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62.

Scherezade amanece con fiebre. Se siente exangüe. Se esfuerza, pero le falla el cuerpo, no consigue levantarse de la cama. El Califa, con gesto distraído, tomando por placer sus mejillas sonrosadas, le concede un día más de vida. Una decisión tomada a medio camino de dejar los aposentos. Y que nada le ha costado, una vez que ha superado la agonía de castigar a las mujeres. Pero antes de salir, él mira hacia atrás. Se conmueve con la joven empeñada en aprehender el mundo con sus palabras. Y se pregunta quién después de ella, en caso de que fallezca o se marche del palacio de vuelta a la casa de su padre, le contaría historias. Por primera vez formula la posibilidad de perderla, sin sentir por ello dolor ni intentar impedir su partida.

Dejadas a solas, e ignorando las transformaciones que afectaban al Califa, las mujeres se entregan a la desesperación. Cada cual, en torno al lecho donde se extiende la febril Scherezade, busca un medio de salvarla, bajo la forma de un óleo purificador, de hierbas oriundas del desierto, de todo aquello, en fin, capaz de detener una enfermedad que amenaza con extenderse por su cuerpo, impidiendo que la joven se defienda de la virulencia del Califa, siempre implacable.

Rechaza la sugerencia de recurrir al médico de la corte. Dinazarda teme que los cortesanos, partícipes de una conspiración en marcha, añadan a la menta un veneno que precipite el desenlace de su hermana. En el palacio era fácil asesinar y borrar los vestigios de la acción criminal. Además, había crecido el número de acólitos y servidores que envidiaban la influencia de Scherezade sobre el Califa, un poder ahora acrecentado con las atribuciones otorgadas a Dinazarda, encargada de fiscalizar amplias zonas del palacio.

Ajena al drama circundante, Scherezade abre los ojos con dificultad, ve el mundo opaco, la raíz del mal la había golpeado hondo. El estado febril la deja, sin embargo, excitada, de los muslos le viene una calentura que abrasa y la ata a la vida. Acude a manoseos discretos, como si arrancase del baúl del cuerpo fantasmas, duendes, magos, enigmas que le rondan el espíritu. Sólo cuenta con Dinazarda y Jasmine para aliviarla de la enfermedad, que parecía incurable. Un fardo, sin duda, para la hermana, que vacila sobre qué hacer antes de que el Califa vuelva a los aposentos, con la expectativa de escuchar el final de otra historia. La reacción del soberano, viéndola aún postrada en el lecho, sin condiciones de alegrarle la noche, podía agravar la irritación que tiene, en general, después de las audiencias, y ordenar su muerte en súbito arranque.

Dinazarda piensa en Fátima, que no sabe dónde vive, lejos de Bagdad, qué haría si aún estuviese entre ellas. Su astucia, tan proverbial, fácilmente convertía a una serpiente en rana, con la aquiescencia final de aquel a quien pretendía engañar. Pero ¿a qué ardid recurriría Fátima para engañar al soberano, a fin de proteger a Scherezade? ¿O para conseguir del hombre la liberación de la hermana, la cesión de su custodia?

Siempre había sospechado que la figura de la criada con quien Alí Babá viene a casarse estaba inspirada en Fátima, tan vivaz y lista como aquel personaje. Si Scherezade no llegó a darle el nombre de Fátima, sólo fue para proteger a su ama y mantenerla distante del circuito en el que se decide fácilmente vida y muerte.

Dispuesta a echar mano de algún recurso providencial, Dinazarda se fija en Jasmine, hermosa y de carnes robustas. Y que, en la vorágine de la emoción, proclama con frecuencia amar a Scherezade por encima de su propia vida. Un amor jamás exclusivo, pues se extiende a la otra hija del Visir. Manifestándose dispuesta a sacrificarse por ellas, si tal prueba le fuere exigida. Su medida amorosa siempre había sido intensa, exagerada.

La fiebre no se mitigaba con los recursos disponibles. Había que ahuyentar con presteza el peligro que siempre representa el Califa. Al oír los lamentos de la esclava, arrodillada al lado del lecho de Scherezade, declarándose dispuesta a morir en su lugar, Dinazarda no titubea, hace una seña con la cabeza, le dice que acepta su inmolación. Había llegado la hora de ponerla a prueba.

