40514.fb2 Y punto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

Y punto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

X

– Hola, soy Ramón -dice sencillo, escueto, y no le hace falta añadir nada más. Así de simple, como si fuera una estrella de rock tan deslumbrante que con su solo nombre bastara: «Hola, soy Bono». Dios, cómo envidio su aplomo. Debe de ser el nacer rico, eso va con uno, en los genes, en la leche materna tal vez. Y el silencio, ese silencio que consigue siempre, cuando interviene en un tribunal, cuando lo presentan en una fiesta y extiende su mano y luce su sonrisa, cuando la cajera del súper no le devuelve el céntimo restante de sus 9'99 y él le responde amable que, en fin, no hay ningún problema con usted en concreto, señorita, entiéndalo, pero ese dinero es mío y no tengo por qué regalárselo a su empresa, ese mismo silencio que se apodera también ahora de París, que lo mira expectante, incluso diría que acobardado. A qué negarlo: pocas veces he disfrutado tanto.

– Yo soy Carlos -responde tras un dilatado intervalo, como resignado a tener que presentarse. Ambos se estrechan las manos y se demoran calibrándose, mirándose a los ojos. París es más alto pero Ramón tiene más apostura, que es lo que cuenta al fin y al cabo. El saludo se dilata tal vez un segundo o dos, lo suficiente como para evidenciar que los dos saben quién es el otro, ese del que han oído hablar tanto, alguien que ha formado parte de mi vida. Sólo que yo ya ni disfruto. Es más, no puedo evitar sentirme lejos, muy lejos, ajena a este mundo de machos, un mundo en el que se pirran por los combates dialécticos y hasta a puñetazos y en el que ahora, a falta de espacio para el caballo, la lanza y la armadura, prefieren lanzarse puyas en las distancias cortas conmigo, objeto de sus disputas, como testigo. Pero me aburro, y no acepto ser su excusa.

– He oído hablar de ti -se anticipa Ramón sin asomo de culpabilidad, como si fuera un niño que le confesase a mamá que sí, fue él quien se comió el pastel, pero estaba tan bueno que ni se arrepiente ni, ante otro, podría volver a evitarlo.

– Yo también -se obliga a admitir París sin demasiada deportividad.

– Mal, supongo -continúa Ramón con ese cinismo que siempre le funciona.

– Por supuesto. Y puedo decir que estás a la altura de lo que me había imaginado. Lo único que me ha decepcionado es que vengas sin el monóculo -replica el otro insólitamente agudo.

– Vaya, siempre que vengo aquí todos me comentan lo mismo -y con su risa da a entender que se la sopla lo que digan de él.

– Sí, bueno, esta gente es un poco chismosa -reconoce-. En todo caso ha sido un placer conocerte -y le estrecha de nuevo la mano antes de irse. Cuando está a punto de desaparecer se vuelve hacia mí, niña mudita que todo lo oye, y aclara-: Pregunto por lo tuyo y me voy.

Pero a mí me da igual, porque no le hago caso ni le oigo ni presto atención. Soy ajena a su despedida, ajena a su relación de hombres que se calibran, ajena a este lugar, ajena a todo.

Me pasa ocasionalmente, es como si estuviera lejos del mundo, como si no fuera yo, me siento desvinculada, miro a quienes me rodean y, por muy cercanos que sean, no los reconozco como propios. Cierto, por momentos me vuelco demasiado en el trabajo, en muertos que no conozco o en vidas apenas entrevistas sólo por no centrarme en la mía y asombrarme de su vacío. ¿Quiénes son?, me digo ahora, ¿con ellos he compartido prácticamente todos mis años adultos?, ¿realmente les conozco de algo? ¿Realmente me conocen?

No es la primera vez que me ocurre, poseo en exclusiva el rasgo de no soportar en un momento dado a los hombres con los que estoy. Es normal si lo analizo: ellos son quienes establecen por imitación cómo debo vivir, guían mis pasos y marcan mi pulso, las normas de mi rutina. Les doy el papel de maestros, de tutores, y ya se sabe, a menos que una sea masoca o sufra el síndrome de Estocolmo, que siempre se acaba odiando a quien te dice cómo diseñar tu vida.

Algunos se me hacen insoportables incluso desde el principio, como Carlos. Sí, a qué negarlo, siempre me cayó mal. Por momentos no lo soportaba y ahora, sin la excusa del amor, a duras penas puedo mantenerme serena en su presencia, evitar soltar alguna ironía, reprimir mi innata crueldad asesina. A Ramón sí lo trago. Me gusta, me hace reír, me resulta tolerable la mayor parte del tiempo y sólo de vez en cuando le daría un buen par de sopapos a esos aires de señorito con clase que se gasta, a ese querer enseñarme normas de conducta, a ese concepto de la educación que incluye una enorme cantidad de señales de deferencia y respeto para él y los suyos pero que excusa su carencia de cortesía hacia los demás. Quién es él para catalogar su pueril, sencilla, sincera hospitalidad, para juzgar la valía de un regalo hecho desde el afecto, para calibrar el aprecio según el mejor o peor vino que te sirvan en una cena. Pero luego está ese sacar la cara por mí, ese defenderme siempre, la fuerza con que me abraza y las ganas con que me protege y que me hacen perdonarle y, tonta de mí, idiota perdida, quererle.

