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Evocaba a Fátima con frecuencia. Cómplice suya desde la infancia, la había acompañado a cada paso después de la muerte de su madre.
Se divertía en su compañía. Su humor le había franqueado las puertas de la aventura. La había ayudado a forjar una Bagdad entregada a la intriga, poblada por nobles, plebeyos, animales raros, unos de estatura gigante, otros pigmeos, todos aliados de lo sobrenatural.
Seducida por su ama, Scherezade reaccionaba ante lo que le decían los maestros de Bagdad, de visita diaria al palacio. Venidos de la escuela de traductores, y trayendo a cuestas rollos sagrados, manuscritos, algunos de procedencia griega, vertidos a la perfección al árabe, ellos le aseguraban el riguroso predominio del mundo racional sobre todas las cosas.
Sin hacer comentarios, Fátima se complacía en ocupar los asientos que guardaban aún el olor docto de sus cuerpos. Como insinuando a Scherezade la existencia de actos modestos puestos al margen de las consideraciones de aquellos sabios. De ahí a pedirle la inclusión de duendes, genios, mendigos, príncipes, en sus relatos. Criaturas que, ganando espacio en su imaginación, expresasen la simultánea sordidez y magia de lo cotidiano.
Le habían dado el nombre de Fátima en homenaje a la hija del Profeta. Al pronunciar su propio nombre, ella se golpeaba en el pecho repetidas veces en acto de reverencia al ancestro. Discreta en sus artimañas, el ama no temía al Visir. Solidaria con las carencias de la niña solitaria, tan pronto el salía sin hora de regreso al palacio del Califa, ella le encendía la fantasía. Importándole poco la presencia de los siervos, o incluso de Dinazarda, observando la escena.
Fátima sentía latir en la niña una curiosidad que lanzaba llamas por la mirada y por las fosas nasales, como asegurándole que, a despecho de su tierna edad, sabía de la existencia de otros universos, aparte del califato de Bagdad. Desafiaba al ama a leer las reacciones de su rostro cuando le describía el trazado circular de las callejas de la medina.
Examinada por la niña, Fátima reparaba en los rudimentos de su saber. Ante la visión de las tablas caligráficas y los manuscritos en los que Scherezade estudiaba, se sumergía, perpleja, en este mundo de espesa e intrincada belleza. Preocupada por proveer a la niña de ingredientes que ampliasen su territorio infantil y la proyectasen a centros distantes del palacio de su padre, donde el espectáculo de la vida, presente en todas partes, reverberaba incongruente y polifacético.
Bajo el estímulo de Fátima, Scherezade, antes de dormir, arrullaba a su ama con los relatos. A veces dando énfasis a cierto camello traído del desierto del Sahara por Omar, criatura recién inventada. O hablando del marinero Hassid, que, a punto de subir a la nave que lo llevaría en dirección a las temibles Columnas de Hércules, se despidió de la patria masticando trozos de sandía que se le escurrían por el pecho asombrado.
Fátima dormía a su lado, con la expectativa de despertar repuesta, bajo la magia de los poderes derivados de la niña. Era común que Scherezade, oyendo a Fátima describirle las figuras míticas de Bagdad, ardiese de fiebre. La exaltaba pensar que, en el futuro, caminando por el bazar, ambas encontrarían vestigios de arena del desierto en las mercancías traídas por las caravanas.
Scherezade ya no podía esperar más. Había llegado la hora de romper amarras, de visitar el mercado. Tampoco Fátima tenía cómo seguir prorrogando esta decisión. Así, antes de dirigirse al centro de Bagdad, se ocupó de impedir que el Visir descubriese el grave delito. Para borrar en Scherezade las marcas de la procedencia noble, la hizo pasar por un zagal imberbe, de complexión delicada. Operando en ella tal transfiguración que Scherezade, frente a un disfraz que realzaba su ambigüedad, ya no sabía, al final, quién era, a qué nombre atender. Un dilema que, si la perturbaba, hacía reír a su ama. Orgullosa de un trabajo que se oponía al cuerpo original de la adolescente y disimulaba su sexo, Fátima le mostró, con ejemplos concretos, las ventajas de experimentar el placer de ser niña y niño al mismo tiempo. Respondiendo de esta forma al doble estado con una sabiduría que le faltaría en el futuro, en el caso de que se quedase únicamente anclada en el cuerpo femenino.
