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Palomitas de maíz como cerebros diminutos y una puta colgando del techo.
Palomas de maíz como cerebros desbordados, imposibles, inhumanos, y la puta que se balancea levemente en el aire con su cara despintada, el maquillaje corrido, las medias rotas, un zapato en el suelo y otro colgando cual pluma, sombra o gotera de su piececito, y las uñas desconchadas, el pelo revuelto, el bustier mal colocado con un tirante caído, el otro desorientado y un collar de perlas gruesas al cuello que desentona en el conjunto y que, iluminado tan sólo por la luz de una lámpara sobre la mesita cuya pantalla se ha cubierto con seda roja, cómo no, qué típico, qué evocador, refulge como en la canción con brillos ensangrentados y sacramentales.
– Faltan las flores pisoteadas.
– ¿Qué flores?
París está en Babia, cosa rara. Ha venido todo el camino en silencio, para mi alivio, concentrado en encontrar la calle. Obviamente, si me hubiera dejado conducir a mí no habríamos tardado ni cinco minutos en llegar, pero como tengo un corazón de oro que no me cabe en el pecho y me daba pena su imagen de hombre acorralado entre su querida Reme y yo, no quise bajarle de su ficticio pedestal de valeroso agente del orden delante de la niña. A fin de cuentas y como hombre que es, no vale para muchas más cosas que la conducción de vehículos motorizados, así que le dejé llevar el coche y lo único que he conseguido es que se le haga la picha un lío y seamos los últimos en llegar. Esto me pasa por buena, o por tonta, qué leches, y claro, nos encontramos con una multitud, porque a ver quién es el chulo que se resiste a asomar la cabecita por la ventana o por el quicio de la puerta para averiguar de qué va la movida en el bloque de al lado y qué ocurre, por qué tanta poli y tanta sirena y tanto brillo rojiazul iluminando la noche y reflejándose en las fachadas de los edificios cinco tenedores, como diría Nacho, porque tratándose de lujo las cosas se miden por tenedores, chavala, ni estrellas ni soles, que eso es una mariconada, que lo sé yo. A ver, ¿para qué te sirven cinco estrellas a ti?, ¿para que te pongan en el baño jaboncitos de marca?, ¿para que te dejen en la almohada bombones de licor en vez de caramelos de eucalipto? Bah, mamonadas. Hazme caso a mí, la calidad donde se ve es en los tenedores, que para eso te los comes.
Sí, y en las batas de seda, y en unas zapatillas para andar por casa tan finas que parecen como las de ballet pero con iniciales bordadas en el empeine con hilos dorados y colores delicados como alas de libélula, y en las cofias almidonadas de las doncellas, níveas, impolutas y acicaladas, tiesas y temblorosas como colas de palomas asustadas que también se asoman tras los visillos para husmear, como el resto del barrio, qué es lo que le ha pasado a la chica del doce-primera, tan mona y tan educada, tan sencilla y tan comedida con sus trajes chaqueta y su discreción y sí, era un encanto, pero apenas manteníamos trato con ella, únicamente saludarnos en el ascensor y joder con el vecindario, oigo que suelta uno de los camilleros, hasta para cotillear son señoritos, nada de qué ha pasao ni qué ha sío ni a quién han matao, sólo caballeros muy dignos que vienen a preguntarnos si nos pueden ayudar en algo y que no dudan en ofrecernos su colaboración si lo consideramos necesario. Pero no nos engañan, ojo, en el fondo son las mismas ganas de saber aunque más contenidas, más sometidas, más dominadas. La clase es lo que tiene.
Y es verdad, son todos los mismos ojos temerosos y acechantes, los mismos ojos ansiosos y morbosos que todo lo quieren mirar, con el mismo reflejo malsano y horrorizado bailando en las pupilas y, como única diferencia entre los otros barrios y éste, un cierto pudor que se guardan bajo la lengua porque no se atreven a ser los primeros en mostrarse indiscretos al preguntar.
– ¿Qué flores? -insiste París.
– Las de la canción.
– ¿La de Alaska? -a veces no es tan tonto como parece, a veces creo que aún se acuerda de cómo fuimos y puede leerme el pensamiento igual que antes, y me dan ganas de confesarle ahora lo que sentía entonces, que su amor es un niño rubio que todo lo destroza. Pero sólo dura un instante, como un chispazo, como la llamarada de lucidez que ilumina de vez en cuando los rostros de los locos.
– Sí, ésa.
– Ya. Pues aquí nada de flores, aquí únicamente estas malditas palomitas.
Palomitas de maíz por todas partes, como cerebros diminutos esparcidos por el suelo, por la alfombra, por los brazos del sillón. Y la puta colgando del techo, porque eso es lo que dicen aquí mis camaradas, la puta, porque era una puta ¿no?, afirman los lupas, hay mil detalles que lo indican, y aseguran con su experiencia de sabuesos de las entrañas ajenas que no hay más que ver su armario, concretamente el cajón de la lencería, o su mueble bar, o la cómoda frente a la cama, en el dormitorio, donde guardaría los aperos de trabajo, que bien a mano que los tenía.
Será por eso, cabrones, eso va a ser, porque aquí ni espejo en el techo ni cama de agua ni peluches cursis sobre la almohada ni cabezal con forma de corazón. Aquí todo es discreto, aséptico y hasta señorial, su casa tan fría como una oficina, tan sobria como un despacho, tan austera como la UCI de un hospital, tan digna como un convento. Si no fuera por el pañuelo rojo sobre la lámpara, que lo tiñe e impregna todo y le da un baño de sexo barato y comercial, nadie adivinaría qué se vendía aquí, porque para encontrar los vibradores, la ropa obscena de cuero, los látigos, las botas altas, las pestañas postizas de mujer fatal, las esposas con que humillar a los que pagan y los potingues con que pintarles los labios con boquita de piñón a los señores velludos que se dejaban su buen dinero por una ración extra de humillación, habría mucho que rebuscar, abrir los cajones y husmear, no tener escrúpulos y escarbar en el fango y en la intimidad de los demás como están haciendo ahora con morbo, con delectación, con los ojillos brillando al imaginar a la puta que ahora cuelga del techo con tachuelas y puntera de metal y orejitas de conejita sexy y procaz y tanto vicio y tanto antifaz. Y mis adorados compañeros que se asombran y se extasían y murmuran entre dientes que parece mentira, nadie lo diría pero en algún lado tienen que estar los artefactos, no puede ser todo tan elegante, tan sencillo, tan normal…
Y entonces alguno que viene de fuera con los testimonios y los cotilleos fresquitos recién pronunciados, recién sonsacados, alguno que aún no se ha sobrecogido por la presencia de la puta colgando, alguno que aún no ha tenido tiempo de lamentar la enorme pérdida que habrá supuesto su vida para el mercado del placer, que tiene la lengua suelta porque sabe que todavía no han llegado los del juzgado, acaba por hacer el típico comentario que, cómo no, tarde o temprano tenía que reventar, pues claro, menuda gilipollez, no sé ni por qué os asombráis, ¿es que no veis que era una puta fina? De ultralujo, chaval, de las mejores. Tan fina que hasta dicen sus vecinos que era una chica estupenda, hay que joderse, con lo guarra que debía de ser. Lo que yo te diga, cinco tenedores, una puta cinco tenedores para que te lo coma todo. O para comérselo todo tú a ella, porque buena estaba un rato. Qué coño, y todavía lo está, fijaos qué tetas, y qué culo. Eso no es un culo, eso es un monumento. Tres dedos de mi mano hubiera dado por tocárselo.
– Cómo os pasáis. Dais asco.
– Sí, asco, anda que la Destripadora, Zafrilla y tú no miráis las pollas de los fiambres en el Anatómico y no comentáis luego mientras tomáis el café quién tenía el rabo más largo. No jodas, Clarita, que pareces mi abuela la decorosa.
– Los que no jodéis sois vosotros, salidos. Muy mal tenéis que estar para empalmaros con una muerta.
Me miran con ojos asesinos, con ojos de macho cabreado, con ojos rapaces de varón famélico jamás dispuesto a renunciar al privilegio de ejercer su masculinidad, y me asaetean con sus miradas porque no meo de pie, porque no me la casco en los retretes de la comisaría ojeando el Interviú, porque soy testigo non grato de sus vulgaridades, de sus bravuconadas, de las burradas que sé que dicen pero que no hacen, qué más quisieran.
