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No se llega media hora tarde. Y punto.
Qué media hora, cuarenta minutos.
Como no tengo destino, como no tengo fines ni final, como voy por la vida sin seguir siquiera una línea porque por no tener no tengo ninguna meta prevista, ninguna cima adonde llegar, ningún trauma de infancia que haya cincelado en mi conciencia la marca imborrable de la superación, vago por mi existencia pisando las huellas que han dejado los pasos de los otros, obedeciendo órdenes porque es más cómodo que tomar decisiones, dejándome bandear por los envites del viento o por el impulso que, en la puerta giratoria en que estoy metida, imprimen pasajeros habituales al entrar o salir de mi corazón, de uno a otro lado, escondiéndome en las palabras de los demás, adaptándome a sus decretos y siguiendo el cauce de la corriente, curiosa por ver adónde me lleva y quién soy.
Así, el rastro de mi rutina se marca por citas previas, por horarios de funcionario, por delitos que investigar según el reglamento, por normas no escritas pero que pesan, que me marcan, que me cercan y me aíslan y, gracias a dios, gracias a ellas, gracias a los que las inventan y estipulan los dictados y sus sentencias, me impiden quedarme quieta.
La educación, la disciplina, las buenas maneras, la obligación de lavarse los dientes para no ofender a nadie con mi mal aliento, de aparecer en los sitios peinada y planchada, de sonreír para saludar, de utilizar los cubiertos de pescado, de no escupir ni chillar ni patalear, todas esas leyes de la civilización están ahí para impedir que los salvajes hagan lo que quieran, y yo, la más caótica, la más perdida y desorientada, la más veleta e inquieta, la más salvaje, debo entender de una vez por todas que hay que limpiar la nevera de líquenes verdes que trepan por sus paredes de escarcha, callar si un jefe habla, no esperar a que se acabe la mermelada de cereza y, definitivamente, no llegar tarde o, al menos, no más tarde de la media hora. Jamás cuarenta minutos.
Y luchando por que esos cuarenta minutos no me devoren, no me fuercen a perderlos entre la cocina y el baño, entre el despertar y el desayuno, entre la vigilia arisca y el sueño reparador en los brazos de Ramón, corriendo contra ellos como una velocista contra su propio récord, me ducho a toda prisa mientras pienso en las misiones para este día, en los deberes marcados en la agenda que guiará mis pasos hasta que supere otro examen sorpresa, otro día que tachar con un aprobado pelado, veinticuatro horas menos del resto de mi vida en las que no tendré que pensar en las COSAS QUE HACER HOY:
– Llamar a Dolores.
– Clasificar las pruebas recogidas.
– No preguntar a París por esa novia. Se acabaron las burlas.
– Enterarme de cómo van las vigilancias a Vito.
– Ir al médico a las doce y media.
– Llamar a Ramón, que sepa que pienso en él.
– Parar en algún sitio fino y comprar la puta mermelada.
– Y, sobre todo, no llegar tarde al trabajo ni insultar al gordo de la puerta, que mira que por más que intento contenerme no puedo evitarlo, es que me das asco, siempre igual, todos los días diciéndome las mismas estupideces hasta que me haces perder la paciencia y mandarte a la mierda, porque es cosa mía si me retraso aunque hoy sólo hayan sido treinta minutos, porque a ti qué más te da, siempre en el mismo dintel mirando la vida pasar, y cuando llega a la oficina va pensando que qué bien, nada más empezar el día y ya me he saltado una de mis pocas, de mis escasas y propias reglas para hoy, si es que no tengo remedio, ahora sólo falta que aparezca París y me salte otra más.
– ¿Qué tal tu prince? -dice sentándose en su mesa casi sin mirarle en la de enfrente, ocupando el habitual puesto de Nacho, que se lo habrá cedido.
– Muy graciosa, cualquiera diría que eres la misma de ayer. Mira que irte sin avisar, si no es por Santi que…
– No me sentía bien -corta por lo sano antes de que se embale con su retahíla de reproches sobre su mala educación, sobre lo borde y lo a su bola que va y lo frágil que es por confesar así, tan públicamente, nada más llegar al trabajo y delante de todos que sí, qué pasa, me sentía mal, y no voy a ser peor policía por eso, vosotros tenéis dos neuronas y yo me callo, ¿o no?
– Ah, bueno, si es eso -asiente París con gesto comprensivo.
No puede ser. Debo de estar soñando. ¿Desde cuándo esta tolerancia, esta amabilidad, este conformismo? ¿Cuándo ha desaprovechado una oportunidad de demostrar mi debilidad?
A lo mejor la tal Reme, su prince, su chiqui, su caramelito de miel, es de esas que se meten en cama cuatro días al mes, y a lo mejor él baja a la tienda de la esquina a por sus tampones, y a lo mejor la acosan migrañas cada vez que piensa y París se encarga de la compra y la colada y de ahí que se haya vuelto indulgente con los dolores menstruales, con los calambres y las jaquecas, con los cansancios extremos de cada día de las mujeres agobiadas por las prisas y toda la gama de dolencias que alguien como yo, abrumada por el peso de mi propia vida, arrastro. Hay que ver, quién me lo iba a decir a estas alturas.
Y se encoge de hombros y se fija en cómo escribe, concentrado en su cuartilla con el gesto autosuficiente de quien sabe lo que hace, y echa de menos por un instante a su Nacho con la lengua fuera, aporreando con dos dedos el teclado, mascando chicle con la boca abierta, sonriéndole por encima del periódico. Pero no, él sigue con las guardias y ahora estará en su cielo particular sacando fotos con la babilla colgando ante una nueva remesa de putas a la puerta de la mansión de Vito mientras ella, comida por la costumbre, debe clasificar las pruebas obtenidas ayer antes de pedirle a León que busque indicios o de enviarle alguna -la más importante, la que no quiero que este inútil destroce- a Zafrilla. Ante sus ojos se acumulan las bolsitas en dos montones. A su izquierda, en una pila mucho más grande, las evidencias recogidas en la chabola del Culebra y a su derecha, ridículas en su escasez, cuatro chorradas del apartamento de la mujer muerta, y por alguna tendré que empezar, qué remedio, y suspira porque conoce el día que le espera, y no por el placer. Finalmente estira su mano, que revolotea indecisa entre un montón y otro para, neutral, abrir su propia libreta de notas y revisar la sucesión de números y datos que, como una niña buena, copió del teléfono de la difunta mientras sus compañeros se reían.
No hay ni un solo nombre propio.
«Taxista», «Ginecólogo», «Banquero», «Gobernador», «Boxeador»…
Era lista la mujer muerta. Lista y discreta. Nada de apellidos, de direcciones ni de pistas. Sólo ella y su ingenio capaz de almacenar tres alcaldes con un número («Alcalde 1», «Alcalde 2» y «Alcalde 3», obviamente), sólo ella y su capacidad para la concisión («Tarado»), sólo ella y sus bromas privadas con sentido del humor («Divino Sacerdote», «Futbolista Merengue») pero carentes del mal gusto que se le presupondría a alguien dedicado a su profesión.
No se ensañaba, no insultaba, no ofendía en ninguna anotación. Debía de ser observadora, debía de ser casi como una confesora o una enfermera o una monja que suministra redención para almas inquietas, febriles, deseosas, más que de sexo, de compañía o amor. La agenda de su teléfono era fiel reflejo del materialismo que nos gobierna («Letrado Insaciable», «Universitario Ambicioso», «Subsecretario Trepa», «Viajante de Calzado Rijoso», «Editor de Bestsellers»), pero también el cuaderno de una psiquiatra, un catálogo de los males endémicos de nuestra sociedad («Masturbador Solitario», «Pederasta Ficticio», «Voyeur Patológico», «Gay Frustrado») productos de la soledad o incluso, por qué no, el reparto de una película norteamericana («Padrino», «Madrina», «Chico de los Recados», «Primo») que, en el fondo, es pura realidad.
Sin embargo, en registros aislados, en ráfagas de comprensión, la memoria del teléfono es también un insólito poemario con notas de melancolía entre uno y otro renglón («Músico Loco», «Enfermo de Amor», «Poeta Ingenuo», «Viejo Enamorado», «Bromista Triste», «Sencillo Hombre de Campo») o la perturbadora constatación de una implacable verdad («Poli Bueno», «Poli Malo») que, por qué no reconocerlo, me altera, me inquieta, me pone nerviosa. En todo caso salta a la vista que era una experta, una de las mejores, tan buena que no dejaba rastros a los que agarrarse y por eso no valen circunloquios ni atajos, sólo queda echarle huevos, llamar, esperar a que responda alguien y hacerse la loca al otro lado del hilo, desviar la cuestión, probar a dar la menor información posible hasta que el interlocutor se descubra y entonces, por sorpresa, a traición, revelarle que no, que no eres ella, no perteneces a su agencia «de modelos» y ni siquiera sabes si la tenía, no eres su amiga del alma a la que le han pasado ese número. Sólo eres una madera. Y ella está muerta.
Pero para hacer esas llamadas hay que prepararse, prevenir el miedo, esquivar los recelos, imaginar una lista de respuestas ante las posibles preguntas desarmadas, iracundas, confundidas, mentirosas posiblemente porque quién querría reconocer que se acostaba con una puta, con un cuerpo que en breve estará bajo tierra, con alguien que usaba lencería picante y se ponía si se lo pedías la colita redonda de conejita de Playboy.
– Yo -como de un sueño la voz de París la saca de su abstracción, del diálogo imaginario con clientes desconfiados, de la ficción de sentirse por un momento esa mujer exangüe, bella, perfecta, brillante, vendida-. No tengo inconveniente en hacerlo -pero no se dirige a mí sino a Santi, a su lado, de pie, con quien habla, no sé de qué- si con eso os quito un marrón de encima. Pero antes tengo que dejar solucionados varios temas que tenía previstos para hoy.
