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51.

Cada noche es una inmolación. Como Proserpina de visita al Hades, rindiendo vasallaje a Plutón, así también Scherezade, sierva de los deberes conyugales, viaja al mundo subterráneo, del cual emerge con la expectativa de que el Califa le conceda vida con los primeros rayos del sol.

Después de beber el último sorbo de la tisana de menta que Jasmine le ofrece, la muerte inminente se posa en su rostro con grave suavidad. Las contracciones en el semblante surgen y se disuelven, son parte del drama en curso.

Jasmine no se aparta de ella. Tiene un fino olfato. Aspira el voluptuoso veneno de los genitales que han copulado hace poco en el lecho real. Esparce esencias, incienso y mirra sobre las sábanas revueltas. Más tarde, escondida detrás del biombo, con la imaginación hecha fuego, se frota los pezones hinchados. Aprovechándose de la ausencia de Dinazarda, desahoga su creciente ansiedad lamiéndose las falanges como si la lengua no fuese la suya. Luego desliza la mano hacia el sexo, aferra los pelos negros de la tarántula vecina a la vulva, de la cual gotea una materia viscosa que lleva hacia dentro de sí y no expulsa, hurgando sus paredes como si las estuviese excavando. Bajo el impacto de oleadas continuas y de ritmo convulso, sin saber adónde llegar, la esclava adquiere la sensación de haber perdido el mundo donde antaño naciera, anterior al cautiverio. Se estremece, el cuerpo finalmente se abre en una súbita explosión.

El Califa, a su vez, preparándose para proferir la sentencia al amanecer, es prisionero del estado narrativo. Aunque rechace la dependencia que tiene de la joven, es tan intensa su ansia de escucharla que no se aleja del palacio aunque esté forzado a inspeccionar el reino, que demanda su presencia. Prueba de su apego a las palabras de la contadora es que le han surgido alrededor de los ojos pigmentaciones oscuras, indicios de una prolongada fatiga. Las cejas en desorden y la barba blanquecina, reflejadas en el cristal, atraen su atención. Lo invade la confusa noción de que, a partir de la primera unión carnal con Scherezade, y de sus interminables mentiras, ha descuidado su apariencia y ha estado sacrificando varias noches de sueño.

Scherezade hace desfilar delante del Califa un montón de miserias, asociándolo a la desdicha de los personajes. No registra en su rostro ninguna reacción. La postura moral de tal soberano recrudece el repudio que le provoca. No puede entender cómo, a pesar de su crueldad, se echa sobre la alfombra en dirección a La Meca para sus oraciones diarias, con la esperanza de agradar a Alá.

El Califa guarda silencio. Se cuida de exponer delante de la joven la agitación de sus sentimientos. En las últimas semanas, en peligroso precedente, se había dejado fascinar por la posibilidad de escrutar el misterio de Scherezade, de oír sus vagidos, de descubrir la grieta de su espíritu por donde introducirse un día y derrotarla para siempre.

La simple idea de combatir a Scherezade mediante ciertos recursos alborota al Califa. Ya no quiere someterse a lo que brota de la joven sin reaccionar. Por todos los medios debe impedir que esta especie de enamoramiento por ella lo exima de cumplir los votos hechos después de la traición de la Sultana. Se sorprende, no obstante, de la naturaleza de sus emociones. Heredero del trono por voluntad de Mahoma, le cuesta librarse de quien se revela ahora indispensable.

Su voz adopta una inflexión irritada. El hechizo de Scherezade le cohíbe la libertad de ir al harén y traer una favorita al lecho, ahora ocupado por ella. Sin darse cuenta, había abdicado de sus prerrogativas al reproducir la práctica femenina de comportarse según las interdicciones impuestas por el amo. Su existencia se había convertido en una singularidad incómoda. Había pasado a integrar el orden de los hechos inherentes a un curso cotidiano que, aunque le hubiese dado el sentido de la aventura, lo había privado de la vida de antaño. Como consecuencia, el acto de singlar por el mundo verbal de Scherezade lo había indispuesto para ocuparse de sus funciones reales, de aceptar la vida sin desdoblamientos imaginarios.

Scherezade acompaña sus temblores secretos. Aunque maestra en un arte lleno de meandros y subterfugios, se extenúa al recaudar oro, plata, estaño y sal para ofrecerle. Al prodigarle una vida que él aparenta no tener. Ella anida los bienes del mundo en la imaginación, pero ya no soporta que el soberano le arrebate sus haberes.

Por encima del juicio que el Califa se forme a su respecto, no se siente tentada a compartir sus creencias e ideales íntimos con él. Y así superar los límites impuestos por la corte, gracias al poder fascinador que difunde, y con el cual se acerca al lenguaje de las heroínas proclives al sacrificio. Al mismo tiempo, sabe que no es la única en inmolarse por los demás. Algunas mujeres la han precedido, otras siguen su ejemplo. Le había llegado la noticia de que Políxena, de los arcaicos tiempos griegos, le había ofrecido el pecho a Neoptólemo, hijo del impaciente Aquiles, para el sacrificio final. Apremiada por el sufrimiento, la hija del rey Príamo aceptó pagar con su vida por la derrota de Troya. Y aunque había designado frente al verdugo la parte del cuerpo que merecería recibir la daga como instrumento de su ejecución, no le permitieron romper con la tradición. Y ello porque los griegos, en oposición a otros pueblos, prohibían apuñalar a la mujer en el pecho, en la creencia, tal vez, de que la muerte no debe advenir del seno, en cuyas tetas la humanidad se había abastecido de leche y de afecto.

Fiel a la visión helénica, que había consagrado la costumbre de enterrar la daga en la garganta, Neoptólemo hundió el instrumento afilado en la mujer. Habiendo en el gesto, de dimensión simbólica, el reconocimiento implícito de consagrar la afasia femenina. De extinguir, para siempre, aquellas palabras que dejan el lastre de su insidia mientras narran la historia del asesino.

Como de común acuerdo, Scherezade y el Califa cumplen juntos los rituales que preceden a la muerte. Ambos indiferentes a que el griego Homero y el latino Virgilio, por medio de sus respectivas visiones poéticas, se colocasen en campos opuestos en lo que respecta a las mujeres. Pero ¿qué habría movido a Virgilio, en patente respeto a la renuncia de Políxena y en oposición al vate Homero, a privilegiar el pecho de la mujer para sucumbir a la furia de Neoptólemo?

Pero mientras Scherezade narraba los infortunios de los personajes, las palabras de la verdad de ficción la fortalecían. Igual a Políxena, brotaba de su pecho un grito que, frente a la daga en la garganta, amenazaba con no extinguirse jamás.