Pues sí, así soy yo, no la alegre clavellina que va de esquina en esquina y que a nadie le interesa. Ésa está colgada del techo. No, yo soy la otra, el grano en el culo, la aguja que se te clava en la cacha cuando te lanzas sobre el sofá, el guijarro en el plato de lentejas, una monja de misiones en un burdel, la hija, la esposa, la hermana ante la que no se quieren decir tacos, ante la que se tienen que callar cuando preferirían hacerse los gallitos y los duros con los amigotes y los colegas. Soy la jodida madre superiora en un internado masculino, la profesora de ética en un aula de pandilleros, la mordaza, la censura, la que les recuerda con su presencia que hay Constitución y artículo 14, y faldas de reglamento y vestuarios femeninos y bajas por maternidad y mujeres con lengua y sesera que piensan y los juzgan y no se callan y se lo cantan a la cara bien alto y bien claro para que de una vez lo entiendan. Ésa soy yo, la que molesta. La oveja negra.
Y hay días, como hoy, en que soy tan torpe que abro la inoportuna boca en vez de hacerme la loca y les fastidio especialmente la diversión y les corto el rollo más de lo habitual y me odian porque molesto más que nunca y les da por farfullar, por rebelarse, por rebotarse y agarrarse las pelotas ante mí con sus dos manos y se plantan y se ponen bordes y en esta especie de pulso que mantenemos, tan enormemente desigual, deciden de repente un día, ante una puta colgada como del árbol del ahorcado, que no se dejan avasallar.
No, no se callan porque no les da la gana, y que me joda si me molesta, y que a las cosas se les llama por su nombre porque sí, porque así son y así las dicen ellos y que no venga con remilgos ni con aspavientos ni con amenazas de degüello, porque son hombres, qué cojones. Y si no me gusta ya me puedo ir yendo, porque las tetas se llaman tetas, las putas putas son y los coños negros agujeros. Y ni senos ni prostitutas ni vaginas; a cada cosa su nombre y con un par. Y todos, pero todos, con sólo una mirada se ponen de acuerdo y comienzan a evaluar la escena tras echar a los vecinos curiosos, aquí no hay nada que ver, esperen fuera, por favor, ya les tomaremos más adelante los datos para la declaración, y no se cortan un pelo, ni uno, y todos excepto París -ese cobarde que se hace el sordo con el rabo entre las piernas y no se decide a tomar posición entre ellos y yo- recorren cómodamente el apartamento con soltura y hasta con gracejo profiriendo en voz alta para que me entere bien y tome nota de que a la puta le falta un zapato, que la puta cuelga del techo con los ojos cerrados y la boca entreabierta, que la puta tiene el carmín corrido y la boca de fresa marchita y seca, los labios de corazón de melón otrora jugosos y hambrientos y por ellos se le escapó la vida y dijo adiós que me voy, que me muero, que me piro, la puta, la muy guarra, la muy perra, con su corpiño de raso bien apretado, con sus cordoncitos cruzados y ese escote sediento echando afuera el busto y marcando la cinturita de avispa que incita e hipnotiza, que casi duele de verla tan fina y exaspera y ahoga de saberla tan prieta, y quién hubiera podido sobarla, con las caderas en alto, con la risa bailando en la garganta traviesa, a la puta.
La puta tenía la voz ronca, dicen los vecinos, tenía voz como de melocotón amargo, pero era muy dulce, mucho, y tanto que sí, ríen éstos, menudo bombón, de chocolate blanco con su blanca palidez, lástima de jaca, más nívea ahora que nunca la puta, colgada de una viga con el escabel a sus pies caído, demasiado lejos de sus uñitas pintadas, de sus deditos semiopacos por la puntera de las medias, y esos morros que tenía, y esas medias tan delicadísimas, veinte euros por cada pierna y otros veinte por cada liga, mínimo, estoy por cogerle un par del cajón y aparecerle con ellas a mi mujer, ya verás qué cara, y no me mires así, Clara, ¿o es que tú no has arramblado con un geranio en la chabola del yonqui? Pues eso, que aquí todo se sabe, tú a lo tuyo y yo a lo mío y vaya con la ropa de la puta, tío, menudo vestuario para una lumi, ¿has visto el armario? Eso no es un armario, es una habitación sola para la ropa. Un vestidor que le dicen, colega. Cómo debía de ser de buena la puta que hasta tiene luz dentro y unas baldas de cristal que parece que los zapatos están en exposición. Claro que si mi Mari tuviera esos zapatos también los exponía, y yo hasta les tomaba declaración, porque no deben de haber visto cosas raras los zapatos de la puta ni nada, se me pone dura sólo de imaginarlo, tíos forrados de pelas a sus pies lamiéndole la punta a ese par rojo, tal vez un gordo con taparrabos de cuero bajándole con los dientes las cremalleras de estas botas de ante negro que le llegarían a la entrepierna, sus piececillos como peces pequeñitos asomando por entre el marabú de las chinelas de raso, su culo balanceándose al ritmo de los tacones del par aquel… Joder, es que se me cae la baba, la de zapatos que tenía esta puta, la tía, y de los buenos, y además qué gusto, qué clase… Y no os riáis más de mí, leches, lo que pasa es que sois unos bastos y se os pone tiesa con cualquier zorra arrastrada de la calle Ballesta mientras que yo, sin embargo, soy un esteta. ¿Os la imagináis despelotada en el depósito? Yo sí, y además al verla aquí, tan sola en esta casaza, tan lozana, tan vestida pero tan desnuda y con el tirante caído, pues se me ocurren fantasías. No, hombre, no me refiero a eso, malpensado, hablo de preguntas, de dudas sobre cómo acabaría así, ¿o es que no os corroe la curiosidad por ver hasta dónde le llegan las dichosas palomitas?, porque si tiene palomitas enganchadas en los rizos revueltos del pelo, si tiene palomitas pegadas a las medias, si las tiene dentro de la boca entreabierta y en el corpiño asomando junto a los pezones, digo yo que a lo mejor tiene palomitas en más sitios, no sé, y no os riáis, que sólo es una pregunta que lanzo al aire, investigación policial, profesionalidad ante todo. Tal vez, si le levantáramos un poco la falda…
– Estate quieto con la manita y no seas bestia -ordena Clara secamente, hasta ahora invisible copiando en su libreta los números y nombres que guarda en su memoria el teléfono digital de la víctima, silencioso sobre un escritorio lacado, durmiendo su sueño de cangrejo negro rebosante de botones y datos.
– Y tú no nos arruines el espectáculo -brama airado el bestia al tiempo que hace gestos furiosos con esa misma mano como echándola, vete, fuera, te largas, sal de aquí, a la cocina o a la sala de costura con el bastidor, a hacer punto de cruz y a calcetar, al vestidor a registrar los cajones o a inventariar su ropa, sus trajes elegantes exquisitos como mortajas, o al baño, a oler sus perfumes y admirar su colección de pelucones de todos los colores en una repisa como cabezas cortadas o trofeos de caza. Fuera. Esto es cosa de hombres.
Y rompe todo pronóstico y por una vez no se rebela y se va dejando en tan siniestro velatorio a la difunta rodeada de varones como en un corro macabro en el que nunca jugarían los niños, como en una piñata de locos o en una merienda de traidores, la puta colgando del techo, cándidamente meciéndose, libidinosamente moviéndose, ondeando sus brazos al ritmo de un oleaje ciego y mudo, tupido, espeso que puede ser, tal vez, el deseo febril furioso, insatisfecho, voraz, quizá vengador o clamante de justicia o plañidero de una mísera pena teñida de sordidez que se niega a acabar de reconocer. Y mientras los lupas indagan con los ciclópeos cristales empuñados como lanzas o quizás escudos, mientras Clara se retira echando pestes porque le sobreviene la náusea, el asco que la devora de nuevo, los agentes rodean al cadáver como adorando su imagen en un aquelarre siniestro de machos cabríos en el que, para ahuyentar la compasión, cuanto más soez es el chiste, la gracia, la blasfemia o la broma a costa de la puta colgada, más triste se vuelve el aire, enrarecido y denso.
