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64.

Dinazarda y Jasmine estaban dispuestas a admitir ante el Califa que Scherezade había huido al amanecer, después de que él se despidiera de las jóvenes, ya de vuelta a la sala del trono. Pero tal vez no preguntase nada al no encontrarla por la noche en sus aposentos. Indiferente a que Scherezade, cansada del oficio de contar historias, se hubiese despedido del palacio, embarcándose en una aventura desconocida.

Desde hace mucho, al fin y al cabo, la hija del Visir aspiraba a una vida cotidiana sin lógica ni coherencia, aun con el riesgo de estrechar los caminos de la salvación. Ya no soportaba ser mujer de aquel hombre, impedida, por tanto, de vivir la instantaneidad de una pasión con algún extraño. Reflejando ella, así, un agobio a punto de redundar en desastre, si Dinazarda no tomaba medidas de inmediato. Hace días Dinazarda venía previendo su declive con consecuencias fatales, aunque Scherezade continuara contándoles historias atrayentes. Sus últimas invenciones, no obstante, de marcado tono pesimista, manchaban la frescura de un enredo que prometía, desde las primeras frases, ser feliz. Tanto que difícilmente los hacía sonreír como antes. Pareciendo disfrutar más en imponer a los oyentes una melancolía pegajosa, como si lo cotidiano, en sus expresiones impactantes, requiriese un aluvión de lágrimas.

Había que abolir la voluptuosidad de la desesperación antes de que Scherezade le pidiese al Califa, como un favor personal, que decretase su muerte, queriendo de esta manera librarse de una vida desprovista de esplendor. Afectada, pues, por el peligro inminente, Dinazarda envía un mensaje a su padre, que en aquella larga temporada había actuado como un cobarde, para que tome medidas enérgicas. Distante hasta entonces del sacrificio de su hija, a quien tal vez juzga merecedora de castigo por haber contrariado sus órdenes, debía él redimirse ahora de semejante omisión y convertirse en héroe de una familia formada por tan pocos miembros. Demostrar a los demás cortesanos el grado de su afecto por la hija.

Desde su venida al palacio del Califa, Scherezade se había negado a implicar a su padre en el drama. Lo libraba del malestar de solicitarle ayuda y ver negada su petición. No quería ver en el rostro del Visir ninguna censura por haber elegido la turbulencia en vez de la felicidad duradera. Una hija que había sido incapaz de prever el dolor derivado del desafío al Califa.

Por detrás de la pérgola, a escondidas, Dinazarda exigió de su padre que sacase a Scherezade del palacio y la llevase lejos de Bagdad. Y exponiéndole la firmeza de sus propósitos, le aseguró que se quedaría en lugar de su hermana. La misma declaración le hizo Dinazarda a Scherezade después de la aquiescencia de su padre. Para su sorpresa, Scherezade reacciona interrogante, cómo quedarse en su lugar si, a partir del momento en que había decidido salvar a las jóvenes del reino, la suerte le pertenecía, nadie podía robarle su destino. A menos que Dinazarda confesase que hacía mucho que pretendía estar en su lugar, que siempre había aspirado a ser reina, a sorprender al envejecido Califa con un heredero al trono.

Scherezade insistió ante su hermana: si admites que siempre has querido estar donde estoy, te dejo en paz, acepto la ayuda de nuestro padre. Dinazarda no le dijo nada, no hacía falta. El silencio confirmaba la sospecha de Scherezade. La conspiración entre Dinazarda y Jasmine había avanzado hasta el punto de haberse repartido las dos las respectivas funciones. Dinazarda serviría al Califa en la cama, mientras que Jasmine, recién descubierta su tardía vocación de contadora, entretendría al soberano con historias que desde hacía mucho bullían en el caldero de la bruja, tal como lo registraba su memoria. Entonces mezclaría las hierbas de sus recuerdos con el material del derviche, todo él desaprovechado, contando aún con el universo ilimitado que Scherezade había cultivado frente a ella en generosa ofrenda.

