido perfectamente esa sed de lo humano que le impulsa hacia mí para osar contrariar su acción. Al final sonrió, como si saliera de un sueño y se diera cuenta de pronto de mi presencia y, agarrando mi muñeca, colocó su dedo sobre una vena violeta, visible a través de la piel nacarada, y me dijo con un tono de falso reproche: «¡Oh! Se ve tu sangre.»

Log-book.- ¿Me hallo en disposición de retornar al culto del sol al que se entregaban algunos paganos? No lo creo, y además no sé nada con precisión de las creencias y de los auténticos ritos de aquellos legendarios «paganos» que quizá no han existido más que en la imaginación de nuestros pastores. Pero es cierto que al flotar en una soledad intolerable que no me dejaba elegir más que entre la locura o el suicidio, he buscado instintivamente el punto de apoyo, que no me proporcionaba en absoluto el cuerpo social. Simultáneamente, las estructuras construidas y mantenidas en mí por el trato con mis semejantes, se desplomaban y desaparecían. De este modo me veía conducido a través de sucesivos tanteos a buscar mi salvación en la comunión con los elementos, convirtiéndome yo mismo en elemental. La tierra de Speranza me proporcionó una primera solución duradera y viable, aunque imperfecta y no carente de peligros. Luego apareció Viernes y, aunque se plegó aparentemente a mi reinado telúrico, lo fue minando con todas las fuerzas de su ser. Sin embargo, había una vía de salvación, porque si Viernes rechazaba con repugnancia y absolutamente a la tierra, era tan elemental por su nacimiento, como yo mismo había llegado a serlo por la casualidad. Bajo su influencia, bajo los sucesivos golpes que ha ido asestándome, he ido avanzando en el camino de una larga y dolorosa metamorfosis. El hombre de la tierra arrancado de su agujero por el genio eólico no se ha convertido a su vez en genio eólico. Había densidad dentro de él, demasiadas cargas y maduraciones muy lentas. Pero el sol ha tocado con su varita de luz a esta gruesa larva blanca y blanda, oculta en las tinieblas subterráneas, y se ha convertido en falena con su tórax metálico, con las alas espejeantes por el polvillo de oro; se ha convertido en un ser solar, duro e inalterable, pero de una turbadora debilidad, cuando los rayos del astro-dios no le alimentan.

Log-book.- Andoar era yo. Aquel viejo macho solitario y testarudo con su barba de patriarca y sus melenas sudorosas de lubricidad, ese fauno telúrico ásperamente enraizado con sus cuatro pezuñas hendidas en su montaña rocosa, era yo. Viernes sintió en seguida una extraña amistad hacia él y se inició un cruel juego entre los dos. «Voy a hacer volar y cantar a Andoar», repetía misteriosamente el araucano. ¡Pero para que se produjera la transformación eólica del viejo cabrón, ¿a qué pruebas tuvieron que someterse sus despojos?!

El arpa eolia. Siempre encerrado en el instante presente, absolutamente refractario a los pacientes procesos que se desarrollan por acoplamiento de sucesivas piezas, Viernes, con una infalible intuición, encontró el único instrumento de música que respondía a su naturaleza. Porque el arpa eolia no es sólo un instrumento elemental al que hace cantar la rosa de los vientos; es también el único instrumento cuya música, en vez de desarrollarse en el tiempo, se inscribe toda entera en el instante. Se pueden multiplicar sus cuerdas y dar a cada una la nota que se desee y al hacerlo se compone una sinfonía instantánea que estalla desde la primera a la última nota desde que el viento ataca al instrumento.

Log-book.- Le veo desprenderse riendo de la espuma de las olas que le bañan y una palabra me viene a la cabeza: la venustidad. La venustidad de Viernes. No sé exactamente lo que significa ese substantivo bastante raro, pero esa carne resplandeciente y firme, esos gestos de danza contenidos por el abrazo del agua, esa gracia natural y alegre la hacen aflorar irresistiblemente a mis labios.

No es más que un eslabón en una cadena de significados, cuyo centro es Viernes y que yo intento desentrañar. Otro índice es el sentido etimológico de Viernes. El viernes es, si no me equivoco, el día de Venus. Añado que para los cristianos es el día de la muerte de Cristo. Nacimiento de Venus, muerte de Cristo. No puedo impedir un presentimiento que se desprende de esta coincidencia, evidentemente fortuita, un alcance que por ahora me sobrepasa y que asusta a esa parte que todavía queda en mí de puritano devoto.

El tercer eslabón me lo proporciona el recuerdo de las últimas palabras humanas que me fue dado escuchar antes del naufragio del Virginia. Aquellas palabras que de algún modo fueron el viático espiritual que me concedía la humanidad antes de abandonarme a los elementos, deberían haberse impreso con letras de oro en mi memoria. ¡Pero, sin embargo, no me quedan de ellas más que retazos confusos e incompletos! Eran, creo, las predicciones que el capitán Pieter Van Deyssel leía -o pretendía leer- en las cartas de un tarot. Y el nombre de Venus aparecía repetidas veces en aquellas nociones tan desconcertantes para el joven que yo era entonces. ¿No anunciaron acaso que, tras convertirme en ermitaño en una gruta, sería sacado de allí por la llegada de Venus? Y aquel ser, salido de las aguas, ¿no debía transformarse en arquero que arrojaba sus flechas hacia el sol? Pero eso no es lo que más importa. Puedo ver confusamente una carta en la que dos niños -dos gemelos, dos inocentes- se cogían de la mano ante un muro que simboliza la ciudad solar. Van Deyssel comentó aquella imagen, hablando de sexualidad circular, cerrada sobre sí misma, y había evocado el símbolo de la serpiente que se muerde la cola.

