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No había llegado a amar al Califa ni a enternecerse con su tormentoso pasado. Bajo los velos que le cubren el rostro, la mirada camaleónica de Scherezade acecha las manifestaciones de su ilimitada fuerza.
Los movimientos del soberano son pausados, carecen de encanto. Hastiado en los últimos tiempos de un poder que lo reviste con la corona de la divinidad, gobierna con displicencia. Pero basta que se irrite para blandir varias cimitarras contra enemigos invisibles. Al definir el destino ajeno, no asoma en su rostro una emoción que lo identifique con el común de los mortales. Convencido del acierto de sus medidas, no hay en él lugar para el error.
Como un alacrán que se arrastra sobre las piedras ardientes, es común que se deslice por el mármol de los salones, en el intento de entender las transformaciones que se operan en él a partir de Scherezade y de los años. Reacciona mal ante la arena de la ampolleta que marca el paso de un tiempo interrogante. Casi acercándose a los aposentos, reduce el paso, concediendo margen a las hijas del Visir para que se postren, según el rigor protocolar. No las exime de que le rindan vasallaje. Aprendió con su padre, como regla útil para el ejercicio del poder, la necesidad de conciliar la razón con la fe musulmana. Una razón que le parece, sin embargo, impregnada de misterios, jamás a su alcance. Lo había trastornado descubrir en su más tierna edad su aversión a la sangre que brotaba de cualquier herida de arma blanca. De tal modo flaqueaba a la vista de la sangre que se sentía a veces desmayar delante de sus súbditos. Una condición que, siendo conocida por su padre, daría motivo para desplazarlo de la línea de sucesión al trono. Ante tal amenaza, queriendo apartar la tacha de cobarde e igualmente superar una zona de total incomprensión para él, optó por actos que alterasen su noción de la decencia y no comportasen arrepentimiento en el futuro.
Así, mientras lo iban adiestrando en el arte de la guerra, sin motivo aparente desafiaba a un subordinado a la lucha sin tregua, contando con ventaja sobre el adversario, vulnerable a su presencia. Pero al ver al herido echando sangre antes de morir, el príncipe tenía bascas de vómito, casi se desmayaba. Insistía, con todo, en contemplar el objeto de su horror hasta acostumbrarse a la mirada vidriosa del moribundo, fija en un punto vago del horizonte, como indicando la despedida próxima. En este preciso instante, el príncipe heredero desenvainaba la daga con el puño claveteado con rubíes y esmeraldas, y con ella asestaba el golpe postrero.
En la intimidad de los aposentos, el Califa no se excede ni disipa actos. Reduciendo el vértigo del poder, se esfuerza por probarles a las hijas del Visir que es un hombre cansado de regreso al hogar, reclamando cariño y con la mirada ungida de solidaridad. Como un campesino cualquiera, espera un plato de lentejas y trozos de carnero. Nada dice, sin embargo. Menea la cabeza y acepta los quesos, la cuajada, el pan, las uvas, los higos, la miel.
Aprecia la brisa que le viene del jardín, mientras demuestra hastío por otros placeres. No se da prisa en disponer de las mujeres. En el pasado, sin embargo, había profesado el deseo de repetir en la práctica las hazañas de Harum al-Rashid, de llegar a ser sucesor de su linaje. Además, teniendo en vista esta ambición, que el ilustre abasí encarnaba, se había ilusionado con trepar el muro del palacio y desaparecer rumbo al mercado. Un proyecto que implicaba abrazar valores heroicos y altruistas, dormir con el pueblo y comer de sus migajas. Cada día se prometía cumplir el designio de querer ser aquel soberano que había ganado el don de la inmortalidad. Una figura que, aunque desaparecida, aún hoy el pueblo resucitaba. Desde que Harum murió, Bagdad honraba llorando su memoria. Mantenedores del mito, todos repetían su nombre, al acecho por si su figura surgiera de repente entre ellos, sorprendiendo las intrigas de la vida cotidiana.
Según le habían contado, Harum recorría los tenderetes del mercado disfrazado de mendigo, so pretexto de historias escuchadas al azar. Lejos del trono, pelando una naranja, iba recogiendo el palpitar de los sentimientos comunes. Travestido de personaje, rastreaba las señales de la pasión recóndita, se divertía con los que le faltaban a la verdad. Constaba que el califa concebía la mentira como el atributo básico de cualquier historia. Ello tal vez por haberse despojado del atuendo principesco y ya no saber cuál sería la medida de su verdad. Pero a través de los tics nerviosos de cada súbdito, él desvelaba con presteza lo que se había guardado bajo siete llaves. Ya los viejos, próximos a la muerte, atizaban su compasión. Casi despidiéndose, Harum escuchaba sus palabras sibilantes debido a la falta de dientes.
Procediendo de la dinastía de Harum al-Rashid, al Califa, desde niño, le habían encantado las leyendas y las especulaciones en torno al abasí que había vencido el olvido a fuer del amor que inspirara en los súbditos. Pero ¿serían fidedignas estas historias, servirían de ejemplo al buen gobernante? ¿Acaso sería prudente que un califa confiara en su pueblo hasta el punto de cederle su corazón? ¿No expresaría tal devoción una debilidad susceptible de inspirar rebeliones, siendo mejor en este caso suscitar intimidación, un sentimiento próximo al terror?
Caminando por la medina, Jasmine enhebró motivos para borrar la atracción que sentía por Harum y que perturbaba su noción moral. Sospechaba que el comportamiento de aquel príncipe no pasaba de ser un fraude al pueblo. ¿Hasta qué punto, al inspirarles amor incondicional, había actuado de mala fe, los había forzado a desistir de luchar por la independencia, de librarse de su autoritarismo? ¿Ahogando tal taimada afinidad con la plebe incipientes focos de insubordinación, mientras disfrazado de mercader obtenía informaciones?
Al menos una vez el Califa decidió seguir las huellas de Harum al-Rashid. Vestido con harapos, se dirigió al centro de Bagdad. Recorriendo las callejas, creyó por momentos tener acceso a las quimeras de aquella extraña vida cotidiana. A medida, sin embargo, que pasaban las horas sin obtener la aguardada sensación de felicidad, comprobó que prefería los dictámenes provenientes del trono a ser amado por el pueblo. Jamás abdicaría del menor rasgo de su majestad. Aquel ancestral aventurero no le servía de paradigma al frente del califato. Su naturaleza desconfiada no creería en las respuestas que el pueblo le diese.
Después de esta decisión, había apartado a Harum como modelo. Aquel héroe que, con el fin de repartir dosis de justicia entre todos, casi había estremecido los pilares del poder. Un comportamiento que, después de su muerte, había dado motivo a los dos hijos, confundidos ambos con el significado social de tales mensajes, para enfrentarse por la conquista de la herencia, resultando de tal combate el fallecimiento de uno de ellos.
Encastillándose en su palacio, el Califa no volvió a soñar con Harum al-Rashid. Rodeado de regalías, admitía ante sí mismo que haber pretendido ser el nuevo Harum no había sido más que un momento de incertidumbre, del cual se había alzado con el ceño fruncido, cerrando el paso a la piedad, a la condescendencia inútil. Ya no tenía razón para retornar a las callejas malolientes. Ni siquiera el deseo de restaurar el ideal de la juventud lo haría volver atrás. No temía tampoco que lo perturbase la silueta del ilustre ancestro, señalando el fracaso de sus ilusiones.
De vuelta ahora a los aposentos, se resistía a confesarles a las hermanas que allí, en lo acogedor del hogar, había un hombre vencido por la fatiga, despojado de esperanzas.