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26.

¿Acaso este ilustre abasí ansía un plato de lentejas en el que floten trozos de cierto carnero que, antes de ser abatido, había sorprendido el fulgor de la luz al brillar en la arena ardiente del desierto? ¿O requiere la mirada complaciente de una mujer que, en vez de envenenarlo con la fuerza del resentimiento, lo nutra con la leche materna?

El Califa jamás había indagado los motivos de que Scherezade fuese espontáneamente a su encuentro, exponiéndose a la crueldad de sus actos. Prescinde de explicaciones que, en general, terminan por exponer sus propias debilidades. Actúa al contrario de Harum al-Rashid, el noble antepasado que, de tanto necesitar de la verdad y la mentira, iba al mercado disfrazado de alfarero, de mendigo, de mercader, forzando a los súbditos a que denunciasen su prepotencia y sus errores.

Pronto el soberano había aprendido la fuerza corrosiva nacida de hombres y animales. El diálogo entre criaturas que, sin la menor justificación, adopta un rumbo dañino. En el curso de un simple intercambio de ideas, exponiéndose fatalmente a la debilidad de uno de los interlocutores. En el caso de un Califa, la concesión de intimidad, fuera a quien fuese, mina la esencia del poder, que parece reposar en la reclusión absoluta de su alma.

Los aposentos ofrecen a Scherezade la única geografía a su alcance. Mejor que nadie, ella entiende los intersticios de aquella grey imperial, erigida a la sombra del Profeta. De cómo ellos consolidaron su irresistible atracción por el trono a través de los diversos soberanos. Y mientras el día transcurre, y cumple, tensa, los detalles de la vida cotidiana, allí representados por Dinazarda y Jasmine, ella evoca la sagacidad del Califa, el recorrido de las ponderaciones monosilábicas de un hombre que no conoce otra expresión de la vida que la que viene intermediada por el poder.

Como prisionera del Califa, el jardín le parece inaccesible. Cuando siente que pierde Bagdad de vista, la inventa para tenerla de vuelta, como si Fátima, aún hoy, la condujese por las callejuelas estrechas, que ganan realce cuando comienza a ponerse el sol. A despecho de las condiciones adversas que le impiden el vuelo y la hacen imaginarse un pájaro con un alfiler clavado en el ala, hay vida que late en su entorno. Las esclavas ríen, olvidadas de que la princesa las observa. Gracias a estas jóvenes, el jadear de la existencia alienta a Scherezade y la ayuda a dar combate a la fragancia de la muerte que se desliza por las alfombras, faltándole poco para abrazarla.

Al caer la noche, el Califa vendrá enseguida. Él es sensible al reloj, jamás se retrasa. No perdona a quien desconsidera el valor del tiempo, aunque sea por unos minutos. Fiel a este atributo, él asoma en la curva del corredor, precedido por la diligente falange de guerreros. Por disposición protocolar, el heraldo responde de sus desplazamientos. Relevante figura en la corte, anuncia de lejos la aproximación del monarca, dando tiempo a las hijas del Visir, que no están exentas de este deber, de postrarse sobre el suelo de mármol, antes de que el soberano, erguido a pesar del cuerpo cansado, cruce el portal.

La curvatura profunda, que mantiene a las hermanas prácticamente en el suelo, no les permite sondear el ánimo del Califa. Si perdura aún en él la indisposición manifiesta aquella mañana, cuando, por razón desconocida, algo se había desprendido involuntariamente del granito del poder y lo había herido, robándole la ilusión de inmortalidad.

Cuántas veces él se olvida de dispensarlas de la incómoda posición. Retrasa el retorno de las hermanas a la práctica diaria, iniciada a partir de la fecha en la que Scherezade, armándose de valor, había comunicado a su padre el deseo de inmolarse en pro de la salvación de las jóvenes del califato. Manteniéndolas en esta curvatura, que retrasa la escenificación de las historias de Scherezade, ambas jóvenes aguardan a que el Califa las libere.

Extranjera del grupo, Jasmine imita a las princesas. Al imprimir, sin embargo, humildad a sus gestos, su reverencia tarda más que la de ellas. Expuesta al tamiz de cada hermana, trae enseguida golosinas, cuida de no ofender el paladar del soberano. Pero él no la observa, acepta distraído los cuidados que le son debidos. Se había habituado a estar rodeado de mujeres, por estar vedado el ingreso masculino en los aposentos. Poco a poco, el Califa va olvidándose de las audiencias concedidas por la tarde a los mandatarios, líderes religiosos, beduinos prominentes, hombres del desierto. Muchos de ellos, procedentes de regiones ignotas, tenían en vista proponer al soberano toda clase de negocios. Desde alianzas espurias, expansiones territoriales, tan del agrado de los abasíes, hasta ventajas personales que expandiesen sus fortunas.

En el salón de audiencias finamente ornado, donde relucen piezas raras, el soberano es parsimonioso, finge meditar sobre las ofertas hechas junto al trono. Parco en palabras, es un ser que ostenta un esmerado sentido de la justicia. Oye las protestas simulando laboriosidad, sin decir nada. No toma en consideración la difícil conducción del destino individual y colectivo, ahora a su cargo. Al llegar a los aposentos, aunque se distienda, no se olvida de reproducir, en escala menor, los ornamentos del poder que se extienden por el califato. Es con negligencia como acepta manjares, sumisión, la oferta del cuerpo femenino. El arsenal misterioso que merece en su condición de soberano inmortal.