– Por supuesto. Ésta es una situación excepcional, de otro modo jamás aceptaríamos tu ayuda -acepta Santi.
– ¿Qué pasa? -la curiosidad vence a Clara, que no se resiste a preguntar.
– El padre de César. Lo han ingresado en el hospital de urgencia, él se ha marchado y nos ha dejado colgado el turno de vigilancia.
– Bueno, no pasa nada, yo también podría hacerlo y así salgo de comisaría. ¿A qué hora le tocaba? -se ofrece Clara.
– A primera de la tarde, pero ¿tú no me comentaste ayer que tenías que salir hoy por asuntos personales? -y nota en la voz de Santi un resquemor, como una prevención, una vacilación sutil nunca antes empleada con ella.
– Mi «asunto» es esta mañana y el turno por la tarde. Estaré libre.
– Sí, pero es que París ya se había ofrecido para cubrirlo.
– ¿Y desde cuándo alguien ajeno a la comisaría se come las vigilancias? ¿Por qué tiene que venir uno de fuera a hacer nuestro trabajo si yo estoy libre? -menudo mosqueo. Qué pasa aquí. Estos dos están conchabados y no tengo ni idea de en qué. Cómo dan la vuelta las cosas en un solo día, ayer ni se conocían y ahora míralos, empeñados en dejarme fuera de algo que ni sé de qué se trata.
– Mira, Clarita… -y Santi se esfuerza por buscar argumentos con el ceño fruncido mientras ella, expectante, con el ceño fruncido también pero no por el esfuerzo de pensar sino por la ira que se le va asentando dentro, le corta en seco.
– Sabes que odio que me llamen Clarita. Lo que tengas que decir me lo dices con mi nombre completo. Échale huevos y déjate de rodeos.
– ¿No decías que tenías que irte ahora al médico?
– Yo no te dije que iba al médico. ¿Cómo lo sabes? -y su voz esculpe, casi cincela el aire mientras mira de reojo a París. Que qué cabrón, cómo larga el tío.
– Sí me lo has dicho, me pediste permiso para ausentarte.
– Pero no te dije adónde iba.
– El caso es que imagínate que la cosa se alarga -intenta cambiar de tema con torpeza-, que tienes que hacerte alguna prueba, que la hora se te echa encima… Para qué vas a andar corriendo si París está aquí. Lo que debes hacer es preocuparte por tu salud y no pensar en nada más, nosotros nos ocupamos.
– Clara, a mí no me supone ningún problema quedarme, lo hago encantado -interviene París asintiendo con fuerza, casi como si estuviera contento de chuparse cuatro horas aburrido al sol y yo fuera a tragarme esta comedia, este farol extraño, estas ganas de quitarme de en medio, darme esquinazo, librarse de mí por unas horas y apartarme, a ver por qué, del chalet de Vito.
– Santi, exijo una explicación, no entiendo cómo es que…
– No -la interrumpe serio, cabreado de pronto-, el que necesita una explicación soy yo. ¿De qué vas? Intento portarme bien contigo, que dispongas de tiempo, que te libres de una mierda de guardia, y tú te emperras en sufrir y hacer el trabajo más desagradable de todos. ¿Así me lo agradeces? Mira, no hay quien te entienda, no sé si andas con las hormonas revueltas o qué. Cuando entres en razón, cosa que dudo, ya me darás las gracias.
Y se da la vuelta y se va echando humo del marchito cigarrillo, porque joder la niña con sus suspicacias y sus caprichos de malcriada, quién lo diría, al final es como todas. No sé ni para qué me preocupo, y Clara se queda muda, seria, sorprendida por ese arrebato porque nunca había perdido los estribos con ella, nunca le había hablado así en tantos años.
De pronto lo ve todo clarísimo, es por culpa de París, que le ha comido el tarro con sus opiniones de experto y sus aires de entendido. Habrá llegado a alguna absurda, estúpida, ridícula conclusión sobre el caso y quiere librarse de mí para comprobarlo por sí mismo. Como si lo viera. Claro, como llega a su hora, como es tan puntual y tan recto, tan exacto, tan comedido, como piensa que estoy en la inopia, que veo fantasmas, como está seguro de que aquí no ha pasado nada… Igual ni se presenta a la guardia y todo es una excusa para dejarme a un lado y poder demostrar que no hubo crimen y no fue más que un chute insensato, dirá después, el Culebra falleció, sí, pero no lo mataron, y la puta se asfixió accidentalmente durante una arriesgada práctica sexual. Seguro que habrá estado exponiéndole sus teorías y lo habrá convencido de que le libre unas horas de mí para actuar por su cuenta porque estos casos son de lo más corriente, los yonquis y las putas mueren porque sí, porque lo merecen, porque ya les iba tocando, porque los desechos de la sociedad son carne de cañón y no vale la pena perder más tiempo con ellos, si además ahora no molestan, si sus males y sus maldades han acabado, enterrados por fin y su moral en paz.
Pero quién puede asegurarlo, quién puede garantizar sin pruebas ni autopsias que no hay nada anómalo, que una muerte si es barata es normal. Ojalá la aguja clavada y el pequeño teatro de droga y descontrol, de sexo y perdición, sean verdad, ojalá Zafrilla o Dolores me confirmen que sí, que todo fue accidental y pueda continuar con mi vida y olvidarme sin más, sin reconcomerme por dentro, sin sentir que cierro un caso sin acabar y a otra cosa mariposa que hay mucho que currar y más muertos que enterrar, cerrar los ojos y no revolver en los cajones, total, si no los reclama nadie, si a nadie le importan, si nos dan igual.
– No, a mí no -dice en alto, guerrera y decidida.
– ¿Perdón? -se sorprende París levantando la cabeza de sus papeles.
– Que a mí no me la das -proclama segura de sí misma-. No me trago esa generosidad tuya de querer hacer las guardias de los demás. Detrás de tanta bondad escondes algo, un plan trazado de antemano, ganas de demostrar a saber qué sin mí. Porque yo te molesto, lo sé, te doy el coñazo, no te dejo tomar decisiones sin justificar, ni archivar los expedientes y lavarte las manos sin más.
– Tú flipas, se te va la pinza. Mira, voy a tomarme todo esto como un arrebato por la tensión de ir al médico y todo eso, pero te aviso, estas histerias tuyas van a terminar por agotar mi paciencia.
– Sí, hazte el comprensivo. Qué generoso, me partes el corazón. Pero ¿sabes?, siempre me entero. Acabaré descubriendo qué estás tramando.
París va a responderle pero se queda mudo, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Clara sigue intrigada la dirección de su mirada y divisa en la puerta de la oficina a Zafrilla que con su melena, su carita de rosa, su piel de porcelana y sus caderas salerosas avanza tímidamente hacia su mesa con pasos cortitos, como de bailarina de ballet articulada con una expresión de horror en su rostro que, cuando por fin alcanza su sitio, se ha convertido ya en franco, evidente rubor. Como si quisiera echar a correr. Ella le mira en busca de ayuda y París, impotente, como un monigote de ventrílocuo que se ha quedado en blanco, se encoge de hombros y ya casi estoy por preguntarles si por segunda vez hoy se me ha vuelto a pasar algo, alguna oculta relación entre ambos que desconozco cuando, de golpe, soy consciente del estruendo.
El estruendo, un ruido al que estoy tan acostumbrada que ni siquiera oigo, una mezcla de aullidos, jadeos, gruñidos y rebuznos que antaño me perturbaba y que ahora, curada de espantos, ya ni siento, tan habituada al marasmo de chillidos que puedo concentrarme con ellos de fondo, mantener una conversación telefónica a pesar de ellos, hablar a media voz sin la necesidad de desgañitarme para hacerme oír por encima de ellos. Pero eso no vale para los de fuera porque, además, cuando llega alguien ajeno a la comisaría, especialmente si se trata de una mujer, los ruidos animales de los machos se agudizan.
Y ahí está la causa del espanto de Zafrilla y París: el ver a más de media docena de policías adultos, armados, serios e impertérritos graznando, bufando, rugiendo y relinchando como si fuera un tic espontáneo que no pueden evitar, un síndrome de Tourette colectivo llevado al extremo, desaforado, salido de madre.
– Esperad -les digo, y sé que ahora tendré que dejar que el clamor se calme como por encanto, que todos y cada uno se apacigüen y sigan trabajando como si tal cosa para entonces, sólo entonces y a media voz, proponerles-: ¿Nos vamos a tomar un café al bar de enfrente?
Ninguno protesta, ninguno pregunta por qué si acabo de entrar, diría Zafrilla, si tengo muchísimo que hacer y después una guardia, rezongaría París. Pero no, la siguen sumisos y dóciles y, ya acomodados en la barra, cada uno con su taza delante, debe explicarles conteniendo la risa a qué han asistido.
– Acabáis de presenciar el fenómeno conocido como «la Marabunta».
– Ah, pero ¿tiene nombre? -dice Zafrilla aún escandalizada-. ¿Y se ha montado por mí? Os juro que nunca había tenido un recibimiento igual.
