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19.

Scherezade atiza la imaginación del Califa, jamás su deseo. A pesar de los ornamentos elegidos por su hermana, ella palidece cada día, su brillo está en las palabras con las que cuenta las historias.

Desde la casa de su padre, Dinazarda se ocupaba de escoger los trajes que ambas usarían en las ceremonias familiares. Una selección que desconsideraba el gusto del Visir, quien la acusaba constantemente de adoptar hábitos perniciosos. Pocos años mayor que Scherezade, a Dinazarda le daba placer desafiar a la autoridad paterna. No veía por qué ceder a su voluntad, cuando el padre, aunque siguiese protestando, daba enseguida indicios de olvidar un percance ocurrido días atrás.

Gracias a su sencilla insubordinación, Dinazarda se atrevía a subir a la alfombra mágica que la fantasía de su hermana le proporcionaba e instalarse en la proa, fingiendo visitar parajes consonantes con las descripciones previamente hechas, regiones imaginarias donde ambas hijas del Visir se encontraban a salvo.

Los modismos, que Dinazarda introducía en la casa con el fin de internarse en el camino de la modernidad, incomodaban a su padre. No pretendía someterse al imperativo de la fantasía que las dos hijas iban difundiendo por el palacio. Parco en palabras en el hogar, adonde muchas veces llegaba abatido por la noche tarde, el Visir combatía los hábitos que hiriesen la moral del Islam. Al amonestarlas, sus sermones, lanzados a toda prisa, ya retornando al salón de audiencias del Califa, donde de hecho su vida parecía transcurrir, enfatizaban que no debían las hijas incumplir una sola regla del Corán o entregarse a las prácticas ofensivas a la religión que profesaban, dando él realce a aquellas que prescribían modestia y obediencia en la mujer.

Después de alguna discusión, a la noche siguiente, él confesaba comprender que las hijas, por mera curiosidad, se refugiasen en un gusto extranjero, en flagrante contradicción con el que presidía Bagdad. Ahora en tono conciliador, les decía no ver razón en que ambas jóvenes estimasen colores y modales atrevidos que la corte del Califa, por cierto, aún no había consagrado. De modo que debía avivarles la memoria, por si hubiesen olvidado ciertos preceptos fundamentales por los que, después de las revelaciones hechas por Alá al profeta Mahoma, las mujeres de la familia, presas de conmovido fervor, se cubrieron el rostro con trozos de tela disponibles en la casa, como forma de impedir que parte tan reveladora de la mujer estuviese al alcance de la concupiscencia masculina.

Era atento, no obstante, con sus hijas. Al verlas, el Visir esbozaba una sonrisa y, dándoles constantes pruebas de amor, permitía que le hablasen, aun con el riesgo de que discutiesen sus argumentos. Admitió que Dinazarda no viese reproche en las nuevas expresiones de belleza que iban llegando al interior de los domicilios principescos de Bagdad, cada cual expresando prerrogativas oriundas de otros reinos. También la civilización islámica, de la que el Visir y sus hijas tan orgullosamente formaban parte, en cualesquiera tierras que estuviese enseguida alzaba magníficos monumentos, siempre en obediencia a la noción de que lo bello fluía de Alá y desembocaba en los corazones de sus devotos.

Los propios soberanos abasíes, descendientes de Abbás, tío de Mahoma, que concibieron Bagdad en el siglo VIII, en las márgenes del Tigris, al norte de Ctesifonte, al construir mezquitas, minaretes, las murallas redondas, tuvieron en mira maravillas que complaciesen a Alá y asombrasen a los ojos humanos. Y tanto fue así que se designó tal período como la edad de oro de la cultura islámica. ¿Y por qué, padre?, dijo Dinazarda, ¿o lo habrían dicho las dos al unísono? Porque tuvieron el coraje de asumir la nostalgia de la grandeza que emana de lo divino, mientras se proclamaban productos de la magnitud del Poderoso, que los había provisto de la existencia. Además, ¿no había sido el Visir, tan generoso, quien cediera a Scherezade recursos con los cuales ella impresionaba a maestros y oyentes?

Como resultado de estos privilegios, las hijas, antes pacíficas, comenzaron a rebelarse contra la mentalidad del Visir. No veían impropiedad en servir a Alá y dar pruebas a su padre de que el propio mundo comportaba variadas manifestaciones de arte. Por todos los motivos, se podía renunciar a las formas tradicionales sin incurrir en delito moral.

Tal atolladero, en vez de disgustar al Visir, lo hacía enorgullecerse de sus hijas. Había hecho bien en propiciarles una educación primorosa, en traer al palacio maestros que transmitían los fundamentos básicos de la inteligencia humana. Sabios, de apariencia circunspecta, entrando y saliendo de los salones del palacio, que transportaban toda suerte de conocimiento, en esa época concentrado en Bagdad. Y ese saber les pesaba tanto que parecían arrastrar, por las dependencias de la casa, un camello que llevase en la giba una canasta cargada de manuscritos y tablas caligráficas.