Pero Clara casi no está, casi ha desaparecido dejándolos con su ansiada camaradería de hombres solos, con la creciente frustración que inunda a los vivos ante los muertos, cuando uno de ellos, como el niño que intenta justificarse al pillarle su madre con las zarpas metidas en el bote de galletas, apostilla:
– Eso, que para una vez que hay función…
Y antes de que ella, ya saliendo, pueda abrir la boca para mandarlo a tomar por el culo, la frase toma forma en su mente y debe obligarse a reconocer que es verdad, todo es una función, un pase de peep-show, una actuación con postizos, seda roja y un escenario. Hasta hay palomitas, piensa, y cuando está a punto de pararse a pensar en el auténtico significado de ese cadáver mostrado como un espectáculo por la puerta abierta a la escalera entran dos, cuatro, seis policías más con sonrisa de oreja a oreja, con andares tranquilos y relajados y hola qué tal chicos, gracias por avisar, menudo panorama, tremenda hembra tremendo tipazo tremendo bombón, qué mujer, esto no se ve todos los días.
Cuánta gente por aquí, vaya sorpresa, ¿qué venís, de visita?, masculla Clara para sus adentros pero sin atreverse a preguntar en alto porque sabe por dentro que no son refuerzos ni vienen con ánimo de colaborar, que se pasan avisados por los otros, rápido para que les dé tiempo a verla colgando en todo su esplendor antes de que se presente el juez y levante el cadáver y se acabe la sesión. Y no se molestan ni en disimular, ahí están también sus propios compañeros, Javier el Bebé, Nacho que los recibe como avergonzado, León, el topo de León que no saca la cabeza de comisaría ni aunque le prendan fuego mirándolo todo como un insecto de ocho ojos, con los reflejos rojos de la seda roja en sus gafas de empollón, aventando los agujerillos de la nariz para esnifar el olor a cuero, a sexo y a muerte, al miedo estancado quizá de la víctima, que podría ser perfectamente una mujer pero no, para ellos es sólo una puta y, a lo mejor, hasta se merecía lo que le pasó, y las palomitas de maíz, como cerebros diminutos, como cabezas de alienígenas en películas de serie B a sus pies, enredadas en sus bucles rubios, metidas en el zapato caído sobre la alfombra y León sudando, rijoso de mierda, y el Bebé impresionado pero qué va, está sólo ante una puta y si levanta los brazos en un gesto de impotencia no es por lástima ni dolor.
– ¡Dios, vaya par de tetas! -exclama-. Si tuviera un par de lolas como ésas no pararía de sobármelas mañana, tarde y noche.
Y le ríen a coro la gracia, qué bien el niño, qué majo el novato, qué salao el chaval, ya es uno de los nuestros, cómo aprende, menudo gilipollas, machista, misógino, qué vergüenza, qué delirio, qué situación absurda que me revienta y me quema y no hay ni uno que se salve, todos igual de cabrones, de insensibles, de ciegos y crueles como niños, como el Bebé, que es lo que es y no da para más y porque así seguirán las cosas siempre mientras nada de esto cambie, mientras ni uno solo de ellos sea capaz de enfrentarse a los demás para defender la dignidad de una mujer que expone su cuerpo inerte y su indefensión ante ellos, que sólo es una puta colgando del techo.
– Mira que eres animal -le contesta Fernando serio, y de golpe las carcajadas de los demás se apagan sorprendidas porque hay alguien que se atreve a levantar la voz para llevarles la contraria y hasta Clara lo admira, jo qué tío, quién lo iba a decir, el más insignificante y es el único con huevos para plantarse-. Eres un bruto, a ti se te cae la manzana de Newton en la cabeza y te la comes. A ver, piensa: si fueran tus propias tetas no despertarían ningún deseo en ti, estarías acostumbrado a ellas. Mira por ejemplo a Clara, ¿tú ves que se esté sobando todo el día? No. Es como si tú, por tener una superpolla, no pararas de manoseártela… -concluye-. Bueno, tú sí, pero es que eres un enfermo.
Juas, juas, juas. Y vuelven a reír todos, ahora al unísono, hasta París, que sabe que estoy aquí y cómo me pongo y que la puedo montar en cualquier momento, cabrón educado, hipercorrecto animalito bienenseñado, tan domesticado y formal, tan comedido, que esboza por la comisura una sonrisa complaciente de qué bueno, camarada, qué bien traído, y se miran unos a otros tan contentos de ser ingeniosos, de ser hombres, de ser como son en definitiva, de estar vivos y la puta no, que me pueden las ganas de vomitar, pero a lo bestia, y es como en una de esas pesadillas en que sientes que vas a desmayarte en cualquier momento y estás perdida y sola en medio de la multitud y los rostros de los demás, extraños, ajenos, enmascarados, insensibles, caníbales, giran vertiginosos a mi alrededor, y veo a París riéndose ya sin disimulo con un rictus loco; a Fernando con esa cara blanda, esas manos como sin huesos abriéndose y cerrándose compulsivamente para magrear los muslos indefensos sin pudor; a Javier el Bebé con sus ojos azul cielo, azul psicópata, y ese arañazo atravesándole una mejilla que se acrecienta cuanto más se troncha; a Nacho doblado, sujetándose los costados, partiéndose de risa, llorando casi, dando palmadas que siguen el ritmo convulso de sus carcajadas y de su pie, porque hasta patea en el suelo de tanto como se desternilla, y Santi (¿de dónde ha salido?) corea sus risotadas y se abrazan los dos como hermanados, pero de pronto se detiene solemne, saca un pañuelo del bolsillo del pantalón vaquero, se seca las lágrimas, suena ruidosamente sus mocos y después de doblarlo con cuidado y guardarlo a buen recaudo de nuevo, como el payaso serio de cualquier circo, vuelve a estallar en carcajadas siniestras, espasmódicas, que contagian a León, un León que se ríe como un malvado de cine mudo, frotándose las palmas escandalosamente blancas, contorsionándose muy levemente, casi sin hacer ruido, como si no tuviera fuerza física para soportar tanta comicidad, como si temiera romperse el diafragma, como si la risa estentórea fuese cosa de brutos y la sibilina de sádicos incómodos con el descaro descontrolado de los demás. Él no, León goza en mi alucinación como un Nosferatu perverso que alumbrara con sus gafas como faros, como focos crudos y sin compasión las manos indefensas y colgando de la puta, con las uñas rotas, con los dedos crispados como se crispaban en mi desvarío los músculos de su cuello tensándose en su afán por no estallar, por no desbordarse en carcajadas como los otros, alumbrando la piel nacarada y fina, desnuda, aterciopelada de la puta, de la triste, vencida, vendida pobre puta que se diría que has muerto y eres alguien por fin, un retrato en la pared de los idos fotografiados con saña por enfermos obsesos de la desgracia ajena, por cámaras ausentes infectadas de rigor científico, por flashes cegadores hambrientos de huellas dactilares, de evidencias forenses, de registros periciales con precisión de escalpelo y entrañas de aluminio y hielo olvidadas del frenesí. Se diría que has muerto y brillas con luz propia y refulges en el centro y aún antes de irte del todo dejas flotando tu imagen celestial de puta junco levitando, celeste, arbórea, como un extraño fruto exótico y exuberante de la pasión, sumergida en la luz roja, balanceándote suavemente como alga o coral o sirena convertida en espuma de mar que brilla, que reluce, cadáver exquisito y fosforescente que reclama nuestra atención y es como la bailarina de la caja de música, como la muñequita sobre la tarta, como el hada de la Navidad que ponemos en la copa del árbol sólo que ahora colgando del techo, como una postal de cumpleaños con velas para los muertos del que todos -cabrones- se ríen, al que todos -malnacidos- envidian en su iridiscente perfección y desprecian -hijos de mala madre- por su inmaculada lividez, por su impersonal pureza, por el escarnio público, por el linchamiento envidioso, arrobado y reverencial al que te están sometiendo y que te hace más real y más mortal todavía y que me provoca más náuseas si cabe, y me marea y me subleva y me confunde y me entristece tanto que, hasta presa del delirio, de la vergüenza por ser quien soy: mujer, policía, testigo mudo cobarde y abyecto peor que ellos -cabrones malnacidos hijos de mala madre-, me dé cuenta de que tal vez sea yo misma la que me provoque las ganas de vomitar.
– Me salgo.
– ¿Por qué? -pregunta Fernando aún con la risa en el borde de los labios-. ¿Te ha molestado? -y finge hacerse el sensible pero en el fondo disfruta como un enano y más, porque estoy viva, y una mujer viva siempre reacciona mejor al dolor que provocan sus puyas.
– No -respondo sabiendo que le brillaría todavía más ese puntito de maldad en el fondo de los ojos si dijera que sí.
– ¿Entonces? -dice el Bebé, que interviene ahora con un gesto de extrañeza, como de asombro porque no me río como todos ellos.
