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La travesía que Scherezade había iniciado a partir de la primera noche en el palacio no le permite reposo. Jasmine presiente los peligros en el mapa del cuerpo de la princesa. Le masajea los músculos contraídos por la acción del miedo, pero ellos se resisten a las caricias. Las venas laten como resultado de los prodigios que saltan de la boca de Scherezade bajo la forma de palabras y saliva.
Después de forzar en vano a la joven a sentir placer, Jasmine se dirige a la medina aquel viernes, día festivo, atravesado de oraciones. Desde la mezquita, por donde pasa, le llega el eco de las predicaciones semanales, después de haber convocado el almuecín a los creyentes, desde lo alto del minarete, para reverenciar a Alá. Como mujer y esclava, no le está permitido subir las escaleras de la torre hasta la claraboya y observar la luz filtrada proyectarse en las paredes decoradas con dibujos geométricos y signos caligráficos. Ni tener acceso a los secretos de una caligrafía que contiene los versículos del Corán, las palabras reveladas por Alá al Profeta a lo largo de dos décadas. El escenario epigráfico, base del arte árabe, huyendo de la representación de la figura humana, que estaba prohibida, traducía de esta forma los enigmas pertenecientes a la esfera religiosa.
Antes incluso de llegar a Bagdad, Jasmine había aspirado a copiar la escritura que utilizaba caracteres angulosos para dar expresión al pensamiento. Algunas de esas caligrafías, presentes en el palacio del Califa, realzaban la belleza de los salones, preservando en su integridad versos de origen religioso.
Al atravesar el bazar, de repente la persigue la sensación de fracaso. Teme una vez más, ya de vuelta de la visita al derviche, presentar a Dinazarda un mensaje inútil que, aunque se había esforzado por memorizar, de nada servía, pues en ningún momento había oído salir de la boca de Scherezade ninguna referencia al texto creado por el derviche ciego. Lo que refuerza su sospecha de que tal vez sean inanes, a los ojos de Dinazarda, estos relatos traídos del mercado.
Como consecuencia de tal frustración, Jasmine claudica en el cumplimiento de su cometido. Ya no recuerda con exactitud qué tiene que contarle, aun corriendo el riesgo de que Dinazarda la reprenda a borbotones. Usando en esas horas, como pocos, el arte de herirla, de señalarle los fallos. Acusándola algunas veces de poner la vida de su hermana en peligro, sobre todo cuando los fragmentos del derviche no encajaban del todo en las invenciones de Scherezade.
Ajena a la súbita animosidad de Dinazarda riñendo a Jasmine, Scherezade, circunscrita a los aposentos, atestigua los límites de su naturaleza, curiosa por saber dónde estará su juventud en el futuro. ¿Qué será de ella entonces, sin rumbo y sin historias, en caso de que el soberano le perdone la vida? ¿Acaso la imagen de una mujer convertida en cisne, tortuga, anémona? Bien sabe que no hay piedad en aquel corazón. La mirada del tirano, metálica y locuaz, no le transfiere instrucciones alentadoras. Advierte simplemente la joven la necesidad de combatir su antigua melancolía y de transformarlo, para su regocijo, en genio de la botella.
El Califa no le pedía sino una existencia alcanzable sólo con su ayuda. Una iniciativa que, al volverlo audaz, suscitase en él el deseo de incorporarse de nuevo, como cuando quiso ser Harum al-Rashid, a la galería de los seres integrados en la mitología popular. Desde su infancia, bajo el impulso de su ambicioso padre, había soñado con cabalgar por el desierto, dar furioso combate a los infieles y, además, observar de cerca a algún hombre piadoso que, en ilimitada obediencia al Corán, purgase los pecados mediante penosos sacrificios.
Únicamente Scherezade le prodigaba palabras suntuosas, haciéndole conocer otras culturas, otros seres, como Salomón, constructor de un magnífico templo, o Ulises, de sabida astucia. Un conocimiento que ella le había traído sin hacerlo, no obstante, sucumbir a las doctrinas heréticas, como los fatimíes, por ejemplo.
Desprendido de la escena, el Califa ordena que le traigan la vida en una copa de vino. Saborea cada gota aterciopelada como si fuera la última. Atenta a su mandato, Scherezade no había reparado en que Jasmine, después del coito, la había envuelto con una manta de nudo rústico, venida de Palestina. Liberada por el soberano para iniciar su relato, ella avanza sin estar segura de la salvación. Todo en el universo del Califa conspira contra el espíritu de aventura que ella viene propagando. Evitando, sin embargo, tropezar con las piedras de las palabras a lo largo de esta travesía, urge inventar héroes con fibra de guerreros.