Jasmine inclina la cabeza, aguarda que le aclare lo que espera de ella. Dinazarda le coge las manos y la somete, sin tergiversaciones. Exige que, a partir de aquel día, se convierta en heroína de las historias que se difunden por Bagdad. Debe equipararse en la vida real, que tiene hedor y heces, a Scherezade. Esta hermana que, en las historias, salva a marineros, libera náufragos, vence a la procelosa tempestad. Y si de hecho había aprendido a admirar a Simbad, que disputase con él ahora el cetro del coraje. Y al fin, ¿qué cosa más noble podía ofrecerle la existencia que dejarse abatir por el filo de la daga, teniendo como meta la preservación de la vida de Scherezade?

Las sentencias, que le va dictando, no exigen lágrimas para ser convincentes. Sus ojos, fijos en Jasmine, tienen una expresión implacable, excluyen rasgos de ternura o de consideración. Demanda, simplemente, que la esclava, a partir de la promesa sellada entre ellas, adopte la actitud de una guerrera valerosa, que ambas alteren el curso de los acontecimientos vividos en aquellos aposentos.

Jasmine asiente con la cabeza. No hace falta que Dinazarda insista o le pruebe que no hay otra opción. Sólo que Dinazarda, angustiada por su hermana, no repara en su gesto. Pues, como si hubiese perdido la creencia en la solidaridad de la esclava, le demanda el cumplimiento de la palabra empeñada. Ante la posibilidad de perder a Scherezade, olvida las virtudes de la esclava que su hermana tanto encarecía.

Jasmine se arroja al suelo, tiembla de indignación. So pena de morir por su audacia, afronta soberbia la mirada del ama. ¿Quién era esta hija del Visir que le robaba las virtudes innatas de las voces del desierto, miembro ella de una tribu que se conducía según preceptos sagrados, en práctica entre ellos antes incluso de la lectura del Corán?

Dinazarda se siente confusa. No sabe cómo reaccionar. Por primera vez, observa en ella aspectos sorprendentes, tiene enfrente a un ser que desconocía. ¿Acaso había subestimado las fuerzas de aquella esclava, acabando por humillar a una amiga, y todo en nombre de Scherezade, que sin duda habría reprobado su conducta de haber sido testigo de la escena?

No sabe contener el llanto de Jasmine. Quiere disculparse, pero los labios se cierran. Inclina la cabeza en su dirección, con la respiración prácticamente pegada a la suya, aguardando a que la esclava entienda el lenguaje de un corazón afligido. No sabe reparar los males de un drama que tal vez merezca comprensión. Su perplejidad acrece, así como el sentimiento del duelo anticipado. Dando tiempo, sin embargo, a que Jasmine, de índole generosa, se recobre. No quiere que la hija del Visir sufra por su causa. Ambas, al fin y al cabo, están a merced de un mal que termina por unirlas. Con voz suave, Jasmine le pregunta qué espera de ella. No les queda mucho tiempo.

Dinazarda se demora en tomar medidas. Jasmine, sin embargo, bajo el mismo impacto, demostrando estar dispuesta a actuar, se dirige deprisa al mercado, a buscar hierbas que salven a Scherezade. Tiene en mente una mezcla que obtienen otras tribus, tan nómadas como la suya. En este afán, coge unas hojas, prueba pomadas, bebe jarabes asquerosos. De vuelta a los aposentos, al aplicar ungüentos en el pecho de la joven, haciéndole beber también un líquido oscuro, viscoso, tiene la certidumbre de que la recupera para la vida.

Dinazarda enjuga la frente de su hermana, recoge la orina y las heces, exhibe el material contra el sol, para descubrir daños que escapan a sus ojos. Tiene la esperanza de que hasta la noche se mantenga la vida de su hermana. Pero ¿cómo sustituirla en la farsa a punto de comenzar a la llegada del Califa, sin que él repudie públicamente la mentira que se viene urdiendo durante las últimas semanas?

No había que aguardar la hora de la verdad, que no existía. Había desaparecido de la escena la voz de la narradora, ahora febril. ¿Y no podría surgir entonces otra elocuencia para sustituir la de Scherezade, evitando de esta forma el desfallecimiento de la historia?

Dinazarda palpa la frente de su hermana. La fiebre se había mitigado. Scherezade sonríe, a pesar de la debilidad. Tiene el cuerpo bañado en sudor. Jasmine la seca con bálsamos y paños. La acaricia con exaltación. Parece haberle salvado la vida. Y le agrada que Scherezade le deba tal tesoro, así como el Califa habrá de deberle un día las historias que le contará. Pero ¿será realmente así? ¿Aceptará Dinazarda compartir con ella un día a día que ambas ambicionan vivir con aplausos e intensidad?

Scherezade se quita el paño de la cabeza y el velo del rostro, como asegurándoles que ha llegado el momento de elegir a sus sucesoras y desaparecer del palacio del Califa.