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15.

Jasmine es esclava y bella. Sirve a las dos hermanas con la ilusión de haber nacido en la poderosa familia del Visir. En sus sueños, desgarrados y sin esperanza, ambiciona pertenecer a la grey de Scherezade y Dinazarda.

Educada en el desierto, en medio de las ovejas, aún ahora, años después, se refriega la piel con piedra pómez, venida del mar, para librarse del olor de los animales que anidan en su alma. Y mientras suspira escuchando las historias que Scherezade trae a la superficie, en ellas identifica su vida y la de sus ancestros. Le intriga cómo la princesa, no formando parte de su raza, conoce más que ella del espíritu de su clan, transmite los enredos como si hablase en nombre de los beduinos.

De común acuerdo, las hermanas aceptaron que Jasmine se integrase a la intimidad de los aposentos, viviendo allí prácticamente aun cuando el Califa regresa a ellos desde la sala del trono. Consienten que Jasmine se beneficie de la alianza que Scherezade había establecido entre la aristocracia de Bagdad y el mundo del mercado, que la esclava encarna. A simple vista de ella, las hijas del Visir se imaginan en la medina comprando pistacho, queso de cabra, envueltas por el olor de sándalo mezclado con el ámbar gris, esencia oriunda de la ballena que Simbad capturara para ellas.

Desde el principio, Jasmine se había distinguido de las demás esclavas. Al instalarse las jóvenes en los aposentos, Jasmine había demostrado ahínco en servirlas, mediante delicadezas que tradujesen sus sentimientos. Incorporada, pues, a la pequeña corte, prolongaba su permanencia entre las jóvenes fuera de las horas debidas, invadiendo para ello la noche con pequeños servicios. Al hacerse tarde a veces para volver a las dependencias de los servidores, Dinazarda, compadecida, la instaba a acomodarse en el lecho de al lado, detrás del biombo.

La devoción de Jasmine, patente en cada detalle, conmovía a las hermanas, que ya no sabían cómo atenuar sus excesos o reducir su tiempo de permanencia entre ellas. Pero, mientras ordenaban su retirada hacia el universo de los esclavos, sentían su falta cuando tardaba en regresar. Habituadas a su convivencia, iban valorando cada vez más los pequeños actos que Jasmine, como nadie, sembraba a su alrededor, y de los que ya no prescindían. Preguntando diariamente por dónde andaría, le confiaban tareas, exigiendo su compañía todo el tiempo.

Al contrario de Jasmine, que había vivido en la miseria, Scherezade había nacido en medio de la abundancia de la casa de su padre. Pronto, después de la muerte prematura de su mujer, él había confiado su hija menor a Fátima, que hiciese de ella lo necesario, pero le había recomendado que jamás dejasen los límites del palacio, aunque Scherezade, en el futuro, insistiese en visitar el viejo bazar. Como si el Visir presintiese que aquella hija, llegando a aficionarse a las aventuras, se lanzaría, en consecuencia, a los abismos de Bagdad, estableciendo prontamente alianza con los pecadores de la ciudad. Sin tener en cuenta, no obstante, que, al llegar el momento de abandonar el capullo, la interdicción paterna incitaría la curiosidad de Scherezade, le quitaría el sueño.

De hecho, con los años, ávida por conocer un territorio sujeto al desprecio de su padre, por consiguiente zona de peligro, Scherezade acribillaba a Fátima a preguntas. Insistía en que le hablase del mercado, que iba convirtiéndose para ella en un mundo que, aunque desconocido, representaba el pueblo de su ciudad.

Fátima intentó resistirse. Recordando las advertencias del Visir, hizo hincapié en los peligros existentes en aquella parte de Bagdad para hacer que la niña desistiese. Pero, cuanto más hablaba de una urbe poblada por la algarabía de ladrones, sicarios, mercaderes, genios del mal, más Scherezade, llorando plañidera o airada, exigía ver de cerca las inesperadas curvas de las callejuelas, el propio mercado, donde le parecía que había sido parida su imaginación. Quería atravesar los límites de la geografía que, ámbito prohibido, ocupaba su fantasía.

La influencia del mercado se hizo presente enseguida en sus primeras historias. Describía Bagdad con tal agudeza que Fátima, su única oyente, se impresionó. Las escenas ocurridas allí, contadas con su voz aún en formación, guardaban una ilimitada fidelidad a la medina, hasta el punto de que Fátima juzgaba que algún mago, en nombre del bien y del mal, le dictaba tales pormenores. O si no que su madre, desde el reino de la muerte, le susurraba datos preciosos. Aquella niña, a pesar de las joyas, de los velos, de su fina procedencia, no parecía de la nobleza. Sin sombra de duda, tenía el alma labrada en la piedra de la imaginación árabe.

Testigo de los aconteceres palaciegos, Jasmine se niega a describir a las demás esclavas, que no tenían acceso a los aposentos, el tenor del drama del que participa gracias al consentimiento de las hijas del Visir. Y evita también, en cualquier circunstancia, con el fin incluso de despertar piedad en las hermanas, manifestar el deseo de volver un día con su familia, seguramente muerta o dispersa por el desierto, donde antaño vivieron todos en tiendas rasgadas por el viento. Pensaba en ellos con frecuencia, queriendo contarles que servía a la princesa Scherezade, esposa del Califa en Bagdad. Vivía a su lado, a expensas de sus narraciones. Pues no hacía ella otra cosa que contarle historias al soberano. También ellos, nómadas tan incrédulos, quedarían encantados con ella, a despecho del conocimiento precario que tenían del mundo islámico. Pero que supiesen, desde ya, que esta princesa, verdadero heraldo de la imaginación típica del desierto, sabía utilizar como nadie, mediante sonidos rupestres y guturales del idioma, el hablar típico de las caravanas, de las tribus dispersas, de los desolados beduinos del desierto.

