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A medida que la noche avanza, Scherezade apila el legado de sus historias, bajo la mirada trastornada de Jasmine, que venera las estrellas al alcance de la vista.
La hija del Visir abre a un Califa fatigado el tapiz de trama suntuosa, cuyos nudos y puntas le llegan de la psique colectiva del pueblo que él gobierna. De una fuente originaria del cruce de culturas nómadas que atraviesan el desierto, las tundras, el espacio geográfico. Mientras ella le habla, desfila el saber de una gente que, a cada cambio, lleva a cuestas, como un fardo, la tienda, la religión, la fabulación.
Fue Fátima quien le afirmó que, si un día quisiera contar una historia de forma que todos hablasen por medio de ella, incorporase a cada palabra el timbre coral, sólo así volviendo visible lo que la tradición requiere de ella. Al infundirle tal desconfianza, Fátima defendía que, para dar sentido a la propia vida, debía someterse a la conciencia del pueblo.
Algunas veces al día, Scherezade atraviesa los aposentos en todas direcciones. En estas caminatas, en las que intensifica sus pasos, fantasea con que viaja a Samarra, convencida de haber dejado allí, cierta vez, su corazón. Un viaje del que regresa forzada por los clamores de Bagdad, que susurra y vocifera noche y día.
Llevada por Dinazarda a la ventana, Scherezade se apoya en el alféizar, observando el horizonte. Con la punta de las uñas deja en el polvo del alero una inscripción de difícil lectura. Un polvo del desierto, o de la mezquita de cúpulas doradas, venido directamente a ella, y que ha pasado inadvertido a la limpieza de las esclavas.
También Jasmine se incorpora a este tipo de paseo. Las jóvenes se desplazan por los espacios relativamente exiguos de los aposentos, probando de común acuerdo el gusto de las tierras exóticas que Scherezade les describe. A la zaga, ella, del cortejo, forman todas, con curvas idénticas, un único cuerpo femenino. Pero quien habla, balbucea, murmura, es la voz de Scherezade, que celebra el amor del pueblo árabe por el desierto. Un querer tan intenso que le había motivado la práctica de convivir con lo efímero, materia fugaz pronta a desvanecerse al anochecer. Una lección que también les transmite el valor provisional de la vida, preciosa en las circunstancias presentes.
A lo largo de las horas, las escenas se suceden sin mayores rupturas. Hasta la visita del soberano, que, después del sexo y la ablución, se acomoda en el diván. Con desenvoltura, él cambia los placeres de la cópula por las historias, sorbiendo la tisana caliente con la expectativa de que los héroes de Scherezade impriman ciertas incertidumbres en su vida cotidiana. Todo lo que, en fin, la joven le reserva por las noches para atizar el fuego de su imaginación. Ajeno al hecho de que Jasmine, después de visitar el mercado aquella tarde, le ha entregado a Dinazarda las frases dictadas por el derviche. Algunas frases, vastas y elocuentes, citaban a un mendigo que, camino de Mosul, lejos de Bagdad, se había convencido de encontrar, a la entrada de la ciudad, un tesoro portador de esperanza para la humanidad. Tal enredo, repleto de pormenores, interrumpido por el derviche antes incluso del desenlace, sin que valiese de nada que Jasmine insistiese en que lo llevase a término. Pero, de todo lo que Jasmine escuchó, la historia del derviche era contraria a la de Scherezade, que, en la víspera, por coincidencia, había abordado el mismo tema. Es decir, sobre un príncipe que, disfrazado de plebeyo, habiendo jurado que jamás retornaría a los privilegios de su clase, tiene la mala fortuna de enamorarse de una princesa de Karbala, frente a quien oculta una condición social a la que había renunciado por razones morales, sin derecho ahora a exigir la felicidad que la joven ha de ofrecerle.
El relato del derviche, transmitido a Dinazarda en árabe dialectal, y con fuero de verdad, había surgido por cierto de los habitantes de Bagdad, afectos a desenlaces dramáticos y amorosos. Una historia que sería llevada a conocimiento de Scherezade, quien muy pronto se dedicaría a elaborarla, en caso de que fuera de su interés. Dinazarda se disponía a ceder a su hermana estos fragmentos con mérito suficiente para atraer su atención.
Acomodado en la alfombra en la posición del loto, el Califa llevaba una túnica blanca de algodón egipcio, que le otorgaba un aspecto jovial y servía igualmente para esconder alguna erección involuntaria. Aspira la brisa de aquel enero e inicia su oración. Lo alivia pensar que ya se había desprendido en el pasado de la obligación de peregrinar a La Meca, pudiendo quedarse en el palacio, cumpliendo, de buena fe, los preceptos impuestos por el Corán, aunque le costase echarse al suelo cinco veces al día para orar a Alá, en dirección a la ciudad santa. Pero, teniendo origen su autoridad en Dios, se sometía con humildad a Alá y a Mahoma, su mensajero. Y guardaba ilimitada reverencia al libro santo, que le fuera revelado, y cuya base legislativa, tanto en cuestión moral como de costumbres, reforzaba su poder temporal. Fuera de algunos pecados, que no hacía falta mencionar, el Califa dictaba edictos, exigía subordinación, según el mandato del Profeta.
Durante la disertación, Scherezade se yergue algunas veces, como si cada movimiento impulsase el relato de la princesa que, transformada en piedra, había causado profunda conmoción en el reino de su padre. Y mientras les habla del episodio considerado de mal agüero para los súbditos de aquella princesa, Scherezade, temiendo que los oyentes la abandonasen, mide su estupor. A pesar de dominar los detalles de la historia, avanza morosa, preñada de dudas, como si la mente no la abasteciese con la mercancía necesaria. Simula que tal lentitud se debe al cuidado en fijar en el cerebro del Califa las coordenadas de una trama compleja de antemano.
Aunque Scherezade no titubee, su palidez repentina inquieta a Dinazarda, que la ve prácticamente marchando en dirección al cadalso, sin medios para ayudarla. Pero luego, en una mudanza completa, su rostro se ilumina de repente, adviniéndole una felicidad arrebatadora, como si la perfección, intangible y distante, al final estuviera a su alcance. Y todo por presentir que, por milagro, había avanzado en el camino de su arte. Las palabras ahora, al hablar de la princesa hechizada por una bruja, le fluían con tal oleosidad que le llegaba la certidumbre, derivada de esta ventura, de haber por fin acertado. La memoria, aunque acuciada por la abundancia, no le había fallado, había dejado simplemente caer al suelo lo que sobraba en la historia de la princesa.
Después de semejante hecho, Scherezade se retrae, no se permite ilusionarse con una satisfacción que no es habitual en ella. Pues convenía desconfiar de las fuerzas del mal que engatusan a las criaturas por medio de la vanidad. Maestra o no de su oficio, no debía saciar la curiosidad del amo. Mejor dividir las acciones narrativas con parsimonia, diferir el desenlace, hasta el instante de atar con un nudo ciego el corazón del Califa a lo que le venía contando. Sólo mediante tales cuidados podría solicitar más horas de vida.