Y sin embargo ahora mismo, en este preciso instante, no trago a ninguno de los dos. Por qué tenemos que salir de la familia, pienso, por qué crecer y dejar a los nuestros para formar familias nuevas con desconocidos. Qué son ellos para mí, me digo mientras los miro. Son hombres, tienen más cosas en común entre sí que conmigo. Sí, bueno, vale, está el tema de la rivalidad por la hembra y todo ese rollo antropológico, pero entre machos se establece una camaradería que va mucho más allá de la racionalidad. Si dos amigos se pelean por una mujer hay más probabilidades de que acabe venciendo la amistad. A lo mejor es por eso, como mecanismo de defensa, que nosotras seamos tan indiferentes. Es normal nuestro desprecio dado que instintivamente intuimos que, si tuvieran que elegir entre nuestra vida y la de cualquier compañero con el que jueguen al fútbol o al mus los domingos, acabaríamos yéndonos a tomar por saco.

La mujer muerta, en cambio, era mucho más lista y libre que yo. Por eso no dependía de ningún hombre. Tenía motivos sobrados, un «íntimo conocimiento», para evitarlo. Seguro que aceptaba como dogmas de fe las revelaciones que sólo yo he llegado a atisbar en condiciones extremas -el encuentro, por ejemplo, entre los dos hombres más importantes de mi vida-: que para los caballeros el corporativismo está por encima del amor. Por tanto, para qué atarse si jamás la contemplarán como opción preferente. Para eso mejor no depender jamás de varón alguno. Como una Lilith moderna que admiro y envidio.

Sólo que estaba sola. Y murió sola también. No había nadie junto a ella, nadie que la defendiera. Pero ¿me defienden ellos de algo? Si la soledad me come, si no me entienden, si me callo todo, si no soy nadie en su mundo ni en su círculo. Simplemente ocupo un hueco a su lado en la cama. ¿Se darían cuenta si faltara? ¿Cuánto tardarían en dejar de añorarme? ¿Qué he supuesto para ellos, qué les he aportado? Vale, les hago reír a veces. Y qué, también ella haría reír a sus clientes y no sé si alguno la echará de menos.

Pero entonces regresa París, asoma la cabeza y dice antes de volver a desaparecer, con su sonrisa de circunstancias aún colgada en el aire sin acabar de borrarse, como la del gato de Cheshire.

– Clara, ya me he enterado: un cliente de la prostituta se extrañó al ver que no le abría la puerta, se alarmó y avisó al número de emergencias. Era un habitual que siempre la visitaba el mismo día de la semana a la misma hora. Según declaró, llevaba años sin fallarle. Como es típico en estos casos, al identificarse dio un nombre falso y usó el teléfono público del bar que hay frente al apartamento. Para dar con él deberíamos interrogar a los camareros y a todos los clientes que estuvieron allí a esa hora, y ni por ésas.

– Al menos podríamos intentarlo, aunque la cosa pinta difícil.

– Veremos qué se puede hacer mañana. Adiós, Ramón, ha sido un placer -se despide atropelladamente desde lejos, fuera ya, con Reme que Je estará esperando inquieta y cuánto has tardado, chiqui. Mi trabajo, que me absorbe, responderá haciéndose el tío duro, esta ciudad no duerme tranquila sin mí, prince, y usará todas esas frases manidas que le harán parecer un superhéroe a sus ojos aún adolescentes, y qué nostalgia de cuando yo creía en ellos, en los héroes, y en que podría encontrar alguno si me daba prisa, uno que no estuviera pillado y que no me fallara, alguien en quien apoyarme y que supiera darme lo que necesito en la dosis justa, sin quedarse corto ni pasarse. Pero está visto que los superhéroes no existen. Sólo hombres de verdad, con sus grietas y sus defectos y ese no saber leernos los pensamientos.

– ¿Qué? -me dice mi Hombre Fantástico particular, despistado él con sus gafas y sus rizos y su traje y su corbata azul como un Clark Kent cualquiera. Y yo, que sé a estas alturas que no hay ninguna ese galáctica debajo de la camisa, le digo que nada, que ya nos vamos, y pienso en el cliente habitual de la mujer muerta, y en si acudía a ella todos los miércoles por la tarde buscando sentirse algún superhéroe en concreto. El Mago de las Manos de Oro, sin ir más lejos, con superfibras táctiles en la yema de sus dedos capaces de hacer enloquecer de placer a cualquier fémina que se precie; o Falomán, dotado de un arma masculina de fuerza tal que no hay hembra que se le resista; o Mister Simbiosis, capaz de penetrar en la mente de las mujeres, hallar en lo más hondo del subconsciente sus recónditos deseos y satisfacerlos con gracia excelente.