Cogida de su mano, Fátima arrastraba a Scherezade como ciega por las callejas, tropezando con las piedras, con las paredes angulares, sin sentido de la orientación. Lo único que no lograba era detener las lágrimas de la niña, tocada por tantas revelaciones. Hasta el punto de ruborizarse y palidecer, ir de un estado a otro sin agotar jamás las emociones en las visitas siguientes. Cuando, entonces, seguras de no ser descubiertas por la guardia del Visir, disfrutaban de los misterios de la ciudad, abrían espacios cerrados, puertas secretas, se atrevían cada vez más.
Aun variando de disfraz, apoyada en un bastón difícilmente se reconocerían las facciones delicadas de Scherezade, su cutis blanco, casi nunca expuesto al sol, ni le atribuirían rasgos de sensualidad bajo su pobre apariencia. En esos paseos, caminaban despacio, sin que Fátima la perdiese de vista. En el rostro cincelado del ama se traslucía la disposición de alzar los puños contra cualquier intruso que observase a Scherezade de cerca, ahuyentándolos con una vara o con palabras rudas. Sin que la beligerancia de Fátima atrajese a Scherezade, sólo atenta a acumular experiencia, guardar las facciones del universo de la medina, internarse por sus laberintos. Aquellos corredores que, además de proteger a sus habitantes de un ataque enemigo, canalizaban la brisa y los defendían del sol inclemente.
Al vislumbrar el mercado por primera vez, Scherezade había identificado de inmediato la geografía real de sus historias. A través de aquel escenario turbulento, invadido por las imprecaciones populares, poblado de olores, fragancias, aromas desconocidos, palpaba el corazón del arte de fabular.
Scherezade regresaba de estas fugas con sensación de desamparo. Intuyendo sus sobresaltos, que la niña aún no había aprendido a filtrar, Fátima la ceñía contra su pecho, acariciaba sus cabellos, asegurándole que, a despecho de los vértigos y de las conmociones, no desfallecería. Sólo le pedía que no guardase en el rostro, a la vista de todos, las huellas de la insubordinación.
Siguiendo la orientación del ama, Scherezade se refugiaba esos días en la habitación, donde hacía las comidas, con el pretexto de no encontrarse bien. Su padre, envuelto en los quehaceres administrativos del califato, nunca había percibido las transformaciones que afectaban a su hija. La propia Dinazarda, en general atenta, informada de su indisposición, respetaba su solicitud.
Con la ayuda de Fátima, rehacía el camino de los sentimientos durante los días siguientes. Iba deshaciendo en el cuerpo las impresiones que le habían dejado las experiencias. No se sentía obligada a probar al Visir, o a su hermana, los hallazgos derivados de la visita a las tierras impregnadas de miseria, ilusiones, gritos lastimosos. Celoso de su estirpe, el Visir, temiendo ver su fama mancillada, no toleraría a su hija en medio de la turba.
Su aprendizaje en aquellos años se había acelerado. Con Fátima trayéndole flores, insectos disecados, dulces, decidida a suministrarle el precioso bien de conocer el mundo. No hurtándose a llevarla a escondidas al mercado, siempre que Scherezade se lo pedía, aun teniendo que pagar con la vida tal desobediencia al Visir.
De naturaleza desprendida, el ama no había acumulado monedas en aquellos años. Y, por temperamento, no lisonjeaba al Visir pretendiendo obtener recompensas. Jamás se había considerado con derecho a tener un hogar fuera de los límites de aquel palacio. Por ello, por encima de todo, contribuía a consolidar el repertorio de las historias que la niña grababa rápidamente en la memoria.
A partir de las visitas a la medina, Scherezade había entendido que los secretos de la vida cotidiana, la materia del saber, la realidad lejana, el universo árabe, eran para ella de fácil aceptación. Su alma, al fin y al cabo, había surgido de este pueblo que deliberadamente había creado laberintos desordenados. De ahí que no registrase distancia entre la grey de la corte, siempre arrogante, y la gente andariega, ansiosa de comida y fantasía. Todos ellos, como de común acuerdo, exhibían iguales dosis de delirio en su impía carnalidad.