40432.fb2
Dinazarda padece. Igualmente le afecta la convivencia con la muerte que amenaza a Scherezade. Lamenta el sino de su hermana, cuya arrogancia la indujo a lanzarse en defensa de las jóvenes del reino. Busca en ella señales de arrepentimiento, ahora que ha superado la fase heroica de las primeras semanas. Pero si no fue la vanidad la que precipitó su destino, ¿por qué había caído en la tentación de enfrentarse al Califa?
Recorre el jardín. Por orden del Califa, las alamedas se vacían a su paso. Piensa en Scherezade, privada del placer de lamer el rocío de las flores de esa mañana. También en su padre, impedido de visitar a sus hijas, contentándose con las noticias que le llegan, no siempre fidedignas. Lo imagina sin saber qué hacer, dividido entre el amor paternal y la función de visir.
A pesar de su frialdad, el soberano es atento. La boda con Scherezade, que debería haber durado una sola noche, no le acarreó responsabilidad familiar. No se siente parte de aquella grey. Con todo, ofrece regalos a las hermanas, no las reprende. Sólo abandonando el paraje enrarecido del trono, donde casi siempre se encuentra, al concentrarse en el talento expositivo de Scherezade. Fuera de esta circunstancia, de la que es responsable, se muestra insensible al drama de las hermanas, aunque Dinazarda lo mire con la esperanza de que prescinda de las inequívocas pruebas de su crueldad.
El Califa subestima la mirada femenina. Siempre sospechó que, por debajo de la fina película del amor lírico atribuido a las mujeres, había una falsa trascendencia. Por detrás de la pregonada fragilidad femenina, de ternura tan convincente, se encontraba una fortaleza cuya mira era aniquilarlo. Convenía, pues, protegerse de la intimidad procedente de la cópula airada. Para que ninguna hembra, a fin de ser cómplice de su alma, lo golpease como hiciera la Sultana en el pasado. Aunque, a pesar de tales cautelas, persistiese en él el dilema de conciliar esta alianza carnal, establecida entre sí mismo y las mujeres, con su espíritu inhóspito, desconfiado, que se nutría de la inmanencia del poder.
Los años acentuaron su indolencia. La experiencia derivada de la edad, reduciendo el impacto de la realidad en su vida cotidiana imperial, lo había ayudado a resistir a la presión de la lujuria que antaño había confundido su existencia. Cuando se preguntaba si valía para las mujeres el riesgo de morir en sus manos a cambio de las joyas y de la esperanza.
En cuanto a Scherezade, confinada en el palacio, su campo afectivo se había estrechado en aquellos meses. Su vida se restringía al Califa, a su hermana y a Jasmine, mientras que la figura de su padre se iba desvaneciendo lentamente. Como resultado de tal precariedad, ella se adhiere a las incertidumbres que el propio soberano engendra. Concede a sus personajes un corazón tan oscilante como el del soberano. Y, sumergidos ellos en la misma aflicción que ella, los obliga a conocer el miedo que ronda a los mortales. Pero aunque repudie al Califa, no exagera al juzgar la materia que corroe la maraña interior del alma de aquel hombre.
Esclava de una muerte programada, aguarda a que el Califa le recuerde cada aurora que, por más que pueda matarla, preserva su vida por breves horas, para amenazarla de nuevo en el futuro inmediato. Se resiente por este juego y aprende a odiarlo. ¿Qué decirle a este sucesor del Profeta, culpable poeta del sarcasmo, que prescinde de subterfugios y metáforas cuando trata de su vida y de su muerte?
Le sobran horas para pensar. El jardín visto desde la ventana, por donde Dinazarda pasea en estos instantes, es un consuelo incrustado en la línea del horizonte. Un paisaje que abandona luego a cambio de la experiencia de sumergirse en su pecho. Para Scherezade, cohabitar con su propio cuerpo a lo largo de una jornada se convierte en una especie de pasión.
Reconoce bien el peligro de intentar hacerle al Califa revelaciones precedidas de una intensa curiosidad. Cada relato debe corresponder a las expectativas que tiene el soberano del arte de narrar. Sobre todo porque, al escucharla, él se libra también de hablar. Si no fuera así, si no tuviese él esos cuentos caldeados desde hace mucho en su imaginación, ¿cómo daría guarida el Califa al material que Scherezade va desenrollando de su ovillo de lana?
Al contrario de su hermana, Dinazarda, afecta a dar órdenes, provee a los demás de las instrucciones que el Califa le ha confiado. Sujeta a las tribulaciones del palacio real, renueva diariamente su fe en los milagros, en las plegarias a Alá, a quien encamina peticiones. Más que nada cuenta con el carácter fascinador de las historias de su hermana para doblegar el corazón insensible del Califa y subvertir sus nociones punitivas.
Menos dotada que Scherezade, Dinazarda guarda ahora en la bolsa de su cuerpo pedazos de las historias que le trae Jasmine, como consecuencia de sus frecuentes idas al mercado. De donde la esclava regresa reiterando sus votos de confianza en el talento del derviche, cuyo nombre ignora. Un hombre que no se conmueve con sus visitas y le niega, reticente, el desenlace de los relatos que le transmite, y esto a despecho de las monedas que Jasmine deja caer hartamente en el plato de lata.
Conocedora de la ingratitud ajena, Dinazarda acepta que el derviche repudie las monedas que ella le proporciona por medio de la esclava. Se vale de cierta ironía para observar la táctica con la que el miserable, según Jasmine, amenaza con vaciar el arsenal de sus historias. Sobre todo cuando este derviche, queriendo infligirle castigo, le confiesa a la esclava que esa historia, la que ahora inventa, es la penúltima de su repertorio. Amenazas que, aun de lejos, no impresionan a Dinazarda. Las reservas de tramos de historias, sueltos y sin nexo, que ella y Jasmine acumularon aquellas semanas serían suficientes. Scherezade sabría, gracias a su verbo insolente, triturar estos fragmentos, haciéndolos desaparecer en sus tripas.
Ajena a la conspiración reinante que encabeza Dinazarda, la imaginación de Scherezade reivindica el patrimonio forjado por Bagdad desde su fundación. Las ovejas de su rebaño, arreadas allí mismo, alrededor del lecho, son la razón de su ser. Mediante estos hijos aventureros del Profeta que son sus personajes, ella recarga la máquina de narrar de lunes a domingo, sin pausa alguna. Y para que no decrezca el interés del Califa, infunde en el enigmático hombre una adicción que le impide liberarse de la voluptuosidad de escuchar sus cuentos.