– A ver, os lo cuento: todo empezó cuando destinaron a César a la comisaría. Como es un tipo tan callado, se pasó tres o cuatro meses sin apenas abrir la boca y si alguien le preguntaba sólo respondía con un arf de perrillo tímido. Pero le pirra el fútbol, y tras varios meses de observación los demás se fijaron en que cuando leía los lunes el Marca jaleaba los goles de su equipo con un guau que no podía reprimir. Como son malas personas, empezaron a recibirlo todos los días con ruiditos guturales parecidos a los suyos, y según pasaba a su lado, uno hacía tímidamente grrrrrr, otro harl y otro snif, snif. Eso al principio, porque pronto perdieron la vergüenza y, a lo tonto, del arf y el guau pasaron al aullido, al maullido y al balido. Sé lo que estáis pensando: patético. Sin embargo para César fue el Ábrete Sésamo de las relaciones sociales, empezó a expresarse con todo tipo de ruidos y cada uno significaba una cosa distinta: si le caía un marrón gruñía, al volver del despacho del jefe Bores gemía como un cachorro abandonado, al salir a comer bramaba de contento… Al final acabaron creando una especie de código secreto, pero lo peor es que tienen como una especie de horror vacui sonoro, de modo que si se aburren, si llevan mucho rato callados, si quieren sentirse parte de la manada, lo único que deben hacer es levantar la cabeza y rebuznar para que el resto responda con un mugido, un cacareo o un berrido. Y si pasa una mujer, alguna de la oficina del DNI o de Denuncias, una limpiadora que esté de buen ver o quien sea, como Zafrilla en este caso, literalmente se cae el cielo. Es como la llamada de la selva: al ver a una hembra de otro territorio se despiertan sus sentidos primarios y sus gargantas y, cuanto más jamona esté, más berracos se ponen y más barullo arman.
– Vaya, tendré que tomármelo como un cumplido -comenta Zafrilla cáustica-. No entiendo cómo puedes soportarlo.
– Lo cierto es que la creación del fenómeno Marabunta fue tan pausada, tan discreta, tan sibilina, que los primeros días, al oír de vez en cuando un piar o el cricrí de un grillo, pensaba que era yo la loca, que tenía alucinaciones sonoras o que tal vez alguien se había bajado cualquier ruidito chorra al móvil para hacer la gracia. Tardé en comprender la magnitud del fenómeno y, cuando lo hice, aquello era tan desproporcionado que entendí que si me ponía borde sólo conseguiría que se incrementase, así que opté por ignorarlo. Cuestión de supervivencia, supongo.
– Hiciste bien, con esta gente o te adaptas al medio o pereces en el intento de plantarles cara -añade París con la sensación de que sabe de lo que hablo.
– Y que lo digas, cuando lo cuente en mi curro van a flipar.
– Haz la prueba. Yo he intentado describirle esto a Ramón y cree que exagero, que no puede ser para tanto. Hay que verlo para creerlo.
– Y ahora qué, ¿volvemos a comisaría? -pregunta París.
– Puedo contaros aquí lo que vine a deciros -propone Zafrilla-. Se trata de la huella parcial encontrada en el reverso de la medalla de oro que el Culebra llevaba al cuello, en la parte lisa. ¿Te acuerdas, Clara?
– Sí, un pulgar. Dijiste que no estaba nada nítido.
– Cierto, pero porque no tenía con qué compararlo -y un fulgor de cazadora ilumina sus ojos-. Saqué algunas muestras en la chabola, las comparé con la huella parcial y no encontré ninguna coincidencia. Pero hoy se me ocurrió compararla con otros juegos… Y hallé una.
– ¿La metiste en una base de datos? ¿En cuál? -pregunta París interesado.
– Lo cierto es que no la comparé con ninguna base de datos sino con… -pero de pronto se interrumpe-. Un momento: prométeme que no me vas a reñir.
– ¿Yo? Pero ¿qué imagen tienes de mí?, ¿qué te ha contado ésta?
– Nada, pero sé que en este Cuerpo cuando una tiene iniciativa siempre se acaba llevando bronca del superior, que en este caso eres tú.
París reprime un gesto de impaciencia y responde con disgusto.
– No, no te voy a reñir, di lo que sea de una vez, ¿de quién era la huella?
– Como iba diciendo -Zafrilla quiere estirar su gran momento, su escena protagonista-, no la comparé con ningún fichero sino con muestras recién tomadas. ¿A que no sabéis de dónde? Del apartamento de la prostituta ahorcada.
Se extiende sobre los tres un silencio denso de pensamientos y cargado de expectación hasta que París exclama:
– ¡Mierda! Pero ¿cómo se te ha ocurrido? ¿En qué estabas pensando?
– ¡Ves! -salta Zafrilla-. Ya se ha cabreado.
– ¡Cómo no voy a estarlo, menudas ocurrencias tienes! Por la casa de esa puta habrán pasado centenares o incluso miles de hombres y, además, ¿no te has parado a pensar, bonita, que esa huella puede ser de cualquier colega del Culebra al que la puta le haya hecho un servicio?
– Pues mira, no.
– Es que no puede ser -continúa París-, es imposible, tiene que ser una casualidad. Son dos muertes accidentales sin relación. Seguro que quien dejó su huella en la medalla era cliente de la puta, sí, es posible incluso que el propio Culebra también fuera cliente suyo -y se pasa las manazas por la cara y se mesa los cabellos casi con desesperación-. Ahí está el nexo. Los delincuentes frecuentan a las putas, siempre ha sido así, y por eso el colega del yonqui dejó su huella en la medalla y en el apartamento. Pero ella no pinta nada, queda totalmente descartada de esta historia -y las contempla de pronto esperanzado, con el brillo en la mirada del tonto de la clase que cree haber conseguido resolver la ecuación-, sólo hizo su trabajo de fulana, no tiene nada que ver. Su muerte fue un suicidio, todo lo más un penoso accidente y la huella de su casa puede ser muy antigua. No hay relación ni caso.
– Una historia preciosa -y la voz de Clara destila ironía- si no fuera porque es imposible que unos yonquis sidosos y moribundos como el Culebra o su hipotético colega pudieran pagarse una prostituta de lujo como ésa.
– Pues es una explicación perfectamente lógica -París ha mordido la presa y no quiere soltarla-. Ahorrarían, yo qué sé. Pero estas dos muertes no pueden estar conectadas, no tiene sentido. No hay casos. No hay nada.
– ¿Tú estás segura de la coincidencia entre las huellas? -pregunta Clara, y como Zafrilla asiente convencida aunque desganada, continúa-. Vale, porque vamos a ponernos en marcha inmediatamente, pedir una nueva orden para investigar a fondo el apartamento y tú tendrás que encargarte de que sea para esta tarde -afirma mirando a París mientras se levanta y se pone la chaqueta decidida-. Lo haría yo, pero ahora tengo que irme. ¿Te acerco, Zafrilla?
– ¿Adónde vas? -pregunta él, sorprendido, sin prestar atención a Zafrilla quejándose de que está hasta las mismísimas de que la llamen así.
– A ver a Lola. Seguro que hoy tendrá algún dato nuevo.
– ¿Y tienes que irte precisamente ahora?
– Me pilla de paso, tengo que hacer también otra cosa en el Centro.
– ¿Qué cosa? -continúa París ya sin disimulo.
– Asuntos personales, ¿recuerdas?
– Me da exactamente igual lo que piense -que se ponga como le dé la gana, que se trague la bilis y le reviente el hígado y me deje tranquila de una jodida vez-. Si quiere seguir creyendo que no hay conexión pero que un quinqui que sobrevivía en una chabola pudiera pagarse una de las prostitutas más caras de la ciudad, pues vale. Pero a mí que me deje trabajar en paz, que yo tengo muy clarito lo que hay que hacer. En cuanto salga del médico me voy para el Anatómico a ver qué saco. Y no, no me mires así, no me pasa nada, es una exploración rutinaria: análisis, ecografías, todo ese rollo. Ya me he hecho las pruebas, sólo tengo que llevárselas al ginecólogo.
– Si quieres les echo un vistazo -propone Zafrilla, sentada a su lado en el asiento del copiloto.
– Qué lástima, están en la clínica. Al llegar debo recogerlas en recepción y subírselas al doctor.
Un tipo medio calvo, con gafas de diseño, excesivamente delgado y con unas manos más cuidadas que las mías. Todo un especialista. Menos mal que me libré de Zafrilla a mitad de camino, no hubiera soportado mucho más esa perpetua curiosidad suya y las preguntas sin parar, como un bombardeo cansino e implacable y lo siento, es que queda algo lejos, por eso mejor te dejo aquí, bonita, y a la vuelta, si París ha conseguido la orden, te recojo y te vienes conmigo, ¿ajá?, y ahora a responder sumisa y formal que no, nunca he sufrido una operación, jamás, y mi grupo es cero positivo, como el de mi padre, y no, que yo sepa nunca he tenido problemas de coagulación, pero qué tendrá eso que ver con los resultados, y no, no tengo ni idea de cuál es mi umbral del dolor.
Y casi mejor, ni saber de qué me hablan ni ir avisada, mejor que te pillen por sorpresa y te digan que, en fin, las cosas pintan regular, aunque eso, por supuesto, no quiere decir nada. Sólo que no pintan mal pero tampoco bien, habrá que hacer más pruebas antes de decidir. ¿Le puedo volver a preguntar qué tal aguanta el dolor? ¿Sabe lo que es una biopsia? Se lo voy a explicar en términos que pueda comprender.