O no. Tal vez sólo buscaba sexo y punto. Nada de fantasías ni amores épicos, sólo la certeza de lo conocido, la confianza de lo acostumbrado, la seguridad de lo usado, la falta de expectativas y anhelos de lo trillado, esa paz que da la familiaridad y el saberse a salvo de ficciones tras las cuales encandilar a una mujer a la que querer con nervios y los miedos del deber y el tener que dejar el pabellón bien alto. Hola Paco, o Pepe, qué tal. Cómo va tu esposa de su depresión, y los niños, ¿te han aprobado las matemáticas este trimestre? La tarifa de siempre, Paco, o Pepe, ha sido un placer. Hasta el miércoles. Un desahogo tranquilo, un polvo habitual quizá.

Tan habitual como para guardarlo en la memoria del teléfono, tan conocido como para ponerle un nombre en clave que lo defina.

Quién será el cliente de los miércoles tarde en el santoral de puteros. El «Banquero», el «Gobernador», alguno de los «Alcaldes»… El «Subsecretario Trepa» no, ni el «Letrado Insaciable» ni el «Viajante de Calzado Rijoso». Ninguno de ellos sería tan compasivo como para, preocupados por una puta que no responde, arriesgar su pellejo llamando a la Policía. No, eso sería más propio del «Divino Sacerdote». Pero qué digo, para nada, ése será el peor, ése y el «Futbolista Merengue», demasiado asustado como para jugarse la imagen ante la afición y un matrimonio en gananciales por un desliz de faldas. Por eso Clara busca en su libreta la lista de nombres que copió del teléfono de la finada y marca con cruces los clientes a medida que los va eliminando de su pensamiento. Ramón, al verla, comprende que la cosa va para largo y saca un periódico de su maletín y se sienta en el sitio de Nacho, ahora de París, dispuesto a ponerse cómodo mientras ella, como una alumna diligente, como una meticulosa portera de discoteca, como una investigadora de serie de televisión, repasa una y otra vez su lista aceptando o denegando la entrada a su club de sospechosos.

El «Universitario Ambicioso» es joven, y los jóvenes, por muy ambiciosos que sean, tienen algo de compasión. Sí, puede que sea él quien llamó. Vaya, olvidé preguntarle a París por la voz del cliente misterioso, ahora no sé si era viejo o gangoso o con acento peculiar. Da igual, supongo que en centralita no se fijaron y, por otra parte, los asiduos más devotos de Olvido no serán jóvenes, seguro, porque ninguno, por muy niño rico de papá que sea, tendrá una paga capaz de soportar una visita semanal a una profesional de alto standing durante tres años. Claro que un universitario puede ser también alguien que trabaje en la facultad, un profesor, un catedrático… Por qué no. Y lo acota con un interrogante antes de pasar al siguiente. «Editor de Bestsellers». No sé, un editor debe de ser un tipo sensible, alguien preocupado por la Literatura con mayúscula, de una ética intachable… pudiera ser éste. Pero claro, si saca al mercado novelas de consumo rápido seguro que es un tiburón interesado sólo por la pasta al que lo mismo le da vender libros que compresas, todo con tal de obtener una mayor paga de beneficios que produzca las suficientes ganancias como para contentar al propietario de la editorial, que amenazará con decapitarle año tras año si no incrementa los dividendos. ¿A ver si va a ser el antiguo compañero de Ramón, cómo se llamaba? Creo que Jacinto Júpiter de Todos los Santos o algo así. Por el nombre tan hortera seguro que le pega… No, definitivamente no me parece que éste valga, pero por si las moscas y por curiosidad malsana pone otro signo de interrogación y, cuando tras ardua reflexión acaba con la lista, se encuentra con una gran mayoría de cruces, dos interrogantes y sólo cuatro signos positivos: «Músico Loco», «Enfermo de Amor», «Sencillo Hombre de Campo» y «Viejo Enamorado» no pueden fallarme, alguno ha de ser, son los nombres más dulces y poéticos de todos con cuantos ha bautizado a sus clientes, lo que denota una cierta ternura, afecto tal vez, cercanía. Alguno de éstos es mi hombre.

Pero qué más dará, si el paso siguiente ahora sería telefonearles y qué les voy a decir: buenas, llamo de comisaría, ¿usted acudía todos los miércoles al apartamento de una prostituta llamada Olvido? ¿Sí? Pues ha muerto por ahorcamiento. Colgada de una viga. Y ahora respóndame, ¿dónde estaba aquel día?, ¿qué es lo que más le gustaba de todo lo que le hacía?