Con la promesa de que el padre guiaría a Scherezade a donde ella quisiese ir, al abrigo de cualquier peligro, Dinazarda hizo sus planes. Supo en aquellos días que varias caravanas dejaban Bagdad, bastando que Scherezade apuntase en el mapa el rumbo de su elección. Transportando mercancías, no habría para estas caravanas ningún inconveniente en llevar a la princesa y sus preciosos bienes, que el Visir pretendía adelantarle como parte de su herencia. Acomodada en una confortable litera, Scherezade cruzaría el desierto distrayéndose con los animales, en especial los camellos, a quienes siempre había dedicado odas ensalzando su belleza y su utilidad.

Scherezade se negó a definir su itinerario. Al alejarse de Bagdad, no dejaría rastros. Dinazarda se obstinó en conocer su paradero. Si me quedo en tu lugar, arriesgándome a que el Califa me corte la cabeza, te ayudo a definir tu destino.

Scherezade siempre supo que, al abandonar el palacio con vida, sin que los demás lo supiesen, tomaría una caravana rumbo al norte. Conocía bien en qué punto del viaje abandonaría el cortejo, proseguiría en otra dirección y, con unos días más de trayecto, golpearía la puerta de Fátima. Estaba convencida de que daría con el lugar exacto. La casa, según el relato di Fátima, no era grande, pero la avistaría de lejos. Con mucha vegetación alrededor, hasta unos olivos espléndidos, había en ella una habitación reservada para la joven. Y otros detalles en su interior, que se había organizado teniendo en cuenta a Scherezade. ¿En qué otro sitio florecería la imaginación de la joven, para compensar la carencia vivida en estos tiempos difíciles? ¿Y no debía esta misma imaginación proveerla de la abundancia capaz de inventar un enredo cualquiera? Tal como engendrar a un príncipe que, en verdad, no era más que un profesor graduado en la escuela de Bagdad, y cuya vocación herética, al contradecir los principios religiosos entonces vigentes, le había hecho instalarse en fecha reciente en la aldea vecina a la casa de Fátima. Pudiendo muy bien ocurrir en el futuro que ambos jóvenes, hastiados de los recursos urbanos, de la ilusión temeraria que brotaba de cada cosa, llegasen a conocerse. Cuando los dos sabrían, sin prisa, que estaban destinados el uno al otro. Más que para vivir un gran amor, en general amortiguado por el hábito, uno divertiría y haría reír al otro.

Fátima aprobaría la unión. Para ello estaba dispuesta a renunciar a los espacios de la casa en favor de una familia en crecimiento, cuando llegase la hora. Scherezade y ella estaban de acuerdo en cuanto a la modestia de una vida que las dejaba libres para la fantasía que necesitaban.

¿Sería esto, entonces, lo que ocurriría después de que Scherezade se retirase del palacio un viernes sagrado y el emisario del Visir la entregase a una caravana alertada para que obedeciese sus órdenes? ¿Sin que el padre llegase a saber jamás qué dirección tomaría su hija, limitándose a proporcionarle joyas, oro, monedas, todo lo que le hiciese falta? ¿Sin olvidarse de cederle a su devoto criado, Abu Hassan, hace mucho a su servicio, y que había llegado sin lengua porque se la habían cortado los bereberes, temerosos de que un día él hablara y pusiese en riesgo la seguridad de la tribu?

Para concretar la fuga de Scherezade, faltaba que el padre fijase la fecha. Dinazarda sorprendía en la mirada de Scherezade el goce anticipado del momento en que transpondría los umbrales de los aposentos, sin volver la cabeza atrás para ver a quién dejaba en la retaguardia. Arrastrada tan sólo por el deseo irradiador de ser insensata, de asumir riesgos relativamente menores que los que había contraído en el pasado, cuando, en compañía de Dinazarda, se instaló en los aposentos del Califa, usando como pretexto la salvación de las jóvenes del reino.

Si el padre no decidía, en alianza con Dinazarda, sacarla de allí, Scherezade se arrojaría desde la ventana llevada por la desesperación. Ya no soportaba la mirada del Califa solicitándole desenlaces felices sin prometerle a cambio la libertad. Sin reconocerle tampoco en ningún momento que, en pago por tantos favores recibidos, estaba dispuesto a dejarla partir. Pues gracias a sus suntuosas descripciones había recuperado el ánimo de vivir. Y ya el califato no le parecía tan enfadoso como antes. Sin hablar de que había aprendido a perdonar a las mujeres, gracias a que las historias de Scherezade consideraban a hombres y mujeres compañeros narrativos.

