40514.fb2
– ¿Qué ha pasado aquí? Esto está todo pringoso. Mierda, el informe de la guardia de ayer se ha llenado de lamparones de aceite.
– Los del turno de noche, que son unos guarros.
– Pero ¿qué han montado aquí, una barbacoa? ¡Y en mi sitio! Voy a enterarme de quién estaba de guardia y ya se puede preparar, como que me llamo Carlos París.
Y desaparece furibundo, con su precioso informe lleno de transparencias y ojos grasientos y Clara, que intentaba disimular, se acerca al despacho de Santi y, como una niña buena, llama a la puerta entreabierta.
– ¿Desde cuándo se me pide permiso para entrar? -pregunta él levantando los ojos de un cuadro de guardias a medio rellenar.
– Desde que vengo en plan oficial.
– Lo que faltaba -murmura con fastidio-. ¿Y qué pasa ahora?
– Quería comentarte algunos detalles de las pruebas que recogí ayer, y también un par de llamadas interesantes que recibí -y como parece impacientarse, añade-: Y no me digas que eso ya te lo ha contado París, porque ni estaba a mi lado registrando el apartamento ni cuando sonó el teléfono.
– A ver, dispara -concede reclinándose en su butaca de cuero cuarteado.
Clara entra, se sienta en una silla tan deteriorada como todo lo demás, toma aire y empieza a describir con palabras breves, concisas, contundentes, lo sucedido el día anterior, pero sólo lo relativo a la investigación porque, desde la conversación con Ramón allí mismo, en comisaría, y sin saber muy bien por qué, tal vez por precaución, quizá por instinto, en todo caso por si acaso, piensa que quizá sea mejor callarse lo demás, lo personal, lo del médico, el miedo y su desenfrenada ansiedad. Aunque no es que no confíe en él, es que no me apetece contarlo. No es excusa, no, simplemente no quiero repetirlo, no quiero tener que desangrarme ante nadie, no quiero ni pronunciar el nombre de mi enfermedad porque sé que, como con los secretos horribles, los conjuros y las sentencias divinas, en el momento en que lo pronuncie se convertirá en verdad.
– No está mal -concluye Santi al cabo de un rato de reflexión en silencio ante una Clara expectante, inquieta, nerviosa como una adolescente que espera a que su padre le dé permiso para ir a su primera fiesta-, pero tampoco es para emocionarse. Antes teníamos dos simples muertes y ahora parece que hay algo más, sin embargo aún no se sabe qué y puede ser todo una paja mental tuya, una corazonada de poli sensible, y ya sabes que hay históricas meteduras de pata basadas sólo en corazonadas poco inspiradas.
– Sí, pero precisamente por… -interrumpe Clara con voz apasionada.
– Oye, para, que a mí no tienes que convencerme de nada. Siempre digo que si registramos las casas e interrogamos a los sospechosos es para pillar lo que no sale en los papeles, las miradas, las emociones, los silencios… Estaríamos buenos si no pudiéramos seguir un pálpito. Pero sin perder la cabeza.
– O sea, que no me vas a autorizar a que pida las pruebas de ADN.
– Exacto -responde-. ¿Para qué las quieres?
– Llevas años diciéndome que hay que aprovechar todos los medios que tengamos a nuestra disposición. Y yo de imbécil te creía. Ahora tengo dos cadáveres, evidencias que los relacionan, modernos procedimientos forenses y, vaya por dios, cuestan una pasta. De modo que sí puedo investigar y husmear en las letrinas donde París ni se molestará en entrar mientras el esfuerzo y las horas extra corran de mi cuenta, pero pedir carísimos análisis, eso jamás, no sea que dilapidemos el dinero de los contribuyentes por una puta y un yonqui. Si fuera una niña violada y el caso lo hubieran aireado las telepredicadoras exclamando ante su enfervorizado público «¡Qué vergüenza!, ¿hacen algo las fuerzas policiales?», entonces ahí sí habría ADN y alarma social y no repararíamos en gastos ni en burocracias banales.
– Enhorabuena, lo has pillado.
– A la perfección. Pero cuando esto se desmande no vengas a llorarme.
– ¿Desmandarse? ¿Cómo? ¿Un asesino en serie aquí, en nuestra ciudad? Desengáñate, en España no hay asesinos en serie. Aquí sólo se mata por interés, por avaricia pura y dura. Aquí no hay pistolas ni relicarios con calaveras de mozas descuartizadas. Incluso las mataviejas, que sí, que son auténticas aniquiladoras de ancianitas, lo hacen por sus pensiones y sus joyas. Esto sigue siendo un país negro y oscuro, básico, primitivo para la muerte. Aquí no hay criminales refinados que asesinan por placer. Aquí seguimos degollando con el cuchillo jamonero y si nos cargamos a alguien suele ser por dinero.
