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Scherezade aspira a vencer al Califa, quebrantar su voluntad y volver a salvo a la casa de su padre. Contemplar las flores de los jardines que han resistido al cambio de estación, aguardando su vuelta.
Los azulejos que dan marco a las ventanas refrescan el ambiente y le sirven de espejo. Mirándose a través de las manchas opacas de la superficie esmaltada, cree verse en la litera conducida por los esclavos, cruzando los portales de la propiedad real, yendo al encuentro de su padre. En la divagación, Dinazarda se sienta a su lado, ambas ansiosas por llegar a la fuente del patio de casa. En sus sueños, Dinazarda rige los detalles prácticos, ordena que la litera, bajo la vigilancia de la guardia del Califa, siga hasta el mercado, donde todo palpita sin inquietudes, antes de proseguir. Compensa los sufrimientos recientes de Scherezade haciéndola visitar el territorio de los artesanos, escribas, jueces, inspectores de policía, adivinadores, barberos, mendigos, vendedores de esencias, charlatanes, donde todos vivían en pie de igualdad.
También Jasmine, incluida en su proyecto onírico, apoya a Scherezade, le retiene la mano izquierda. La litera se mueve despacio, dando tiempo a que la joven engendre aventuras. En la neblina de la divagación, la figura de la esclava se engrandece. Vaya a donde vaya, Scherezade piensa llevarla consigo. Jamás la dejaría en el palacio, entregada a la voracidad del Califa como una pertenencia de la que desatento se despreocupa. En pro de su libertad se empeñaría en conversar con el Califa, implorándole, si fuere preciso, que le cediese a la esclava como forma de pago por las historias con las cuales lo ha entretenido. Paga, además, merecida, por su prolongado exilio en el palacio sirviéndolo. ¿Y no es cierto que sus relatos valían dinares, oro, esmeraldas? En caso de duda, que el soberano le preguntase a un potentado extranjero cuánto estaría dispuesto a pagar por ella. Era natural que le pagase con un ser mortal, como Jasmine, después de regalarlo con sus personajes inmortales. No aceptaría que Jasmine sufriese de nuevo el dolor de la separación, la pérdida de los seres que amaba. ¿Cómo rehuir la mirada de la esclava que, como nadie, dominaba el arte de la súplica?
En su imaginación, la litera se detiene en la plaza. Scherezade descorre ligeramente la cortina, ver por ese ángulo el desfile del paisaje humano en la plaza le hace sangrar el corazón. El torbellino repercute dentro de la litera, le devuelve los sentidos, los aguza. Junto a los mercaderes, suplicantes, vagabundos, de vuelta al hogar del alma que es Bagdad, llena sus vacíos interiores con los recursos a su alcance.
En los aposentos del Califa, Dinazarda desvía la mirada de su hermana, respeta su ausencia. La imaginación de Scherezade le da abundantes pretextos para esfumarse de allí, dejando el cuerpo atrás. Aun soñando, absorbe los latidos imperceptibles de cierto pecho vecino que pasa junto a la litera, y se pregunta si tiene contorno de hembra o macho. Aspira los efluvios de sus genitales, que emiten señales sordas.
Confinada en el palacio, Scherezade recibe en el rostro la brisa, que se convierte enseguida en lluvia. Las manifestaciones de la naturaleza erizan su condición humana, propician en ella la creación de otras realidades contradictorias. Aún le quedan horas para soñar. Así, otras divagaciones la llevan a abandonar la litera con el pretexto de volver a ver el tumultuoso horizonte urbano. Al pisar el suelo de Bagdad, que arde, todo le parece fugaz. El exceso de su fantasía, que es casi un vicio, la despoja de los trajes de princesa y le da a cambio la lujuria de los paseantes. Pero ya no quiere que miradas anónimas, en medio de los sueños, perturben su feminidad, penetren en su sexo sin medir las consecuencias de este abrazo mortal.
En los aposentos de nuevo, comprueba que cada falso regreso al palacio de su padre, o a la medina, le sirve para experimentar formas de existencia que la extenúan. Doblegada por tanta carga, exige el alma de vuelta. Al mismo tiempo, a pesar de las desilusiones provenientes de estos ejercicios, se opera en ella el milagro de estar en tantos lugares sin alejarse del palacio del Califa. Valía la pena, pues, proseguir con estas fabulaciones ocasionales, de las que salía con el corazón herido. Y viajar otra vez, ahora con Fátima, si aceptase dejar su refugio secreto. En este caso, ambas elegirían el mismo desfiladero en que el genio de la botella concediera a su libertador el poder de pedirle tres deseos. Después de este y de otros encargos, Fátima y ella reposarían en una tienda con la propiedad específica de hacerlas felices, según les fuera anunciado.
Pero ¿sería razonable que, a pesar de vivir bajo el dominio del Califa, discurriese sobre la historia humana sin desplazarse al menos hasta los lugares adonde la llevase la alfombra mágica? Al fin y al cabo, ¿adónde más le faltaba ir sin la sensación de ya haber estado allí anteriormente?