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El Califa le impone la tiranía de los días que siguen. La materia del tiempo la envejece, transforma a Scherezade en un ser diferente a cada segundo. Se mira en el cristal que le trae Jasmine y comprueba la mirada desolada. Sujeta al implacable misterio temporal que rige su cerebro, afronta, junto a Dinazarda, la elocuencia de la ampolleta, los granos de arena que martirizan el corazón, para no zozobrar.
Bajo el fulgor de las piezas valiosas que hay alrededor, que reverberan con los primeros rayos solares, Scherezade tiene ganas de llorar, pero se resiste a que le roben la ilusión. Prisionera de aquel mausoleo, adquiere la dimensión trágica de los minutos que se escurren sin conmiseración ni rescate, y que piden llevarla a la muerte en breves segundos. Su única salvación consiste en engendrar pausas, intervalos, interrupciones, cortes, en defensa de una historia que respire hasta el amanecer.
Para controlar, sin embargo, la frecuencia con que los minutos laten en la frente, consulta a su hermana y a la esclava, ambas expresivas en su defensa. Scherezade pide poco de ellas, ansía solamente un epicentro irradiador que la reconforte, la advierta de sus debilidades, qué hacer exactamente con el maldito enredo que ahora tiene en sus manos.
La muerte inminente de la hermana es un conflicto para Dinazarda, evita mirarla, simula indiferencia. Con el gesto pretende que el Califa se conduela de Scherezade y la juzgue desamparada por su propia familia, que ella representa en aquellos aposentos. Pero, para su disgusto, el soberano no registra su desamor por Scherezade. Absorto ante el despliegue de una realidad enojosa, el Califa no retiene la llave de la felicidad.
La estrategia de Dinazarda falla. Había sido ingenua al contar con la solidaridad del Califa, cuya indiferencia era proverbial. Mientras Jasmine se desvela en cuidados, su esfuerzo en ese momento es evitar que Scherezade, mientras narra, flaquee por el cansancio, por lo avanzado de la hora. Pero, sorbiendo a tragos la tisana de limón ligeramente calentada, donde flotan dos pétalos simbólicos, servida por la esclava, ¿acaso Scherezade se recobra, se anima? ¿O sigue exigiendo que le susurren al oído la creencia en su ardiente talento, y le proclamen que, por iniciativa de Alá, disponen hoy, otra vez, de la palabra fervorosa y de un cuerpo armónico?
Scherezade transforma la mueca del rostro en sonrisa. Nada la protege del sacrificio inminente. Siempre había sabido de los riesgos de la empresa, que para salvarse convenía entretener al Califa con un episodio lleno de sobresaltos, inyectar en él ingredientes de su inventiva, la insignia de su imaginación. Se sabe dueña de una fantasía insolente, de riendas sueltas, que vale sofrenar para conciliar mejor los intereses antagónicos de la historia en cuestión. Cualquier imprudencia, al dar demasiada relevancia a escenas condenadas de antemano por el Califa, redunda en su condenación.
Entre las paredes de los aposentos, que nunca abandona, Scherezade vive el conflicto de servir a la vida y a la muerte. En contumaz competición, una y otra alcanzan el paroxismo del respectivo esplendor a las primeras señales de la alborada.
Al salir vencedora cada mañana, ella vive la tregua de las escasas horas ganadas a la muerte en medio del torbellino de las emociones. Una prórroga debida a la destreza de su narración, pero que, en contrapartida, sacrifica el proyecto inicial, ya en marcha.
Forzada, de repente, a resucitar detalles enterrados en la memoria, teniendo siempre en vista seducir al implacable amante, Scherezade enriquece el filón de los relatos con un celo intransigente. Para este fin, lanza un personaje en el lecho del otro, aunque no haya amor, ni lo motive la pasión. Sabe que en algún lugar del cuerpo de Simbad hay una memoria que pronto responde al deseo y lo convierte en un amante perfecto. Él simula el amor como si amase.