– Sí, ríete -dice ella levantándose-, pero esto no va a parar -y en su voz hay tal certeza que Santi, antes de que salga, tiene que preguntarle.
– ¿Por qué lo dices?
– Un pálpito de policía.
– ¿De qué hablabais? -curiosea París en cuanto Clara regresa-. ¿Del caso? Seguro que has estado hablando del caso sin mí -acusa.
– No empieces con chorradas, no le he contado nada que no supieras -afirma tranquila, el pasillo entre ellos-: Volví al apartamento de Olvido, incauté más pruebas, vine aquí a depositarlas y me llamó Dolores. Punto. Todos los detalles están en mi informe, sobre tu mesa. Pero claro, te corría más prisa buscar al que te la ha pringado que ponerte a leerlo.
– Lo has hecho aposta, has esperado a que saliera para ir a su despacho.
– Por dios, no insistas. No te he ocultado nada. Mírate el informe de una puta vez y verás que sólo hay una línea de investigación, así que escoge: casa o campo.
– Me da igual -replica enfurruñado.
– A mí también -se empecina ella sosteniendo su mirada-. «Casa» para llamar a la lista de clientes de Olvido o «campo» para investigar sus cuentas.
– Campo -elige finalmente París-. No me veo telefoneando a puteros.
– Entonces toma -Clara le extiende una carpeta repleta de documentos-, ahí van los datos que necesitas: números de las libretas de bancos y cajas, claves, fechas de apertura… Céntrate en los movimientos de los últimos meses.
– La leche -protesta tras ojear un listado-. ¿Era banquera o qué?, ¿en cuántos sitios tenía esta tía cuentas abiertas?
– Yo también me he fijado. O era excepcional en lo suyo o tenía negocios ocultos. Y pudiendo ganarse la vida de otro modo, ¿para qué seguir ejerciendo?
– Vaya mierda -París hace un gesto de fastidio-. Voy a perder toda la mañana con esto.
– Anímate, yo estaré haciéndome pasar por puta -y, viendo sus intenciones, añade-: Mejor no hables.
Nada más desaparecer París con su estela de improperios y malos humos tras de sí, suena el teléfono de Clara.
– Soy yo, Ramón.
– ¿Tienes algo más que contarme sobre Butragueño?
– Ni me he acordado de ese gilipollas. Es mi madre, quiere verte.
– ¿Tu madre? ¿Verme a mí? ¿Qué le he hecho?
– Y yo qué sé. Estaba reunido y le ha dejado el recado a Leti.
– Qué querrá… Si tiene algún embolado, lo propio es que te llame a ti.
– A saber, historias de mujeres, la nostalgia de la hija que nunca tuvo, problemas del climaterio, cualquier cosa.
– Te recuerdo que tiene otro hijo que es médico y gay, no creo que vaya a encontrar a nadie más comprensivo que él para comentar su menopausia.
– Huy, qué sarcástica. Pero no tengo ni idea de por qué pregunta por ti. ¿Qué hago?, ¿te molestaría que le diese tu número de móvil para que te llame?
– Sí, me molestaría, pero la curiosidad que me corroe me molesta más.
– Eres mala. Muy mala.
– Ahí está mi gracia.
– No te entretengo más. Abrígate.
– Y tú.
– Buenos días -proclama al otro lado del hilo una fría voz de mujer con el convencimiento implícito de que los días, sólo porque lo diga ella, serán buenos-. ¿Qué desea?
– Quisiera hablar con el señor Roberto Butragueño, por favor.
– Lo siento, en estos momentos no se encuentra -responde la misma voz nasal sin pararse a pensar en la ausencia de significado de ese «no se encuentra». Porque a ver, ¿qué coño quiere decir?, ¿que el señor Roberto Butragueño no se encuentra bien?, ¿qué no se encuentra las pelotas?, ¿que no se encuentra en el mundo de los vivos? Con razón las odio. Las secretarias son una raza aparte, habría que exterminar a la mayoría-, ¿desea dejar un recado?
– Dígale que ha llamado la subinspectora de Policía Clara Deza.
– Un momento, por favor. No cuelgue.
De nuevo la voz, cada vez más metálica, cada vez más impersonal, y me quedo con la duda de si realmente ha escuchado mi respuesta, se la pasa por el forro o es un robot con réplicas aleatorias. El caso es que me enchufa a un limbo acústico en el que debo esperar mientras chirría en mis tímpanos un guan-tanamera guajira guan-tanamera a golpe de xilofón que con cada acorde altera un poco más mis nervios. Y esto sólo acaba de empezar.
