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41.

La música que viene de lejos impulsa a Scherezade a mezclar a los vivos con los seres que inventa por la noche. A ofrecerles el sonido del laúd que traspasa las paredes del palacio sólo para alcanzarla.

Consume sus días con las otras mujeres en mutua vigilancia. Para vencer el tedio, recurre a las intrigas de los cortesanos que, corroídos por la envidia, destruían a quien se acercase al poder. Algunos de ellos llegaban al extremo de recoger migas de pan que el Califa dejaba caer al suelo, con el propósito de impedir que aquellos servidores fuera del círculo del poder ascendiesen a la vista del soberano.

Estas vilezas cortesanas despertaban la curiosidad de Scherezade. Contadas por Fátima, tenían mucho que ver con las aventuras engendradas en torno a los abasíes. Aquella ama que al pretender internar a su pupila entre las breñas de la oscuridad humana no había vacilado, para ello, en citar la fuente de donde procedían algunas de esas urdimbres siniestras.

Las jóvenes intercambian miradas. Encerradas en los aposentos reales, la monotonía de la tarde las sofoca. Pero para que saboreen ciertos episodios en torno a los abasíes, Scherezade va desmenuzando las intimidades de esta grey imperial. Asume al mismo tiempo la condición masculina y femenina con el propósito de comprender la dimensión de esos seres inmortales. Piensa de esta forma compensar a sus compañeras por las amarguras sufridas en los límites de aquellos aposentos, desde donde vislumbran en la pared la sombra del cadalso.

Tiene mucho que contarles. So pretexto de estas reminiscencias, evoca la maledicencia tan generalizada entre los cortesanos de que vivían apartadas por orden expresa del soberano. Duda, no obstante, por dónde comenzar, presa de la emoción que le despierta el laúd, refinado instrumento de seis cuerdas dobles, cuyo sonido, arrancado mediante la pluma de un águila abatida con flecha por un despiadado cazador, le viene del pasillo. Un lamento musical surgido de una inusitada forma de perilla extrañamente próxima al dorso femenino que la hiciera llorar y sonreír desde la infancia.

Tensa con el lento avance de la conversación, Dinazarda insiste en que su hermana se dé prisa, antes de que llegue el Califa. Pendiente de los recursos de la memoria, Scherezade se abstiene de esta preocupación, concentrada ahora en el laúd, que había florecido tanto en la corte como en el desierto, a medida que el islamismo iba echando raíces en el suelo árabe. Y que, por medio de su caja acústica, generaba sentimientos doloridos, volviéndose presencia obligatoria en los recitales poéticos, como ocurría con frecuencia entre los beduinos. Habiendo el instrumento musical alcanzado la perfección justo en la época de los abasíes, que se rodeaban de los mejores músicos del califato. Sobre todo durante el reinado de Harum al-Rashid, que contó con el talento de Ziryab a su servicio.

Bajo el mandato de su imaginación nómada, Scherezade fingía seguir los acordes del laúd, mientras que el instrumento singlaba las encrespadas aguas del Índico, navegaba indistintamente por los ríos Tigris y Éufrates, de visita a las aldeas, hasta establecerse en Bagdad, donde Ziryab había crecido rasgueando sus cuerdas. Venido de familia de músicos, él cerraba los ojos en pleno transporte amoroso, concentrado en extraer del sonido una quejumbrosa tristeza, como señalando que se había ausentado hacía mucho de la convivencia humana. La musicalidad de este hombre, no obstante, al superar los muros del palacio, alcanzando los rincones de la ciudad, iba al núcleo de las mezquitas y de las chozas, suscitando, a su paso, expresiones de fervor. Teniendo él la profunda convicción de que el lenguaje de su música se dirigía a Alá.

Cualquier mortal, al oírlo, sucumbía a la emoción. El propio califa Harum al-Rashid, en conflicto con sus sentimientos, había designado al músico como panacea de todos los males. Entusiasmo que despertó celos sobre todo en Ishaq al-Mawsil, músico oficial de la corte que, presa de una descontrolada envidia por el creciente éxito del discípulo, juró silenciar al artista que le hacía sombra y amenazaba su posición junto al califa. Actuando con rapidez, pensó primero en matarlo, pero no encontrando forma de hacerlo sin que las sospechas recayesen sobre él, consideró la mejor solución malquistarlo con el soberano, anular su influencia, preparar el camino para su destierro.

Ishaq sabía cómo Harum al-Rashid, a pesar de su aparente espíritu altruista y aventurero, reaccionaba al enfrentarse a cuestiones vitales, como cuando infligió una muerte despiadada a Musa al-Kazim, gran líder religioso. Y cuánto se complacía en estimular la animosidad entre sus hijos Amin y al-Mamun, sin prever que, después de su muerte, de esta disputa resultaría una guerra mortal entre los hermanos, con la victoria final de al-Mamun.

Contando con la debilidad moral del califa, Ishaq al-Mawsil actuó con tal sagacidad e insidia que Harum, cediendo a la maledicencia del maestro de la corte, decretó la desgracia de Ziryab. Pillado de sorpresa, el músico se volvió incapaz de articular su defensa frente a una pena que lo expulsaba de los dominios del califa y le prohibía volver a poner los pies en la tierra en la que había nacido y su música había prosperado.

Ziryab sucumbió al dolor. Sumido en lamentos, recorría Bagdad sin rumbo, despidiéndose del paisaje amado. Con los ojos dilatados, parpadeando sin parar, iba archivando cada detalle que lo rodeaba, con el temor de olvidar el repertorio de su vida, y sin el consuelo al menos de reponer en el futuro otro bien en su lugar.