Con el poder que el Califa le había otorgado, Dinazarda se movía por el palacio dando órdenes que siempre eran acatadas. En el último encuentro con su padre, también a causa de Scherezade, él pareció disgustado por la creciente influencia de la hija en sectores bajo su mando. Pero al sentir el perfume floral que exhalaba su piel, haciéndole recordar a su esposa muerta, él la abrazó, sintiendo que el amor por su hija germinaba en todo su ser. También ella lo besó en la mano, no quería arrebatar su poder, pero exigía que pusiese a Scherezade a salvo y la llevase a donde ella quisiera ir.

En la víspera de la fuga, multiplicándose en sus funciones, Jasmine había incorporado la imagen de Scherezade en sí misma. Estaba segura de que el Califa pronto se olvidaría de la contadora de historias. También Dinazarda, resto vivo de un trío en vísperas de disolverse, cumpliría lo que Scherezade le había enseñado. Una y otra confiadas en que el Califa, en compañía de ellas, se sentiría libre para viajar de nuevo por el califato, frecuentar a sus favoritas, olvidar que durante un largo tiempo había sido prisionero de la hija menor del Visir.

Los detalles de la fuga, planeados por el Visir, fueron de fácil ejecución. Quien la vio fugazmente no creyó que Scherezade, vestida de esclava en medio de otras, salía por los portones traseros del palacio, al encuentro del criado mudo de su padre, designado para servirla. Luego la caravana los acogió a ambos, siendo inminente la partida. Y tan rápido se dio todo que ya a primera hora de la tarde se habían distanciado de Bagdad, sin que Scherezade mirase hacia atrás una sola vez so pretexto de guardar en la retina las murallas de la ciudad. Apenas si se despidió de Dinazarda y Jasmine, con prisa las dos por ocupar su lugar, temerosas de que la fuga fuese descubierta antes del tiempo previsto.

Scherezade no vio a su padre. No sentía su falta, como si lo hubiese abolido de su vida. Le parecía que, habiéndolo convertido en personaje de una historia en la cual había encajado a la perfección, seguía teniéndolo a su lado. Aunque no volviese a ver a su familia, los tendría cerca, compartiéndolos con Fátima. Y que ellos no la considerasen infiel por reservarles, en el futuro, un papel discreto en el relato que ya tenía en mente.

Las dunas, enfrente, le daban la bienvenida. Finalmente conocía de cerca el desierto. Oía sus voces secretas mezcladas con los finos granos de arena que fustigaban su piel. Mientras la caravana proseguía, Scherezade iba dejando atrás el universo integrado por su hermana y Jasmine. Cada vez que llorase en los años por venir, se consolaría con la memoria que conservaba de ellas. Jamás se perderían. ¿Acaso no era verdad que lo vivido, aunque se disuelva en medio de los recuerdos, es un punto de resistencia en el futuro?

El Califa no saldría en su busca. Había descubierto en él señales de agotamiento. Casi suplicándole que desapareciese de su vista, pues no quería entregarla al verdugo. Al final, reconciliado con las mujeres, e importándole poco sus traiciones, había comprendido la necesidad de preservar su propia biografía, que no se comparaba por su repercusión a la del aventurero Harum al-Rashid. En compensación, no podrían negarle que había sido él quien había obligado a Scherezade a contar las mejores historias del reino, con el fin de salvarse. Gracias a su tiranía, responsable de un hecho inicialmente deshonroso, la historia de su pueblo se consagraría para siempre. Una edificación verbal más poderosa que cualquier mezquita o palacio erigidos con piedra, cal y sudor. Lo que Scherezade había sembrado en los aposentos, a través de él, nunca se disiparía. Para ello, Jasmine y Dinazarda, discípulas suyas, repetirían cada relato hasta el cansancio. Ni ellas ni sus sucesores dejarían morir la sustancia del alma árabe. Aunque él y las jóvenes no volviesen a escuchar nunca más, de los labios de Scherezade, las nuevas historias que ella le estaría ahora contando a Fátima, quien la recibió con los brazos abiertos en cuanto llegó a su casa, cubierta de polvo, hambrienta, pero feliz.