– ¿Sí? ¿Diga? -pregunta una voz masculina bien timbrada, templada pero potente, una voz de colegio de pago, de universidad privada.
– ¿Hablo con el señor Roberto Butragueño? -inquiero.
– Soy yo. ¿En qué puedo atenderla, subinspectora? -me retracto, esto sí que es una secretaria eficiente y no la inútil de Ramón.
– Verá, me he topado con su tarjeta en el transcurso de dos investigaciones diferentes y me he creído en la obligación de hacérselo saber.
– Se lo agradezco, pero no es tan raro que en ciertos círculos oiga mi nombre más de una vez. Recuerde que soy abogado.
– Tengo entendido que su especialidad son las Sucesiones.
– En efecto, aunque mi bufete también lleva algún que otro asunto de clientes selectos -afirma con un cierto engolamiento.
– Sin embargo mis casos tienen más que ver con lo Penal. Son dos homicidios, señor Butragueño.
– En fin, depende de cómo lo mire, no olvide que gracias a los muertos existen los testamentos -y el cabrón casi parece reírse de su propia gracia.
– Dudo que éstos lo hayan hecho. Se trata de un toxicómano y una prostituta. Me pregunto por qué tendrían un yonqui y una puta su tarjeta.
– No sé cómo han podido llegar a manos de tales elementos, no me relaciono con ese tipo de chusma -contesta con suma frialdad-. Sólo se me ocurre que el primero robara alguna cartera por ahí y viniera dentro, y la segunda la hubiera conseguido de algún cliente distinguido.
– Lo que me sorprende es que todavía no me haya preguntado sus nombres, señor Butragueño. ¿No le interesa saberlos?
– La verdad, y siento ser tan directo: no.
– Él se llamaba Enrique Blasco. ¿Le suena de algo? -insiste cada vez más terca, más fría, más dura, más encabronada.
– Para nada -declara con certeza absoluta, y no tarda ni un segundo en pensarlo, ni una milésima en dudar-. ¿Debería?
– No especialmente -sería del todo inadmisible, señor letrado, ¿acaso se mezcla usted con la calaña, acaso baja a los poblados chabolistas a por coca para el fin de semana?-. ¿Y a ella? Tal vez a la prostituta sí la conociera.
– ¿Por quién me toma, subinspectora? -y se carcajea sin disimulo, con recochineo, con un punto de cinismo que disfruta mostrando porque él, no cabe duda, es un hombre de mundo-. No querrá obligarme a confesar que necesito pagar para adquirir esa clase de servicios si bien debo reconocer que, en algún momento dado, no hay nada como una profesional.
– No es mi intención ofenderle, y le ruego me disculpe si me he expresado mal, pero es mi deber preguntárselo. ¿Conocía usted a Olvido Ugalde?
Al otro lado del aparato responde el silencio. Clara espera sabiendo de la impresión, la lividez, la boca seca, el sollozo que sube por la garganta como un vómito, la mano que tiembla y la sensación de la tierra que cede bajo los pies hasta que por fin se recobra el aliento y el vivo que conocía a quien ha perecido, aunque fuera muy poco, aunque sólo se cruzaran esporádicamente en el portal o coincidieran en la cola de la panadería, reacciona.
– Sí. La conocía -y a ella le extraña esa rotundidad nueva, esa ausencia de careta, esa voz como salida de dentro, como si fuera la suya, la auténtica, la del que ha dado gracias por estar sentado porque así no tendría que hacer el esfuerzo sobrehumano de mantenerse de pie nada más comprender que alguien a quien conocía, porque la conocía, él mismo lo ha dicho, ha muerto.
– ¿Puedo preguntarle de qué? -e intenta ser un poco dulce, pero que no se note mucho, sólo un poco ahora que él es él y no tanto un abogado cabrón.
– Claro que puede -y sabe por su voz que él se sonríe, muy quedo, un amago de risa amarga y rasposa para recordar que aún no ha perdido esa capacidad-, es su trabajo, preguntar hasta reventar. Y no -la frena-, no se disculpe por ser como es. Yo soy un hijo de puta carroñero, saco tajada de los desechos de los demás, me forro gracias a sus trapos sucios y tampoco pido perdón. ¿Quiere saber de qué la conocía? -y toma aire antes de confesar-. Era clienta mía. Su madre falleció y yo llevé el reparto de su herencia. No tuve el placer de tratarla fuera del despacho, si es lo que desea saber. Un conocido de ambos nos puso en contacto, entenderá que no pueda darle su nombre. Ella me pareció una mujer excepcional, con mucha clase. ¿Dice que era prostituta?