Descontrolado, lloraba en las callejas, al borde de los balcones, contemplaba el crepúsculo dorado a la hora de la oración, con el corazón a punto de partirse, según aseguraba Scherezade al relatar sus desventuras. Solidaria con el artista, había dado la vuelta a la ampolleta del tiempo para regresar a la época de Harum al-Rashid y presenciar la lenta agonía que había abatido al músico antes de partir para el destierro, llevando escasas pertenencias, viéndolo dar los últimos pasos en Bagdad, mientras se deshacía del mundo que lo había movido a vivir. Un escenario sin el cual apenas sabría dar nombre a cualquier otra realidad que llegara a vivir en otras tierras.

Dinazarda sufría igualmente por el arte de un hombre que, además de haber dominado los recursos melódicos de su instrumento, se había dedicado a generar en quien lo oyese estados de espíritu alterados, una escala creciente de pasión y de desahogo emocional. Le daba lástima que las palabras de Scherezade, describiéndolo, no pudiesen ser escuchadas por Ziryab, que, concentrado en obedecer la orden de abandonar Bagdad, estaba dispuesto a dirigirse a al-Andalus, al otro lado del mar, donde los árabes, en su afán de expandir poder y cultura, acababan de instalarse. Y aunque tuviese en el mapa de su corazón el proyecto de atracar en el califato de Córdoba, bajo el régimen de los omeyas, dudaba de la posibilidad de hacer crecer su arte allí. Dolido por la traición de su maestro, sólo podía aspirar a neutralizar los maleficios de la suerte y esperar que las nuevas tierras, adonde aportaría, le quedasen debiendo en el futuro un sistema musical impregnado de elementos persas, griegos y árabes. Una pericia musical que fuese blanco de consulta obligatoria para las composiciones de la época.

Ziryab intentaba avizorar el porvenir por medio del tenue humo de sándalo que ardía en su sala mientras cavilaba. Lejos de prever que se encontraba en la inminencia de incidir en los fundamentos de la música traspasando las márgenes del Mediterráneo, a punto de causar impacto en los centros andalusíes bajo fuerte influencia sufí. De modo que, a partir de la matriz de su laúd, llegaría a construirse un discurso musical con el amor como tema dominante. Pero cómo podría entonces adivinar que, en el futuro, tendría como cómplice a un grupo de poetas que, deambulando por tierras soleadas, subiendo a la región de las hierbas fragantes, rasguearían, a su manera, las cuerdas de un instrumento parecido al suyo, mientras que llegarían a seducir los oídos de las castellanas con el canto de su poesía. Sin que estos vagabundos del amor cortesano reconociesen la deuda contraída con la música de Ziryab.

Dinazarda pide que su hermana les hable de la trampa diabólica preparada por Ishaq al-Mawsil, que, antes de rendirse a la envidia, sin duda habrá amado a su discípulo Ziryab. Pero, sin dejar hablar a Scherezade, ella misma lanzaba conjeturas sobre el destino final del artista en el continente bárbaro, donde los árabes empezaban a crear un imperio incipiente.

Scherezade se sorprendía ante su hermana, tan afectada por el episodio. Lamentablemente, no tenía cómo detallar las circunstancias previas a la partida del artista. Excepto que, para cumplir el plazo concedido por el califa, Ziryab se había incorporado deprisa a la primera caravana que saldría de Bagdad. Dando inicio a una travesía que lo dejó prácticamente al borde del mundo andalusí, después de cruzar Egipto, Libia, Túnez, Marruecos.

Habiendo crecido contemplando la inmensidad del desierto antes de vivir en Bagdad, la vista del mar, mediando dos continentes, representó un bálsamo para el duelo de Ziryab. El misterio azul, bajo la forma de cabrillas, olas, mareas yendo y viniendo, lo ayudaba a alejarse del hogar. A la orilla del Mediterráneo, que le traía suave brisa, se inventaba a sí mismo con la arcilla del miedo y de la esperanza.

Scherezade describe al músico con toques dramáticos. Familiarizada con el universo de los viajes, le atribuye percances, encuentros, amenazas, el temor de no llegar vivo a al-Andalus. Y que, después de subir a la frágil embarcación para realizar una travesía marítima relativamente breve, desembarcó en un litoral cuyas dunas le recordaban el desierto, comprendiendo enseguida la razón de que los primeros árabes se aventurasen por aquellas tierras ardientes con la intención de quedarse allí.

Golpeado por la emoción del exilio, se le ha vuelto ronca la voz. El timbre, como rugoso, lo inspiró para ajustar el canto que le salía ahora de la garganta a su laúd. Voz y cuerdas, al entonar juntas un canto profundo que emitía gritos desgarradores, arañaban la garganta, obligándolo a alargar las sílabas, a prolongar en el pecho las notas musicales hasta que se quebrasen. Tal esfuerzo, en apariencia nocivo para la voz, producía, no obstante, un efecto de sorprendente emoción.

Ziryab recobró súbito aliento con esta vereda musical surgida de la nostalgia que sentía de Bagdad. Y que, fundada en la amenaza de que la música y el timbre se paralizasen en el aire en una oxidación repentina, parecía darle la seguridad de haber encontrado en al-Andalus un nuevo ideal de belleza.

Aún en los aposentos, Dinazarda pide que le revele el final ele Ziryab. Si había encontrado un amor de facciones levantinas que le recordara las noches árabes. O si había muerto desgraciado, sin que una mano amiga cogiese la suya al exhalar el último suspiro. Dinazarda lucha por descorrer el porvenir del músico sin darle tiempo a su hermana de desarrollar los actos de injusticia cometidos contra Ziryab. No le deja decir que el músico y ella misma, simple contadora, pertenecen a una categoría inmolada en el altar de la crueldad. O que en Bagdad, o en al-Andalus, la vida, para los corazones insobornables, siempre estuvo pendiente de un hilo.