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43.

Las noches de los amantes transcurren en los aposentos del palacio, una edificación próxima a la mezquita. En esta geografía, donde ambos escenifican la vida y la muerte, el Califa aparenta conciliar el coito presuroso con las aventuras descritas por la joven. Mientras que el deber erótico, aliado al entretenimiento, no interfiere en lo que dice Scherezade.

Al terminar, sin embargo, los quehaceres del reino, el Califa en general se inquieta, se siente afectado por un acto de dimensión moral que lo fuerza a ir al encuentro de la hija del Visir, sólo por haberle respetado la vida aquella mañana. A volver a este hogar provisional con el propósito de escuchar relatos y repetir en el lecho, hasta que le flaquee la virilidad, el sexo de la víspera.

Así, la conjunción de las palabras de la joven con el deseo carnal, lejos de alegrarlo, arranca al Califa de las amarras de la realidad. Crea en él tal expectativa que, al final de las audiencias, lo devuelve a las historias de Scherezade, cuyo epílogo aspira a conocer. Vive una relación cotidiana que, cumplida al pie de la letra, va estableciendo entre ellos el tácito reconocimiento de ser Scherezade la esposa cuya vida él preserva cada mañana, y con quien cumple los rituales del matrimonio.

No le resulta fácil contrariar el designio que trazó después de la traición de la Sultana. Le duele al Califa no respetar la sentencia de muerte que se cierne sobre cada joven, y que tiene como origen una proclama divulgada por todo el reino, cuyo carácter siniestro aterroriza, aún hoy, a los padres de cualquier doncella bajo el riesgo de inmolación pública.

Scherezade fue la primera en interrumpir la serie de las ejecuciones cuando el Califa, reacio a cumplir el precepto de la ley, a pesar de la actitud expectante del verdugo a la entrada de los aposentos, frustraba así al ejecutor siempre a la misma hora, cada vez que se negaba a entregarle la víctima del sacrificio. Imponiéndole una súbita inactividad, que llevaba al verdugo a la desesperación mientras lo hacía pensar si había sido la felicidad conyugal responsable del incumplimiento de la ley que el propio Califa promulgara.

También a los acólitos les extrañaba la especie de amor por Scherezade, que hacía al Califa relegar a sus favoritas a más triste suerte. Pues desde la venida de la hija del Visir ya no convocaba a las mujeres al lecho real, motivando que se aventurasen innumerables hipótesis para el hecho, ninguna al fin convincente. No valiendo de nada, frente a su pesado silencio, que insinuasen al Califa la conveniencia de retornar al harén.

Corpulento, de nariz ganchuda, el soberano había cedido a la fascinación de la joven. Prácticamente había abandonado la alforja del poder a cambio de la fantasía. E, igual que cualquier criatura del pueblo, aspiraba a ser otro que no él, usurpar la identidad ajena por medio del ardid de la ilusión. Quizá llenar la propia soledad robando la apariencia de un personaje de Scherezade. Fundir la realidad del reino con las historias de la joven, convencido ahora de que, mediante la fabulación, alargaría la vida.

Sin abandonar el palacio o renunciar a las regalías del trono, había asumido por momentos la figura de Simbad, exhaustivamente explotada por Scherezade, viviendo a cambio deliciosas aventuras. En nombre del marinero, el Califa conocía de cerca las astucias del insigne mentiroso, a quien el destino había reservado toda clase de peripecias. Una burla a través de la cual su goce se multiplica.

Al ser Simbad, aunque por instantes, decide por iniciativa propia atribuir al marinero una compañera hindú, de nombre Shiva, que Scherezade no había previsto. Disputando luego con esta mujer, recién inventada, el derecho a mantener las ambivalencias del marinero sin medir hasta qué punto un acto como aquél podría afectar a la andadura de la historia de Scherezade. Un artificio con el cual también él pretendía arrogarse una provisional sabiduría.

Ofendida por tal injerencia, Scherezade se niega a proseguir, alegando una súbita afonía. Al dejar de enredar al Califa con su trama, interrumpiendo en consecuencia el traslado del Califa a reinos donde jamás había estado su regia humanidad, Scherezade confiaba en que semejante maniobra surtiera efecto.

La verdad es que el Califa venía desligándose de la administración del califato para vivir en función de la joven. Hasta el punto de que los cortesanos, a la sordina, se preguntaban cómo el Califa, después de la muerte de la Sultana, consumía las noches con Scherezade. Justamente él, que, en aquella ocasión, había acentuado su desprecio por las mujeres, juzgadas responsables de su derrumbe afectivo, y había sellado las grietas del corazón, para que allí no brotase ni creciese nada. Considerando, pues, este mundo tan ilusorio, ¿por qué exponerse entonces a tanta suerte de peligros? ¿No estaría este exceso de fantasía, suministrada por Scherezade, afectándole seriamente?