No, definitivamente no es un buen plan, y aunque sé que más pronto que tarde tendré que llamarles a todos, es inevitable retardar ese momento, dejarlo para luego, buscar excusas, arrepentirse antes de asediar a personas cuya única culpa fue requerir sus servicios. Pagar por follar no merece su purga.

Aunque cuidado con empezar a dar cosas por sentadas, porque en la lista no sólo hay seudónimos masculinos. Y vuelve a repasar sus notas y, cierto, da con una, sólo una acotación inequívocamente femenina: «Madrina».

¿A quién se referirá?, elucubra, ¿a su guía?, ¿su mentora? Creía que Olvido trabajaba sola, pero esto también habría que comprobarlo, y tantas y tantas otras cosas que, la verdad, no por dónde empezar, y menos con Ramón aquí. Y levanta la vista de su mesa y ahí está, acomodado en la silla de plástico y poliéster como en el más confortable de los asientos de cuero de su bufete, abstraído en la sección de Internacional, leyendo sobre alguna guerra olvidada y matanzas de civiles y niños con armas, farfullando blasfemias por lo bajo pero sin arrugarse la camisa ni fruncir el morro como cualquier otro haría, elegante siempre, por encima de todo mal como si no fuera mortal.

Se da cuenta de la mirada de Clara posada en él, y sus ojos se iluminan.

– Gracias -dice ella, y como no parece comprender a qué se refiere, aclara-. Por venir a buscarme. Siento hacerte esperar, pero este caso es tan importante que…

– No te preocupes. Mira -propone con la mejor de sus sonrisas, esa que hace que, pese a todos mis miedos y sus bordeces y mis silencios y sus inconveniencias, le adore-, tú tarda todo lo que quieras, yo voy a por unos documentos que dejé en el coche y así también hago algo útil.

– Sólo tengo que comprobar unas cosas y hacer unas llamadas…

– Lo que sea, no te preocupes -y la aplaca tranquilizador, se levanta y sale dispuesto a continuar haciéndose querer lo que queda del día y, por derivación, seguir haciéndome sentir cada vez más culpable.

Nada más irse Ramón oye pasos que regresan, debe de haber olvidado algo, y se prepara para esgrimir su más ferviente expresión de arrobamiento, por qué no, yo también puedo recibirle como si fuera el sol que alumbra mi vida.

Pero no es Ramón. Es Santi, que asoma la barba y pregunta:

– ¿Estás sola? Qué raro, me habían dicho que tenías visita.

– Joder, vaya nido de marujas…

– El aburrimiento, nena, que es muy malo.

– Y París, que habrá corrido como loca a contarte que Ramón ha venido a buscarme. Justo ahora acaba de salir.

– Qué lástima, quería saludarle.

– Espérale, no tardará nada.

– No, me voy, a ver si por una vez llego a casa a tiempo de cenar con mis hijas. Dile a tu marido de mi parte…

– Qué -inquiere el propio Ramón a su espalda.

– ¡Coño, qué susto me has dado! Le decía a Clara que para un día que vienes me jodía irme sin saludarte. A ver si nos tomamos una caña o nos echamos un billar, como antes. ¿Aún tienes aquella mesa antigua de tu abuelo?

– Las mesas de los señoritos aguantan lo que les echen. Ando algo liado con un juicio, pero para darte una paliza siempre saco tiempo.

– Los picapleitos como tú nunca tenéis ni un rato, vaya hijos de puta.

– Y los polis como tú sois todos unos corruptos con mal perder.

– Eso díselo a tu mujer, yo me voy. Y a ver si te prodigas más, canalla -y le palmea la espalda amistoso, demasiado efusivo quizás, antes de desaparecer guiñándoles un ojo-. Pero no trabajéis mucho, que los muertos no van a resucitar mañana.

Ramón, con su maletín en la mano y repentinamente serio, se sienta en la silla que no hace mucho abandonó.

– Llevaba tiempo sin ver a Santi. Lo veo muy estropeado. ¿Qué tal le va?

– Liado, como siempre. Ni Bores ni Carahuevo hacen nada, y encargarse de todo acaba pasando factura, porque a fin de cuentas Santi es quien organiza esto, el que se encarga de buscar soluciones. Carahuevo como comisario sólo se preocupa por el ascenso social y alternar con politicuchos de tres al cuarto, pero mandar, lo que se dice mandar, no manda un carajo. Y Bores como inspector jefe vive comido por el miedo a quedar con el culo al aire, acorralado entre su superior y sus subordinados, sin iniciativa, poniendo paños calientes, mediando entre conflictos y, si no hay suficientes detenciones, dedicándose a apretar las clavijas de los agentes, que se mosquean y amenazan con plantarse y consiguen que vaya a hablar con el comisario y vuelta a empezar. Así que en este caos de gente descontenta y mandos acogotados superados por la situación, con un comisario al que le da todo igual mientras todo siga igual, sólo queda Santi que patea las calles, conoce a los confidentes y goza de la confianza ciega de sus hombres porque sabe que son ellos los que se comen guardias, cachean a las putas y registran a los mangantes.

