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32.

Era menester venir a amar. Someterse a la carne apasionada y abandonar por instantes el infortunio ajeno, presente en sus historias. Suspender el indomable instinto narrativo para transformarse, al final, en personaje del propio destino.

Scherezade teme descubrir de repente la faz del amor en algún extraño, en un simple intercambio de miradas. Una flecha disparada por un príncipe o un aventurero rompiendo las paredes del palacio y de su vientre al mismo tiempo. Un Harum o un Simbad que, después de vencer a la guardia imperial, cabalgaría con ella por el desierto hasta la tienda armada con adornos preciosos, que ambos habían estipulado previamente como el lugar perfecto para la unión de sus genitales voraces, aún extranjeros.

En materia de sexo, las hijas del Visir proclaman inexperiencia. Mientras que Scherezade había tenido al Califa como único amante, Dinazarda, sin que su hermana lo supiese, había hecho el amor a escondidas con el escudero de su padre, de visita al palacio. Un joven asesinado días después, recayendo las sospechas de tal crimen sobre un marido traicionado. Sin que las lágrimas de Dinazarda por él se prolongasen más de un día. Aunque jamás lo amó, se acuerda, sin embargo, de la primera vez que fornicaron en la habitación, con la complicidad de la criada.

No la había movido para acto tal un vestigio de pasión, sino la voluntad de sentir la irradiación del deseo naciendo y muriendo entre las piernas. Con la precoz muerte del escudero, él le había quedado debiendo un sexo más audaz, que Dinazarda sabe que existe por la lectura de tratados eróticos, mantenidos por su padre lejos de las hijas.

Educada para vivir en un mundo de disimulos, que guarda secretos, no le había confiado a Scherezade el caso del amante. No sintiéndose con derecho, por tanto, a obtener de su hermana lo que le quisiese ofrecer. Pero ¿qué podía decirle ella de su propia vulva, del falo del Califa, de los asuntos del corazón, si vivía encerrada en sus historias, manteniendo el sexo a distancia?

De escasas hazañas sexuales, Dinazarda duda de la inocencia de su hermana. Sospecha que, antes de volverse la mujer del Califa, se había despojado de parte de sus vestiduras a fin de que cierto mancebo, salido del mercado, le acariciase el sexo húmedo antes de irrigarla con su esperma incandescente. Escudriña su pubis, a través de la sábana de raso, en busca de los pelos.

Ante la mirada morbosa de su hermana, Scherezade, indefensa, se retrae. En actitud de alerta frente a la curiosidad de Dinazarda, se enlaza con Zoneida, Alí Babá, que la prodiguen con enredos que despisten la verdad. Su mirada, volviéndose el propio escudo, es penetrante. Afecta a Jasmine, que, en el baño, la frota con una esponja traída posiblemente por Simbad. Pero, a pesar de la intimidad presente, la esclava no se excede en el celo. Resguardando sus aflicciones, se limita a sorprender en la joven sobresaltos, trepidaciones del deseo. Lo que puede haber, sin embargo, entre una princesa y la esclava es epidérmico y fugaz. Tal vez el rozar de los dedos que a veces provocan espasmos en Scherezade, como emitiendo ella la señal de que Jasmine ha avanzado por regiones cóncavas, debajo del monte de Venus.

Seducida por las caricias de Jasmine, que avanzan y retroceden según sus temblores, Scherezade comprueba que la expectativa constante de la muerte había hecho menguar su deseo. Aun cuando sueña vagamente con extraños que amenazan su carne solitaria, ella no loa la pasión o el amor como bienhechores. La realidad, proveniente del Califa, había borrado el misterio del amor, impidiéndole que se propagase.

Aún no había amado. Enfrentada, no obstante, con la amplitud de los sentimientos presentes en sus historias, Scherezade lastima a la especie humana con descripciones feroces. En el tema, su léxico se vuelve escatológico, realista, despojado de pinceladas líricas. A veces, ante la ausencia del amor que le deja un hueco en el alma, se arrepiente, sirviéndole entonces como consuelo ir al meollo de la trama, a buscar la conciencia del mal, el atributo del bien.

Atenúa la nostalgia diaria observando el firmamento. Desde el jardín de la ventana, la mirada avanza por la ciudad envuelta en una esfera rojiza. En el anuncio del lento anochecer, Bagdad se le aparece como un proyecto concebido en tierras extranjeras por el propio rey David, que, en un asomo de reverencia a Jehová, había encomendado a Salomón, hijo tenido con Betsabé, la tarea de construir el templo del cual el dios de Abraham se presenta como guardián y arquitecto.

Desde su infancia, Bagdad había encarnado la ilusión prohibida. Razón de que Scherezade le suplicase a Fátima que la dejase caminar por la medina, sólo para oír lo que le dirían los hermanos de narración. A partir de estas salidas, había reconstruido con la imaginación un minarete cuya claraboya se abre para que el creyente converse con Alá, sin otro intermediario. Había desvelado igualmente el interior de chozas y de palacios azulejados, había encontrado en las alcobas manchas como señales de los pecados provenientes de una pasión vivida a escondidas.

Había sido también su objetivo conocer la génesis de Bagdad. Las curvas, los meandros, círculos, rayas sinuosas, trazos surgidos de la necesidad popular. Consultando manuscritos, había desvelado la formación de los primeros pasadizos secretos por donde socorrió a Harum al-Rashid, al perderse cierta vez, el verdulero encargado de proveer de cactus y tomates al palacio.

En estos paseos, algunos imaginarios, otros reales, Fátima le pule el gusto. Con su carácter didáctico, le va apuntando detalles relevantes. Sensible a los argumentos del ama, Scherezade puebla el paisaje urbano con personajes impermeables a un tipo de heroísmo que le había sonado siempre grotesco. Le disgusta el héroe que, jactándose de sus propios hechos, llena de aire el pecho. En la soledad de la habitación, atraída por los vagabundos que, por lo común, prescinden de atavíos y reverencias, Scherezade los trae al centro de las historias, astutos y matreros. Los esculpe como el tipo de héroe que, a pesar de la dimensión casi mítica, vende dátiles, frutos secos, cebollas, carne de carnero, especias.

Bajo la presión de la muerte, que el Califa no le deja olvidar, Bagdad se esfuma en el horizonte. Mirar la ciudad, con todo, la desembaraza de las cuerdas que la atan al fardo narrativo, atenúa su agonía.

Sensible a lo que siente la princesa, Jasmine se arrodilla a su lado, le ofrece manjares. Sorbiendo el té, Scherezade lee la suerte en las hojas de menta posadas en el fondo del vaso. El futuro es oscuro y melancólico, no le da tregua. Le dice que el alma narrativa es ingrata, formula las pretensiones de los personajes sin considerar el miedo que habita en el cuerpo del narrador.

Junto a la pequeña corte, constituida por mujeres, ella va olvidando el perfil del cadalso que se extiende por los muros del palacio y alcanza las ventanas del aposento real. Espera superar la hora prevista para su ejecución, después de contarle al Califa, en cuanto llegue, otra historia. Más animada, prevé el amor aflorando de las callejas de Bagdad. Admite su cuerpo un día con brechas por donde se empeñe en entrar el amor.

No sabe el Califa, sentado aún en el trono, a punto de dirigirse a sus aposentos, que, a partir de aquel instante, está condenado a que de nuevo lo traicione una mujer.