El truco consiste en que te atraviesan el pecho con una aguja como una saeta, pero ni yo soy una Venus pelirroja rodeada de rosas granadas ni las flechas son de amor ni suena de fondo una melodía multicolor. Una vez dentro hurgan y revolotean por mi seno con su punta de acero hasta que la aguja da con el bulto y extrae un ápice de su sustancia, que ya sabemos ahora que no es una lenteja y que me puede comer al menor despiste a menos que seamos precavidos porque, de otro modo, si dejamos las cosas como están, corremos el peligro de que el tumor crezca y puede que, más adelante, tengamos que enfrentarnos incluso a una mastectomía, a la extracción total del pecho. Al vacío. O a la nada, al adiós de mí misma, a mi imagen como una herida de guerra o una amazona empeñada en rehacer su vida, a mi imagen desnuda frente a mí, incompleta, a mis ojos mirando a Ramón sin valor para decírselo, cuándo, pronto, muy pronto, ya casi nada, porque es lo que ha dicho el doctor, que la biopsia será la semana que viene y después veremos lo que pasa, y hay que llamar para pedir hora y responder a mil preguntas que casi me sé de memoria y basta de reflejarme petrificada en el espejo del bar como una mujer con el pelo recogido y la mirada perdida, con la infinita tristeza de no verme ya como soy sino como puede que sea después. Para ya. Hay que asimilarlo, hay que moverse, ponerse en marcha, hacer algo mientras la gente ríe detrás, mientras mueren las naranjas de la barra en aras del último zumo natural de la mañana que ya se apaga, mientras piden los parroquianos su vermú y se abren botellas de licor y Dolores, que espera, me llama insistente al móvil y sí, voy, estoy en el bar de enfrente, y decir ahora subo fingiendo normalidad y notar en el ascensor, de camino al verdadero hogar de la muerte, esa venita otra vez, la venita del miedo latiendo en la sien, haciendo temblar a una muchachita tan valiente, vamos.
Se percibe el zumbido de los neones y un temblor que nace dentro de las celdillas frigoríficas. Se siente un frío que la traspasa como un fantasma y la impaciencia, nada más entrar, por largarme de aquí, tragar un aire a mordiscos que no sea éste aunque esté impregnado de contaminación, huir, sólo salir y no oler a muerte, no respirar lo mismo que ya no respiran los muertos.
– Te noto impaciente -dice Dolores.
– Llevo una mañana horrible.
– Ya pasa de la una, ¿luego te quedas a comer conmigo?
– Depende de cómo vaya París con la orden. Te habrá dicho Zafrilla que tengo que volver con ella al escenario de ayer para registrarlo más a fondo.
– No. No me ha llamado -responde Dolores, y se percibe pesadumbre en su voz-. Se habrá olvidado. Debe de estar pensando en tu compañero, el Bebé ese. Está que no mea con el niño.
– Déjala, ya se le pasará. Yo te pongo al tanto: ¿recuerdas la huella parcial que encontró en la medalla? Ha aparecido otra igual en casa de la difunta. Eso significa que ninguno de los dos fallecimientos ha sido casual, que están de algún modo relacionados, pero París se empeña en que esta coincidencia no quiere decir nada, que puede que la prostituta le hubiera hecho un servicio a un colega del Culebra y que por eso aparece su huella en ambos lugares, todo menos aceptar que aquí hay dos homicidios como la copa de un pino. El caso -resume- es que esta tarde volvemos al apartamento si su señoría tiene el día generoso y nos concede el permiso. Pero antes he preferido pasarme por aquí por si tenías alguna novedad.
– Es pronto todavía, acabamos de empezar.
– Cualquier cosa, lo que sea -suplica Clara con tono lastimero.
– Hay mucho trabajo, somos pocos, los cadáveres se acumulan… -Dolores se embala en una retahíla de excusas hasta que, de pronto, se detiene-. Qué quieres que te diga, es pronto.
Pero no, no es pronto, es cada vez más tarde, es hundirla en un rincón de la memoria sin atender siquiera a su nombre, y quién la va a echar de menos, quién la va a añorar: el poeta ingenuo, el chico de los recados, el enfermo de amor, el sombrerero loco que la recuerda melancólico a la hora solitaria del té.
– Se llamaba Olvido -musita Clara-, Olvido.
– ¿Estás intentando darme penita con su nombre? Mira… -dice suspirando, dándose por vencida, recién asumida la certeza de que no se va a largar ni la va a dejar en paz hasta que le ofrezca algo que alivie su conciencia-, lo único que puedo hacer es enseñártela.
Y se dirige tranquila, casi tarareando por lo bajo una alegre melodía, a la pared de celdillas infinitas, panal de muertos que duermen, de la que extrae una bandeja para ofrecerme, mientras canta como un enterrador ajeno y feliz en la fosa, la visión de una mujer blanca y hermosa que brilla sobre losa que parece el acero y se asemeja más a una doncella lista para el sacrificio que a una impúdica perversa ya inmolada.
Clara se acerca atraída por el fulgor que desprende su piel casi fosforescente y no puede evitar alargar una mano que inevitablemente tiembla, como temblaría la de una beata ante la aparición de una Virgen, con la intención de recorrer sus labios, sus pómulos de hielo, su perfil de reina muerta, sí, porque ella, la prostituta, tiene ahora una prestancia, una majestad que colgando del techo, balanceándose levemente al compás de las risas de los agentes, no tenía.
Ahora es simple y honrada, radiante, no penumbras y lencería negra, no neones y reflejos rojos y zapatos de tacón ni cabrones que bailen a tu alrededor ni admiradores turbados ni extremidades que tientan ni arrugas que te asquean ni espaldas con vello ni más vidas sin amor. Eres etérea, eterna. Libre.
Y la mano se posa en su frente y se detiene justo antes de acariciar su pelo que por fin es real, auténtico, porque ya no hay bucles dorados como los de Ricitos de Oro. Sin la peluca es simplemente castaña, apenas una muchacha de melena caoba y rostro sin pintar y, curiosamente, ahora que no es rubia sus pechos no son tan grandes ni sus caderas de vértigo ni sus piernas culmen de belleza en su piel, a la impía luz fluorescente, se advierte un atisbo de pecas que la vuelven más niña aún, casi impúber, como una lolita de treinta años.
– No puedo dejar de pensar que así, desnuda, es como si hubiera vuelto atrás, a un tiempo en que aún era inocente -confiesa Clara.
– He oído ese comentario unas mil veces. Siempre que un vivo se pone delante de un muerto lavado y sin ropa dice la misma sandez. Se debe a que asociamos la desnudez con la inocencia.
– Vale, lo he pillado, ya dejo de decir banalidades, me pongo en plan profesional y aparco los sentimentalismos, no sea que te dé por emocionarte -responde dolida, a qué negarlo, hasta Dolores, mi amiga, alguien a quien aprecio y respeto, se deja vencer por la desidia de considerarlos muñecos, objetos de análisis o escarnio, qué más da, sólo material con el que trabajar-. Dime lo que tengas que decirme, Loliña, y acabamos con las tonterías.
– Muy bien -y su voz adquiere el matiz metálico de un verdadero forense, impersonal, casi inhumana, como de autómata de película de robots futuristas. O, tal vez, lo que pasa es que está cabreada-. De momento me he limitado a un análisis externo, y no hay mucho que reseñar: dos uñas rotas en la mano derecha, algún leve rasguño en el cuerpo que puede haber sido producido por cualquier cosa, desde un acto sexual frenético a un golpe fortuito con la esquina de un mueble o la práctica de algún deporte y, por lo demás, aparte de lo evidente no hay más: ni tatuajes, ni cicatrices, ni implantes ni marcas de cirugía. Por no haber, ni siquiera se teñía el pelo -añade-. Es algo atípico en una prostituta.
– Hay que joderse, para una que no es frívola van y la matan -comenta Clara, mordaz-. ¿Esto es todo?
– Bueno, está lo de las palomitas. Las tenía por todas partes. Metidas en el escote, enredadas en el pelo, hasta dentro de un zapato, en la puntera. Aparte de eso, e insistiendo en que es demasiado pronto, si quieres una primera impresión te diré que todo parece indicar que se trata de una muerte por ahorcamiento accidental, el típico juego erótico que se descontrola. No se colgó a mucha altura, tendría debajo a un hombre que la sostuviera, tal vez sentado en el escabel que hallaron a sus pies… puedes imaginarte perfectamente la postura. Además, tanto su ropa como las palomitas, el excesivo maquillaje y el pelucón dan a entender que estaba en plena faena y se le fue la mano. A ella, al cliente o a los dos.
– Sí, tiene sentido -y ante el silencio ausente, casi ofensivo, añade-: Si esto está listo, nos vamos a comer cuando tú quieras.
Pues no, no nos vamos, o en todo caso la única que se marcha soy yo, y a la puta mierda para colmo porque ahora resulta que tenemos muchas cosas por hacer: ella una nueva autopsia que le corre prisa a un juez que no hizo los deberes a tiempo, yo un mensaje de París en el buzón de voz que me recuerda que debo pasarme por plaza de Castilla a recoger la orden y al secretario judicial, papeleo acumulado, muertos que se pudren y no pueden esperar y hasta comida en un tupperware en mi nevera, y entonces la voz pálida y amarga de Dolores diciendo ya te daré un toque al móvil si descubro algo y al final me voy sola a uno de los comedores universitarios cercanos al Anatómico a engullir rancho por cinco euros rodeada de estudiantes que me recuerdan que nunca acabé la carrera, todo con tal de no ir a casa porque, total, para qué llegar y encontrarla vacía, Ramón en el trabajo, la gata durmiendo en el brazo de un sillón y esa soledad que me arranca las ideas y me abandona a las ganas de no hacer nada, que me deja albergar deseos difusos y me desiste de continuar, para qué si son los planes de los demás, si yo no tengo más propósitos que los anhelos que los otros me marcan y la obligación de volver al médico en una semana a dejar que me atraviese el pecho. Para qué levantarme, trabajar, moverme de la cama, para qué seguir sendas tan marcadas como el surco en torno a una noria.