– Pero Santi no es tonto -alega Ramón poniendo el contrapunto realista a mi mundo de cuento de hadas y ciegas admiraciones-, es perfectamente consciente de que es el más necesario en el engranaje de esta comisaría. Y eso significa poder.

– Cierto -admito-, pero es un tío normal que no deja que se le suba a la cabeza. A su edad no va a empezar a cambiar.

– Que mantenga sus vaqueros raídos no quiere decir que no se haya dado cuenta de que el que manda aquí es él -me rebate.

– Y lo sabe. Y le pesa, y le vuelve viejo antes de tiempo -respondo, con un tono levemente mordaz porque no me gusta que ataquen a mis amigos, que los pongan en duda, que se minimice su sacrificio y, por qué no, porque también me da un poco de pena que, dándolo todo, se le juzgue con tanta dureza.

– En fin, ya sabrá protegerse. Dile de mi parte que se cuide.

Ella va a responder, a decirle que sí, que seguro que lo hará, pero de pronto acaba de ver a su jefe, su amigo, su mentor, de un modo completamente diferente, y algo la hace callar. Es la duda que se ha instalado silenciosa, subrepticia, en su cabeza. Santi ya no es el de siempre, ha cambiado, y cuando me llamaron al despacho de Carahuevo allí que estaba, sin abrir la boca, sin que se le moviera un pelo. Es lógico, es mi superior, se dice a sí misma como en un debate interno de esos de dibujos animados, con un angelito Clara sobre un hombro vestido de blanco y en el otro un diablillo Clara enfundado en rojo sembrando cizaña. Pero se calló, recuerda esta última, se calló como una puta, dejó que te interrogaran y humillaran ¿o ya no te acuerdas? Piensa en lo amiguito que se ha hecho de París. Ya no es de los vuestros, está del lado de los que mandan, de los que llevan las de ganar… No, niega el angelito, Santi es el de siempre, se preocupa por ti, te cuida, es como tu padrino. Vale, sí, bonita, lo que tú digas, piensa lo que te dé la gana, concluye tajante el diablillo.

Cuando está a punto de recriminarle a Ramón esa desagradable manía suya de ponerlo todo en duda, de alterar sus juicios de valor con dos simples preguntas, de hacerla desconfiar, un sonido estridente, casi insultante, la sobresalta. Es el póker que atrona.

– Subinspectora Deza -brama el de la garita, Clara reconoce su deje zumbón-. Hay alguien aquí afuera que quiere verla. Es un chino. Dice que tiene algo que darle, pero que salga usted, que él no piensa entrar. Y no tarde, que se me está poniendo nervioso.

– ¿Un chino?, ¿en la puerta de la comisaría? No puede ser.

– Le he llamado yo -explica Ramón. Y sale disparado.

No tarda más de un minuto en volver algo sofocado con una bolsa y aire agitado de conspirador en la mirada. Cruza la sala en tres zancadas y se instala en una mesa frente a ella, la despeja de papeles apartando fichas policiales y fotos de sospechosos con cara de pocos amigos y se pone a sacar recipientes y más recipientes grasientos de comida cantonesa a domicilio.

– La cena -anuncia-. Venga, ayúdame, no quiero que se enfríe. Con lo que me ha costado organizaría…

– ¿Y eso? -Clara sonríe mientras Ramón abre los tupperwares y olisquea su contenido arrugando la nariz con gesto de tibia aprobación.

– Entre el chino que no quería pasar a entregarla y el gordo de la puerta descojonado y yo insistiéndole con que esperara a que sacase el dinero y el repartidor que no y que no, que no podía esperar más, que se piraba… Al final no me dio tiempo a pagarle, lo dejó todo en el suelo del aparcamiento y salió corriendo como un poseso. A estos inmigrantes no hay quien los entienda.

Clara ríe, se sienta junto a él y comienza a comer picoteando de todos los recipientes y bebiendo a morro la lata de refresco, hasta que al final le explica.

– Sólo a ti se te ocurre llamar a un chino. ¿No sabes que no acuden jamás a la Policía? No tienen papeles y se rigen por su propia ley. Si un chino mata a otro fuera de su país no lo denuncian, ni tampoco si les roban, ni si violan a sus hijas… Lo arreglan todo entre ellos a base de venganzas.

