40432.fb2 Voces del desierto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 54

Voces del desierto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 54

52.

El Califa no sabe lo que siente. Pero nada teme, nutre la desesperanza sin remordimientos. Bajo la protección del tedio, se resiste a que le roben el cuerpo. No considera a Scherezade una amenaza. Suspira aliviado, teniendo a su favor el recurso de enviarla a la muerte. Un designio que viene tardando en cumplir, pues en vez de entregarla al verdugo e interrumpir su larga agonía, va invariablemente al encuentro de la joven.

Scherezade guarda igual cautela. Tiene en el rostro la sonrisa turbia con que lo vio partir por la mañana de los aposentos, después de perdonarle la vida. El rictus, adherido a su semblante, idéntico al del día anterior, resguarda las emociones de la joven, que prohíbe intimidades.

El Califa se acomoda en el trono, que es para él una silla común, donde recibe a los mandatarios extranjeros con las pompas debidas. Se sabe perseguido por la maldición que recae sobre los abasíes de este califato de que la corona sea disputada por algún rencoroso heredero al acecho, dispuesto a la traición. Le parece natural, no obstante, que, para conquistar Bagdad, se derrame incluso la sangre paterna. En medio del torbellino de los intereses de Estado en juego, traídos a su presencia por el Visir, el soberano piensa insistentemente en las hijas del canciller, a su lado. El Visir no sospecha que el soberano, al pasar revista a la lista de sus haberes, no cuenta con una familia que reconozca como suya, a pesar de los hijos tenidos de tantas mujeres. Por ello, tal vez, en un momento de debilidad, designando a Scherezade y a Dinazarda como una especie de familia, crea con ellas un vínculo que se traduce como hogar.

Lo perturba, sin embargo, el recuerdo de un lazo afectivo que desconsidera el dolor de sus víctimas, y del que está dispuesto a deshacerse sin piedad. Por otro lado, ¿qué familia es aquella que no lo amaba por culpa de su crueldad? Con un rápido discurso, el soberano transfiere los quehaceres administrativos al Visir y, sin pedir permiso, abandona el salón, donde relucen los objetos, pulidos por el sol entrante. Seguido por la guardia, acelera los pasos, tomando un trayecto contrario al habitual. Hace creer a sus acompañantes que pretende llegar aquella misma tarde a un oasis cercano a Bagdad, que había dejado de visitar en favor de las historias de Scherezade.

Sus babuchas doradas, obra del artesano que vivía en las dependencias del palacio a su exclusivo servicio, centellean desde lejos, anunciando que se acerca. En el mármol pulido, por donde se desliza, ve su semblante difusamente reflejado. Son varios hombres en uno solo. Avanza llevado por la ilusión de que un día partirá y olvidará el camino de vuelta. Un pensamiento sin duda inspirado en lo que Scherezade le venía narrando. Jamás se le ocurriría experimentar este tipo de vida ambulante. Se acerca a la curva vecina al harén, un ala de circulación prohibida y que constituía, por sus formas arquitectónicas, un ardid para los desavisados.

A la entrada del serrallo el Califa se detiene, indiferente al alboroto que el anuncio de su llegada provoca entre las mujeres encerradas en aquellas dependencias. Las favoritas que, privadas de su compañía, temían el futuro, el día en que se les comunicase la muerte del soberano. En la sucesión de gestos que despliega a la puerta del harén, nadie se atreve a advertirle al Califa de la obligación contraída con aquellas criaturas. Debería al menos preguntarles cómo se encontraban, saber del estado de ánimo de las mujeres después de un penoso abandono, y prometerles que en breve iría a visitarlas.

La puerta del harén permanecía sellada como señal de que, a despecho de su ausencia, ellas aún le pertenecían. Aquella parte del palacio, bajo severa vigilancia, sólo podía ser visitada por el soberano, el único autorizado a atiborrarse de las carnes de rara textura de las mujeres que él había ido seleccionando personalmente a lo largo de los años. Este territorio de la fantasía masculina, heredado ya en la adolescencia, lo había dispensado de la batalla de la seducción, dado que le bastaba indicar con el dedo qué mujer lo acompañaría al lecho.

Al desviarse del serrallo, optando por los aposentos donde vivía Scherezade, además de cometer grave delito, quebrando una tradición sedimentada por sus pares, había demostrado descortesía con las concubinas que, muy tensas, ignoraban qué destino les estaba siendo reservado. En aquellos meses de abstinencia, ni siquiera había enviado a las favoritas obsequios o palabras de confortación. Un recado que les hiciese ver su intención de experimentar en los próximos días las delicias de aquellos cuerpos de los que se había privado hacía mucho por razones de Estado.