Si me miro en los escaparates no me reconozco. Quién soy, alguien que remueve un café con parsimonia en un restaurante caro al que he venido huyendo de los recuerdos universitarios que nunca tuve, porque es mejor ser ajena en un restaurante caro por no reconocerme cutre y fea además de enferma. Quién soy, sólo una mujer que come sola. No lo sé, no estoy muy segura de quién soy, ahora, en este momento, aunque al menos sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; lo que pasa es que me parece que he sufrido varios cambios desde entonces: ya es seguro que algo se me ha roto por dentro y una amiga, el compañero que dirige la investigación y mi superior inmediato, que además es un buen colega, se han enfadado conmigo y, finalmente, ni me atrevo a refugiarme en mi hogar por miedo a encontrármelo vacío, o tal vez lleno. Por eso, por el miedo a enfrentarme a mi casa y a mi vida, me dedico a desmenuzar los hogares de los demás, hogares serenos y vividos donde parece que la gente, incluso las prostitutas, se sentían a gusto.
– ¿Qué? -pregunta Zafrilla levantando la vista de sus polvos y brochas.
– Nada.
– Mentira. Te he oído murmurar algo.
– Sólo pensaba que parece que Olvido vivía a gusto aquí.
– Y tanto, con su caché se lo podía permitir -es el secretario judicial, para mi grandísima suerte por primera vez en este día un tipo que parece enrollado, que no molesta demasiado, que muestra interés en nuestras pesquisas y, sobre todo, no llama a la mujer muerta «la puta». Aunque a lo mejor, al no tenerla delante colgando sugerente de una cuerda, simplemente no se ha despertado su más rastrera imaginación, su libido en probable ebullición. En todo caso es un hombre callado (qué mono), y se agradece.
– Sí, pero una cosa es la pasta -rebate Clara-, otra el lujo, y otra entrar en un sitio y darte cuenta de que la gente que lo habitó estuvo a gusto. Fijaos, todo tan ordenado, tan limpio, tan acogedor. Colores que la favorecían, libros que habrá leído y hasta plantas que parecen fuertes, contentas y radiantes.
– Pues para mí no es tan encantador -responde Zafrilla sin apartar la vista de la mesa cuyos bordes espolvorea-. Yo le veo un lado más siniestro, sólo demuestra que se había hecho un decorado a medida para representar la ficción que vendía, y si leía mucho era quizá para llenar su vida desgraciada con los amores de cuento de sus heroínas; en cuanto a las plantas, bueno, lo más probable es que sean regalos de sus clientes -y al levantar los ojos y ver el gesto de desencanto de Clara, añade-: Lo veo así, lo siento, no lo digo por chafarte tu imagen de mágico mundo de colores.
– Un poco de razón sí que tiene -concede el del juzgado y, ahora mismo, ya no me parece tan mono. Estoy a punto de replicarle, pero me contengo, consciente quizá de que gritarle sólo a él no sería justo, y únicamente digo:
– No me hagáis caso, no sé qué tengo hoy que todo me afecta.
– Si estás así porque Dolores te ha dejado plantada a la hora de comer, te recomiendo que pases de todo, anda de un tonto subido que no es normal. Todo le molesta, se pone suspicaz, se mosquea si no la llamas pero si lo haces también, hasta parece que se hubiera vuelto posesiva… -de pronto Zafrilla se interrumpe contrariada-. De aquí no saco nada, las huellas están mezcladas con las de la mitad del Cuerpo de Policía. Bravo por tus compañeros.
Y es cierto, Clara y el secretario se inclinan sobre la mesa y sólo ven una superficie emborronada de infinitas manchas desenmascaradas por los polvos, pero no tienen siquiera tiempo de darle la razón, porque ya ha dejado el salón por imposible y se va pasillo adelante hablándole al aire.
– Vamos a su vestidor. Seguro que aparecen impresiones mucho más claras, de ella o de quien le quitase la ropa.
– ¿Huellas dactilares en la ropa?, ¿es posible? -pregunta el del juzgado.
– En la ropa no, en los botones y en las hebillas -aclara mientras abre el vestidor y se introduce dentro para buscar trajes de grandes botonaduras, cuanto más lisas mejor-. ¡Ooooh! -suspira al ver las prendas perfectamente colocadas en sus perchas-. Clara, mira qué vestidos, qué blusas, qué maravilla de faldas.
– Es lógico, formaban parte de su ropa de trabajo.
– Sí, pero es que son todas de un género buenísimo -sus ojos hacen chiribitas como los de una niña golosa ante el escaparate de una pastelería y Clara no puede menos que recordar la total indiferencia de sus compañeros ante el despliegue de marcas del guardarropa, centrados exclusivamente en el cajón de la ropa interior y el zapatero-. ¿Tú has visto este jersey de angora, esta casaca de seda? ¡Y éste es un traje de alta costura! ¡Si hasta la gabardina es perfecta!
Es cierto, la gabardina es perfecta, un poco arrugada tal vez, incluso se diría que ligeramente manchada del polvo del poblado de chabolas donde, con ese mismo traje de alta costura que marcaba las caderas, que resaltaba las curvas, que la hacía parecer recién salida de los años cuarenta, la mujer muerta se dejaba abrazar por un mimo con sábanas raídas como galas de un espectro gótico y mugriento.
Y casi sin aliento Clara extiende la mano, que otra vez tiembla, descuelga la chaqueta de la percha, sale del vestidor en busca de la luz natural de una ventana y se lo acerca a la cara, lo huele y casi juraría que percibe el olor a ropa tendida, a niños gitanos jugando en el descampado, a moscas ociosas, ratas hambrientas, gasolina quemada y un yonqui caramelizado al sol, a calderilla mojada que ha pasado de mano en mano y a pintura blanca que dejó goterones de lágrimas cuando un mediodía, hace apenas nada, un mimo fantasma abrazaba a la mujer que lo acompañaba, una mujer de cabello castaño y no de rizos rubios sintéticos, de cuerpo de escándalo y extrañas amistades, de zapatos caros hundidos en la tierra seca y misteriosas conexiones que yo, idiota de mí, cegata obcecada, corta de miras, no supe reconocer. Y es inevitable pensar que si tal vez me hubiera aproximado a ellos hoy no estaría muerta. Si le hubiera hablado, si la hubiera conocido, con su cara de niña buena ante mis ojos, quizás ahora ella no estaría en manos de Dolores esperando a ser rajada ni yo aquí arrepintiéndome por algo que no llegué a hacer, por una frase que se me quedó en la lengua y no evitó nada, reconcomiéndome por no haber sabido ver más allá debajo de la ropa y las pelucas y sus disfraces de puta o ejecutiva del placer, tanto da. Tanta bronca con París, tanto miedo a no encontrar nada en el escenario de la muerte de mi confidente y resulta que todo estaba delante de mí, incauta estúpida ilusa cegata.
Y ahora que sabe con seguridad que sí hay algo, un hilo que une al Culebra y a Olvido más allá de la simple y ya casi absurda huella, decide buscar y rebuscar, si hace falta habitación por habitación, hasta dar con cualquier detalle que tienda más cabos entre la chabola y el perfecto hogar de la difunta, empezando por el dormitorio, allí donde todos escondemos nuestros secretos y esos sueños tan ocultos que jamás diríamos a nadie dónde están.
Mira al secretario judicial y le hace un gesto para que la siga. Él duda, está muy entretenido viendo cómo Zafrilla empolva los botones plateados de un abrigo de terciopelo negro colgado de su percha como un juez togado a la espera del veredicto del jurado.
– ¿Adónde vas? -le pregunta su amiga.
– Al dormitorio. Siempre es donde está la marcha.
En cuatro pasos Clara sale del vestidor y se interna en el territorio del placer, cómodo y coqueto pero extrañamente sobrio y asombrosamente vacío de los habituales objetos que adornan estos «templos del amor». No hay satén ni espejos en el techo ni cojines morados con forma de corazón ni dorados rococó. Es más bien como una suite de hotel de lujo, cálida y confortable. Una gran cama, buena iluminación -al menos por el día-, muebles funcionales y sobrios y sábanas de algodón puro, nada de decoración hortera estilo porno soft. A cada lado dos mesillas de un tamaño inusitado con tres cajones cada una. Según Clara ha comprobado, en los primeros de ambas hay los típicos objetos que todos guardaríamos en nuestra mesilla de noche: pañuelos de papel, tapones para los oídos, bolígrafos, un despertador, horquillas, antifaz para dormir, crema de manos, pinza de depilar, una lima de porcelana, goma para el pelo y aceite para masajes por si nos ponemos tiernos y da pereza levantarse a por él.
Pero los demás cajones están cerrados y fisgonea por el cuarto para descubrir que ni en la cómoda antigua ni en ninguno de los compartimentos del inmenso joyero de laca china aparecen las llaves, y debe pedirle al secretario que tome cumplida nota de que va a abrirlos con una ganzúa, y tras hacerlo descubre que, al fin y al cabo, sus secretos no son distintos de lo que esperaba:
– Cajón intermedio, mesilla derecha: contiene un paquete de guantes de látex, cajas de preservativos extrafuertes y estriados, tres vibradores de distinto grosor y longitud, uno a pilas, los otros dos no, ¿hace falta que especifique algo más? -le pregunta al secretario judicial mientras va sacando los objetos-; bote de lubricante, caja con dos decenas de uñas postizas rojas, barra de labios escarlata y, por último, un juego de bolas chinas -elementos perturbadores para el joven funcionario que, no obstante, debe consignar todos y cada uno de los hallazgos junto con la breve descripción, carente de toda emoción y emitida en un tono eminentemente profesional, que Clara hace de cada objeto.
