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El Califa se distrae, parece ausentarse del palacio. Es difícil seguir su derrotero. Tiene alas, que Scherezade le proporciona. Le cuesta desprenderse de los lugares a los que va de visita bajo el estímulo de la imaginación de la joven, que le da lecciones diarias.
De vuelta a la realidad de los aposentos, revigorizado por la experiencia humana, él clava en la hija del Visir la espina de la indiferencia. Para que, bajo el terror de la muerte posible, ella no se acomode, y mantenga encendida la emoción y la curiosidad que le demanda.
La impertinencia del soberano es constante, pero Scherezade no replica. Bajo la cerrada barba del Califa, que alberga secretos crueles, ella registra la destreza con la que le araña el alma. Las uñas del soberano, largas y curvadas, traen manchas de sangre. Sin alterar su fisonomía, él mastica los dátiles con deliberada lentitud, anuncio de tormentas. Y mientras escupe con la punta de la lengua los huesos de la boca, retiene el plato pegado al pecho.
Scherezade elude observar cómo él aplaca su hambre. A sus gestos mezquinos, cebados en el abuso del poder, responde con las historias. Como diciéndole que no puede intimidar a quien se inmola cada día por el prójimo, a quien coloca voluntariamente la cabeza en el cepo para darle gusto al verdugo.
Su venganza consiste en abrirle la gaveta de la imaginación e implantar en el soberano el caos narrativo. Depositar en este hombre enredos paralelos y circulares, algunos iniciados en Bagdad, otros cerrados en Singapur. Historias de las que no se libra y menos aún olvida. Para que sólo respire por medio de un filtro que purifica el aire con la ayuda de palabras voluptuosas, provenientes de la fantasía. Y, no siendo así, ¿qué más podría pretender este soberano, además de la muerte, siempre que se baja del trono y apoya los pies en los flecos arrugados de la alfombra heredada de su abuelo?
Scherezade contiene la indignación. Le hace falta seguir sosteniendo la maraña verbal con el misterio en el que introduce al Califa. Bien sabe que cualquier urdimbre presentada depende de la fe del oyente. Y no está en condiciones de prescindir de la confianza ciega o la credulidad del Califa, de Dinazarda y de Jasmine, en las artimañas de su oficio. Sin la adhesión de ellos, de nada valdría forzar que los intersticios, por donde pasan las historias, se dilaten hasta el punto de introducir en ellos los ingredientes indispensables a la elucidación de la materia creada a merced de sus impulsos.
Esta inteligencia, que se renueva al crepúsculo, debe proveer a Scherezade de persistencia. Gracias a la cual, bajo el efecto de la invasión de tantas variantes, rodeada de sargazos, casi zozobrando, todo en ella se ordena de repente. Como si los propios personajes asumiesen el mando de la acción.
En su condición de oyente, Dinazarda no ve la hora de que el Califa se despida, en dirección al trono, para cubrir a Scherezade de ofrendas, como recompensa por su esfuerzo en emerger de la vastedad de las palabras y salvarse. Y expresarle a la hermana su admiración como si las dos estuviesen en el bazar, libres de los obstáculos de la corte, y la saludase allí mismo, con los mismos hilos verbales con que bordara por la tarde, en el bastidor de la memoria, su historia nocturna.
Desde la infancia, Scherezade se había acostumbrado a repetir en voz alta pasajes de cualquier historia. Con el propósito, tal vez, de suavizar los ruidos guturales del idioma, en permanente choque entre sí, y ello mientras iba compilando palabras que la humanidad había ido reuniendo al azar. De esta forma, soñando con transformar lo que había nacido imperfecto, hacía crecer imágenes que acababan consagradas por la emoción y el uso poético.
Siempre que se sentía desorientada, Scherezade recurría al recuerdo de Fátima. Con el ama había aprendido el sentido de la aventura. Al recorrer a escondidas los escondrijos del palacio del Visir, se había entrenado para otros vuelos. Era común, acomodadas plácidamente en torno a la fuente del patio, apaciguadas por la caída del agua, que se ejercitasen en el arte de la fuga. Cuando, simulando haber abandonado el palacio, ya camino de Samarcanda, agradecían la brisa venida del Éufrates a la vista de las palmeras fecundadas por el viento. Seguras de regresar un día a casa con un cargamento de historias inusitadas.
Fátima le había asegurado que había nacido con el relato en el corazón. Pero que, para obtener buenos resultados, debía recoger ciegamente lo que fuese. Y perder el sendero de una historia sólo por un acto de la voluntad o como resultado de una imprevisible infidelidad al oficio. O que ya no quisiera seguir viviendo.
Los ojos de Fátima brillaron de nuevo después del llanto. Pero Scherezade no debía preocuparse por sus inquietudes, pues era su talento tan genuino que fácilmente forzaría el tabernáculo ajeno, para extraer lo que hiciera falta. Dispuesta a esclarecer lo que había zozobrado en el mar de tantas ideas.
A pesar de la diferencia de edad entre Fátima y la hija del Visir, ambas se comprometían a visitar el mundo en una caravana dispuesta a tomar el rumbo dictado por los sueños de aquellas mujeres. En tal peregrinación, mientras Scherezade se ocuparía de los relatos, Fátima la guiaría por los laberintos de la Tierra.
Scherezade sufría por su ausencia. Buscaba su sombra en cada rincón y responsabilizaba a su padre por la pérdida. Años antes, aún en casa de su padre, el Visir, condolido por la creciente dificultad de Fátima para caminar, por los dolores de la pierna últimamente hinchada, le ofreció condiciones regias para jubilarse, incluido el regalo de una casa. No quería a Fátima, a quien tanto debía, enredada en quehaceres, desamparada.
La propuesta de su padre indignó a Scherezade. Cómo se atrevía a privarla de la compañía de Fátima, con ella desde el nacimiento, cuando en sus planes se veía a su lado hasta la muerte. Sólo moderó la reacción ante la certidumbre de que el ama se negaría a abandonar a Scherezade, a quien consideraba una hija. Para su sorpresa, Fátima aceptó sin vacilar las condiciones del Visir. Al fin y al cabo, nunca había tenido una casa donde cocinar, preparar la lumbre, ordeñar la cabra, consolarse con fantasías que, durante todos aquellos años, había producido en beneficio de Scherezade.
Al despedirse, Fátima no quiso decir adónde se iría a vivir. Sólo anticipó que sería lejos de Bagdad, en medio de ovejas y camellos, vecina de una tribu dada a contar historias que le recordarían a Scherezade. Aunque insistiesen sobre su paradero, sólo a ella le confiaría el itinerario de su vida. Le detalló qué hacer para llegar a la pequeña casa, con la esperanza de que un día se quedase con ella todo el tiempo que quisiera. A nadie había amado tanto como a Scherezade.
Scherezade lloró durante las semanas siguientes. Hasta acostumbrarse a captar las señales que Fátima le enviaba de lejos, con el propósito de ayudarla. La voz, a veces, le llega límpida; otras, susurrante, no tallándole nunca el eco de su amor ante la sola mención de su nombre.
Sentada ahora al borde del diván, con Jasmine masajeándole los pies, Scherezade pone su celo en el nuevo día ganado. En ciertas tardes, duda de si tendrá ánimo para seguir frecuentando el lecho del Califa, para someterse a sus caprichos. Cuando se pregunta por qué narra, vacila en la respuesta, y no le importa. Sólo sabe, por el momento, que narra con el propósito de ahuyentar la sombra de las futuras víctimas del vengativo Califa proyectada en la plataforma, donde el cadalso se destaca, imponente.