– De las buenas, una «profesional» como usted ha mencionado. ¿No lo sabía?
– Ahora entiendo de qué la conocía mi cliente, seguramente lo fuera de ambos. Únicamente me comentó que trabajaba como relaciones públicas y que invertía en negocios de moda. Y por supuesto que le creí. Se veía perfecta en ese mundo. ¿Cómo falleció?
– Ahorcada en su apartamento. Un asiduo al que no pudo atender dio la voz de alarma.
– No la veo como suicida. Estaba llena de vida. Era única.
– Me maravillan sus apreciaciones. ¿Tanto la trató?
– Apenas unos meses -y regresa la dureza cortante, ese distanciamiento que asusta más que la coraza y la máscara-, fue una partición difícil, con fincas rústicas y una concentración parcelaria de por medio.
– ¿Podría contarme algo más sobre su caso, facilitarme referencias sobre su procedencia o la de sus parientes? Me serían de gran ayuda.
– En realidad no sé mucho más de lo que averiguará por sí misma en sus bases de datos. Ahora mismo no recuerdo el nombre de la testante, tendría que revisar mis archivos; en cuanto a su procedencia, creo que residía en Asturias, apenas puedo concretar más -pero después de una breve pausa, añade-: Lo cierto es que, aunque la traté poco, lamento profundamente este fallecimiento. Su elegancia y saber estar eran un don. Siento que una belleza como la suya se haya extinguido antes de tiempo. Y ahora, si me disculpa…
Sin embargo, antes de que se le ocurra colgar, Clara tiende un par de hilos para asegurar a la mosca, para que no aletee demasiado en su tela de araña, para que sepa que su campo de acción es limitado y la tejedora, cuando menos se lo espere, puede regresar.
– Gracias, me ha sido de gran ayuda, me gustaría seguir contando con usted por si surgiera algo más a lo largo de nuestra investigación.
– No veo la necesidad. Al fin y al cabo le he contado todo lo que recuerdo -reconoce ciertamente molesto.
– Por supuesto, lo que ocurre es que seguimos sin saber por qué el toxicómano muerto tenía su tarjeta también. Quizá más adelante haga memoria. Quisiera darle mi número de teléfono, estaré a su disposición a cualquier hora.
– Déselo a mi secretaria. Ahora me debo a mi trabajo. Ha sido un placer.
Y me condena de nuevo, a golpe de botón, al guan-tanamera, guajira guan-tanamera, guan-tanameeeeera hasta que la eficiente secretaria se hace corpórea como por ensalmo a través de las ondas sonoras y reclama más que solicita el dato. Se lo doy, a ver, y cuelgo con la sensación de haber pescado algo sin llegar a engancharlo del todo, pero no alcanzo a meditarlo demasiado porque la lista de alias a los que llamar es larga, la mañana corta y mi tiempo corre demasiado rápido como para permitirme perderlo aquí sentada. Por eso anoto lo esencial de la conversación en mi libreta de letras ilegibles y agarro de nuevo el auricular dispuesta a desentrañar el misterio que se oculta tras la única anotación de la lista de Olvido referente a una mujer, una tal «Madrina»:
– ¿Quién es? -demanda una voz de señorona al otro lado.
– Sí…, buenos días -me expreso dubitativa porque mi atolondramiento no me ha dejado planear qué decir ni cómo actuar-… Yo…
– No pasa nada, bonita, no te pongas nerviosa. Es la primera vez que llamas, ¿verdad? -menuda soltura la tiparraca. Pues nada, como dicen en el dentista, a relajarse y dejarse llevar manteniendo el rol de chica tonta y desamparada-. No te preocupes. Cálmate. Lo primero es saber tu nombre.
– Yo… Me llamo Serena -es lo único que me ha venido a la mente, y la culpa es del Marca que han dejado éstos abierto por la página del tenis con esa gacela impresionante en pleno revés desaforado.
– Qué nombre más bonito, ¿te lo has buscado tú? -mi mente sugiere un cortante «¡Pues claro!», pero dado que me trata como a una adolescente con pocas luces, y ya que estamos en situación, mejor seguirle la bola para intentar desenredar esta madeja de desinformación. Y como no respondo, continúa-. Pues mira, nena, es precioso, pero no puedes llamarte por el verdadero. Tienes que tener un nombre de guerra. ¿Comprendes, cariño? Si quieres, podemos buscar uno entre las dos.