El Califa apenas mira a Jasmine, no le da importancia. Ignora que ella trae en su regazo misterios típicos de la nación que gobierna. Habituada a los horizontes infinitos, donde la importancia humana se reducía a un grano de arena, Jasmine se resigna a la indiferencia del Califa. Se refugia detrás del biombo, cerca de Dinazarda. Cuando puede dormir, agradece las bendiciones recibidas. Y por iniciativa propia, so pretexto de ejercicio, añade a ciertas escenas de la historia de Scherezade la astucia originaria de una enmarañada genealogía de semitas, hindúes, arameos. Pueblos errantes que estuvieron en todos los lugares al mismo tiempo.

Al volver cerca de Scherezade, se encanta de nuevo con la vorágine de la contadora, que no cesa frente a los obstáculos. Mientras ella cuenta, bebe prácticamente la sangre de Jasmine siempre que precisa extraer los secretos de su tribu. Sin ceremonia, Scherezade se apodera de los enredos latentes en aquel corazón cautivo, o de quien más cruce por ella. Es así como Scherezade circula al azar en medio de los vendedores de agua, de los encantadores de serpientes, de los dentistas que exhibían como trofeos dientes arrancados de héroes y asesinos célebres.

No siempre Scherezade había dependido de los refuerzos que una esclava u otra le traía. Su imaginación febril, sola, sin ayuda de nadie, se formaba un juicio sobre las cosas. Cuántas veces Fátima y ella se dirigían resueltas al mercado, hincando luego el pie cerca de los rapsodas adornados con amuletos, que ponían a la vista el pecho tatuado con figuras que conjuraban maleficios, a quienes les cabía el oficio de sustentar mentiras con apariencia de verdad.

También se sorprendían con un anciano, precisamente un tuareg en harapos que, por su edad avanzada, iba tropezando con los objetos, lo que le dificultaba cortar finas rodajas de sandía con la misma cuchilla con la que en el pasado cortara las cabezas de férreos enemigos. Siempre hablando solo, él atraía compradores a su tenderete, mientras repetía estribillos enaltecedores, todos evocando a Harum al-Rashid.

A pesar de su apariencia descuidada, expuesto a la miseria y a las intemperies, el anciano se exaltaba con la memoria del legendario califa abasí. Al mismo tiempo que, afectado por inexplicable vanidad, mencionaba su propio talento, gracias al cual se mantenía vivo. Al contar sus historias, demostraba una clara preferencia por los adúlteros que, sólo por el pecado de confundir los síntomas de la concupiscencia con el amor, caían fácilmente en desgracia. Y, con las cuerdas vocales casi rotas por el esfuerzo, se convencía de que existía en el paraíso lugar para los que, habiendo sido víctimas de las pasiones que oscurecen los sentidos, osaron con valentía aventurarse por los bordes del abismo del mal.

Impresionada con historias como la del vendedor de sandías, Scherezade las había guardado en su memoria como reliquias. Enredos que, habiendo prosperado lejos del núcleo familiar, le resultaban tan transparentes como cualquier otro. Para ella no había excelencia en un relato por ostentar procedencia noble. Su mérito de contadora consistía en añadir a cada uno de ellos alusiones, arrebatos, imágenes, todo lo que se había cristalizado en los manuscritos y en las mentes de Bagdad.

Siempre había reclamado el derecho de contar lo que quisiese. El arte de narrar sólo maduraba moviéndose intrépido en medio del pantano de las palabras improvisadas. De ahí que defendiese para sí el planeamiento impreciso, susceptible de cambios repentinos. Como si cada frase impusiera a sangre y fuego su propia ley. Un saber único, con el cual imprime rumbo a la historia que, justo aquella noche, causa desasosiego al Califa.

Aquella tarde, sensible a los ruidos de Dinazarda y Jasmine, se concentraba con dificultad. Tenía mucho que hacer, como desatar ciertos nudos que le impedían alzar el vuelo. Sin mencionar que hacía falta, sobre todo en la escena en que Zoneida, dolida por la ingratitud de su amante, le daba la espalda, crear condiciones para que los oyentes llorasen por los infortunios de esta mujer. No descuidando en ningún momento las emociones originarias de una matriz común a todos los seres.

Pero faltando poco para que el Califa retornase a los aposentos, Scherezade tiene otras urgencias que atender. Cómo equilibrar, en la dosis justa, la desesperación y la esperanza de ciertos personajes proclives a la exageración, perjudicando con ello la naturalidad que debía fluir entre todos.

Contrario a lo que se decía de la joven hija del Visir, su imaginación, alimentada por los incunables y los rollos traídos a su casa por los sabios de Bagdad, dependía mucho de las palabras que le brotaban de las vísceras. Como si en el interior caliente y sofocante de las tripas hubiese un manuscrito que fuese leyendo mientras hablaba.

Bajo el torbellino de tantos enredos aún sin urdir, Scherezade se comporta frente al Califa como la falsa profetisa que, aunque adivine el mundo, es incapaz de entender su propia vida. Alguien que, en medio del dolor, se obliga a hacer un collage de los hechos reales para injertarlos en la psique de Aladino en dosis que no afecten a su vida.

Igualmente encadenada a la nave de Simbad, ahora atracada al borde del muelle de los aposentos del Califa, ella se pregunta si puede alardear de la misma libertad que atribuye al apasionante marinero. Si le es suficiente con dar marcha a la imaginación para redimirse.

Se siente desamparada. Sin posibilidad de ingresar en la boca oscura del misterio y, en este desconsolado descampado, encender el fuego con que iluminar su propia alma ahora en la penumbra.