40432.fb2
Scherezade ya no soporta el grillete que la une al Califa bajo la forma del coito. Después de desistir de llamar a una de las esclavas para sustituirla en el lecho, cavila sobre la posibilidad de traer del harén a una favorita experta en el mester erótico para quedarse en su lugar, a espaldas del soberano.
Piensa en la reacción de Dinazarda, su cómplice desde la llegada al palacio. No la puede mantener distante de la trama que crece en ella vigorosa, ocupando todos sus minutos. Después de las abluciones conducidas por Jasmine, le expone a su hermana el grado de su angustia. La dimensión de su drama personal. Aguarda a que Dinazarda exija pormenores asociados a esta trampa preparada contra el Califa.
Dinazarda se asusta sobre todo con el posible término de una aventura que las había enlazado tan estrechamente en aquel período palaciego, y que parecía imitar la felicidad. Mirando el rostro de Scherezade para no perderla de vista, de inmediato reprueba un proyecto destinado a fracasar. No confía en la benevolencia del Califa, en caso de que descubra el embuste, y mucho menos en su distracción. Lo habían educado para desconfiar de los actos humanos y reprobarlos sin ninguna excusa. El otro, cualquiera que fuese, representaba básicamente un adversario. ¿Cómo hacerle olvidar, entonces, el sabor de la carne de la hermana, la sal que venía probando desde hacía mucho, cómo burlar el paladar habituado a distinguir manjares y hacerlo aceptar en el lecho un cuerpo extraño ofrecido como si fuese el de Scherezade?
A pesar de la irritación de Scherezade, Dinazarda censuraba un cometido que muy pronto se traduciría en muerte. ¿Por qué, entonces, asumir un riesgo como éste? Pero mientras iba hablando, la propia Dinazarda sentía que sus argumentos flaqueaban, como si la propuesta de Scherezade no le pareciese totalmente desprovista de sentido, sino que, por el contrario, pudiese muy bien representar un giro histórico en sus vidas.
Para Scherezade, las débiles consideraciones de su hermana hieren sus intereses. La voz, ligeramente elevada, se sobrepone a los ruidos de la música que viene del salón de los banquetes, donde el Califa entretiene a unos invitados extranjeros. Afirma, en tono incisivo, que el soberano necesita un cambio. Recientemente le había confiado a un noble que ya no soportaba la monotonía de una vida cotidiana cuyo curso se preveía sin fallos.
Egoísta, pues, como era el Califa, poco le importaría quién estuviese en el lecho. De Scherezade sólo quería la parte específica del corazón que le contaba historias interminables. No había en él otro interés salvo el derivado de las peripecias y de los absurdos humanos, un gusto cultivado a partir de Scherezade. Además, ¿quién habría de apostar por el amor de un hombre al que todos sabían incapaz de amar? En su largo reinado no se registraba un solo amor por el que hubiese rasgado vestiduras, manuscritos, o se hubiese echado cenizas en la cabeza como manifestación de duelo.
En su afán de convencer a Dinazarda, sugería que el trueque de las jóvenes en el lecho, antes de la llegada del Califa a los aposentos, se hiciese al caer la noche. La oscuridad, desdoblándose en sombras y falsas proyecciones, al facilitar equívocos daba la bienvenida a monstruos y a fantasías, servía a los intereses de amantes y asesinos.
Scherezade amaba, en particular, la epifanía de aquellas horas, cuando, a la luz de una vela, los hombres del califato asociaban la astucia nocturna a la naturaleza de la mujer, de quien se podía esperar toda suerte de señuelos, de mentiras e ilusiones. Creyendo el propio Califa en la demoníaca habilidad de la hembra para suscitar en él el extravío de la carne, doblegar su virilidad de varón, devorar su falo. Tal vez por ello sea común, en el mundo islámico, darle a la mujer el nombre de Laila, equivalente a noche en árabe.
No era Scherezade la única en acatar los peligros de la noche en sus historias. Hace mucho, califas y miserables coincidían en el temor a la oscuridad y a la vulva femenina, ambas asociadas. Los propios poetas de la corte no se libraban de la maldición. Intérpretes de los sentimientos amorosos, próximos al caos, sus odas tenían a la hembra y al crepúsculo como fuente primera. Tal iniciativa poética atribuía al ideal femenino la misma aura de misterio que Scherezade, en sus relatos, reconocía en aquella naturaleza lunar, cuya vulva cazaban los hombres en el desasosiego de la noche.