– ¡Vale! -casi grito aliviada dejándome ir de su mano.
– El mío es Alejandra. Si te fijas, es el más de moda ahora entre la jet, me parece finísimo, todos los famosos les ponen así a sus hijos, Terelu, Bertín… A ti tendríamos que buscarte uno que fuera acorde con tu físico, pero como tengo la ficha sin rellenar y aún no te conozco, si te parece dejamos lo del nombre para el final y me respondes a lo demás. ¿Sí?
– Claro, lo que tú quieras.
– Bueno. Imagino que si me has llamado es porque ya debes de saber más o menos cómo va esto, pero de todos modos si hay algo que no entiendas me lo dices, ¿ok?: ¿cuántos años tienes?
– Dieciocho -digo intentando aniñar mi voz.
– Fenomenal. ¿Los aparentas? ¿Cuánto mides?
– Uno setenta y cinco. Sobre lo otro, todos me dicen que parezco más joven.
– Genial, ¿y tu peso?, ¿sabes tus medidas?
– Cincuenta y tres -pongamos que además de tonta soy anoréxica-. Y mi talla de sujetador es la ochenta. ¿Sirve?
– Eres un poquito plana, pero no pasa nada, si al final decidimos que nos convienes eso se puede arreglar. ¿Vives en Madrid?
– Comparto piso con dos compañeras. Mi familia está en Mallorca.
– No te preocupes si estás sola, nosotros somos como una gran familia -y la muy zorra adopta la pose comprensiva de un hada madrina y, por fin, comprendo el mote con que la había bautizado Olvido, y admiro su agudo, su terrible sentido del humor y agradezco al cielo esta voz de niña boba que siempre he aborrecido y que hoy, albricias, me está sirviendo para algo.
– Gracias -acierto a balbucear, y queda como que es timidez o apocamiento, aunque realmente es mi rabia contenida con ganas de blasfemar.
– Bueno, pues ahora que ya nos conocemos, te cuento: lo primero es que te pases por aquí para que hagamos unas fotos, ya sabes, para el book. Tú no te preocupes, trabajamos con un profesional que ha fotografiado a las mejores: Claudia, Naomi, Martina… Después veremos qué te falta y qué te sobra, y si es necesario te cambiamos la imagen o te asesoramos con el maquillaje y el peinado. Verás, esto funciona igual que esos programas de televisión que convierten a los patitos feos en cisnes, sólo que tú no eres un patito feo, estoy segura de que eres preciosa, si no, no habrías conseguido mi número. De lo que se trata es de sacarte partido, de hacerte más sexy y descubrir tu lado más sensual. ¿No quieres ser sensual? -curiosea, tal vez porque me nota demasiado callada, porque no he hecho ni una sola pregunta. A lo mejor estoy quedando demasiado apocada. En todo caso, prefiero seguir así a pasarme de desenvuelta, no vaya a ser que la cague precisamente ahora que voy sobre ruedas.
– Sí, pero… igual no me sale.
– No te angusties, bonita. Es cuestión de práctica, como actuar. Todas las que me llaman quieren ser actrices o modelos. ¿Tú qué quieres ser?
– Pintora. Es que estudio Bellas Artes -invento sobre la marcha.
– ¿Pintora? -y noto su perspicacia que se dispara como un termómetro hiperalterable ante mis palabras-. ¿Y por qué te interesa esto si no quieres dedicarte al espectáculo? ¿No andarás metida en drogas? Mira, niña, nosotros no trabajamos con drogadictas, son unas histéricas que se lo funden todo y descuidan su apariencia, ¿comprendes? Por eso os hacemos análisis cada tres meses, y como no estés limpia no es que te echemos, es que no vuelves a trabajar en esto en la puta vida. Aquí somos muy serios, te lo advierto.
– ¡No! Yo sólo… -me apresuro a negarlo, y es tanto y tan verdadero mi nerviosismo por continuar la conversación que cuela.
– Entonces qué, ¿estás enferma?, ¿tu novio está metido en deudas?, ¿mantienes a alguien? Tampoco queremos a chicas paridas, ya te aviso, y si te quedas preñada te abortamos. Luego nada de llantos y decir que no lo sabías.
– No, no es nada de eso, de verdad. El dinero lo quiero para viajar. Yo me sostengo con una beca, pero es que para mi carrera necesito conocer los museos de Europa, ver mundo, comprar materiales… Por eso pensé que podría hablar con usted y… No me cuelgue, por favor -suplico, y lo hago de veras-. El Arte lo es todo para mí, si no pudiera seguir estudiando me moriría…
– Hija, mira que eres rara. Pero en fin, si haces Bellas Artes por lo menos estarás acostumbrada a ver cuerpos desnudos y modelos posando y, bueno, esto es prácticamente lo mismo -¡será hija de puta, «prácticamente lo mismo»!-. Además, nos vendrá bien una chica como tú: culta, capaz de mantener una conversación sobre algo más que revistas del corazón y modelitos.