Pero, si se trata de mi sexualidad, me doy cuenta de que ni una sola vez Viernes ha despertado en mí una tentación sodomita. En primer lugar porque ha llegado demasiado tarde: mi sexualidad se había vuelto ya elemental y se volvía hacia Speranza. Pero, sobre todo, se debe a que Venus no salió de las aguas y arribó a mis costas para seducirme, sino para conducirme a la fuerza hacia su padre Ouranos. No se trataba, por tanto, de hacerme regresar hacia amores humanos sino, sin salir de lo elemental, cambiar de elemento. Es lo que ha sucedido hoy. Mis amores con Speranza se inspiraban todavía en gran parte en modelos humanos. En una palabra: yo fecundaba a esta tierra, como lo habría hecho con una esposa. Viernes me ha forzado a una conversión más radical. La voluptuosidad brutal que traspasa los riñones del amante, se ha transformado para mí en un júbilo dulce que me envuelve y me lleva de los pies a la cabeza durante todo el tiempo en que el sol-dios me baña con sus rayos. Y no se trata de una pérdida de sustancia que siempre deja al animal triste post coitum. Mis amores uranianos me llenan, por el contrario, de una energía vital que me da fuerzas para todo un día y toda una noche. Si fuera preciso traducir en términos humanos este coito solar, sería más bien bajo caracteres femeninos: como la esposa del cielo es como habría que definirme. Pero ese antropomorfismo es un contrasentido. En realidad, en el grado al que Viernes y yo hemos accedido, la diferencia de sexos ha quedado superada y Viernes puede identificarse con Venus, del mismo modo que puede decirse en el lenguaje humano que yo me abro a la fecundación del Astro Mayor.

Log-book.- La luna llena derrama una luz tan viva que puedo escribir estas líneas sin la ayuda de una lámpara. Viernes duerme, hecho una bola a mis pies. La atmósfera irreal, la abolición de todas las cosas familiares en torno mío, toda esta carencia proporcionan a mis ideas una ligereza, una gratuidad, que redimen de su fugacidad. Esta meditación no será más que agua de borrajas. Ave spiritu, ¡las ideas que van a morir te saludan!

En el cielo aborrascado por su radiación el Gran Astro Alucinado flota como una gota gigantesca y viscosa. Su forma geométrica es impecable, pero su materia se halla agitada por un torbellino que evoca una creación intestina en pleno trabajo. En su blancura albuminosa se dibujan figuras vagas que desaparecen lentamente, miembros diseminados se recomponen, rostros que sonríen durante un instante; luego todo concluye en un remolino lechoso. De pronto los torbellinos aceleran su rotación hasta el punto de parecer inmóviles. Parece prevalecer una especie de congelación lunar, por el propio exceso de su temblor. Poco a poco las líneas encabalgadas que allí se dibujan se van precisando. Dos focos ocupan los polos contrapuestos del huevo. Un juego de arabescos se propaga de uno a otro. Los focos son ahora cabezas, el arabesco la conjunción de dos cuerpos. Dos seres semejantes, unos gemelos se están gestando en la luna; unos gemelos nacen de la luna. Anudados el uno al otro, se remueven con lentitud, como si despertaran de un sueño secular. Sus movimientos, que al principio parecen caricias mullidas y soñadoras, adquieren un sentido completamente opuesto: tratan ahora de separarse el uno del otro. Cada uno lucha con su sombra, espesa y obsesiva, como un niño con las húmedas tinieblas maternas. En cuanto se desprenden el uno del otro, se yerguen absortos y solitarios y tanteando reemprenden el camino de su intimidad fraterna. En el huevo de Leda, fecundado por el Cisne jupiterino, nacieron los Dióscuros, gemelos de la ciudad solar. Son hermanos con mucha más intensidad que los gemelos humanos, porque comparten la misma alma. Los gemelos humanos son pluránimes. Los Gemelos son unánimes. Por eso su carne posee una densidad extraordinaria, ya que se halla dos veces menos penetrada por el espíritu y es, por tanto, dos veces menos porosa, dos veces más pesada y más carne que la de los gemelos. Y de ahí proceden su eterna juventud, su inhumana belleza. Hay en ellos algo del cristal, del metal, algo de las brillantes superficies barnizadas, un resplandor que no es vivo. Se debe a que no son eslabones de una cadena que se extiende de generación en generación a través de las vicisitudes de la historia. Son los Dióscuros, seres caídos del cielo como meteoros, salidos de una generación vertical, abrupta. Su padre, el Sol, les bendice y su fuego les bendice y les confiere la eternidad.

Una nubecilla, nacida en el occidente, viene a tapar el huevo de Leda. Viernes dirige hacia mí un rostro perdido y pronuncia varias frases incoherentes con una voz extraordinariamente rápida y luego se sumerge de nuevo en su sueño, con las piernas perezosamente plegadas bajo su vientre, los puños cerrados, colocados a un lado y a otro de su negra cabeza. Venus, el Cisne, Leda, los Dióscuros…, tanteo en busca de mí mismo en un bosque de alegorías.