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36.

Scherezade desenrolla los hilos coloridos de la historia que salen de un ovillo a salvo de la intemperie. Mientras la escucha, el Califa, impasible, reposa, anula los movimientos. A cada palabra de la joven, se olvida de la humillación infligida por la mujer que lo traicionara con el más miserable de sus sirvientes. Lentamente se borran las escenas envilecedoras que lo dejan a veces insomne, perseguido por un inexplicable terror. Como si el miedo, al encadenarle los pies, le robase el gusto de caminar por la vida, instaurase en él el caos de la civilización. Ya sin lograr, en consecuencia, entender las reglas del mundo donde había aprendido a vivir y a reinar simultáneamente.

Le basta, no obstante, con regresar al salón de las audiencias para que la silueta de la Sultana, muerta hace algún tiempo, lo persiga. Ningún escondrijo le ofrece ya protección vedando la entrada de aquel fantasma. A esas horas, la sombra implacable de su esposa, en flagrante falta de respeto a la imponencia del trono, avanza en su dirección, peldaños arriba, lo lame con el veneno de su saliva, lo muerde con una boca que exhibe dientes y lengua. Señalándole, con gesto voraz, su propia vulva, el lugar de la crisis y de la traición, el depósito ígneo de su sexo, del cual afloran lava, lama, secreciones. Justo donde ella lo azotara, golpeándolo con el arma del desatinado deseo. En este escondrijo, oscuro y húmedo, la Sultana experimentó goces que el descomunal africano le trajo como consigna de su origen remoto.

La memoria de la insultante lujuria de la mujer refuerza en el Califa el espíritu de desquite. Como si, teniéndola aún a su lado, aquella voz lúgubre lo exhortase a no confiar en otra hembra, a matarlas después de la posesión. Y siempre que él accede al templo de la venganza, enviando a una joven al cadalso, el rostro de la esposa muerta se desvanece, pero no se apaga del todo. Apegada al soberano, lo vigila de cerca, reclamando sus derechos.

El fantasma de la Sultana, en esta mutua persecución, impreca, indaga en nombre de qué principio el Califa había decretado su muerte. Y por qué motivo no liberaba a las mujeres, a las que apenas atendía, mediante un simple albalá, pudiendo así ellas celar por sus propias fantasías, vivir travesuras amorosas. Mientras su sonrisa arrogante le aseguraba que, gracias al arte de fabular la realidad, pulido en aquellos años, ella había disfrutado de los placeres de la carne. Cuando, prácticamente vecina del harén del soberano, huía de la prisión que significaba vivir atada a un hombre que, aunque la hubiese elegido reina, desconsideraba los caprichos de un ser como ella.

De vuelta a los aposentos después de las audiencias, el Califa se entretiene con las hijas del Visir. Ya no queda en derredor vestigio de la silueta de la reina. Frente a los gestos graciosos de las jóvenes, se ilusiona con la victoria. Como si la Sultana, no habiendo siquiera existido, no pudiese causarle ninguna molestia.

En ciertos momentos del día, con todo, averigua los estragos provocados en su corazón. Comprueba que, ni siquiera libre de su presencia amarga, siente conmiseración por sus súbditos, se compadece de una reina responsable de que viva ahora bajo el dominio de la imaginación de Scherezade.

Al caer la noche, le pesan los años. Apoyado en los cojines desparramados a lo largo del diván, retribuye con displicencia los frutos secos. Para las hijas del Visir recurre a gestos que no destronan su majestad ni lo alejan del centro irradiador de su egoísmo.

Al unirse más tarde al cuerpo de Scherezade, parte de un ritual que amenaza con eternizarse, teme la naturaleza de los sentimientos ahora en curso, el rumbo de la historia que ella comienza a contarle. Intuye que su poder, frente al imperio narrativo de Scherezade, vale poco, lo que le da motivos para amenazarla de nuevo con la muerte ante las primeras señales de la aurora.