– Cuánto sabes -se admira, medio en serio medio en broma.

– Es mi trabajo, tonto.

– ¡La avezada investigadora frente al mundo de los bajos fondos! -ruge Ramón con voz impostada y la boca llena-. Con el único consuelo de su amor, primero desentrañó los secretos de las triadas chinas y ahora, en un nuevo caso, se enfrenta contra todos por resolver, como una pirada que sólo cree sus propias alucinaciones, la oscura muerte de una prostituta y un yonqui.

– Es la primera vez que te oigo tomarte mi trabajo a broma -ríe complacida-. Siempre creí que no te gustaba esta vida mía y que tarde o temprano acabarías pidiéndome que lo deje todo por ti -y tras una breve pausa pregunta-: Di, ¿me pedirías que lo dejara?

– Es horrible, y cuanto más sé más me lo parece. Pero sé que te gusta.

– Tú también -y lo mira con ternura, se arrima y lo besa con cuidado, lamiéndole suavemente ansiosa con la lengua la salsa agridulce que le resbala por la barbilla. Él suelta lo que tiene en las manos, palillos, una ración casi acabada de arroz tres delicias, lo que sea, qué más da, y la abraza.

– Me pone este sitio -susurra él-, ¿dónde guardáis las esposas?

– Tú has perdido el norte, chaval -murmura-. Y yo tengo una reputación de frígida que conservar. Bastante voy a tener que soportar mañana cuando el mamón de la puerta cante que has encargado comida a un chino.

Ramón pone las manos en el reposabrazos de Clara y hace una barrera con su cuerpo que le impide levantarse. Ella se ve obligada a dejarse cercar, aunque opone una frágil desobediencia.

– Me encanta que las mujeres se resistan -gruñe gamberro en su oído.

Pero el teléfono, censor irascible y amargado, vuelve a sonar insistente, y esta vez una Clara temerosa de los ojos de sus compañeros, de las manos de su marido, de las lenguas viperinas, del celo profesional para las intimidades de los demás, se apresura a zafarse del abrazo y cogerlo casi con alivio o alegría.

– ¿Qué haces ahí currando? ¿Aún no te has ido a casa?

– Eso podría preguntarte yo a ti… -y sujetando el auricular con el hombro, usa sus manos para alejar a Ramón, empeñado en mordisquearle el cuello.

– Mi vida es gris y vacía. La otra alternativa es ver cualquier programa de mierda o contemplar a mis peces, mojados e impasibles en su acuario. Qué quieres, en según qué circunstancias el trabajo es un oasis intelectual, y a veces quedarse hasta tarde ofrece sus recompensas. Tengo algo.

– Cuenta -y la mera anticipación de una pista, un rastro útil para su investigación hace que se tense. Ramón, a punto de lamerle un hombro que ha conseguido descubrir gracias al escote a barco de su jersey, percibe la tensión y, asumiendo que en ese preciso momento hay cosas que llaman más la atención de Clara, acepta su derrota y se aparta a la espera de otra oportunidad.

– Es sobre Olvido. He empezado con el cuerpo, pero sólo con el análisis superficial, aún no he sacado la sierra para abrirla en canal.

– Tú siempre tan delicada -ironiza mientras se sienta y busca su libreta.

– Se trata de los orificios -comienza a describir ignorándola-, he revisado boca, nariz, oídos y ano: limpios todos.

Sin embargo había algo dentro de la vagina, una masa extraña, blancuzca, que al principio no reconocí…

– No me tengas en ascuas, dime lo que sea -exige Clara nerviosa, y Ramón al oírla suelta una risilla, porque quien estaba en ascuas era él y ha tenido que joderse, y no precisamente en el sentido literal de la palabra.

– Palomitas de maíz.

– ¿Qué? ¿Más palomitas?

– Sí, dentro del coño. Bastantes. Ahora viene lo bueno: se las metieron a la fuerza y, según indican las excoriaciones del tejido vaginal, post mórtem.

– Ya lo decía yo. Nada era casual, todo fue premeditado, una puesta en escena, una puta obra barata de teatro.

– Si quieres verlo así -le concede-. Interpretar los datos es cosa tuya, yo sólo te los presento. Las palomitas se introdujeron en la vagina tras su muerte.

– Así que entre el fallecimiento y su hallazgo alguien manipuló el cuerpo, alguien empeñado en montar una pantomima de sexo duro, de juegos perversos, de suicidio orquestado. No estaba sola cuando murió.

– Ya sé lo que viene ahora, de ahí a deducir que la asesinaron sólo hay un paso. Pero puede ser que ella se matara solita durante un «accidente laboral» y que luego su cliente se pusiera a jugar con el cadáver cual muñeca hinchable particular. La necrofilia también es una perversión.