El Califa sufría un intenso dilema. Sólo porque había intentado imponer a Scherezade un personaje de su autoría, hasta entonces inexistente, pensando fomentar la fabulación erótica de la joven, corría el riesgo ahora de transformar a la contadora en alguien a punto de prevaricar en sus propósitos narrativos. O incluso callarse, derivándose de tal decisión su muerte, al final, a manos del verdugo. Con el agravante, además, de que Scherezade lo privaría de un placer jamás experimentado anteriormente.

Se había precipitado, sin duda, al inventar a Shiva con la intención de buscar señales concretas de su imaginación. Había empañado el talento de Scherezade llevado tal vez por la envidia. Pero, en este caso, ¿estaría esta fantasía suya ocupando el lugar reservado hasta hoy a la crueldad?

Siempre había temido las acciones descontroladas. Alterarse hasta el punto de repartir, de repente, las joyas de la corona entre los mendigos, realizar actos de clemencia entre los criminales de Bagdad, y todo so pretexto de una falsa bondad. No le convenía levantar el cerco construido para protegerlo de los súbditos y de los enemigos, o de cualquiera que pretendiese apoderarse a la fuerza de su alma. Ninguna otra amenaza le parecía, no obstante, tan grave como el rostro de Scherezade oscurecido por el misterio de la imaginación.

Scherezade no lo pierde de vista, interpretando los surcos de aquella alma. Había aprendido a dar lustre a la máscara del Califa, fija en su rostro, añadiendo y sustrayendo palabras no siempre en el orden deseado, pero con la intención de desestabilizar el reino de aquel soberano. Hacía mucho que ambos trababan una batalla. Sólo que aquel día, de tanto sufrir sus constantes amenazas, se divierte en observar la perplejidad del Califa. Pero, no queriendo marginarlo en relación con Dinazarda y Jasmine, mitiga la discordia entre ellos disimulando lo que sabe a su respecto. Para despistar, agradece a Dinazarda los suculentos dátiles traídos al soberano.

Siguiendo este movimiento de solidaridad, también Jasmine se ocupa del Califa. Falta ahora que él ordene el inicio de los relatos. Pero el soberano no demuestra prisa, aparenta cansancio. Y aunque él pudiese estar ante la inminencia de la muerte, ni así, a guisa de despedida, saluda el talento femenino, suspende la sentencia que ahora pesa sobre Scherezade.

El embate entre estas personalidades agobia a Dinazarda, le provoca lágrimas. Quiere desaparecer en el horizonte montada en la alfombra voladora de Aladino. Pero se recompone gracias al enredo que, ya en los primeros minutos, presenta tal encanto que es imposible abdicar de las secuencias siguientes. Instintivamente cierra los ojos, yendo en pos de los personajes. Bajo la pertinacia del verbo fraterno, Dinazarda es presentada a Harum al-Rashid, que, disfrazado de mercader, teniendo en vista atraerla, se pega a su cuerpo.

Mientras Scherezade prosigue, Dinazarda sospecha de las intenciones de Harum, que, además de a ella, ambiciona el amor de su pueblo. En general, no admite que lo defrauden. Pero, por motivos que ella no acierta a descubrir, al caminar los dos por la medina, siente por el califa apátrida un deseo maldito y oscuro. Se resiste, con todo, al fantasma que lleva la aureola del pecado y la hace estremecer. Y cuando Scherezade interrumpe la historia al clarear el día, Dinazarda reposa pensando en el abasí. En las horas siguientes, lucha por conjurar su silueta, pero, partícipe de este juego, lamenta la desdicha de no tener, entre los vivos, su carne turgente y los ojos oscuros. Sólo que la silueta de Harum, en vez de abrigarla, cubre, en una esquina del mercado, el cuerpo de una extraña. En la oscuridad, los ayes de la mujer, penetrada por Harum al-Rashid, resuenan en el descampado, van más allá de las murallas, se confunden con los suspiros que Dinazarda emite en la callada de la noche.

Scherezade insiste en golpear a los oyentes con las peripecias de su brava gente. Adivina el estremecimiento que sacude a su hermana mientras describe a Harum como señor del corazón popular. Y que, a pesar de haber muerto, se apropia aún de la vulva y la hace latir. Responsable, sin embargo, del actual estado de espíritu de Dinazarda, Scherezade le estira las cuerdas de los nervios para que vibren. Así, obedeciendo a la ley de la historia, Harum parte en pos de Dinazarda. Se ocupa de ella y de otras al mismo tiempo. Con la simple mirada, él quiere también incluir a Scherezade en la lista de las conquistas, envolverla en su círculo de fuego, aunque la joven, bajo el despotismo de su imaginación, se concentre sólo en acumular recursos con los que proseguir su empresa narrativa.