– Gracias… -tartamudeo.
– No me las des, cielo. Esto es un negocio -y esa contundencia con que lo afirma asusta-. Bueno, pues sigo: después del cambio de imagen te apuntamos a un concurso de misses. Solemos empezar por uno comarcal, luego te hacemos autonómica y, dependiendo de cómo quedes en el nacional, ya te irán saliendo cositas como modelo. No te preocupes si no llegas muy arriba, siempre podemos conseguirte pases de ropa interior en centros comerciales o esos desfiles en tanga que salen en los programas de variedades los sábados por la noche, el caso es que tengas algo artístico que poner en el currículo y que consigas empezar a relacionarte, malo será que no conozcas a algún famosete y te arrimes a él. Esto es muy importante, ¿sabes?, porque es lo que sube el caché. Si lográramos, por ejemplo, que salieras en alguna revista del corazón, tu tarifa se incrementaría un cien por cien, y no digamos si te pudieras ennoviar con algún rostro de la noche madrileña o marbellí. Ahí, lógicamente, los precios subirían según la categoría del famoso, porque no es lo mismo liarse con un ex Gran Hermano que con un Janeiro o un jugador del Real Madrid, no sé si me entiendes, y luego hay que saber rentabilizarlo, mantenerse en el negocio, protegerse de los ataques, que no serán pocos… Pero tú no te preocupes, que para eso estamos nosotros, preciosa, para cuidarte como nuestra posesión más valiosa. Somos un equipo preparadísimo y con experiencia demostrada, ya verás cuando vengas y te enseñemos a las famosas que tenemos en el catálogo, te vas a quedar alucinada. ¿Qué me dices? ¿A que ya te ha picado la curiosidad?
– Desde luego que sí -y tanto.
– Por cierto, se me olvidaba preguntarte una cosa: ¿eres virgen? -esto es demasiado, ni fingiéndome la más estúpida del planeta podría contestarlo sin pudor, sin temor a que se me note que no soy lo que pretendo ser.
– Perdona, pero todavía no me has puesto el nombre que me ibas a buscar.
– Ah, claro. Oye… -y hace como si acabara de ocurrírsele una idea extraordinaria-. ¿Por qué no vienes por aquí y lo hacemos entre las dos? Sería como con algunos recién nacidos: esperaríamos a bautizarte hasta verte la cara.
– ¡Genial! -y de pronto me siento Leticia Sabater en aquel programa suyo matinal.
– Pues mira, te espero el lunes a las doce de la mañana. ¿Te viene bien?
– Sí. ¿Puedo preguntarte una última cosa? -digo tímidamente, y acerco el auricular a la grabadora rescatada a toda prisa del cajón en cuanto vi que el tema se ponía jugoso sin saber siquiera si tendría batería o cinta suficiente, cosa frecuente, para que capte bien la que sé que va a ser su respuesta.
– Claro, puedes confiar en mí para lo que quieras.
– Verás, es que tengo una amiga guapísima que quiere ser actriz y siempre se está quejando de que no le llega el dinero para pagarse los cursos de interpretación. Me gustaría presentártela, el problema es que… tiene dieciséis.
– ¡No importa! Aquí la recibiremos igual que si tuviera dieciocho. ¿Por qué no le dices que se venga contigo?
– Guay, ¿y por quién preguntamos cuando lleguemos?
– Por Virtudes. Aunque mi nombre profesional es Alejandra, aquí dentro los compañeros me conocen de siempre por Virtudes. Qué se le va a hacer, no se puede cambiar así como así de nombre, de la noche a la mañana.
– Vale, Virtudes, pues muchas gracias y… encantada.
– De nada, chata, un besazo… -pero no cuelga, le queda una duda, un interrogante en el aire que sabía que caería, que me haría a traición. Parece que ya ha encontrado la ocasión-. Es que tengo curiosidad, ¿quién te ha dado mi teléfono? Sólo las chicas de confianza lo tienen.
– Olvido.
Por un momento el tiempo se queda colgado del silencio a ambos lados del hilo telefónico, como preso de un disparo, como suspendido en una realidad en que todo se distorsiona volviéndose mucho más lento. Las dos aguardamos expectantes pero ninguna se atreve a tomar la iniciativa. Finalmente, venzo yo.