El Visir, que al servicio del Califa recaudaba impuestos exorbitantes y amordazaba al pueblo, obstruyendo cualquier ráfaga de liberalismo, había concedido regalías a sus hijas. Tal vez por la viudez precoz, auxiliado por Fátima, prescindía de aplicarles castigos, de privarlas de los beneficios propios de su clase. Y en contra de las prácticas de la corte, punitiva y castradora para las mujeres, las hijas le exponían sus propias ideas, bregando por ellas. Aunque con la condición de que semejante privilegio fuese disfrutado intramuros y perdurase sólo mientras él viviese. Una vez que sus hijas contrajesen matrimonio, sus maridos suspenderían semejantes prerrogativas.

Él había amado a la madre de las jóvenes con suave y persistente amor. Le había concedido amplios beneficios sin el temor de que llegase a traicionarlo. La complicidad entre los esposos ocasionó una felicidad rara, que había perdurado hasta el fallecimiento de la mujer, por una fiebre que no fue posible vencer. Amparada entre sus brazos, ya en los suspiros finales, ella le suplicó desvelos con las hijas, que se les diese una educación esmerada, aprovechándose de la circunstancia de ser Bagdad una metrópoli propicia a la sabiduría. Además de las salas de estudios, frecuentadas por maestros del Oriente Medio, esta especie de universidad atraía a sus lecturas públicas a una multitud calculada en cuarenta mil personas, incluidas entre ellas algunas mujeres disfrazadas con trajes masculinos.

Y prosiguiendo con sus solicitaciones finales, la moribunda pidió a su marido que tomase en consideración la habilidad y el temperamento de cada hija. Dinazarda, por ejemplo, su primogénita, habría sucedido al padre en sus funciones de Visir, si hubiese nacido hombre. Al hablar de Scherezade, la voz, que casi se había apagado, recobró el vigor, advirtiéndole del brillo de la mirada de Scherezade, que, desde su nacimiento, anunciaba misterios. No erraría al profetizar que la memoria de esta hija retenía el saber del mundo, mereciendo que le franqueasen las puertas de la erudición. ¿Y de qué otro modo su marido cumpliría los designios de Alá?

Aunque absorto en sus tareas, los sentimientos del Visir se prodigaban delante de las hijas, que, en medio de los juegos, reían, parecían felices. No tenía, entonces, pudor en pedirle a Alá, incluso en presencia de ellas, que les ahorrase en el futuro amargas desilusiones.

En esta fase de formación, Scherezade consumía los días con Fátima, exclusiva para su servicio, mientras Dinazarda seguía a su padre, ya de regreso del palacio del Califa, en general abatido. Pero, a pesar del mutuo afecto, padre e hija chocaban con frecuencia, sobre todo al enseñarle el Visir el arte de negociar. Raro momento en que él, en tono insistente, reclamaba de Dinazarda consistente defensa de su punto de vista. Debía ella aprender a qué aspectos renunciar a fin de alcanzar con el adversario un acuerdo satisfactorio, tendente a favorecerla más adelante.

La hija se entretenía igualmente con el universo mundano del que le hablaba su padre. Consciente de la idiosincrasia de su grey y de los cortesanos, Dinazarda extraía del Visir, al volver él de su jornada, pormenores administrativos referidos al califato. Informaciones que su padre le cedía sin desconfiar y que la hija memorizaba. Mientras él distribuía alguna que otra palabra inconveniente, ella lo besaba, y comenzaba a interrogarlo sobre otros asuntos, aún desconocidos.

Al margen de estas querellas familiares, tan del agrado del Visir y de Dinazarda, Scherezade recibía a su padre con discreta efusión, y buscaba luego su refugio. Pero agradecía tener un padre que la dejaba concentrarse en la aguerrida y preciosa materia de la imaginación. Su método era evitar una discordancia frontal con su padre. Habiendo aprendido hacía mucho que no le convenía dejar rastros de sus travesuras.

Siempre recluida, Scherezade amaba el silencio. Sin ningún esfuerzo, se abstraía de la realidad. Con algunos minutos de meditación, se sumergía en los conflictos humanos, olvidada de las funciones diarias. No reclamaba comida, agua, complaciéndose en robar horas del sueño para dedicarlas a las aventuras de cierto genio de la lámpara que, en aquellos días, la perseguía hasta el punto de amenazar su integridad física. Un genio que, oscilando entre el bien y el mal, alzaba la voz para conmover el coro de voces que, del otro lado del desfiladero, solapaban el curso de la historia de Scherezade.

En estos momentos, que Scherezade luchaba por prorrogar, de nada valía que le hablasen. Cedía, a lo sumo, un monosílabo. Ni Dinazarda debía golpear su puerta, insistir. Pues el corazón de la princesa, habiéndose ausentado, no estaría a su alcance en las próximas horas.