»Cajón inferior, mesilla derecha: dos corsés negros, uno de talla XXL (supongo que para ellos), bozal, mascarilla con cremallera y capucha con argollas de metal, todo de cuero negro, ligueros negros, dos látigos (enrollados como garitos que duermen la siesta), collar de perro con pinchos, una correa, una pequeña fusta y un paquete de bolsas de basura -no quiero ni pensar para qué utilizaría esto último.
»Cajón intermedio, mesilla izquierda: contiene lencería erótica, es decir, prendas de seda negra, blanca y carmesí con estratégicas aberturas en los sostenes que dejan al descubierto los pezones, que incorporan transparencias osadas o marabúes sugerentes, también hay camisetitas de algodón y braguitas como de niña… En fin. ¿Tengo que ir describiendo prenda a prenda? ¿Que no hace falta? Qué alivio, muchas gracias.
»Cajón inferior, mesilla izquierda: velas sin estrenar, un paquete de varillas de incienso y una completa variedad de DVD de contenido pornográfico que abarca un amplio espectro de filias y perversiones -Clara los repasa concienzuda, quizás en busca de alguna cinta con grabaciones ilegales, sí, mucho snuff y mucho cuento es lo que tienes, se dice a sí misma, que tanto ver Tesis te ha afectado al cerebro, que ojalá fuera tan fácil y no tan asquerosamente legal porque, de hecho, las películas son guarras, pero lícitas, del mismo modo que cualquiera de estos artículos puede ser adquirido en tiendas especializadas sin mayor problema. Lástima, ni siquiera hace falta buscar importadores clandestinos de dildos. Todo es jodidamente legal.
– ¿Puedo echarle un vistazo a las películas? -pregunta el secretario casi excusándose-. Es que soy un coleccionista aficionado y…
– A mí no tienes que darme explicaciones. Pero ojito con los dedazos, que luego vendrá Zafrilla a sacar huellas. Ponte estos guantes.
– No, si a mí sólo me interesan los títulos -insiste-. Lo que no veo es dónde está el reproductor.
Cierto, piensa ella. En el salón hay uno, pero aquí en el dormitorio no lo veo… No tiene sentido, ¿de qué sirve una colección de películas guarras si tienes que trasladar al cliente de habitación?, y se fija en la pared frente a la cama, paneles blancos desnudos frente a ella, y se acerca y los palpa, los golpea…
– Suena hueco -constata el secretario.
– No me digas, Sherlock. Ven, ayúdame, hay que averiguar cómo se abren.
Y aunque no debería, aunque se exceda, aunque para qué va a trabajar si sólo está ahí para tomar nota, él se deja llevar por la curiosidad morbosa y se pone junto a ella a tantear la pared sin obtener resultado.
– No hay manera -masculla Clara al cabo de un rato-. Aquí tiene que haber truco, pero a saber dónde.
A ver, piensa, qué haría si éste fuera mi cuarto y yo cobrara una pasta gansa cada noche por satisfacer a un cliente. Tenerlo todo a mano, y si las mesillas con mi valioso material de trabajo están cerradas, tendría cerca las llaves de los cajones y todos los medios necesarios para estar a gusto en mi gineceo.
Y se agacha y mira bajo la cama, pero no, sólo ve un par de chinelas tan delicadas y exóticas como aves del paraíso, todo rasos y plumas y cristalitos de colores brillando en la penumbra.
Pues si no hay nada abajo, habrá que mirar arriba.
Y se incorpora, se coloca junto al cabecero, se concentra, golpea leve, casi reverencial, las cuatro secciones de madera clara que lo forman y, voilà, se abren a medida que las presiona en una esquina imantada revelando en su interior un pequeño cajetín de unos veinticinco centímetros de lado por unos doce de fondo.
Sí, ella sólo tenía que alzar el brazo sobre su cabeza, presionar y el cliente, entretenido en sus pechos o entre sus piernas, casi no tendría tiempo de percatarse de dónde habría sacado sus artefactos. Magia y precisión hasta en los más mínimos detalles. Discreción, elegancia y sutileza en compartimentos tan silenciosos y refinados como su dueña. Nada de levantarse destetada en el momento álgido, nada de sobresaltos imprevistos ante peticiones intempestivas, nada de frenazos inesperados. Todo bajo control, calculado como en el despegue de una nave espacial a bordo de la cual atender con la mejor de las sonrisas al usuario más caprichoso. Plan perfecto, perfecta ejecución. Toda una profesional.
Y, como tal, en su dominado universo de sexo sin pudor rige la más estricta lógica enfocada al goce y la delectación. Bienvenidos al mundo del amor, todo para que el consumidor se encuentre a gusto, olvide sus miedos y le abandone el estrés, relájese en nuestro olimpo y disfrute de los maravillosos servicios de nuestra camarera de la pasión que, con su galería de secretos para amantes, le revelará recónditos arcanos de la libido y el ardor que ahora le presentamos:
Empezando por la derecha, en la primera casilla, todo un catálogo de las mayores virtudes electrónicas al servicio del éxtasis. Tres mandos a distancia que harán su lujuria más provechosa: el del aire acondicionado, el de la cadena de música y el del DVD que, al igual que la enorme pantalla plana de plasma con sus altavoces, se esconden en la pared hueca sita frente al tálamo del gozo supremo oculto por los pertinentes paneles blancos. Accione los botones y éstos se moverán dejando al descubierto toda una gama de elementos pensados para hacer de su polvo una experiencia inolvidable.
Tras el compartimento dedicado a la electrónica, ponemos a su disposición la segunda celdilla, que contiene las llaves que abren las mesillas. Oh, qué decepción, nada de sadomasoquismo ni de suaves tormentos que pervierten la razón… Pero que no decaiga el ánimo, en esta fiesta continúa la marcha. Veamos qué más contiene. ¡Una navaja, señoras y señores, una magnífica navaja automática del mejor acero albaceteño, una faca fría con brillos verdes en su hoja y motivos enrevesados en su empuñadura, una navaja lágrima viva de España que se defiende con su metálico nervio! ¡Las mujeres quieren navajas, las chicas son guerreras, vean cómo se defienden las putas de los amargos depredadores! Y la cosa no se queda aquí, ¿qué es lo que hay detrás, relumbrando con fulgor siniestro? ¡Un spray antiviolador que amenaza a los malandros con su perenne ojo despierto! Las palmas que aprietan y abarcan, las lenguas que dominan sin tiento, las pupilas espantadas que miran más allá del tembloroso cuerpo, que queman y matan, que deshacen por dentro, serán cegadas por la voz del arma de viento cuando una tersa mano agite su venganza oponiendo a su hambre su pavor, a su fuerza su libertad, a su salvaje impulso su aliento. Temblad ante su poder cuando estéis en cama ajena, cuando hayáis perdido el sentido, cuando os pueda una sexualidad enhiesta culmen de vuestro vicio. Él es la defensa de las meretrices oprimidas, de las mujeres obligadas a ir debajo que deben soportar los abusos incontrolados y vencer los reparos con mentiras. ¡No dudes en usarlo! ¡Ataca! ¡Defiéndete! ¡Muerde! ¿A qué esperas?
– Apunta -dice al secretario-: Requiso la navaja y el spray. Ahora veamos qué más hay en el cabecero.
Abre la tercera casilla y ante ellos aparece el objetivo de una cámara de vídeo digital de ultimísima generación en stand by.
– Joder, vaya con la tía -exclama él-. Ésta va a ser de las que hacían chantaje a los clientes.
– No va con su estilo -niega Clara-. Yo creo que es más una cuestión de prudencia y prevención de riesgos: pásate un pelo y saco la cinta y te dejo con el culo al aire ante la parienta, los jefes o las vecinas.
Recoge con cuidado la cámara, la abre con torpeza debido, como siempre, a los malditos guantes. Ninguna tarjeta de memoria, lástima, la guarda en una bolsa de plástico y se la pasa al secretario.
La cuarta y última celdilla no esconde más armas ni miedo, sólo consuelo. Consuelo y algunos libros de poesía en ediciones de bolsillo sobadas, releídas, con esquinas dobladas.
Entre ellos uno más viejo, de papel más amarillento, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Lo reconoce y siente un pinchazo al acordarse de París y la absurda conversación con su novia en la puerta de la comisaría. «Un cantante de boleros», musita, pero aparta los recuerdos y vuelve al trabajo pasando páginas, oliendo líneas muertas entre los poemas, oteando espacios en blanco, atenta a cualquier anomalía, a cualquier señal, y da con una pestaña caída y también con una foto antigua, pequeña, casi sepia, el retrato de una mujer joven, bella, de cejas espesas, labios gruesos y ojos y pelo oscuro sentada en el borde de piedra de un estanque. Y, a sus pies, una tortuga.
Hay otros libros tan manoseados como éste, un Peter Pan con dibujos infantiles y pluma irisada de ave en su interior, El largo adiós con portada de Hopper y una Alicia en el País de las Maravillas que alberga pétalos de rosa de hace tanto, tanto tiempo, que se quiebran entre sus dedos, se deshacen casi en partículas y le hacen suponer, tal vez, que son la inocencia de la niña que luego fue puta, de nombre Olvido, un olvido que ya no se acordaría de otra cosa más que de seguir adelante y resistir con todos los medios a su alcance -navaja, spray, cámara de vídeo, fotos marchitas- los envites de la vida.