Scherezade necesita saber adónde llegar. Es menester conceder a sus criaturas un estatuto que agrade al soberano. ¿Pueden ellos ser héroes y villanos al mismo tiempo, convivir con las nociones precarias del bien y del mal que desgarran Bagdad? Siguiendo con sus frases, ella se enfrenta a un obstáculo. Por descuido, había introducido a la heroína en un conflicto previsto para estallar más tarde. Un error que sólo repararía mediante la promesa de llevarla a salvo a la planicie, donde los parientes apacentaban ovejas hasta el crepúsculo.
Después de corregir este equívoco, Scherezade introduce a los oyentes en las combinaciones que rigen lo real y lo mítico de los personajes. Se somete al apático y somnoliento Califa que cierra los ojos. Sobre los cojines de colores él casi no se mueve. Sorbe la tisana de menta con la que Jasmine le renueva el cuerpo. La aparente indiferencia del soberano asusta a Dinazarda, que nota la imperceptible perplejidad de su hermana, sin saber cómo actuar para agradar al insaciable soberano. Preguntándose, tal vez, qué otra penalidad tendrá que sufrir Scherezade.
La suerte de Scherezade consiste en proseguir la historia, al precio que sea. En airear el enredo mientras la brisa que entra por las ventanas en arco refresca los aposentos. Las enseñanzas de Fátima siempre previeron que no había salvación posible para las heroínas que llevaban el luto a la vista de todos, víctimas ellas de los grilletes del afecto. Revigorizada por el recuerdo del ama, Scherezade se enfrenta de nuevo al Califa, que, despierto ahora, la mira atravesándole las paredes del alma.
En permanente viaje imaginario, que la transporta lejos de todo, Scherezade robustece a sus personajes en peligro. Lleva al Califa a acompañarla a donde jamás había estado anteriormente. Así sus oyentes pasan por Petra, reino de los camelleros, que en el pasado perturbara la imaginación de cierto romano amante de los mapas, de nombre Plinio el Viejo. Scherezade liga a los habitantes de los aposentos con las caravanas que, dejando Damasco, llegan ora al suroeste de Asia, ora a la planicie de Mesopotamia, a las márgenes del río Tigris, que en el golfo confluía con el Éufrates, del cual distaba, en la zona de Bagdad, unos treinta y cinco kilómetros. Hasta volver a la ciudad que el valiente abasí Abu Jafar, conocido también como al-Mansur, fundara en la margen occidental del Tigris. De forma redonda, Bagdad, que ella amaba tanto, estaba protegida por tres muros concéntricos, cada cual ofreciendo a quien salía y entraba las cuatro puertas que al-Mansur había previsto como indispensables para la comunicación con el mundo. Siendo la favorita entre todas la puerta noreste, de la cual partía la carretera que llevaba a Khurasan, después de cruzar el puente de madera sobre el río. Sirviendo un camino para ir al palacio que su heredero, al-Mahdi, terminaría de construir.
Acurrucados en Bagdad, a la escucha, sus personajes se compadecían de la miseria reinante. Exhaustos, sin embargo, de tantos viajes que Scherezade les imponía, tardaban a veces algunas horas en retornar a la escena, en colaborar con el embellecimiento del relato. Una rebeldía frente a la cual debe tomarse una medida enérgica. Herida por semejante ingratitud, ella coge la alfombra mágica, que extiende delante del soberano, e invita a los oyentes a sobrevolar Bagdad en busca de los fugitivos, hasta encontrar a estos personajes rebeldes agachados en el suelo, a su espera, embadurnados de sandía.
Su continuo esfuerzo la obliga a preguntarse cuántas vidas más tendrá para arrastrar a su grey hasta el Califa. Y para asegurarle al soberano, con ellos en bandolera, la carnalidad, el espíritu jocoso, la maledicencia, la intriga de su pueblo. Probarle hasta qué punto es posible mezclarlos con los príncipes que, al unísono, suspiran por las peripecias de los miserables.
El Califa se percata de que, a pesar de los trastornos promovidos por la situación amorosa en que ambos vivían, Scherezade permanece a su lado. La savia de la joven circula por sus venas. Gracias a su voz suave, se había alimentado de sus duendes, princesas y pordioseros. Aunque ahora distraída, como distante de los aposentos, él se pregunta hacia dónde se ha dirigido exactamente Scherezade, para salir en pos de ella. Ve sólo a la hija del Visir enfrentándose a la cuchilla del poder, confiada en que el filo que pende implacable sobre ella le ofrezca la última misericordia.
Comienza a clarear. También Scherezade, como otros musulmanes, vive su ascesis. Durante unos minutos más distrae a la muerte que puede llegarle del Califa sin aviso, a pesar de sus aventuras portentosas.