– Aquí ya somos muchos, nos entorpecemos unos a otros. ¿Y a ti qué te ha pasado en la cara? -contraataco antes de irme, porque sí, porque me apetece, porque yo también sé ensañarme con el débil.
– Un escarceo amoroso -responde con un guiño de intensa satisfacción mientras todos los que le escuchan rebuznan de admiración.
– Pues qué bien. Este ambiente empieza a marearme. Hasta luego.
Y baja por las escaleras sintiendo cómo a su paso se abren las mirillas o se asoman tras las puertas entrecerradas vecinos tan curiosos como todos a pesar de los lujosos batines y las pantuflas bordadas a mano, y cuando llega por fin a la calle se apoya junto al portal con las manos en las rodillas y la espalda cansada y hundida sobre la pared fría, consoladora en su fortaleza, dura, resistente, y boquea, respira con ansia como un pez fuera del agua, como si se fuera a acabar el aire que no es suficiente, que no la llena, y piensa mientras lo saborea que siente entre los dientes el sabor de la noche cada vez más oscura, del otoño que llega, de la maldad de un mundo que acecha sus flaquezas cuando la sorprende un Santi que no se ríe, que como siempre ha llegado callado y sigiloso y se enciende un cigarrillo y, con la llama del mechero iluminándole la cara de judío errante sin farol y no tan perdido, pregunta.
– A ver, qué pasa.
– Estoy mareada.
– ¿Tú? ¿No será una excusa para no aguantar a esos guarros de arriba?
– No, es verdad. Todo me da vueltas. Debe de ser cansancio, supongo.
– Ya.
Y reina el silencio y sólo se oyen ventanas que se cierran.
– Creo que me voy a casa, arriba hay gente de sobra.
– Me parece bien.
Clara se incorpora y se acerca al borde la calzada renqueante y dubitativa, como si no supiera andar o estuviera aprendiendo después de un fatal accidente, pero antes de entrar se vuelve.
– Dile a París que me volveré en taxi. Y, por cierto… ¿Tú qué haces aquí?
– Me pillaba de camino -sonríe ahora quedamente-. Bueno, también quería evitar que te liaras a hostias con esos pervertidos.
Llegar a casa.
Llego y está ahí, con la gata encima amasando su barriga, y lo único que quiero es apartarla y que me deje un hueco donde acurrucarme oyendo la sintonía del noticiario de fondo y a Matisse maullar reclamando su sitio.
Así que dejo la bolsa de plástico y el geranio que he rapiñado y las llaves en cualquier parte y la pistola sin su funda en la mesa del salón y me tiro en plancha sobre él, y la gata brinca para no ser aplastada y los cojines caen al suelo y Ramón también refunfuña porque interrumpo los cinco primeros minutos cruciales, sagrados, del informativo y porque, además, voy dejándolo todo por ahí tirado.
– Lo vas dejando todo por ahí tirado.
Ya lo sé, coño, pero si me pongo a recoger se me pasan las ganas de descansar en el sofá con los calcetines húmedos oliendo a calle y las manos inquietas arrancándole pelotillas al jersey que sólo se pone para estar en casa y que el minino se lo destroce a gusto.
– Además, has dejado la pistola a la vista, sobre la mesita.
Sí, ahí está, negra como una cucaracha resplandeciendo sobre el cristal.
– Tiene el seguro puesto, no se va a disparar sola -respondo, y pido una tregua aunque no se dé cuenta, un momento de paz sin tener que hacer nada, sin tener que pensar nada, sin tener, ya lo sé, que levantarme para encender el horno y sacar algo del congelador que podamos cenar hoy, que me toca cocinar a mí y maldita la gracia que me hace precisamente ahora meterme entre fogones.
– Pero me pone nervioso.
Cualquier cosa le pone nervioso, hay que ver qué delicadito es el tío, un vello púbico rizado como un caracol en la taza del váter, pelos de gato entre las mantas, resquicios de luz colándose entre los agujeros de las persianas, cebolla en la tortilla, camisas mal planchadas, que meta las marchas del coche con brusquedad, encontrar en sus cepillos cabellos largos que serán míos, llamadas para mí a deshoras, que me eche a llorar por nada, dice él, o por algo absolutamente banal. Y que le jodan los cinco primeros minutos del telediario.
– La gente normal -sigue- no va dejando armas como cocodrilos encima de las mesas de los salones. Imagínate si salta Matisse encima y la tira al suelo y se dispara, por ejemplo.
– Una posibilidad remota porque, como te he dicho, tiene el seguro puesto.
Y se calla, se calla durante bastante rato y me da tiempo a respirar profundamente, a ver una noticia o dos, la elección del nuevo presidente de Azerbaiyán, el torrente de lodo que asoló una aldea en Borneo, a ignorar el rabo de la gata batiendo en mi cara, a embriagarme con el aroma a casa caliente y tranquila. Pero se remueve, le oigo hincar los codos, coger aire, prepararse para responder, carraspear levemente y cinco, cuatro, tres, dos, uno…
– Y además, que me está mirando, ¿no lo ves? Sí, me mira con el ojo del cañón, no digas que no. Me molesta tenerla delante mientras veo la televisión.
Es imposible, hay días y días y hoy es un día imposible. No me van a dejar respirar tranquila hasta que me vaya a la cama y, claro, antes habrá que cenar.
Me levanto, la recojo y enfundo, me voy sin decir nada, me meto en la cocina y enciendo la radio. Suena música alegre, despierta, que se desparrama por las paredes a la luz incierta del halógeno del techo, que no va bien y vibra y parpadea y esta casa es una mierda, dirá él como el trasto siga parpadeando un segundo más. Abro el frigorífico y hay demasiadas cosas dentro. Me da la impresión de que los huevos también me miran con su cándida cara sin rostro y pienso que estoy mal, muy mal, y que ojalá alguien se diera cuenta. La gata viene detrás de mí y frota su lomo contra mis pantorrillas y sé que no es amor, sólo hambre de comida de lata. Cojo una (una nueva variedad de lenguado con gelatina) y me acuerdo del Culebra sin dientes y me lo imagino en una tienda de animales o, más probablemente, en un ultramarinos de barrio, eligiendo sabores atrayentes con que prepararse una refinada cena a base de bolsitas de doscientos gramos de desechos bien aliñados. Y yo me quejo de vicio.
Como me he quedado como tonta sin hacerle caso ni vigilarla, la gata se ha metido dentro del frigorífico que he dejado abierto y sobre una balda lame unas pechugas que, inútil de mí y cómo no, en su debido momento debí haber cubierto y no hice. Me resisto con todas mis fuerzas a la tentación de ponérselas de cena a Ramón sin haberlas lavado antes, pero no sé si lo conseguiré, intento concentrarme, no pensar en las pechugas de pollo muerto, no acordarme de la pobre mujer con las tetas en bandeja por el bustier con su tirante caído, vencer las ganas de irme directamente a la cama y que se joda y se caliente algo él solito porque sabe tan bien como yo quitarle el plástico a la lasaña precocinada, dejarme ir por el sueño, sentarme en la silla al lado de la ventana y abrirla y escuchar cómo suben por el patio de luces los sonidos de la vida de los demás, tan normal que nunca olvidarían una pistola sobre la mesita del comedor, tan monótona, tan vacía o tan llena como la de cualquiera, incluso como la mía, pero a lo mejor sin que doliera tanto.
– Esta tarde he abierto la nevera para hacerme un bocadillo y me he encontrado un bote de remolacha abierto que caducó hace diez meses. Estaba completamente verde y lleno de moho, por poco me muero del asco. Eres un desastre, siempre te pasa lo mismo con la comida, ¿es que antes de abrir un tarro nunca te has parado a mirar si ya había otro igual sin acabar? Y luego dices que quieres tener niños, con lo buena ama de casa que eres a ti un niño se te muere a las dos semanas. Se lo comen las pelusas del suelo.
Esto me lo dice a lo lejos, desde el salón, sin levantarse siquiera del sofá, y decido que ya estoy harta y que no aguanto más, y mientras en la radio calla la música y empieza un boletín que en la sección de sucesos no hablará todavía de la desgraciada que han encontrado ahorcada en su apartamento hace apenas unas horas, yo le meto una patada a la puerta, que se cierra de golpe, y saco una cebolla y empiezo a pelarla y así, si se da por aludido y se le ocurre venir a ver qué pasa, al menos tendré una excusa cuando constate que estoy, como siempre, llorando.