– Olvido… ¡Hace muchísssimo que no sé nada de ella! ¿Qué tal le va? ¿Y cómo es que la conoces?, porque entre vosotras hay bastante diferencia de edad.
– Vamos juntas a yoga. Cuando le conté mis problemas de pelas me recomendó que te llamara. Dijo que eras de fiar y que, al verme, sabrías que valgo la pena porque nunca has rechazado nada que no te sirviera.
– Es cierto, sólo que me extraña ver que aún me recuerda. Hace tanto que no la veo que pensé que no querría saber nada de nosotros. De un tiempo a esta parte le gustaba ir por libre -y mientras rumia su recuerdo de Olvido yo me pregunto qué relación habría entre ambas, a quién incluye ese «nosotros» y qué la llevaría a apartarse de ellos. En la fingida indiferencia de Virtudes -o Alejandra, como prefiera- palpita un fondo de rencor, de odio, de dolor incluso. Por eso, y porque noto que esto va tocando a su fin, espero a que remate la conversación-. Pues ahora que sé que eres amiga de Olvido sí que tengo ganas de conocerte. Si no pudieras venir llámame antes. En este negocio es muy importante la formalidad y ser consciente de lo que vale el tiempo de los demás. Este consejo que te voy a dar es la primera lección del oficio: «Saber manejar el tiempo, el tuyo y el de los otros, es poder». ¿Lo has comprendido, mi niña?
– Sí, Alejandra -y me sale como si ella fuera un sargento negro cabreado y yo un soldado raso con el sudor brillando en mi nuevo cráneo rapado al uno.
– Muy bien, Serena, me encanta ver que eres bien mandada -aprueba con dulzura-. Os espero a las dos.
Quisiera pararme a pensar para ordenar las notas apuntadas aprisa y con mala letra, para rebobinar la cinta y comprobar si, milagrosamente, he conseguido que la grabadora haya registrado algo de la conversación. Detenerme un rato, un poco, sin compañeros gruñendo alrededor ni teléfonos tronando, sólo la voz de la mala bicha en mi cabeza con sus zalamerías de manipuladora, con sus artes de proxeneta, con sus redes de araña y celestina tendidas al sol, ondeando al viento a la espera de mariposas desprevenidas.
Pero gruñen y ríen, y entran y salen y vociferan y no los puedo callar, y es imposible que reflexione ni logre recuperar en mi memoria detalle alguno. Ahora no. Lo haré en casa, por la noche, después de cenar y tras acostarme, cuando ya no haya nada que hablar porque él consigue dormir como un bendito, no como yo que velo el peso de mis mentiras, de mis silencios. Entonces tendré tiempo para repasar el día, para analizar los hechos uno por uno hasta la desesperación y conseguir un cansancio que me duerma. Entonces lo recordaré todo. Ahora debo seguir y atender este teléfono que suena recordándome que hay algo más que yo y un bulto con forma de lenteja que me quema en el pecho.
– Soy yo otra vez -es Ramón, otra vez-. He hablado con mi madre. Quiere contarte «cosas de mujeres», dice que tú la entenderás, pero que le da vergüenza decírtelo por teléfono. Ya sabes cómo es. Le he asegurado que, si no te viene mal, te pasarás por su casa este fin de semana.
– ¿Yo sola? Hay que joderse. No sé por qué me dejo meter en estos líos.
– Hombre, es que si voy yo ya no es una conversación «a solas». Para una vez que quiere verte…
– Vale, iré. Pero como sea una de sus chocheces te juro que…
– Déjalo, que ya me has jurado demasiado por hoy. Nos vemos luego.
No pensar, no pensar y mil preguntas bullendo y todo por no pensar y no preocuparse ni temer, por qué temer a alguien que se supone que es de tu familia, como si yo fuera transparente, como si ella fuese una bruja malvada, la madrastra que putea a Cenicienta y es capaz de adivinar todo lo que me guardo, lo que oculto, como si supiera que me consumo y su hijo tal vez se quede solo y vaya tontería, vaya estupidez. A veces es imposible pensar con lógica, es mejor volcarse en el trabajo, en algo a lo que aferrarse antes que al miedo.
