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12.

Mastica despacio. Acoge el alimento con la ayuda del pan. Se apoya en el hueco de la mano mientras piensa. Ya en la primera refección, Scherezade es dueña de la palabra que pronuncia. En medio de las abluciones, con el cuerpo impregnado de esencias, define a su gusto la pauta de la historia. Y aunque reverenciada como reina por las esclavas que integran el conjunto bajo la dirección de Jasmine, Scherezade no es señora de lo cotidiano. Menos aún del futuro inmediato.

En su afán de librarse de la sentencia de muerte que se cierne sobre ella, es menester suspender la narración con el primer destello de luz. Teniendo antes el cuidado de dejar a la vista la espuma difusa de la pasión narrativa. Lanzando para ello el anzuelo que fisgue el corazón del Califa con la intriga latente del enredo, de modo que la garganta del soberano, en medio de la asfixia, sufra la agonía de una verdad que sólo le será revelada la noche siguiente.

Al servicio de su oficio, el tiempo de los hombres, marcado por una ampolleta hipotética, es frágil. Los minutos que prevé, antes del amanecer, se fundan en el equívoco. Apenas Scherezade determina el rumbo y las oscilaciones de la historia, teme que la vida escape a su control. Sus noches, siempre mal dormidas, le ponen difícil la percepción inmediata del destino. Bajo una amenaza cuya gravedad supera su ingenio, le corresponde prolongar un proyecto sujeto a tantas interrupciones estratégicas.

Jasmine le trae infusiones, tes, líquidos que mitigan la ansiedad. Se desliza sobre el mármol, vertebrada como la serpiente blanca que resbala por las arenas del desierto, dejando marcas sinuosas. Pero, a despecho de sus cuidados y de la vigilia de Dinazarda, vacila en decretar el epílogo del relato. De marcar con rigor la extensión de una historia, cuando sólo cuenta con escasos minutos, que preceden al alba, para conocer de cerca el ápice de su creación.

La apresurada realidad del tiempo la amedrenta. Su eficacia, tensando a los personajes, le insinúa, no obstante, que la línea del horizonte es huidiza. Hasta el punto de verse forzada a dotar a los héroes de recursos excedentes, filigranas, volutas, sólo para mantenerlos en escena, visibles para el Califa. Pero si de un lado tales arabescos indican pericia, ¿qué ocurrirá si no alcanzan el efecto deseado?

El pavor de la muerte le causa escalofríos. Avanza indómita, tiene aún mucho que contar. Su imaginación, sujeta al flujo y reflujo de la marea, la amonesta sin cesar. En su mar interior nadan aventureros y bandoleros sobre la cresta de las olas que se encrespan. Subyugada por el carácter huraño del Califa, dobla y multiplica las mallas del enredo, cubre a sus criaturas con la túnica de la humanidad, tejida en las callejas sofocantes de Bagdad.

El Califa no se conmueve. Con mínimos gestos, expone un desaliento nacido de una mirada inmersa en sí mismo y que le ocasiona un extraño disfrute. Contando con estos goces íntimos, emite a la joven señales de peligro. Al menor descuido, como errar en la sucesión de las palabras y de las peripecias, o romper el encanto del habla, él tiene el poder de condenarla a muerte.

Libre de nuevo en la reluciente mañana, Scherezade se niega a celebrar la vida que le es otorgada con semejante indiferencia. Acepta los manjares, tiene hambre. La cabeza del cordero, sobre la bandeja, servida con una guirnalda de hierbas alrededor, se asemeja a la suya propia, en la inminencia de ser decapitada por el verdugo. Su vida, a veces, lejos del fausto de la nobleza, le parece miserable. Las aceitunas saladas, venidas de olivos que casi presenciaron el comienzo del imperio islámico, son bienvenidas. Su pulpa y el aceite alimentan a los pobres del califato. En su condición de princesa, Scherezade es una ardorosa hija del desierto, heredera de la medina. ¿Por qué no probar antes de la muerte los cuernos de la gacela, los bizcochos que enriquecen las tardes de las jóvenes?

Scherezade resiste. Desamparada frente al soberano, con quien comparte simplemente el lecho, anhela que sus palabras despierten en él la noción de la aventura, vecina del acto de vivir. Reconoce que su proyecto fracasa en las manos del Califa. Piensa en su padre, que circula por el reino y por los salones del palacio, siempre armando emboscadas, buscando culpables. A los ojos del pueblo, una figura contradictoria, en rencorosa defensa del califato.

Hace años mantiene el puesto de Visir a costa de un talento probado con frecuencia y que le ha acarreado humillaciones sin fin. En algún lugar, que la hija ignora, él aguarda la confirmación de aquella muerte. Silenciosa aflicción que acelera su vejez y lo deshonra. Esté donde esté ahora, ¿quién oirá el ruido de su respiración desacompasada? En la soledad del palacio, a salvo del Califa, el padre jadea, un animal acosado en busca del aire que se le escapa. Disconforme con la tragedia a punto de abatirse sobre su casa.