– No. Todo era un decorado. Demasiado irreal, demasiado prototípico. Su lencería exagerada, su pelo con palomitas enredadas, hasta el pañuelo rojo sobre la lámpara… Tenemos un asesino que se recreó en representar un suicidio. Sólo tengo que demostrarlo, establecer una secuencia de los hechos, hallar el móvil y relacionarlo con la muerte del Culebra.

– Casi nada…

– Ya, pero delante de mis narices hay dos montañas de pruebas y una lista interminable de teléfonos en clave, tú tienes dos fiambres en la nevera que están empezando a hablar y Zafrilla una colección de huellas que contrastar. Es como golpear una piñata, como romper la hucha del cerdito, como cascar un huevo: sin sacudir, sin sajar, sin agitar hasta que vomiten su secreto, no hay premio. Te dejo. Si descubres algo más me llamas, estaré aquí hasta tarde -cuelga y mira a Ramón-: Lo siento. No me moveré de aquí hasta revisar varias cosas. Pero tú vete a casa si quieres, no me importa. Yo no sé a qué hora regresaré.

– ¿Te acuerdas de mis primeros casos? Me quedaba en la biblioteca del despacho la noche anterior a las vistas y tú venías a traerme bocadillos y un termo. Decías que a esa hora se sentía todo el peso de la madrugada sobre uno y que con esa carga de la soledad me volvería loco y creería ser el único hombre despierto del mundo. No venías a las doce, ni a la una, ni a las siete. No. Ponías el despertador a las cuatro, te levantabas en mitad de la noche y usabas la excusa del tentempié para que no me sintiera solo. Por eso hoy me voy a quedar contigo el tiempo que haga falta -y antes de que pueda responder, arenga-: Y ahora a trabajar, ¡ni se te ocurra volver a mirarme!

Y se enfrasca inmediatamente en la lectura de a saber qué peritaje o sentencia mientras yo, perdida pero decidida, desorientada pero convencida, insegura pero apasionada, me planteo por dónde empezar a escalar mis montañas. Lo observo, frente a mí, con el pelo revuelto y la corbata aflojada y los pies sobre la mesa y un cuenco de tallarines aceitosos junto a sus papelotes con timbre oficial y por un momento envidio esa matemática siniestra de los procedimientos judiciales, ese protocolo que te dicta qué hacer en cada momento, esa palabrería vacua, esa parafernalia que te permite esconderte tras ella si no sabes qué decir, cuando no tienes ni puta idea de cómo continuar. Ramón, avisado del peso de mis ojos, desvía la vista del legajo y al verme muda, inmóvil, circunspecta, malinterpreta mi indecisión y la toma por una muestra de agradecimiento arrobado que, francamente, ocupada mi mente en hechos como la investigación de dos asesinatos, ni me había planteado sentir. Me lanza un beso silencioso y de pronto ya sé qué tengo que hacer: enviar una circular a los agentes que entrevistaron a los vecinos de Olvido para que revisen sus declaraciones, necesito saber cuándo la vieron entrar o salir de su apartamento por última vez, sola o acompañada, y si alguno se fijó u oyó algo digno de mención; también tendré que redactar una petición que mañana enviaré al juez requiriendo un registro de las llamadas que realizó o recibió los últimos meses y hacer un esquema de sus clientes, a quienes más tarde telefonearé. Finalmente, como tarea inmediata, me decido a atacar su agenda, su tarjetero y los recibos requisados a fin de indagar acerca de sus familiares cercanos, propiedades, inversiones, declaraciones de Hacienda, testamento, incluso su confesor si es que lo tenía. Cualquier cosa que pueda llevarme a la boca.

Frente a mí, a la espera, permanecen impasibles los mil papeles requisados sin más orden ni concierto que el que yo les impuse cuando los introduje en la caja. Dispuesta, casi ansiosa, me digo que tengo que organizarme y, no sé por qué, tal vez siguiendo un consejo de mi abuela, me decido a empezar de menor a mayor, despacio, no te aturulles, Clariña, que no hay prisa, me diría con su innata calma gallega y el acento dulce, mesurado, mientras con sus manos ajadas organizaba las mías dispuestas a clasificar botones o repartir la comida de los conejos o yo qué sé si sólo es un recuerdo peregrino asaltándome como siempre a traición, un sentimiento que apartar para concentrarme primero en lo más pequeño y ordenar las tarjetas de visita que incauté con las direcciones de floristerías de postín, boutiques de lujo y cuatro o cinco de gestorías y abogados. Por no dejar ningún cabo suelto, y porque es mi oficio, las releo con cuidado y me guardo para mí los datos de las flores y la ropa cara porque, siendo sibarita de primera como es mi suegra, una nunca sabe dónde puede acabar comprándole un regalo de cumpleaños a la buena señora, si es que tiene de todo, joder, y todo le parece poco porque claro, con esas marcas que se gasta comprarle una barra de labios sale por un ojo de la cara, pero en fin, dejémoslo, lo que importa es que me fije bien y aseguraría, casi me atrevería a jurar, que la tarjeta de este abogado la he visto no hace mucho, pero dónde. Ya sé, en la chabola del Culebra. Qué raro. O no. Esto de raro no tiene nada…

