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22.

Al principio, Alí Babá, maldecido por la suerte, no se atrevía a dibujar en la arena un futuro que le sonriese. Así iba Scherezade hablando de su héroe, para que el Califa aceptase la existencia de la miseria aliada a la aventura.

Ella describe a este personaje, paradigma de las virtudes típicas de Bagdad, ansiando estar personalmente en la caverna donde los cuarenta ladrones iban apilando maravillas robadas a las caravanas que hace siglos atraviesan el desierto.

Mientras detalla lo que ve, para que el Califa se acerque a las piedras amontonadas dentro de sacos de linaza, Scherezade simula exponer contra la luz de la lamparilla los rubíes, las esmeraldas, los zafiros, a fin de rastrear las vetas cuyo brillo le ofusca la visión.

La historia de Alí Babá la exalta y la amedrenta al mismo tiempo. Sobre todo cuando los intrépidos ladrones, que suman en total cuarenta, se acercan velozmente a la caverna montados en corceles árabes, cuyas patas enérgicas levantan, a su paso, la arena del desierto. Hasta el punto de que Scherezade siente en el cuerpo los escalofríos provocados por los rubíes.

Su celo por lo que cuenta la lleva a excederse. Describiendo ciertas piedras preciosas con excesiva minuciosidad, atribuyendo a las oscilaciones climáticas la naturaleza álgida y ardiente de los minerales con los que se practica el arte de la orfebrería. Y con el propósito de que el Califa confíe en su imaginación, extiende la mano para que, en medio de las líneas de la suerte, él vislumbre la piedra más centelleante de la colección de los ladrones. Aquel raro rubí que ella esculpe con su codicia.

Los tesoros descritos por Scherezade, hace mucho acumulados en la caverna, desfilan delante del Califa, para que aprecie las joyas que Alí Babá, en aquel momento ya camino de Bagdad, lleva a lomos de la mula, después de la visita a la caverna. Selección hecha al azar, tocado por la aflicción y por la avidez de disfrutar la fortuna que los hados le han dado inesperadamente.

Gracias a tal imaginación, que es también una lámpara, Scherezade prosigue con detalles que faciliten el despliegue del relato. Así sus oyentes, ávidos de noticias, acompañan a Alí Babá cruzando la ciudad, no muy distante de su aldea natal, donde tenía la intención de pernoctar. Siéndole conveniente el horario tardío, por pretender que la carga del animal no despierte sospechas entre los vecinos, cuyo rumor podría llegar a los malhadados ladrones.

Repetidas por Scherezade, las palabras de Alí en relación con su fortuna, aunque expresasen alegría por el oro en su poder, hundían al Califa en el miedo. Y esto a pesar de que el mulero había contratado los servicios de una criada, a punto de dominar la escena, y que había tenido la felicidad de encontrar. Una mujer que, combinando astucia y devoción al amo, llegaría a agradar al Califa en su lento proceso de humanización.

Jasmine se alborota con la criada. Aunque oyente del pequeño círculo, no puede pedirle a la princesa informaciones adicionales sobre el nuevo personaje que entra en escena y de quien se esperan actos de coraje y lealtad. Impaciente en sus evaluaciones, la esclava observa con tristeza que Scherezade, al contrario de sus otras historias, no le había dado un nombre, aunque sencillo, ni había mencionado el aspecto físico de la criada, un dato al fin y al cabo relevante para cautivar a Alí Babá en el futuro.

Nacida en el destierro, Jasmine amaba los cuentos que consagraban a aquellos seres de inexpresivo origen familiar, entre los cuales se encontraba. Lloraba con los personajes obligados a olvidar los días felices en pro de la salvación individual. Con qué gusto habría luchado en campo abierto por la gloria de integrar un día la galería de héroes a los que Scherezade atribuye a veces actos de renuncia. Habiendo, pues, sufrido tantas humillaciones, sería para Jasmine un castigo que no le viesen en el futuro méritos suficientes para participar en una historia contada por la favorita del Califa. Ella se contentaría simplemente con que diesen su nombre a aquella criada, asociándose así a un relato iniciado justo cuando Alí Babá, arrastrándose entre las rocas de la altiplanicie, sorprende a la puerta de una caverna a los cuarenta ladrones gritando al unísono «Ábrete, Sésamo».

