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Scherezade no había salido a su padre. Al Visir no le había sido otorgada la imaginación que la hija heredara de su madre. En compensación, la naturaleza pertinaz y astuciosa de aquel hombre sabía explotar a su favor las querellas familiares, intensas entre los abasíes. Sobre todo las tramas de la corte, que, en sus manos, se convertían en un instrumento de rara persuasión.
Así iba pensando el Califa sobre el Visir, intransigente servidor, cuya devoción a la corona anticipaba y castigaba los avances de los enemigos, sin siquiera consultarlo. A quien él mantenía próximo al trono, confiado en su obsesiva entrega al poder, que sólo se aliquebraba frente al amor a las hijas.
Viudo desde hace mucho, el Visir se mantenía fiel a la memoria de la esposa, resistiéndose a contraer nuevo matrimonio, aunque el Califa lo estimulase. En casa, sin embargo, aturdido por el talento de Scherezade, le facilitaba una esmerada educación. Los maestros de Bagdad, convocados para esta misión, amanecían diariamente en el palacio, sólo dejando a Scherezade al anochecer. Provistos de toda suerte de conocimientos, hasta de los griegos clásicos, algunos de los sabios provenían de la escuela de traductores; otros, asociados a las escuelas religiosas, las madrasas, se perfeccionaban en los estudios exegéticos del Corán. En su calidad de teólogos, detentaban un poder que superaba en mucho al de los colegas dedicados a la filosofía, probándose así que cuidar de la trascendencia de Alá constituía estímulo mayor que especular sobre los hombres en sus andanzas terrestres.
Mientras que Dinazarda era negligente en los estudios, Scherezade exigía de sus maestros las llaves para abrir las puertas de la percepción y la sabiduría. Nada le satisfacía la ambición intelectual, para perplejidad de los profesores.
Sabedor del grado de exigencia de su hija, el Visir agradecía a Alá el privilegio de tener una hija para quien el mundo se hacía íntimo. Así, cuando Scherezade, años después, le comunicó la intención de entregarse al Califa, juzgando que con semejante acto impediría la muerte de tantas jóvenes, él se rasgó el turbante y ayunó durante los días siguientes. Abatido por el dolor que lo consumía, pero que se preciaba de esconder de los demás. Y en el palacio del Califa, al seguir con rigor la norma diaria, sin flaquear en las audiencias con el soberano, era como si la hija no existiese. Desistía de que le hablasen de ella, como si la muerte, al borde de la entrada de la casa, no amenazara aún a ningún miembro de su grey. Al contrario, sobre la cabeza de la hija se cernía la corona de reina, y no la cuchilla del verdugo.
La frágil situación del Visir, puesto a prueba entre la lealtad al trono y el tormento por la pérdida temporaria de las hijas, cohibía al Califa. En las audiencias, al enfrentarse con el Visir, el soberano se limitaba a asuntos pertinentes al califato, no mencionando jamás a sus hijas, o incluso sugiriéndole que las fuese a visitar en los aposentos reales, donde vivían recluidas.
Sometido a la jerarquía cortesana, el Visir reaccionaba a las noticias que eventualmente le llegaban sin pronunciarse, aunque los ojos le brillasen ante la mención de sus nombres, o sabiendo que Scherezade se había librado una vez más de la muerte.
Mortalmente ofendido como cualquier padre, no sabía cómo persuadir al Califa de que se desinteresase de Scherezade. Al principio, intensificó sus quehaceres, esperando apartarlo del palacio. Pero sin obtener los resultados esperados, le aconsejó viajar por el reino, tan necesitado de su presencia. Debiendo para ello alejarse de Bagdad durante los meses siguientes.
El soberano se negó con firmeza. No pretendía convivir tan de cerca con los conflictos del reino, que ya le pesaban desde mucho tiempo atrás. Fue cuando el Visir, en árabe primoroso, lo instigó a ir al distante Egipto, con la expectativa de conocer a unos sabios que añadirían riquezas a su sabiduría. De ellos se decía que, por no cortarse las barbas, arrastradas por el suelo, éstas levantaban polvo y soltaban hebras, recogidas por sus discípulos como reliquias.
El Califa no veía razón para desplazarse tan lejos, si en Bagdad había hombres de igual envergadura, sin el trastorno de aturdirse con barbas de tal longitud. La argumentación del Visir, no obstante, tenía fundamento. Aquellos ancianos, en permanente vigilia, ofrecían a los visitantes, entre sorbos de hierbas recogidas en la huerta, la visión ordenada del universo de la que nunca se había oído hablar anteriormente. Síntesis tan perfecta que causaba perplejidad a los oyentes, ansiosos por desvelar secretos confiados a los pocos de un círculo restringido. En compensación, en ningún otro lugar, tal vez, la valiosa perspicacia del Califa sería más apreciada que en aquellos parajes sagrados. Mereciendo él, pues, oírlos discurrir sobre la ciencia de la guerra, traducida en ganancia de tierras y despojos, sobre el arte de aprender los aspectos demoníacos de la naturaleza humana, sobre el bendecido uso de la ilimitada imaginación.
La mirada del Califa parecía asentir, como si la táctica del canciller estuviese a punto de dar resultados. Bajo semejante estímulo, el Visir le confirmó que otros sultanes, beyes, jeques, después de La Meca y Medina, se aventuraron con caravanas propias por la margen del Nilo, cruzando el desierto en dirección al oasis Dakhla, en busca de estos sabios. A la sombra de las palmeras de dátiles meditaban, preparándose para el encuentro místico. Para luego, después de anidarse a los pies de una escarpa de altura elevada, tomar el rumbo de Qasr, con la confianza puesta en que, a despecho de las escasas descripciones que les habían sido confiadas, la intuición, tan apreciada por los santos del desierto, los ayudaría a localizar el escondrijo buscado.