– Qué pasa… -pregunta él cuando la ve, con los ojos rojos, los labios temblando y un moquillo colgando que amenaza con aliñar la cebolla.
Ella no dice nada y ya está otra vez con el gesto roto y la sonrisa rota y la voz cortada y no lo puede soportar, se le parte el alma y tiene que darle dos voces para que se rebote y proteste y lo mire mal y se espabile, lo que sea menos seguir así, llorando, y reírse de ella y decirle que es una sentimental, demasiado blanda para ser poli porque en este mundo de mierda con estas leyes de mierda y esta agresividad de mierda que corroe las calles a los pedazos de pan se los comen de un bocado. Pero no le hace caso, es que ni siquiera le contesta, y se le encoge un poquito el alma a Ramón y decide que por esta vez no, que ya la vida es demasiado dura como para pedirle más dureza todavía, y piensa que a lo mejor no aguanta más, que tal vez esté cansada y desolada, rendida. A saber lo que habrá visto, lo que habrá tenido que soportar del déspota de su ex con el que ahora tiene que trabajar, y hay que joderse, también es mala pata y la pobre no lo merece y tiene un trabajo asfixiante y, a falta de uno, varios jefes tocándole las pelotas y ninguna gana de hacer la cena y bastantes de pasar de todo o ponerse a llorar por fin, definitivamente, sin tapujos, hoy, en una noche como ésta, demasiado tarde como para ponerse a cocinar.
– Un mal día -le dice desde el quicio de la puerta de la cocina-. Puedes contármelo. Desahógate conmigo.
– Mejor no -quisiera confesarle que todo ha sido un desastre, que estoy cansada de vivir rodeada de hombres que nunca me preguntan cómo me siento, que tengo náuseas, un bulto con forma de lenteja en el pecho, la imagen en mi retina de la chabola del Culebra apocalíptica, profunda y negra, de su risa desdentada, de sus manos frágiles y sucias, de los ojos rabiosamente azules de la novia peluquera de París, de sus manos crispadas y su temor a que su amorcito se fuera sin ella y de las manos de uñas rotas de la muerta, que en mi mente aún se balancea al son de la soga coreada por el aliento libidinoso de mis compañeros.
Pero cómo se lo voy a explicar.
– ¿Y qué tal con París? -detecto un leve matiz de ansiedad en su voz.
– Tiene chica. La he conocido. Se llama Reme, pero él la llama «prince».
– Eso está bien. Así estará entretenido.
– Pero no quita que me joda tenerlo delante. Es como en Casablanca: con tantas comisarías como hay en Madrid y tiene que entrar precisamente en la mía.
– No exageres -y ahora se pone en plan conciliador y por un momento hasta parece que le comprende, que lo defiende-, tampoco es tan raro, ambos sois policías. Trabajando en la misma ciudad estaba escrito que algún día os teníais que cruzar. Lo raro es que en tanto tiempo no haya pasado antes.
– Sí, lo que me faltaba, resulta que ahora tengo que dar las gracias al azar porque ha tenido a bien que no me lo haya tropezado hasta ahora.
– Piénsalo, sólo con hacer un cálculo de probabilidades…
– Déjalo, ¿sabes qué te digo?, ¡que me cago en las probabilidades! Y no me mires así. Estoy cansada, me dan ganas de decir que me he puesto enferma y no ir mañana a trabajar. No quiero tener que ver más muertos.
– No sé por qué le das tanta importancia a la muerte de ese Culebra. Por qué te ha afectado tanto.
– Nunca pensé que esto fuera a ser así cuando empecé. Llevo años haciendo cosas que jamás imaginé que tendría que hacer y he visto demasiado, he soportado demasiado. No quiero traicionarme más. Por eso me duele tanto el Culebra. No es por él, es por mí. Él es sólo un símbolo de mi degradación -y lo mira sabiendo que la amargura se reflejará en sus ojos, pero le da igual, que se asuste, que me tema, que le duela, que entienda mi dolor, me da igual. Me da todo igual-. ¿Y tú por qué estudiaste Derecho?
– Qué tiene que ver eso.
– Contéstame. ¿Qué fue lo que te empujó a elegir esa carrera y no otra?
– No sé, tenía muchas salidas. Y la profesión de abogado conllevaba la suficiente seriedad como para que a mi padre le pareciera una buena opción. Para él, casi todo lo que no fuera ser médico era tirar mi futuro por la borda.
– Sí, pero podías haber sido ingeniero o economista. A la hora de elegir algo te movió, te hizo buscar lo que ahora eres. No lo niegues, en lo más profundo todos sabemos cuáles han sido los motivos que nos han llevado a ser como somos. ¿Cuál es el tuyo?
Y sin acertar a saber muy bien por qué, de pronto Ramón entiende qué es lo que Clara le está preguntando y se da cuenta de que éste, precisamente éste, es de esos momentos trascendentales en los que uno debe estar a la altura y que allí, sentado en la mesa de la cocina mientras en el horno se calienta algo indefinido y ella corta una cebolla tal vez para una ensalada, se juega toda su credibilidad ante su mujer, porque ha elegido que sea éste el momento en que tenga que explicarse, presentarse, revelar su interior, darse a conocer.
– Es una historia larga, no sé si tendrá mucho sentido. Yo debía de tener nueve años y estudiaba en el San Francisco de Asís, el «Sanfran», que por aquel entonces sólo era masculino. Estaba en tercero de EGB, en el grupo C, me acuerdo perfectamente, y como en el colegio se seguía siempre el más estricto orden alfabético, los de nuestra clase éramos los que más suerte teníamos porque, por ejemplo, al ser los últimos respecto a los grupos A y B, un examen sorpresa jamás nos cogía por sorpresa. Estábamos al tanto de cualquier cosa que pasase por pequeña que fuera, éramos unos listillos, unos espabilados. Pero lo mejor es que por fortuna yo siempre permanecí en el grupo C a pesar de que mis compañeros y profesores cambiaran a lo largo de los cursos; sin embargo, en ese larguísimo lapso de tiempo que duró doce años sólo coincidí en todas las ocasiones con otro alumno: Francisco José Morán. A fuerza de coincidir, imagino, porque uno nunca sabe bien a raíz de qué se fraguan estas amistades infantiles, acabamos siendo inseparables.
»Todos los febreros nos tocaba pasar el reconocimiento médico. Como no existía una enfermería al uso éste se llevaba a cabo en la biblioteca, aunque aquello de biblioteca no tenía nada, era más bien un recinto espacioso, desolado y lúgubre que lo mismo servía como sala de ensayos para la coral, almacén, estudio para la foto de grupo anual o sala de exposiciones de los trabajos manuales de fin de curso. La supuesta biblioteca estaba situada varios metros por debajo del nivel del suelo y tenía un par de tragaluces que estarían a unos cuatro metros, así que de allí no había escapatoria posible si por un casual alguien desease fugarse. Recuerdo como si fuera hoy el frío perenne y una luz anaranjada muy fuerte que hacía daño a los ojos y se bamboleaba cuando entraba corriente del exterior, pero nada de eso importaba, porque nos tomábamos la revisión como una fiesta, una mañana menos de clases monótonas y aburridas.
»El examen consistía en una serie de pruebas elementales practicadas con el instrumental sanitario más rudimentario que te puedas imaginar. Si entre nosotros hubiera habido algún alumno gravemente enfermo no se habrían percatado ni por asomo y ahora con probabilidad estaría muerto, pero sólo éramos unos renacuajos inconscientes y atolondrados. Qué íbamos a decir, los niños nunca se quejan de nada y eso lo sabían a la perfección el viejo doctor decrépito que nos examinaba invariablemente un invierno tras otro y la enfermera gorda de cofia blanca que sin falta lo acompañaba. Para que te hagas una idea, aquel matasanos de cuarta regional y su secuaz nos ponían en fila para someternos a una exploración ocular y, como el panel de letras era el mismo de todos los años, nos limitábamos a recitarlo de carrerilla con el inverosímil resultado de que, de forma inexplicable, algunos alumnos tenían menos dioptrías que en el curso anterior. También nos auscultaba y, justo después, nos introducía una espátula de madera en la boca, la misma para todos los alumnos, para comprobar, de un único vistazo qué tal andábamos de caries e infecciones en la garganta. Luego ya sólo faltaba que nos midieran y pesaran en un armatoste que, como poco, sería de la guerra civil, y que su inseparable ayudante espulgara nuestro pelo en busca de piojos, igual que a un chimpancé ruinoso de un zoológico decadente. Al final, como mero trámite, imagino, nos preguntaba uno a uno si padecíamos alguna dolencia que no se pudiese distinguir a simple vista, como soplos al corazón o trastornos psicológicos o emocionales. Claro que para que alguno de nosotros pudiese contestarle tendría que habernos explicado previamente qué era aquello de trastornos psicológicos y/o emocionales, porque nos sonaba a chino.