Extrañada, entre asombrada y escéptica, rebusca en el montón de pruebas del Culebra y no ceja hasta dar con la correspondiente bolsita que guarda las tarjetas que antes tomó por publicidad de picapleitos de medio pelo. Y así es, todas destacan por su mala calidad menos una, sólo una, que resplandece como una margarita delicada, inmaculada y verjurada con letras negras entre el fango. Frente a las demás, de cartulina barata, de papel para impresora con los extremos troquelados como sellos, ésta luce su corte impecable con guillotina y caracteres tumbados, enrevesados, como de invitación de boda real, si hasta para las tipografías son palaciegos estos cabrones, con sus bodoques elegantes y pomposos: «Roberto Butragueño Sánchez. Abogado». Y es que cuando uno es bueno en lo suyo no se necesita nada más, para qué poner «Experto en casos difíciles», «70% de indemnizaciones conseguidas», «Gratis primera consulta», «No preguntamos», si tienes un despacho forrado de maderas africanas, si detrás de ti cuelga un título y dos másters en Alemania que te pagó papá, seguramente también abogado, y que te confirman como el más prometedor de tu promoción, el soltero de oro que todas las niñas monas, dignas sucesoras de sus madres recién operadas con vaqueros de coronas en sus culos de cincuenta tacos, aspiran a conseguir.

Pero ahora resulta que los toxicómanos que malviven en tugurios también pueden conseguir a Roberto Butragueño. Y eso sí que es extraño.

No lo es que una puta de lujo tenga su tarjeta, no, porque al fin y al cabo estaban en igualdad de condiciones: él como abogado cobraba una pasta por dar por el culo a quienes querían joderla y ella casi tanto como él por dejarse joder por el culo siempre que estuvieran dispuestos a abonar su elevado caché. No quería ponerme grosera, lo confieso, pero en este razonamiento el orden de los factores no altera el acuerdo: lo mismo este Butragueño era cliente de Olvido, que ella de él o ambas cosas a la vez. El caso es que tengo en cada mano dos tarjetas idénticas, una estaba en una chabola y otra en un apartamento de lujo. ¿Coincidencia? ¿Capricho del destino?

– Ramón, ¿quién es Roberto Butragueño?

– ¿Cuál de ellos? Los Robertos Butragueño son toda una saga.

– Roberto Butragueño Sánchez. ¿Cuántos hay?

– Que yo sepa, a menos que haya fecundado a alguna niña rica recientemente, tres: abuelo, padre y nieto. Tú preguntas por el tercero, pero no me extrañaría que un cuarto pudiera estar en camino. Es un asaltacunas.

Hay que fastidiarse, y luego me dice a mí que en qué mundo me muevo.

– ¿Le conoces?

– No somos íntimos, si te refieres a eso, aunque he coincidido con él en algunas ocasiones, más en fiestas del ramo que en los juzgados, por supuesto.

– Vaya joyita.

– ¿Se ha metido en algún lío?

– No que yo sepa, pero acabo de encontrarme con dos tarjetas suyas entre diferentes pruebas y no creo en la casualidad. ¿Qué puedes contarme de él?

– Que es un niño bonito con gustos caros que ha heredado un apellido que le garantiza por sí solo trabajo independientemente de que en lo profesional sea un mediocre. Pero claro, si tu abuelo fue un mítico juez franquista del Supremo y tu padre un abogado que se hizo célebre y rico a costa de los amigos que le enviaba el fundador de la estirpe, tienes el negocio montado, bufete en el Centro lleno de antigüedades y clientes selectos forrados de billetes. Y ya sabes lo que tienen los fachas, que les gustan las sagas más que a un tonto un lápiz, de modo que este cabrón va a estar viviendo del cuento por los siglos de los siglos amén.

– Veo que te cae mal.

– No lo trago. Me joden los niños de papá, aunque si son listos, si saben de lo suyo, me merecen un respeto. Pero a este gilipollas, que sólo pone apellido y despacho y tiene a una decena de esclavos recién licenciados con los mejores expedientes cobrando una miseria le quemaría el negocio. Con él dentro.

– Lo que no entiendo es cómo es penalista si va tanto por la pasta.

– ¿Quién ha dicho que sea penalista? Lo suyo son las Sucesiones.

– ¿Sucesiones?, ¿para qué querrían Olvido o el Culebra a un experto en herencias?-. Y aún no me has dicho por qué te interesa tanto.

– Mañana tengo que llamarle.