El Visir frunció los ojos y, con gesto igual al de Scherezade cuando se enfrentaba con cualquier enigma, se preguntó en voz alta, como no esperando respuesta, si no valdría la pena, al final, tamaño sacrificio, a cambio de escuchar historias cuyo entramado intrigante suplantaba el que Scherezade, mera aprendiz, le venía contando. Y, probando el interés del Califa, insistió en la cuestión, sin percibir que el soberano, desatento a su ponderación, se concentraba ahora en el proyecto de alzar la nueva mezquita, cuyo diseño le fuera entregado por la mañana. Le parecía oír otra vez el timbre del arquitecto asegurándole la magnitud de una construcción concebida por un soñador que erguía minaretes en la creencia de que volarían por sí mismos, desprendidos del impulso creador del artista.
Arrodillado al pie del trono, el arquitecto, entre tímido y ufano, le había asegurado al Califa que las cúpulas doradas y centelleantes de la futura mezquita, en contraste con el cimborrio verde del palacio, serían apreciadas tanto por los que estuviesen en las márgenes del Tigris, o navegando sus aguas, como por los que entrasen a pie en Bagdad a través de los cuatro portones, rodeando antes las murallas redondas.
Con los ojos casi saltándole de las órbitas, el arquitecto preveía minaretes leves, traslúcidos, listos para brotar del patio central, imantados por el firmamento. Un milagro que habría de causar a los creyentes la sensación de ascender al paraíso prometido por el Profeta.
Comprobando la indiferencia del Califa, el Visir se arrepintió de la iniciativa. En los últimos tiempos, tal vez por la abusiva frecuencia con la que se aprovechaba de las intrigas palaciegas, se venían evidenciando sus desaciertos. Se hacía penoso convencer al Califa de qué iba el asunto, aun cuando se trataba de un pariente que quería usurparle el trono abasí en medio de las fanfarrias. Una acusación que el Califa simulaba no asimilar. Aunque semanas después, antes de que consumasen la traición, los abatiese sin piedad.
El hecho es que el desencanto del Califa con las tramas de la corte se había acentuado después de someterlo Scherezade a los efectos voluptuosos de sus relatos. Las peroratas de su ministro, aunque pertinentes, se desvanecían a sus ojos. Atraído por los relatos nocturnos de la joven, cavilaba, por primera vez, sobre la existencia de un tiempo que fuese capaz, un día, de preservar los encargos de la tradición y modernizar simultáneamente la visión de una posteridad hecha de anarquía y libertad peligrosa.
El Califa había heredado de su padre el aprecio por las oraciones laudatorias. Pero la lisonja del Visir, aunque bienintencionada, le sonaba ahora sin encanto si se la comparaba con las leyendas traídas al lecho por Scherezade. Leyendas que, posiblemente volátiles, superaban las arrogantes afirmaciones de los cortesanos, loando la inmutabilidad de la imperial vida cotidiana de los abasíes.
Pero lo que el Califa exigía en aquellos instantes era una realidad que fuese fuente de sorpresa y entretenimiento. Pues crecía en él la aspiración de adueñarse un día de la destreza de Scherezade y conmover a sus súbditos reunidos en el bazar, presentándose ante ellos como un personaje de dimensión universal, de la altura de Harum al-Rashid, abasí como él.
Estos delirios, felizmente, se eclipsaban, retomando su índole altiva, resistente a los cambios. Exigiendo que los acólitos, fámulos, áulicos reverenciasen a su majestad simbolizada en el turbante engastado en perlas y brillantes que, calado en la cabeza, le cubría parte de la frente, realzando su nariz ganchuda de águila.
Se despidió con prisa del Visir, tomando el rumbo opuesto al de los aposentos. Andaba al azar, siguiendo las vías de un laborioso laberinto que reproducía ciertas tramas de Scherezade, tendentes a volver al punto de partida, para desde allí proseguir hasta un lugar donde no había estado anteriormente.
Al avanzar por los interminables corredores, olvidado de observar las maravillas caligráficas impresas en las paredes a manera de mural, las palabras de Scherezade afloraban desprendidas de las historias. La brisa del anochecer traía al Califa la voluptuosidad de las fragancias silvestres provenientes de los jardines, seguida de una extraña languidez. Sus pasos, claudicantes con los años, lo obligaron a reducir el ritmo. Pero para que no notasen su fatiga, se apresura en dirección a los aposentos. Quizás el verbo de la joven lubrique su imaginación erótica, exacerbe el fuego de los genitales. Ante la simple idea, se ruboriza como un aprendiz de las artimañas de la carne. En unos pasos, afrontará la materia que Scherezade esboza con el propósito de atormentarlo.
A la entrada, Jasmine anuncia su venida, se anticipa al heraldo, a quien le incumbe esa tarea. La quiebra del protocolo inquieta a Dinazarda. El Califa, sin embargo, fingiendo no ver un acto merecedor de punición, se atusa la barba. Los efluvios, que emanan del ambiente, lo eximen de evaluar pormenores, de averiguar qué mundo se conforma a su sensibilidad. Se preocupa por seguir a Scherezade a los lugares que ella le va indicando mientras cuenta. Hasta la India, Damasco, a la orilla del Bósforo, siempre llevado por el don de transitar por estos escenarios. Cuando, seguro de haber ganado aletas, que Scherezade le había cedido aquella noche, él se siente nadar, surcando los mares.