Niña aún, Scherezade había estudiado la mística sufí. Sus maestros, bajo el beneplácito de las metáforas que, con igual diapasón, abarcaban pez, agua, caballo y mujer, defendían la necesidad de reunir dos o más elementos antagónicos entre sí en busca de la trascendencia. Y ello porque estos místicos creían que, siendo la experiencia religiosa una vivencia simbólica, dedicada a explicar los enigmas del universo, era natural que la noche, Laila, y la propia mujer se confundiesen con una realidad oculta, a la que ni siquiera tenían acceso las exégesis más caprichosas. Indisolublemente fundidas, ambas evocarían, en apariencia, un útero cósmico, del que habrían nacido todos. Propiciando así la creación de un sitio esponjoso, de anchura insondable, fecundado por la luz y con tendencia a producir incesantes réplicas.
Rodeada por la pequeña tribu de mujeres, Scherezade repasa en la memoria la simbología de la noche, amedrentadora y poética. Se acuerda de cómo, al lado de Fátima, había clamado contra las zonas oscuras del palacio, protestando por la existencia de secretos por todas partes, actuando en abierta defensa del sol. Hasta entender que las religiones, amedrentadoras y arbitrarias, y los hombres en general se incorporan, sin desdoro, a la penumbra, natural zona de pecado y redención.
Aunque se le prohibía frecuentar la universidad de Bagdad, no por ello estuvo Scherezade privada de la enseñanza. Así, su maestro Avicena, que se vanagloriaba de haber caminado durante años por la Tierra con la esperanza de entender a los hombres, le transmitía con detalle todo lo que se refería a los debates incandescentes en torno a cuestiones filosóficas e históricas. Siguiéndola hasta hoy, donde estuviese, el eco de tales palabras. Giboso como un camello, inclinado bajo el peso de los años, ella le ofrecía manjares de los que solía estar privado. Mientras masticaba con avidez, escupiendo la comida sobre la mesa alfombrada de manuscritos y rollos, Avicena la esclarecía diciendo que el mito explicaba metafóricamente lo que existía en torno a los hombres. De modo que una forma se tornaba expresiva de otras, hasta de las implícitas, dependientes también de definiciones.
Le hablaba con una voz casi inaudible, forzando una confidencia cautivadora. Aquel sabio, que tenía la conciencia afectada por el miedo a la oscuridad, incapaz, entonces, de prever que moriría en su cubil sin una presencia amiga, atribuía a la noche leyendas y enigmas, que no agotaban explicaciones. Un legado originario de ancestros amedrentados ante la primera señal del crepúsculo, para quienes el amanecer era benéfico.
La noche siempre había dado inicio a los tormentos de Scherezade. El combate trabado entre la noche y el día, ambos con exaltada carga de contradicciones, inmolaba a los seres. Sobre todo a aquellos que, atreviéndose a elegir al hombre como figura central del universo, prescindían de la noción del bien y de la existencia de un dios.
Entregada a la penumbra, que ampliaba el espectro de la crueldad del Califa, Scherezade no dudaba de que aquel hombre encarnaba el mal. En nombre del honor ofendido, se había olvidado de la doctrina del Islam, celebrada especialmente durante el Ramadán, fecha en que el arcángel Gabriel había revelado al Profeta Mahoma los mandamientos hoy contenidos en el Corán.
Con la cercanía de la noche, ella se hermana con el séquito de mujeres que sufren los efectos de la hora del lobo abatiéndose sobre los humanos. En esta difícil hora, su memoria arcaica, arraigada, además, en cada individuo, recuerda el pasado en el que todos, refugiados en la caverna, creían imposible volver a ver la luz del día otra vez. En su caso, la noche es más dramática, pues gracias a la maldición lanzada por el Califa sobre todas las jóvenes, Scherezade se prepara para morir. Por las paredes de los aposentos, donde se proyecta la balanza de la justicia, se expanden frases que la advierten del peligro que corre. Pero antes incluso de que el ángel de la muerte se la lleve, Scherezade comienza una nueva historia.