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Scherezade se siente adolescente de nuevo al recordar cómo recorría Bagdad con las manos manchadas de carbón, apoyada en un cayado. Simple artificio con el que Fátima, esmerándose en el arte del disfraz, escondía las facciones delicadas de Scherezade, sus venas azules destacadas en la piel blanca. No podían las dos correr ningún riesgo.
Al lado de Dinazarda, en los aposentos reales, ella recuerda las diversas idas al mercado, el ama arrastrándola por las callejuelas como ciega, cuando se tropezaba con extraños, fingiendo no saber hacia dónde ir. Mientras era guiada, Scherezade aspiraba a toda prisa el almizcle que avivaba la glándula de la gacela macho. Aquellos perfumes, oriundos de la India, de la China, de todas partes, cuyo aroma emanaba de las pequeñas tiendas que poblaban Bagdad.
Al volver de estas fugas, cada una de ellas con un disfraz diferente, Scherezade se escondía en los aposentos para que no viesen su mirada encendida, su rostro abrasado. No confesándole jamás a su padre que había estado en el centro de la ciudad y no tenía nada de qué quejarse. Él no entendería las ventajas derivadas de aventurarse por tierras impregnadas de miseria y de ilusiones. Celoso de su posición en la corte, no soportaría que su hija se contaminase con la turba, con la cual personalmente no se entremetía. En casa, con excepción de Fátima, trataba a todos con distancia, evitando cruzar su mirada con los esclavos, temeroso, tal vez, de que le inspirasen piedad.
Al borde de la fuente, cuyo chorro de agua le salpicaba el rostro, Scherezade, al lado de Fátima, revivía el mercado de Bagdad, escenario real de las historias que fabulaba. En aquel agrupamiento humano, entrecruzado de lenguas, dialectos, imprecaciones, expresiones privadas, había una algarabía infernal y un olor perturbador. Una turbulencia, gracias a la cual iba tocando el corazón del arte de inventar, mientras renunciaba a su propia alma a cambio de las demás.
Aún en la cuna, Fátima tocaba su piel convirtiendo el mero gesto en suave caricia. Ansiosa por concederle en el futuro porciones de vida tan estimulantes que su propia madre, aunque celosa de la hija, cedía a Fátima pedazos de Scherezade, como previendo la muerte prematura, anunciada por la brisa que le deshacía el peinado y la sonrisa al mismo tiempo.
Fátima había heredado a Scherezade justo después de la muerte de la madre. A partir de esta orfandad, el ama la había ayudado a soñar mediante el ofrecimiento de una tierra poblada de seres que, a través de la intriga, expresaban la sordidez de la vida cotidiana. Ora hablándole de un opulento príncipe que se había convertido en un frío asesino, ora de un maltratado vendedor de lámparas que, a pesar de la pobreza, daba a su amante delicias provenientes del amor.
En las idas a la medina, internándose por las callejas, Scherezade temía que, en cualquier momento, se evaporasen las mercancías de los tenderetes y, como castigo, la condujesen a un palacio oreado por la brisa del mal, donde le dirían que la realidad del bazar no pasaba de ser una mera ilusión.
Fátima no la perdía de vista. La atraía hacia sí evitando cederla totalmente a la fuerza centrífuga de la fantasía, que se había tornado su vía de acceso a lo real. Ligada a Scherezade como si la hubiese parido, Fátima prácticamente la ataba a una cuerda sujeta a su cintura, abasteciéndola de ingredientes que ensanchasen el territorio de sus historias.
Palpitaba en la niña una avidez envidiable. Cada visita suya al bazar correspondía a cruzar el desierto montada en la corcova de un camello con el cual iba conociendo grutas en las que reverberaba el cristal, como parte de una gloriosa mentira. Solidaria con las necesidades de Scherezade, Fátima le traducía lo que hasta entonces había estado distante de su comprensión. Solas las dos, ella susurraba palabras revestidas de significado desconocido, que constituían una verdadera carta de horro. Pues lo que de hecho tenía peso para las dos pertenecía al ámbito de la emoción y de la lágrima.
Arrojada, Fátima se enfrentaba a los tentáculos del Visir que se extendían por Bagdad, que bien podían alcanzarlas en cualquier descuido. Su vida, no obstante, sólo cobraba sentido al servicio de Scherezade. Nunca había visto antes a una criatura que lanzase llamas por la mirada y por la boca, y que, mediante este don, confirmase que existía en alguna parte un universo al alcance de la fabulación. Bajo el impulso de tal fervor, moriría por ella. Valía la pena llegar hasta el cadalso, si éste era el precio que debía pagar por su felicidad. Era natural, pues, que en la trayectoria de semejante talento hubiese un lastre de sangre, alguien inmolado, para que Scherezade pudiese izar la vela del barco de la imaginación con que cruzar el océano.
A partir de esta sucesión de visitas al mercado, Scherezade descubría que, a pesar de su nobleza, había surgido del pueblo agrupado en los laberintos de Bagdad. Tenía en mente tal genealogía con el fin de no perder de vista las historias que comenzaba a reunir. No registraba, definitivamente, distancia entre su grey y la gente andariega y anónima que iba poblando su espíritu. Todos la complacían, exhibiendo en su carnalidad igual dosis de delirio.