»Por si te interesa saber qué tal salía yo parado de aquellas pruebas surrealistas, te diré que me vanagloriaba de tener la mejor vista de toda la clase y una poderosa capacidad pulmonar a pesar de lo canijo que era. Sí, fui uno de los más enclenques, y eso, en calzoncillos y camiseta, se percibía aún más. Porque, por supuesto, había que quitarse la ropa. Fuera jersey, fuera pantalones, camisa y hasta calcetines para comprobar si teníamos los pies planos y ya de paso coger una pulmonía en aquel frigorífico. Pero eso era un mal menor, lo importante es que, mientras nos inspeccionaban, los demás aprovechábamos para espiarnos y realizar espectaculares descubrimientos en nuestros compañeros que, a simple vista y vestidos, jamás habríamos detectado: Marcos Borrego, alias Chotuno, debido a su penetrante olor a macho cabrío que nos obligaba a permanecer en los vestuarios a no menos de un metro de distancia, poseía una incipiente mata de pelo en el pecho ya a su corta edad; Ignacio del Riego tenía un defecto de pigmentación en la piel desde la cintura hasta el cuello y parecía un extraño bicho albino; mi amigo Morán lucía en el brazo derecho una calcomanía con la bandera preconstitucional a pesar de que estábamos en plena Transición y, según decía, la iría renovando hasta que pudiera tatuársela junto con el rostro del Caudillo. O Jacinto, de nombre completo Jacinto Ildefonso Júpiter María, que mostraba una soberbia cicatriz en el abdomen que nos fascinaba. En cada revisión la lucía ufano y nos repetía siempre la misma historia: que le había mordido un tiburón cuando veraneaba en Canarias y que pudo librarse de sus fauces gracias a una patada de kárate en el morro del bicho. Hasta que un día al muy idiota se le escapó la verdad: fue una dentellada del perro de sus abuelos del pueblo al que debió de tocarle los cojones a conciencia. Nunca más volvimos a tomarle en serio, pasó en un segundo de héroe a pringao, y es que Jacinto era tonto del culo, tan tonto que una vez se quedó dormido de pie bajo una portería de fútbol mientras hacía de guardameta y un balonazo en plena cara le despertó del sueño de los justos y, de paso, le reventó la nariz.
»Sin embargo ese curso, el de tercero, supondría para nosotros mucho más que la mera exhibición de cicatrices, decoloraciones, matas de vello o calcomanías. Debimos haber supuesto algo cuando, dos días antes de la fecha señalada para nuestro reconocimiento, mientras hacíamos gimnasia cerca de la biblioteca, oímos unos tremendos berridos tras la puerta cerrada donde el Doctor Infierno, como nos gustaba llamarle, martirizaba a otro grupo. Inocentes e incautos, supusimos que tal vez había incrustado la espátula en la campanilla de un inocente o que le habría dado a alguien con la barra superior de hierro de la báscula con la que te medían y que, curso tras curso, seguía estando igual de floja… Nadie nos avisó de que era algo mucho peor que eso:
»"Prevención de penes fimosíticos" lo denominaba, no sé si totalmente en serio o con recochineo, y llegado nuestro día nos pilló por sorpresa. Obvio, si no se hubiera producido desbandada general.
»La innovación ese año pasaba pues por comprobar cuántos padecíamos fimosis a fin de solucionarlo con una futura y dolorosísima operación. Pero nosotros teníamos nueve años, no sabíamos qué era la fimosis, si era peligrosa o contagiosa o qué podía pasarnos si resultaba que la teníamos. Es más, hasta ese momento nadie nos había dicho que nuestra "cosa" se pudiese operar, y ni mucho menos en qué consistía esa intervención. Por no saber no sabíamos siquiera por qué debíamos mostrársela. En casa siempre nos advirtieron de que guardáramos bien nuestra pilila ante los extraños y en esa gélida sala no había ni biombo ni mampara ni nada parecido, nos pusieron a todos en círculo y sin más explicaciones así estuvimos: sin calzoncillos, angustiados, obligados a mostrar nuestros genitales diminutos y lampiños, sin saber el motivo de aquella humillación, ignorando a qué venía ese examen de nuestras partes pudendas y a qué funestas consecuencias nos llevaría su resultado.
»Estábamos confundidos, inseguros, indefensos.
»Estábamos acojonados.
»Nunca he visto a nadie taparse la entrepierna con tanta insistencia, jamás he visto ese rubor en rostro alguno, menos aún ese temor. Unos se cubrían con las manitas estiradas, otros intentaron sin que se lo permitieran darse la vuelta, alguno escondió su pequeño miembro entre los muslos como si fuera un hermafrodita o un precoz transexual recién operado, otros optaron por estirar la camiseta hacia abajo, tanto como para que llegase a las rodillas y jamás volviera a recuperar su forma original. Yo fui de estos últimos.
»Poco a poco, uno tras otro, el médico iba comprobando los penes y la enfermera gorda y horrible anotaba en su libreta las incidencias junto al nombre del acusado: éste sí, éste no, éste por supuesto… Muy profesional todo, pero intimidad ninguna. A veces el médico parecía tener dudas y consultaba con su ayudante, que arqueaba la ceja hasta que su iris verdoso como el fango sobresalía por encima de las gafas de pasta. Ella se agachaba, miraba con atención el miembro en cuestión, lo palpaba, comprobaba su peso, sus pliegues, y una fracción de segundo después bruscamente tiraba de él hasta que un grito de dolor delataba al culpable. Otro al bote, chaval, de esta operación no te salva ni San Juan Bautista. Esa tía no era un ser humano normal, era diabólica la muy hija de puta.
»No se me olvidarán las caras de mis compañeros a medida que se acercaba su turno: el pobre Juan Pablo tenía una fimosis de caballo y al desalmado doctor no se le ocurrió lindeza mejor que mascullar entre dientes, aunque audible para todos, que casi sería preferible caparlo para que no siguiera sufriendo. Al tímido e introvertido Gerardo se le saltaban las lágrimas y, tal vez debido al pánico descontrolado, se le escapó un pedo que sólo los insensatos celebraron a carcajadas. Después de aquello se volvió más raro todavía. A Rubén, del que siempre pensamos que era un niño algo diferente, especial, tal vez afeminado, el pito se le puso tieso, y desde entonces fue conocido como "el mariquita". Arturo no se anduvo por las ramas y ante su inminente turno huyó como alma que lleva el diablo entre alaridos de espanto; resultado: tardaron en encontrarlo más de dos horas, desnudo, tiritando, bajo el altar de la capilla. A partir de ese día siempre le consideraríamos un traidor, un cobarde que se negó a pasar lo que los demás tuvimos que sufrir sin rechistar, y como pena unánime fue condenado durante meses al ostracismo en el recreo. Y a Jacinto Ildefonso Júpiter María, el desastre de la clase, el terremoto personificado, el mayor caos del universo, se le habían olvidado los calzoncillos o acaso jamás los llevó, y ya desde el momento en que, como todos, tuvo que bajarse los pantalones las risotadas de los dos adultos fueron más sonoras y humillantes si cabe y arreciaron, cómo no, en el turno de su revisión. Algunos de mis compañeros, sin saber muy bien por qué, coreaban tímidamente sus muecas exageradas. Huelga decir que se trataba de la risilla viscosa y servil del miedo.
»Y en ésas estábamos, jodidos, abochornados y derrotados, cuando apareció el que faltaba para rematar la faena, el padre Florentino, el cura del colegio, proclamando a viva voz que debíamos estar orgullosos porque a Jesucristo le hicieron lo mismo al nacer. No sé si venía a regodearse de las desgracias ajenas, a enturbiar más si cabe el inquietante ambiente cargado de pavor infantil o simplemente a relamerse con el espectáculo de la carne fresca desnuda ante sus ojos, pero nunca más, desde aquella tarde, pude soportar su presencia. El muy desgraciado pasó con inusitada facilidad de sacerdote a fiscal, a inquisidor, a chivato rastrero que recomendaba al Doctor Infierno futuras víctimas. Y no se le pasaba ni una. Parecía disfrutar con aquello, y lo peor es que no cesaba de repetirnos que lo hacía por nuestro bien, como al Hijo de Dios.
