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49.

No hace falta pedir permiso para entrar en el reino imprevisible de Scherezade. En su apacible ensenada, ella ansía que la amen. En medio de las aguas, flotan historias inconclusas con la expectativa de que su aguerrida invención les ponga fin.

Mientras Scherezade habla, Dinazarda teme que su memoria falle, que la lengua titubee. Y que su mirada, atraída por una falsa línea de horizonte, se detenga en un oasis lejos de Bagdad. Induciéndola los detalles de ese viaje a la ilusión de no querer ya, como antes, prolongar sus enredos. En aquel califato, nada merecía su esfuerzo por prestigiar las peripecias de un pasado petrificado.

La hipótesis irrita a Dinazarda. Con timbre raspante exige que su hermana prosiga en defensa de la vida. Y que, al perseguir tal objetivo, traiga a la superficie la singularidad que surge de todas las cosas. Afligida por la suerte de Scherezade, ablanda el tono de la voz, le infunde ánimo. Promete librarla un día de aquella prisión. Confía en que su fuerza narrativa asombre al Califa, suscite encanto en él, amanse su espíritu.

Ciertos días son especialmente crueles. Con la expectativa del fatídico pronunciamiento del Califa al amanecer, Dinazarda, a veces, no quiere seguir viviendo. Atenta al eco de las plegarias que le llegan de los minaretes de Bagdad, le duele afrontar el veredicto. El rostro inmutable del Califa, no obstante, antes de pronunciarse acepta las abluciones, el té hirviendo. Es pronto aún para cuidar del reino o burlarse de las jóvenes. De vuelta a los aposentos, de los que se había alejado en la mitad de la noche, él no demuestra aprecio por los sentimientos ajenos. Y cuando, al final, libera a Scherezade con un guiñar de ojo, el Califa cede al curso de la agonía que igualmente lo aprisiona.

Scherezade no se descontrola ni reacciona. El acto despótico del Califa había nacido de la comprensión universal que él juzga tener del reino y del derecho a la defensa del honor ofendido. Ella, no obstante, reacciona a tal villanía, negándose a celebrar una victoria lograda a costa de su pavor. Duerme con el enemigo, pero no apoya sus designios. En compensación, se ha abierto para ella la temporada de caza contra el soberano. Va en busca de los personajes palpitantes, de los genios de la botella, que envenenen a este adversario.

El esfuerzo de Scherezade por sobrevivir es conmovedor. Merece que la traten como una reina, que le arrojen pétalos por donde camine. Pero Dinazarda, sujeta a la precariedad de sus propios sentimientos, ora la quiere mucho, ora piensa en abandonarla a su propia suerte, salvarse mientras pueda. No ve razón para amarrar su vida a la de ella. Una falsa justiciera que, en nombre de la gloria personal, había lanzado a su padre, a su hermana y a Jasmine a la hoguera de su ambición.

Se desvía violentamente de su hermana, no quiere mirarla. Se refugia en el jardín, pero luego vuelve a los aposentos, con miedo a que lleven a Scherezade al cadalso y nunca más pueda volver a verla. El dolor por su eventual muerte se agrava cada día. Presiente que, si la memoria simula olvidar a los muertos, el amor, albergado en el corazón y siempre al acecho, a cualquier señal fustiga a quien sobrevive a los recuerdos. Activada por estas consideraciones, Dinazarda va hacia la ventana, tiene los ojos bañados en lágrimas. Su hermana vive al borde del abismo. Recorre una trayectoria intangible, fuera de su alcance. Se pregunta si vale la pena intentar salvarla. Si es legítimo, por su parte, seguir enviando a Jasmine a recoger relatos al mercado, estén donde estén. Echar mano de recursos que la propia Scherezade repudiaría, cristalizada ella en su concepto de victoria. Tal vez debería confesar a su hermana lo que viene haciendo con la ayuda de Jasmine, auxiliándola con modestos cuentos proporcionados por el derviche ciego.

Jasmine detecta la tensión reinante, que la incita a acoger a las hermanas en el lecho, incluso a la luz del sol, donde, la noche anterior, se había manifestado el deseo del Califa. Ellas ceden. Horas más tarde, olvidadas del drama, despiertan animadas. Scherezade, entre susurros, frutos secos y sorbos del licoroso vino de Madagascar, desentierra la trama que le presentará al Califa. Bajo el mando de algún personaje recién inventado, busca soluciones para las diferentes etapas del relato. De súbito les confiesa a las jóvenes que se encuentra en una encrucijada que la obliga a definir la nueva historia cuando apenas sabe qué rumbo tomar, frente a tantas opciones.

El miedo a perder a su hermana se convierte en un tema vital para Dinazarda. Investida de una inesperada autoridad, ella insta a Scherezade a subir al púlpito del mundo imaginario árabe, tan fulgurante como las estrellas en el firmamento. Esta tribuna, de contenido simbólico, tiene metros de altura. Elaborada con una madera de hermosas ranuras, ricas taraceas, desde su altura, comparada con los minaretes, se avizora el universo. ¿Qué otro lugar mejor para instalarse y hablar a los árabes comprometidos con relatos interminables? ¿Y describir a la multitud el fausto de las historias pobladas de mercaderes intrigantes, aventureros oportunistas, miserables?