Y con pena, porque qué triste es a veces descomponer los recuerdos del pasado de los otros, de los muertos, Clara abre una pequeña bolsa de terciopelo y descubre un chupete viejo, de goma ya ajada, y una cajita de joyería con dos dientes de leche, y piensa en si tendría un hijo, tal vez, como en una novela de posguerra, una puta con un hijo en el campo, criándose con la abuela, o en un internado de capital de provincias, un niño al que va a ver dos o tres veces al año y que casi no la recuerda, que sólo sabe que le visita una mujer elegante, triste y seria, cargada de regalos por Navidad y en su cumpleaños. O quizá no, quizás es un hermano pequeño, alguien a su cargo, como los huerfanitos de los dramas de Dickens, una criatura enfermiza y delicada que descansa en un pabellón de reposo recitando la poesía que le subraya a su hermana, que ya no lee sobre el amor desde que lo vende a espuertas. Sí, claro, y luego llegará un príncipe azul en una limusina y se prendará de ella, sólo que este final de película de Hollywood ya no va a poder ser porque resulta que ella está muerta y a mí me toca saber cómo fue, si alguien se la cargó o la mató esta mierda de existencia tan ordenada, tan intensa, tan vacía y tan llena.
– Muy bien, esto se acabó, un repaso al salón y nos piramos -propone al secretario-. ¿Qué me dices?
– Que ya iba siendo hora.
El escritorio, en una esquina del salón, se rige por el mismo orden meticuloso que caracteriza a toda la casa. Es un mueble delicado, antiguo, que contrasta con el resto de la habitación y trae reminiscencias de un mundo lejano y más liviano en el que la muerta, Olvido, clasificaba sus documentos por temas y afinidades dejando apenas rastro de su vida privada, si acaso los extractos relativos a los gastos de vivienda en un archivador, un portafolio con fotocopias, libretas bancarias y la póliza de un seguro médico. Por haber, hasta hay un pequeño cajón repleto de facturas de ropa en el colmo de la organización, pero ausencia de datos que no hubiéramos encontrado con los ordenadores de la central que nos indiquen algo más allá de que el apartamento es de su propiedad, que sus cuentas están saneadas y no poseía créditos pendientes, que hacía la compra del supermercado por teléfono y que acudía a un centro de belleza dos veces al mes. Perfecto. Pero qué hay de ella, de sus familiares, de sus ideas y sus inseguridades.
Desalentada, sigue buscando hasta que se topa con un taco de tarjetas de visita que, según parece, guardan relación con el ejercicio de su profesión: boutiques, una esteticién a domicilio, ostentosas floristerías y almacenes de decoración, abogados, asesores financieros, agentes de Bolsa… Quizás haya aquí algo que rascar, piensa esperanzada, y con una media sonrisa las guarda intentando a continuación encender el llamativo ordenador portátil.
Me apuesto mi sueldo a que tendrá contraseña. Genial. ¿Y su agenda? Lo imaginaba, o está escrita en clave o su letra es un jeroglífico, con las oes como caracoles y las zetas como rayos que cruzan las páginas rasgándolas con sus trazos como en una tormenta. No me lo estás poniendo nada fácil, bonita. Luego te aparecerás en sueños para recriminarme que no hice lo suficiente, que apenas indagué tu muerte, y me obligarás a ponerme grosera porque cómo la voy a esclarecer, a ver, si la primera en ponerme trabas eres tú, con tu celosa intimidad y esa discreción enfermiza. Si lo único que se entiende son las cruces en el calendario y al final va a ser que señalan tu ciclo menstrual.
– Qué, ¿hay algo? -pregunta el del juzgado.
– Una mierda es lo que hay. Me voy cargada de pruebas y papeles y sintiendo que no voy a sacar nada en limpio.
– Este trabajo es así. Por lo menos tú puedes hacerlo en tu oficina. Yo, en cambio, si se suicida uno tirándose a un embalse, tengo que vestirme de buzo y bajar a comprobar que el levantamiento ha sido correcto. Somos como los periodistas de sucesos, sólo que llegamos antes, con los cadáveres en su apogeo, sin sábana encima y con las tripas al fresco.
– Y anda que no te gustará luego fardar de ello ante tus colegas. Oye, voy a despedirme de mi amiga y me largo. Si vienes te acerco a donde quieras.
– No, mejor la espero, igual le da reparo quedarse aquí sola.
¿A Zafrilla? Éste lo que quiere es hacerse el superhéroe delante de la niña, si lo sabré yo. Pues nada, por mí que no se diga.
– Como quieras -y llega al vestidor riéndose para sus adentros. No sabe dónde se va a meter, se lo va a comer crudo. Claro, la ven con esa carita de niña modosa y luego vienen los llantos y el corazón roto en un suspiro y si no me amas me suicido-. Oye, me largo -dice asomando la cabeza para divisar a la frágil muñeca empolvando un espejo de cuerpo entero.
– Espérame y nos vamos a tomar un café. Quería preguntarte una cosa.
– La verdad es que me gustaría irme cuanto antes, tengo que pasar por comisaría a dejar las pruebas y a este paso voy a llegar a las mil.
– Jo, cómo eres, para un día que quiero hablar contigo…
– Estoy agotada y voy de curro hasta arriba. ¿Lo dejamos para mañana?
– Bueno, pero luego ya será tarde.
– ¿Para qué? -y descubre en sus mejillas un rubor que no es fruto del esfuerzo y que ya conoce, un brillo en los ojos que ha visto antes y que siempre, siempre, acaba trayendo problemas-. ¿Qué estás tramando?
– ¡Nada! -responde a la defensiva-, sólo quería saber qué tal te va ahora con tus compañeros, con los nuevos, ya sabes.
– Acabáramos. Tú lo que quieres es sonsacarme sobre Javier el Bebé -y su expresión se lo confirma: esos labios jugosos entreabiertos, esa lengua que se relame como haría mi gata, esas pestañas temblorosas como alas de mariposa… Mecagoenlaleche, se ha colgado otra vez-. A ver, ¿no te dije que te olvidaras?
– Pero si yo no…, si yo sólo… si yo lo único que quería era hablar.
– ¿Sí? Pues mira, ahí fuera tienes al secretario. Parece un tío estupendo y seguro que tiene muchísimas ganas de conversación. Y no me pongas esa cara, si no te apetece le dices que no y te marchas sola, pero conmigo no cuentes.
Y sale del vestidor francamente enfadada porque manda leches la niña, siempre se tiene que encaprichar del más imbécil, siempre, y luego Lola y yo a soportar las falsas lágrimas y las promesas de no mirara ningún varón más.
– ¿No se va tu compañera? -le pregunta el secretario nada más verla.
– Todavía no, me ha dicho que la esperes. Por cierto, se llama Laura -y tras una pausa añade-, pero le encanta que la llamen Zafrilla.
Que se joda, se lo merece, no me da pena, piensa Clara mientras se mete en su coche al imaginársela intentando zafarse del pobre del juzgado que, empeñado en llamarla por su apellido, se le estará haciendo odioso. Que aprenda. Y tras colocar la caja llena de pruebas en el asiento del copiloto pone en marcha el coche, conecta la radio y se dispone a salir, por fin, hacia su casa, llegar y olvidarlo todo, un día tan largo, abandonarse en el sofá al paso del tiempo, que acabe lo que queda de hoy y ya veré qué hacer con mi vida y mis secretos. Como decía Escarlata, ya lo pensaré mañana, y mientras a descansar, a esperar a Ramón y ya veremos qué le digo o qué me callo, pero olvidarlo hoy al menos, estar relajados como si fuera un día cualquiera, un día normal en el que no ha pasado nada, en el que todo es tan trivial o cotidiano como siempre debería serlo.
Sin embargo al incorporarse al tráfico un impulso repentino le hace girar el volante en dirección contraria a la calle prevista porque mejor voy primero a comisaría y dejo esto, no vaya a ser que se pierda algo y luego me coma el marrón, sólo faltaba que ahora la cague con una tontería cualquiera, con las ganas que me tienen, con lo que le encantaría a París demostrar que estoy equivocada. Total, sólo son diez minutos: entrar, registrar las pruebas, salir corriendo y llegar a tiempo a casa, antes incluso de que lo haga él y la encuentre vacía y a ti qué más te da si tengo o no adónde ir a estas horas, simio retrasado, me tienes hasta los güevos. El que no tiene donde caerse muerto eres tú, mañana, tarde y noche en la puerta fichándome cada vez que paso, como si tuviera que darte cuentas de mi vida, y pasa y se dirige a su sitio sin reparar en si las demás mesas están ocupadas, y abandona con un golpe seco la caja y se deja caer sobre su silla desvencijada, casi rota a base de sentarse de golpe, y con el abrigo puesto apoya las manos en los mofletes, con la nube negra encima a punto de estallar en su azotea, y mira fijamente al teléfono resistiéndose a llamar a Ramón porque reconócelo, no tienes valor para volver, te come el pavor a abrir la puerta y encontrarlo tan tranquilo, ajeno a todo, y saber que tienes que contárselo tarde o temprano, que no puedes retrasarlo más, que los días pasan y el minutero galopa y ya no queda ni una semana para que me hagan la biopsia e imaginar qué pasará si me tienen que operar, cuándo se lo diré, ¿el día antes?, no, claro, y todo por evitar que se preocupe cuando lo que ocurrirá, como siempre, es que me mirará fijamente con esos ojos de perro herido y me preguntará ¿desde cuándo lo sabes?, y no podré mentirle. Mira, mi vida, es mañana y no te lo he dicho por no alarmarte, por no ver cómo te mortificabas, por evitarte la aprensión y el vacío y la espera y ahora ya no tendrá margen ni para la pena, sólo para enfadarse y recriminarme a gritos cómo has podido dormir a mi lado sin decirme nada, como si tal cosa, dejarme hablar de asuntos banales que no importan cuando eso te está consumiendo por dentro. Y cómo hacerle entender que estaba esperando el momento, un momento que nunca llega, para cogerle de la mano y mirarle de frente y decirle con calma lo que puede, lo que seguro va a pasar.