No le habría sido difícil disculparse ante ellas, o mencionar sus quehaceres. Pero, ajeno al entendimiento femenino, tal vez pensaba en lo que sabrían estas mujeres de un reino en expansión, bajo frecuente amenaza enemiga, y cuyas fronteras acogían caravanas que les traían, de regiones inhóspitas, las simientes del mal y de la discordia. Ideas dañinas que tenían el propósito de mortificar a Bagdad, de frenar la índole religiosa del pueblo islámico.

Aun siendo el único hombre con permiso para entrar en el harén, aparte de los castrados, no pretendía delegar en el Visir la tarea de transmitir a las mujeres que, en ciertas noches solitarias, repetía los nombres de algunas de ellas imaginándose tragado por sus muslos ávidos de concederle amor ciego e incondicional. No era el Visir el hombre adecuado para prometerles que el Califa volvería muy pronto a entrar en su lecho. Una retórica de verdad sin efecto, pues no solamente las había privado de su mensaje, sino que tampoco había hecho nada para impedir que la comunidad palaciega divulgase la información de su asiduidad en el trato con Scherezade. O que hablase de la diligencia con la que Dinazarda, por iniciativa propia, había introducido cambios significativos en la rutina de la corte. Apuntando algunas de las mejoras a beneficiar a los esclavos. Y no se había cortado tampoco la joven en protestar ante los cocineros reales por la insulsez de sus comidas, criticándoles el poco aprecio demostrado por las especias. ¿Acaso no sabían que una simple pizca de cualquier hierba convertía un plato insípido en un manjar inolvidable?

Disconforme con el papel que desempeñaba al lado de Scherezade, Dinazarda había establecido para sí misma escalas progresivas, con el propósito de realzar su vocación de mando. Tanto que, al tropezar a la entrada de los jardines reales con algún cortesano, hacía aflorar en la conversación cuestiones delicadas, sólo para lucir su conocimiento. Dejando pendientes en el aire, con habilidad, observaciones que serían completadas más tarde, una vez que consultase a su hermana. Se atrevía a desarrollar ciertos temas mediante consulta a Scherezade, que le cubría eventuales lagunas. Además de cierta soberbia, que le venía de su padre, Dinazarda discurría con el Califa acerca de la pericia con la que se manejaban los pueblos del Extremo Oriente con el fuego y las cacerolas. Ganando tal asunto la inmediata aprobación del soberano, hasta el punto de que a veces ocurría que, de tanto disfrutar de las descripciones culinarias, fácilmente se abstenía de comer en las horas siguientes, alimentado por la fantasía de las recetas de Dinazarda.

El aprecio del Califa por la hermana no amenazaba a Scherezade. Frecuentemente pensaba en cómo retribuir el amor de Dinazarda, visible incluso cuando ambas no coincidían. Reconocía su deuda con la hermana, pues gracias a ella había luchado por su vida. Con el propósito de disipar cualquier sentimiento amargo relativo a ella, aplaudió su talento. Además, por primera vez notaba con qué sutileza Dinazarda discutía los efectos de los aromas y la dosis voluble de la sal y del azúcar en la comida. Iniciativas, sin duda, que abarcaban la idiosincrasia de los otros pueblos.

También Dinazarda, desde la llegada al palacio, se había esforzado por aceptar la rebelión de Scherezade relativa a ciertos asuntos. No soportaba que su hermana decidiese sobre lo que fuere sin consultarla. Como si fuera dueña de sus actos y de sus relatos. Siempre dispuesta a invadir el meollo de las historias de Scherezade, el núcleo de los personajes, y todo sin pedirle permiso.

Los malentendidos entre ambas hermanas, habiendo llegado a oídos del Califa, revelaban el grado de intriga que suscitaban las jóvenes entre cortesanos y esclavos, dedicados a sembrar mentiras. Un hecho que había llevado al soberano a asombrarse por esas pequeñas infamias y a entender cuánto servían estas maledicencias para desahogar disgustos y exacerbar los resentimientos familiares.

Sin duda, las hijas del Visir presentaban la misma dosis de ambigüedad de los personajes. Desvíos de comportamiento que, aunque concentrados en un espacio exiguo como los aposentos, ejercían sobre él una atracción sin la cual ya no sabría vivir.