Entusiasmada con su propio discurso, Dinazarda prosigue. ¿No era verdad que las criaturas desgarradas eran las preferidas de Scherezade? ¿Y que en el afán de modelar sus rostros tocados por la pasión, de retocar sus emociones, de evidenciar la lujuria, Scherezade ondula los brazos en el aire, como si a cada gesto, sucedido por otros, erigiese tiendas, palacios, acelerase la imaginación, tensa y sutil, casi desesperada?

Jasmine es diligente. Sirve té a las hermanas mientras ellas debaten. Cree estar salvando a la contadora de historias. En actitud impensada, la esclava atrae la mano de la joven a su propia frente y le transmite su fiebre. Consagra una tradición tribal, asentada en el desierto, venida de su madre, de su abuela, de halagar a niños, ancianos, el hocico de las ovejas, con la ternura de su piel.

Ocupada en observar a Scherezade, Dinazarda no censura el gesto de la esclava. Llama la atención, sí, de la hermana, que, ansiosa por componer el esbozo de la historia, actúa como si fuera fácil inventar, no teniendo que pensar en cómo rematarla. ¿Acaso se descuida ella de su arte, ya no le importa aprovechar los detalles que afloran del calabozo de la memoria? Luego Dinazarda se arrepiente de las críticas. Admite que, por flaqueza moral, muchas veces la dominaron los sentimientos mezquinos. Había envidiado a su hermana incluso mientras la admiraba. ¿Era éste el conflicto básico entre ellas?

Jasmine se aleja respetuosamente. Tiene las piernas rígidas de tanto haber transpuesto las dunas doradas del desierto. De vuelta a la cocina, se ocupa del alimento de las hermanas con la naturalidad venida de los bienes escasos, enseguida extiende sobre los cojines los trajes que Dinazarda ha seleccionado para que Scherezade se vista esta noche. Actos que, sencillos, ayudan a Scherezade a establecer correspondencia entre el curso cotidiano de la esclava y el suyo, que siempre fue el de multiplicar el recorrido de las metáforas, única forma de expresar realidades exóticas. Ambas mujeres iban, así, en pos de la misma perturbadora poesía, a pesar de la prisión en que vivían. Sirviéndoles la aproximación a lo trivial para formar un único bloque de carne que contuviese las muestras de sus intensas humanidades.

El relato que Scherezade preparaba aquella tarde huía del molde de las historias anteriores. Por ello encuentra dificultad en prever su duración. Aunque sepa que el éxito de cualquiera de ellos reposa en el Califa. Cuando él, probando su interés, se entretiene con las hebras de la barba blanquecina que teje como un tapiz, presiona los labios con el dorso de la mano, mientras sorbe despacio el vino con los ojos entreabiertos, como un poeta soñador.

Ningún cuento, con una duración que no excede, a veces, la de una balada ejecutada en el laúd, puede fenecer antes de clarear. En favor de sus pretensiones, Scherezade se ve obligada a crear, en el vacío de los enredos, trucos y artimañas. Además, a medida que oscurece, el Califa a punto de llegar, ella llena los minutos que le quedan con pistas falsas. Y eso para no permitir que Dinazarda y Jasmine piensen que es fácil ocupar un hueco de porte desmedido, que es el tamaño de una historia, con palabras tullidas y no siempre asociadas a la ofuscadora belleza del desierto.

Aquella noche, dispuesta a recibir al Califa, Scherezade se presenta con un traje de fina textura. Entre todas las mujeres presentes en los aposentos perdura el pacto de la ayuda mutua. Alianza idéntica a la que persiste entre Scherezade y su propia historia, que, al buscar la ecuación humana de los personajes, transporta en su vientre el fermento de la multiplicación. Hasta el punto de que cualquier enredo, tímido al principio, cobra aliento a partir del cúmulo de tramas a las que Scherezade añade quimeras, aunque bañadas en sangre.

Semejante clon, patente en Scherezade, le venía del linaje de su madre, muerta muy joven. De la grey materna se decían maravillas. Voces familiares venidas del desierto que ya por las mañanas, después de beber la leche de cabra, soltaban la lengua a fuer de mentiras y de sueños. No teniendo estas imprecaciones espontáneas, ricas en vocablos, un blanco seguro. En compensación, sus plegarias, encaminadas a La Meca, enaltecían al Profeta, a la naturaleza, de donde procedían la carne, el trigo y la levadura. Este pueblo había aprendido a fabular el mundo. Lo que bien podía explicar el hecho de que Scherezade fuese introduciendo en los relatos aquellas motivaciones típicas de la raza nómada de la cual procedía por el lado materno.