»No sé cuánto tiempo pasó, los minutos se hicieron eternos, pero sin que se me ocurriera nada ingenioso para evitarlo llegó mi turno. Fue tal vez el único momento de mi vida en el que sentí un terror ciego, un temor irracional a lo desconocido. Jamás me he sentido tan indefenso. Cerré los ojos con fuerza y esperé el veredicto, fueron momentos interminables hasta que oí la abatida voz del medicucho pronunciar: "Con éste no hay nada que hacer, está sano". "Una pena, y eso que prometía…", respondió su religioso cómplice con auténtica pesadumbre.
»Pero poco me duró el alivio porque el siguiente era Morán, mi otra mitad, casi mi propio hermano que, inexplicablemente, seguía tranquilo en calzoncillos. Cuando médico, enfermera y cura se acercaron a él, mostró con asombrosa seguridad, impropia de su edad, un sobre que había escondido todo el tiempo bajo su camiseta y que entregó al padre Florentino. Después de abrirlo con dedos temblorosos y examinar su contenido con atención, éste profirió un exabrupto irreproducible, herético y escandaloso, y con gesto contrariado le indicó a mi amigo que podía ausentarse de la sala, cosa que hizo con mirada digna y altiva. En la carta, de eso nos enteramos después, su padre, abogado de medio pelo y franquista de vocación, constataba por escrito que sólo tres personas estaban capacitadas para la visión de las partes pudendas de su hijo: su progenitor, su futura mujer y Dios, como si fuesen la santísima trinidad de las vergas.
»Un curso después nos tocaría pasar el mal trago de la dolorosa vacunación y una carta muy parecida le excusaría también de ese suplicio. El hecho es que había salido indemne de la deshonrosa experiencia sólo porque tenía un documento que impedía a los todopoderosos curas salirse con la suya. Sin más.
»Todo aquello me dejó impresionado, me pareció increíble que el único que pudo librarse de una adversidad como ésa hubiera sido aquel que mostró una simple cuartilla de papel. No entraba en mi cabeza que una orden escrita tuviera tanta fuerza como para, incluso, pararle los pies a los cabrones santurrones que gobernaban sin ninguna oposición aquel colegio oscuro, hostil y amenazador.
»Y quise tener ese poder, ser "el que hacía los papeles" y decidir con su redacción a quién ayudar a salvarse y a quién no, y desde que me licencié no volví a sentirme indefenso nunca más.
»Y ya está. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Y lo dice improvisando una sonrisa forzada, como de final feliz que no contagia a Clara, que sigue sobrecogida, abrazada a sí misma.
– ¿Y qué pasó en tu clase después, al día siguiente?
Ramón mete las manos en los bolsillos y se vuelve hacia la ventana, como si no quisiera mirarse por dentro, recordarse en el pasado, como oteando otra realidad ante sus ojos que no fuera tan nítida o cercana a la que recuerda.
– Entre todos los compañeros pero sin nombrarlo, supongo que a través de nuestra propia vergüenza o con sólo mirarnos, hicimos el pacto tácito de no volver a hablar más de ello. Años después cada uno debió de analizarlo en su interior y calificar aquello como humillación, abuso, escarnio o desatino según le hubiera afectado en mayor o menor medida, pero a los nueve años de lo que sí estábamos seguros es de que lo habíamos pasado mal, muy mal, y nadie quería mencionar el tema. A los pocos días del reconocimiento, los señalados por los dedos acusadores del doctor y el cura desaparecieron misteriosamente durante una semana. Nadie hizo preguntas.
»Nunca supimos por qué los compañeros de los grupos A y B no nos soplaron lo que iba a ocurrir, supongo que por el mismo sentimiento de ridículo y vejación que luego vivimos nosotros. Sólo sé que años después yo tampoco avisé a Ángel. Permití que mi hermano pequeño sufriera igual que lo hice yo y que volviese a casa llorando a moco tendido. Me engañé a mí mismo esa noche y las posteriores inventando argumentos en mi defensa: "Creí que esa prueba ya no la harían", "Él no es tan sensible, no pensé que fuera a afectarle tanto…". Yo qué sé, a lo mejor mi vocación no nació el día de mi revisión sino el de la suya, porque fue ahí cuando empecé a buscar excusas para justificarme ante mi propia conciencia, el más estricto juez al que me haya sometido jamás.
»Tampoco supe explicarme entonces por qué Morán pudo adelantarse a lo que iba a suceder aquel día y llevar ese salvoconducto que le libró de la humillación. Años después me confesó que un primo que estudiaba un par de cursos por encima le había revelado en qué consistían las pruebas médicas de tercero. Y no me dijo ni pío, a mí, a su mejor amigo. Nunca una traición me ha dolido tanto. Sí, no me lo digas, la misma que yo cometí con mi hermano.
»Después crecimos, exploramos y retozamos con nuestra "cosa", la disfrutamos y en la adolescencia hasta nos divertimos haciendo combates de toallas mojadas en los vestuarios o enseñando el culo a los automovilistas desde los puentes de la M-30. El último curso aprobé la selectividad y por primera vez Morán y yo emprendimos caminos distintos: yo entré en la Autónoma y él fue a parar, en septiembre, a una universidad privada infinitamente más cara. Al poco nos perdimos la pista, no sé qué pasó, pero nunca más volvimos a vernos. En cuanto al colegio, la especulación inmobiliaria consiguió hace un par de años lo que nosotros nunca logramos pese a desearlo con todas nuestras fuerzas: que el edificio se demoliese. Los curas vendieron el solar por un dineral y se trasladaron al extrarradio.
»De mis compañeros sé muy poco, a Chotuno la Policía lo detuvo varias veces por broncas y hasta por malos tratos a su pareja; Gerardo, el introvertido, se hizo programador informático y dicen que jamás sale de casa, todo lo encarga a través de Internet o por teléfono; Rubén, el supuesto gay de la clase, es un hombre de pelo en pecho y anda ya por el tercer hijo; Arturito, el cobarde que se escondió desnudo en la capilla, estudió Económicas, se hizo broker y metió un pelotazo con las acciones de una página web, la verdad es que ya apuntaba maneras. Y Jacinto, aquel desastre sin calzoncillos… un día levantó la tapa de un yogur y se encontró por premio un puesto de consejero delegado en una prestigiosa editorial. Ahora se hace llamar editor en su tarjeta aunque afirme que Historia de una escalera no es más que un manual de decoración, viaja en business class, compra cajas de Montecristo en los duty free, alquila pelis porno en los hoteles que carga a la cuenta de la empresa y se jacta de despedir a embarazadas a pesar de que todos los domingos apele ante sus conocidos, en la puerta de la iglesia, a su gran responsabilidad social y empresarial. Luego, si alguna operación le sale mal, se va a llorar desconsolado al regazo de quien le puso en el cargo. Un crack.
»Hace poco, apenas un par de meses, volví a ver a Morán. Iba cogido de la mano de un hombre, y sonreía. No le dije nada, todavía no sé por qué, quizá no quise reconocer en él al amigo de la infancia que se dibujaba con rotulador en el bíceps el yugo y las flechas, al traidor que me abandonó en aquella revisión médica, al que se partió la cara por mí más de una vez en los billares. O tal vez me negué a admitir que había cambiado, que todos lo hemos hecho, que un niño de nueve años fascista por herencia puede volverse el más feliz de los homosexuales mientras otros, como yo, encauzan su vida en una única dirección a seguir sólo porque un cura cabrón me hizo quitarme los calzones en público y a continuación se relamió. Y se me ocurrió que él era más libre, que había desertado de sus ataduras familiares… Bah, no me hagas caso.
El silencio nos invade, a él de espaldas, a mí quieta y callada casi sin atreverme a respirar. Esta inmovilidad me incomoda, sé que debería decir algo, preguntar, romper esta calma cargada de recuerdos tensa y sólida como una losa. Pero no digo nada, no sé muy bien por qué, supongo que porque lo que me acaba de contar es importante para él, tal vez la confesión más íntima que me haya hecho nunca. De pronto lo tengo delante, aún con las manos en los bolsillos del pantalón raído, y me mira como desvalido, como pequeño, un niño que busca la aprobación de mamá, el perdón tras haber confesado un jarrón roto, y con un tono que detecto sutilmente dolido, me dice:
– En los interrogatorios debes de ser cojonuda. Lo de Ángel nunca se lo había dicho a nadie, jamás. Me lo he guardado más de veinte años, ya casi estaba podrido de tanto esconderlo. Espero que te sirva para algo.