También Scherezade se conmueve en el curso del relato. Al repetirle al Califa «Ábrete, Sésamo», clave con la que abrir y cerrar la caverna y dar paso a los ladrones, su voz, descuidando el arte de susurrar, en el que era maestra, resuena grave por el palacio. Y cuanto más emite el clamor milagroso, el timbre recrudece, pareciendo empuñar dagas, cimitarras, armas templadas en las aguas del mítico Éufrates. Como si al decir con tal frecuencia el «Ábrete, Sésamo», por efecto de una extraña magia, añadiese densidad a un enredo ya de por sí atrayente. Un logro que se amplía por el hecho de que el Califa, enfrentado con las travesuras de Alí Babá, sufre y se maravilla con su suerte.

El propio Califa, además, impotente para prestar ayuda a Alí o impedir que cayese en la trampa tramada por los cuarenta ladrones, presiente que la muerte de aquel súbdito le acarrearía daños, lesiones impensables. Visiblemente trastornado por un sentimiento nada común en quien se había habituado a emitir sentencias condenatorias sin por ello padecer remordimientos, él mira a Scherezade casi pidiéndole clemencia, mientras le advierte de que, a despecho de su autoridad de narradora, no se atreva a asestar a Alí Babá el golpe mortal.

Sorprende al Califa que un enredo tan popular lo haga sufrir. Que el destino de aquel súbdito, ganando rápida repercusión, tuviese tanto que ver con él. Pero sofrena el ímpetu y no le dice nada. Apuesta, no obstante, por el triunfo del hombre y de la criada, cuyas facciones, ayudado por Scherezade, iba forjando a cada avance de la historia.

A merced de Scherezade, el soberano prueba un poder que, en aquellas circunstancias, de nada le sirve. No está a su alcance salvar al súbdito imprevisor de las amarguras de la narración. Ambos, él y Alí, dependen de los rumbos que la joven les quiera dar.

Hasta aquella noche, se había interesado únicamente por los asuntos provenientes de los abasíes. Hace mucho asentados en el trono de Bagdad, ninguna otra dinastía había sabido apuntar a su favor tantas victorias, garantizándoles fama de invencibles y permanencia en la historia islámica. Educado, por tanto, con tales postulados en su mente, el éxito del vecino iba contra los fundamentos de la corona, reducía su capacidad de mando.

Así, desear que Alí Babá y la vivaz criada saliesen vencedores, además de sonarle inédito, lo impulsa a adoptar por primera vez el peso de la solidaridad. Un sentimiento que, si no le inunda propiamente el alma, imprime en ella algunas señales de blandura. Sobre todo porque Scherezade, en la sucesión de esta historia, lo introduce de inmediato en otras con igual fiebre y placer.

Aquella extraña noche, que al soberano le parece interminable, él no se da cuenta de que la palabra de Scherezade es un filo al borde de su nariz ganchuda, que amenaza con mutilarla. Y que, a pesar de resignarse a la posición subalterna de oyente, tiene el derecho de insinuar con la mirada su vivo deseo de decidir sobre el futuro de Alí Babá.

También Scherezade, por medio de la misma mirada evasiva, le hace ver que acepta por breves minutos compartir con el compungido Califa las riendas de la historia. Pero antes de que él piense en el desenlace que pretende atribuirle a Alí Babá, conviene saber que la maliciosa criada, en aquel instante en su aldea natal, empeñada en salvar al amo de las embestidas de los cuarenta ladrones, iba lentamente derramando aceite hirviendo en los oídos de los hombres que, escondidos en los barriles a la puerta de la casa, aguardan la hora de matar a Alí Babá, como desquite por los ultrajes sufridos.

A medida que Scherezade pule un aspecto u otro de la conducta del hombre y de su futura esposa, con la expectativa de que el soberano contribuya con algún detalle esencial, él suplica, paralizado de emoción, que Scherezade prosiga. Que bajo ningún pretexto interrumpa la corriente de encantamiento con la que viene alfombrando su vida cotidiana.