Pero siempre era mal momento. Siempre. Te veía reír contento, tranquilo, relajado, y pensaba para qué, por qué romper esta felicidad ahora, por qué incluir la desazón en nuestra memoria, por qué acabar con las dos, las tres semanas buenas que nos quedaban. Para qué hablar. Nunca llegaba la ocasión. A veces estabas sereno y otras enojado, algunas serio o preocupado por cualquier asunto del despacho y yo pensaba se lo digo ahora, total, ya está cabreado, y luego no me atrevía y los días pasaban, y cada vez era peor, y yo sabía que se avecinaba inexorablemente la hora y a veces no podía ni respirar. Dormía y oía tus latidos y no conseguía conciliar el sueño y me daba más miedo tu reacción que lo que pudiera pasarme a mí, y el pánico a perderte era más fuerte que el tener que ir sola al médico. Aunque por qué tener que pasar por esto sin nadie, me digo, por qué tener que vivirlo así si la pareja, el novio, el marido están para eso, para apoyarte en este horror que sé que vendrá si todo puede ser como ya fue con mi madre. Para qué está él, a ver. Para sufrir conmigo, me vuelvo a decir. Y a pesar de ello me callo, cómo va a entenderme, pienso, si no se da cuenta siquiera de su genio y cómo duelen sus palabras surgidas de la ira, cómo calan, cómo queman cuando lo que de verdad me quema es no querer aceptar que le temo más a él que al hospital, a lo que pueda echarme en cara antes de poder explicarle que primero era porque no había nada seguro, luego por no preocuparle innecesariamente y al final ya se me había hecho tarde, había dejado pasar demasiado.
Y sí, me asusta discutir y gritar, no quiero tener que defenderme o plantarle cara, ponerle en su sitio, decirle cuatro frescas, que es injusto o egocéntrico, que se cree que todo lo hago por perjudicarle, explicarle que a veces las cosas de mi vida no tienen nada que ver con la suya, que son problemas de antes de conocerle, una herencia, un mundo que no entiende, que no tiene explicación racional porque yo no lo soy, porque no todo en mi pasado está tan claro como el suyo, porque yo no tengo un cura cabrón en el recuerdo a quien echarle la culpa y sí un teléfono delante que me amilana aunque sólo se trate de marcar, y no va a dejar de quererme por esto, no va a dejarme tirada por estar enferma o por ser cobarde si a pesar de todo no puedo evitar ser así.
Y temblorosa marca su número y espera una señal, dos, tres, cuatro y salta el contestador y oye su propia voz, y la de él, la de los dos a dúo pidiendo que dejes un mensaje, por favor, ahora no podemos atenderte. Siente alivio. No dice nada.
– ¿A quién llamas? -inquiere Santi a su espalda.
– A casa -responde sobresaltada-. Para avisar de que he venido a dejar las pruebas, pero Ramón aún no ha llegado. ¿Estás solo? -cambia de tema.
– No, León anda por ahí, y me parece que también Fernando -y sentándose en el borde de su mesa la mira con curiosidad-. Que estén ellos aquí es normal, son dos perros verdes que no tienen a nadie esperándolos con la cena caliente. Pero tú no sé qué estás haciendo sentada en tu mesa sin irte a casa. Por cierto, ¿qué te ha dicho el médico?
– Qué pesadito con el médico. Eran pruebas rutinarias, la misma revisión de todos los años. Por lo que deberías preguntarme es por los casos.
– Ya me lo contarás mañana, o si no Carlos. Ahora vete ya.
Es como una madre obstinada, una abuela que no tiene más que hacer que mirar por la ventana, como un viejo cabezón empeñado en establecer el correcto orden de las cosas, y sé que no cejará en su empeño hasta conseguir que me vaya, porque allí cree que es donde debo estar. Y con cansancio, con hastío, se diría que incluso con asco, le revela casi con rencor.
– No me apetece estar sola en casa.
– Vale -se incorpora con agilidad presto a huir de la confesión personal-, te dejo, no te molesto más.
A ver si es cierto, coño, que ya está bien de tanto interrogatorio y tanta tontería, que me tiene harta, que a ninguno de los tíos les viene con el cuento de cómo es que te quedas a estas horas, qué va a decir tu mujercita y tus hijas. Y coge otra vez el teléfono y marca un nuevo número, el móvil de Ramón.
Fuera de cobertura.
Con razón decía yo que estos aparatos son una mierda. Y en un arranque de genio casi le da por lanzarlo contra la pared de enfrente pero no, hay que calmarse, el trasto no tiene la culpa de nada, ni siquiera Ramón en su ausencia. Qué sabrá si le necesito en este preciso instante o no, cómo lo va a intuir si lo tengo abandonado, desatendido, olvidado, si es él quien me recibe cuando llego, y escucha mis problemas y me abraza si tengo frío, si ya lo dice su madre, que cualquier día lo engancha una jovencita de la alta sociedad. Y cómo no va a llegar a casa cuando le dé la real gana si sabe que siempre lo hace antes que yo. Qué somos. ¿Somos aún una pareja? Ya no nos esperamos al salir del trabajo como hacíamos antes, ya no nos encontramos en las cafeterías como si fuéramos amantes furtivos y desocupados, ya no damos esos largos paseos por los bulevares alfombrados de hojas. ¿Cuánto hace que no vamos a un parque? ¿Cuánto que no nos perdemos viendo exposiciones una tarde tras otra?
Y se queda muy quieta sintiendo cómo todo se le desmorona dentro, observando la sala vacía, cigarros consumidos en los ceniceros y pantallas de ordenador encendidas, calendarios de pared con hembras de ubres descomunales y fotos enmarcadas de niños desdentados, y de golpe un timbrazo brusco casi le hace caer de la silla. Ramón, piensa, y lo agarra con ansia:
– Dile al inepto de tu jefe que no cierre el caso.
– Esto es empezar arrollando, Lola. ¿A cuál de los dos casos te refieres?
– Por lo pronto al de tu amigo el Culebra. He encontrado una marca en su cuerpo. Antes de prepararlo para entregarlo al tanatorio se me ocurrió pasarlo por la luz mágica, como tú la llamas, porque me habías pedido que anduviera con tiento. Encontré unos restos en la sien, tomé una muestra y la envié a analizar. Resultado: sudor, hierro y pólvora; los rastros de una pistola en contacto con la piel. A tu amigo lo encañonaron antes de darle o darse el paseíllo. Es de imaginar que coaccionado.
– ¿De cuándo es esa marca?, ¿inmediatamente anterior a su muerte? ¿Y si los hechos…?
– Qué hechos, Clara. No sabemos nada de los hechos y no puedes suponerlos basándote en lo que acabo de decirte. Sé adónde quieres llegar, pero esto que te cuento es sólo para ti, para los demás no tiene por qué significar nada. Tú puedes pensar que obligaron al yonqui a chutarse a punta de pistola, claro que, por poder, París también puede teorizar con que el tipo pensó en suicidarse con un arma de fuego y luego, sin valor y desesperado, acabó por meterse jaco de gran pureza que le mandó definitivamente al otro barrio. No estás en condiciones de sacar ninguna conclusión, aún faltan sus análisis de toxicología. Y además, ¿qué haces ahí?, ¿no tendrías que estar en casa?
– Sí, bueno, tenía unas cosillas que hacer aquí y…
– ¿Ves? Es lo que te estoy diciendo, estás obsesionada con este caso y, por si no te acuerdas, más allá de esta historia tienes una vida. Márchate de una vez, ya hablaremos mañana.
Qué bien, todo el mundo parece tener clarísimo qué es lo que me conviene: irme de una puta vez a mi hogar dulce hogar. Qué sabrán.
– Oye, ¿tú qué haces por aquí? ¿Por qué no estás en casa?
Lo dicho, como el que oye llover. Esta vez es París, que posa el culo sobre su escritorio y me mira con mala cara. Estoy por mandarle a hacer gárgaras.
– Acabo de realizar el registro domiciliario -explica con indisimulada lasitud-, he traído las pruebas, ahora iba a hacer una llamada y después me voy, ¿satisfecho? Por cierto -pregunta como si acabara de surgirle una duda tonta-, ¿cómo nos enteramos de la muerte de la prostituta? ¿Quién llamó para avisarnos?
– Ni idea. ¿Eso tiene importancia?
– Quizás, es para cuando tengamos que hacer el informe -responde fingiéndose indiferente-. No vaya a ser que luego nos digan que faltan datos.
– Supongo que habrá sido algún vecino, pero tienes razón, hay que enterarse. Ahora mismo pregunto en centralita y luego me voy volando, es que he quedado con Reme y… ¿Tú tienes para mucho? -y hasta pone gesto de preocupación-. La verdad, Clara, no saltes, pero deberías irte a casa. Si a tu marido no le importa es cosa suya, pero por tu bien yo creo que…
Pero bueno, qué coño dice éste, qué película se habrá montado en su mente de cotilla. Lo mando a la mierda ya, qué se habrá creído. Y justo cuando va a decirle cuatro cosas, una voz les interrumpe desde la puerta.
– Perdón, ¿qué es lo que no me importa?
Los dos se giran y allí está, impecable con su traje gris, la corbata azul eléctrico de Hermès, sus gafas de montura metálica, sus rizos negros y esa voz que pone, seria y amable a la vez, que consigue que en los juicios todas las cabezas se vuelvan hacia él. Y el corazón me da un vuelco, como cuando lo veía aparecer por la biblioteca de la facultad y se dirigía hacia mi sitio, y casi sin respirar sólo puedo volver a pensar lo mismo: se ha acordado de mí, le importo, me quiere, me necesita.
Ha venido a buscarme.