– A mí, para conocerte mejor. Y a ti para liberarte, para que dejes de sentirte culpable por algo que hiciste dos décadas atrás y que te duele mucho más a ti que a él, que probablemente ni se acordará.
– Eso es lo que le dicen los padres cuando les dan un bofetón a sus hijos: «Me duele más a mí que a ti», pero la hostia el niño se la lleva igual.
Y retorna el silencio y me siento mal por haber sacado con una pregunta inesperada toda esta culpabilidad tan cuidadosamente guardada.
– Y tú, ¿por qué eres lo que eres? -me asalta Ramón ahora, y sé que debo, que tengo que revelarme, pero no hay explicación, porque lo ignoro.
– No lo sé.
– No me lo creo. Si yo he encontrado mis motivos tú también tienes que tener los tuyos en alguna parte. No me mientas -me acusa-. Te toca.
– Te juro que no lo sé. No tengo ni idea de por qué soy policía ni de cómo he acabado en Madrid, por qué trabajo en esto, por qué soy como soy.
– No puede ser, a todos nos mueve algo. Tú misma lo has dicho.
– Mentí. No seguí un camino a raíz de nada ni hubo un hecho que me marcara. A mí la vida me ha traído, me ha llevado, me ha bandeado hasta aquí, pero yo no tracé mis pasos. Lo mío siempre ha sido seguir a los demás, y si he querido saber de ti ha sido más que nada para encontrar respuesta a mis propias preguntas, para comprobar si todos, tú incluido, estáis tan perdidos como yo. Pero veo que no. Te marcaste una meta de pequeño y has llegado, eres abogado, con papeles en la mano nadie puede vencerte. Yo, en cambio, nunca he tenido objetivos ni destinos, soy como una hormiga que varía su recorrido según le ponen obstáculos delante. Mi camino únicamente ha consistido en seguir el de los demás: conocí a París y a los diecisiete ya estaba colgada de él, y cuando le dio por decir que quería ser policía, como una imbécil, por no perderlo, por no separarme, acepté probar a serlo también. Estudiamos juntos las oposiciones, íbamos a correr a las siete de la mañana y luego al gimnasio, ¿crees que me gustaba, que pasar los exámenes físicos con las mejores marcas era mi meta, mi prioridad? No, por supuesto. Era la suya. Él quería ser un superhéroe, yo sólo quería estar a su lado. Luego la academia, aprender a disparar cogiditos de la mano y conseguir un destino al acabar, él en una punta del país, yo en otra, lejos, muy lejos y, a solas, empezar a preguntarme quién era, a darme cuenta de que nada era lo que parecía, de que lo había interpretado todo al revés y cada acto, cada sentimiento, cada hecho, era en el fondo otra cosa muy diferente: su amor un reflejo del mío, mis sueños sombras de los suyos, su valentía, su inteligencia, una muy bien orquestada campaña de publicidad, hasta su atractivo o su fortaleza no eran más que palabras que le oía decir embobada. Y me descubrí sin él porque en soledad, desguarnecida, deshabitada, sin embargo era yo, vacía pero yo, débil pero aguantando, pensando por mí misma, viendo que mi pobre belleza, mi sumisa inteligencia, tenían fuerza suficiente para crecer por sí solas sin él. Al final coincidimos en Madrid y fueron sus ansias de medrar, de ascender, lo que nos llevó a matricularnos en una carrera, pero no por el placer de aprender o estudiar, no, simplemente porque él quería llegar a inspector y para eso hace falta un título. Y allí estaba yo otra vez, siempre detrás, siempre en su estela, perdida entre adolescentes con granos, pensando qué coño hacía con mi vida, estudiando, robándole horas al sueño, persistiendo en el empeño cuando él ya empezaba a desfallecer, cuando ya se le habían pasado las ganas, luchando por encontrar un piso para vivir juntos pese a sus reticencias, a sus excusas, a su rechazo a perder su libertad, a comprometerse. Hay que joderse, cuando lo dejé todo, mi casa, mi tierra, mi futuro, por él.
»Ahí comprendí por fin que ya no tenía nada que ver con París, que no conocía a ese tipo de nada. Quién era, qué quedaba del príncipe azul, qué había sido de él, en dónde se había malogrado. Y me vi, perdida, llorosa, desesperada, y recordé que era más feliz cuando estábamos cada uno en una ciudad y yo vivía sola, débil pero sola, vencida pero sola, relativamente feliz, y sola.
»Así que un día me levanté y constaté con pasmosa serenidad que estaba mejor sin él y que no me asustaba estarlo. Qué duro: no le necesitaba, su sola existencia me lastraba, me impedía seguir.
»Y lo dejé. Me lo arranqué de dentro y ya no sentí más tormentos ni supe qué era el dolor, no sabía qué me faltaba en el vacío que dejó pero sí que podía vivir y respirar igual, porque nada se había acabado. Y para llenar ese vacío me volqué en estudiar, y en leer, y en mi trabajo, ese que tenía sin saber muy bien por qué pero que al menos era mío. Y lo mismo pasaba con la carrera. Derecho no fue una opción anhelada, sólo la más útil para ascender en el escalafón, pero me gustaba, y allí estaba yo con mis veintimuchos cumplidos entre los petardos de tercero cuando ya tendría que haber acabado preguntándome qué podría hacer conmigo misma, hacia dónde ir, cuando conocí a un joven profesor suplente que luego dejaría de serlo para ejercer que no estaba nada mal. Y dejé que mi vida volviera a seguir la estela marcada por otros y fuiste tú quien me guió a partir de ahí, el que se empeñó en sacar aquella relación adelante, en reconstruirme porque, es verdad, yo estaba rota y tú me conquistaste, y planteaste la necesidad de un compromiso, de casarse, de fundar una vida juntos.
»Y es tan fácil dejarse llevar, seguir trabajando, estudiar si se puede, sacar tres o cuatro asignaturas por año, aguantar a los compañeros, a los jefes, patear las calles, cepillar al gato, hacerte ensaladas para cenar, ir al cine los sábados y los domingos a comprar libros de segunda mano, muchos más de los que pueda leer con mi tiempo hipotecado entre oficio y amor, bordar un rato como una abuelita delante del televisor y pensar que sí, que es verdad, que tal vez podría tomarme en serio acabar la carrera, o tener un hijo, o ir a por ese ascenso… Pero nada de esto lo busqué yo, ni siquiera a ti, y cuando llego un día a comisaría y me encuentro con alguien a quien conocí muerto y con una jeringuilla clavada en el brazo, con lindezas de los que creía amigos, con mierda hasta las orejas, entonces me pregunto qué pinto en todo esto, quién soy, cómo he llegado aquí, y sólo sé que lo único real en mi vida eres tú. Por eso, si ni siquiera sé si te merezco, si puedo llamarte mío, cómo quieres que sepa adónde voy.
Y se acerca y le abraza y busca amparo en su pecho, se esconde allí, se pierde, agarra sus brazos caídos y se rodea con ellos, le obliga a abrazarla, y él se deja vencer y lo hace, perdidos los dos, tristes, casi medio vencidos.
– Lo único que sé es por qué estoy contigo -le dice-. Eso ya es algo.
– ¿Para qué has traído ese geranio? Está desahuciado -pregunta Ramón por entre su pelo que huele a lluvia matando de un mazazo el momento de ternura.
– Si no lo traigo se muere.
– Hay que trasplantarlo, y al final acabaré haciéndolo yo y luego me…
Pone una mano en sus labios para que calle, para que no se embale, para que no lo estropee. Él ya afloja el abrazo, necesita sus manos para señalar, para gesticular, para hacerle comprender que no puede traer a casa todos los desperdicios que encuentra porque… Pero enmudece porque ella se revuelve, se deshace del abrazo y busca algo en uno de los bolsillos del pantalón. Le tiende su regalo y que se calle, por dios.
– Toma, una cosa que encontré para ti -y le ofrece algo malenvuelto en una bolsa negra de basura-. Siento que el papel de regalo sea tan cutre.
La abre y encuentra una corbata de Hermès azul y brillante.
– Es preciosa, pero ¿por qué?, ¿de dónde la has sacado?, ¿cómo es que…?
La mano sobre los labios otra vez.
– Chist. La vi, me acordé de ti y me gustó. Calla, por favor. No lo estropees.