Cuando era pequeña y hacía chuletas en clase siempre me delataba mi cara de culpabilidad y, si tanto temes que te pillen, ¿por qué haces chuletas?, decía la señorita Rosa en tercero. No te entiendo, de verdad. O las haces o no, pero hacerlas con miedo y dejarte pillar precisamente porque éste te delate es una tontería, como también lo es temer a la madre de tu marido por un secreto que no he contado a nadie. Es que ella sabe que soy débil, sabe que estoy enferma, sabe que se lo oculto. Lo huele. Qué paranoia, ¿cómo lo va a saber? Ni siquiera podría adivinarlo en mi cara, hace casi un mes que no me ve, desde antes, mucho antes de que este secreto mío se hiciera realidad en forma de bulto. ¿Por telepatía? En los cuentos es así, las brujas pueden leerte la mente y saben cómo tentar a las princesas con zapatitos y manzanas. Seguro que al llegar me pone esas pastas de té de a treinta euros el kilo y a la tercera con chocolate ya me ha sonsacado todo para después usarlo en mi contra porque te miente, Ra, te oculta cosas. ¿Sabes que ha ido al médico sola? ¿Por qué no quiso que la acompañaras? No confía en ti. Eso es lo que pasa cuando te casas con alguien que no es tu igual. No está educada en la sinceridad, como tú. Eso es. Sabe que escondo algo y me invita a su casa para interrogarme. Pues no iré. A mí no me pilla. Está decidido.
Pero qué tonterías pienso, qué va a saber la pobre señora. Se me va la pinza, voy a tener que ir al psicólogo o algo. Qué fácil sería si me desahogara de una vez y hablara con Ramón y se lo contara todo. Así cuando vaya a ver a su madre no tendré nada que ocultar. Sí, se lo diré a los dos. Primero a él y luego a ella. Pero antes mejor trabajar y no rumiar tanto y pensar en otra cosa que no sea yo.
Esta lista no tiene orden ni concierto, aquí hay de todo. Hasta polis. Y un sudor frío la recorre mientras repasa los seudónimos con que Olvido bautizó a sus clientes. Ya sé quién es la «Madrina» pero… ¿y los demás? Y da un manotazo a la pantalla del ordenador y Fernando levanta los ojos del informe sobre la última guardia frente a la mansión de Vito y menea la cabeza como si pensara que mi trabajo me afecta demasiado, o quizá dos homicidios en la misma semana, que le vienen grandes, y aun encima con su ex pululando por aquí. Vaya culebrón, colega, seguro que comentan a la hora del café. Y mira a su alrededor para comprobar si alguien más se fija en ella y no, hacen como que van a lo suyo, pero yo sé que murmuran, que fichan hasta el más nimio comentario entre Carlos y yo. Están muy entretenidos apostando si aguantaré esta presión, pero se les va a joder la porra, vaya si se les va a joder. Si no me han podido los comentarios machistas ni los jefes cabrones, ni siquiera mi puta suegra, no me va a poder esto ahora. Soy más fuerte de lo que creen. Sólo necesito centrarme.
A ver, piensa, pongamos que organizo esto por categorías. Una para los familiares, otra para los oficios, otra mucho más sentimental y una última para los clasificados según su comportamiento. Tenemos en la primera a «Madrina», «Padrino», «Primo» y «Chico de los Recados», que no sé por qué pero parece ir con ellos; en la segunda categoría aparecerían «Gobernador», «Letrado», «Banquero», «Subsecretario Trepa», «Futbolista Merengue» o los «Alcaldes»; a continuación están «Músico Loco», «Viejo Enamorado» y los demás cargados de ternura y, para acabar, en la cuarta, los voyeurs y depravados varios.
Lo lógico, puesto que he empezado por la «Madrina», es seguir con la «familia» e ir llamándolos por grupos. Y dejar para el final a «Poli Bueno» y «Poli Malo». Sé que es absurdo, que debería localizarlos a ellos antes que nadie, pero necesito una tregua, no puedo enfrentarme todavía a estas llamadas después de lo que cantó el Culebra, y precisamente por eso me escondo en excusas antes de acabar con todo de una vez.
Sí. Me escondo en excusas, pero tampoco tengo por qué asumirlo hoy. Por eso decido empezar ahora mismito por el «Chico de los Recados».
Una señal. Dos señales. Tres…
El «Chico de los Recados», sea quien sea, no coge.
Voy a esperar a que salte el buzón de voz.
– ¿De quién es ese móvil que suena? -pregunta Fernando.
Cuatro señales. Cinco. Seis señales y sigue sin coger.
– ¿No oís un móvil? Yo oigo uno, pero no sé dónde -continúa vociferando.
Siete señales.
– ¡Chissssst! -masculla Clara intentando escuchar por encima del barullo-. No puedo oír nada con vosotros dando voces.
– ¡Pues que alguien coja ese puto móvil de una vez! -protesta Santi asomando la cabeza por la puerta de su despacho.
– ¡¡¡Vale, muy bien, gracias mil por la ayuda!!! -brama indignada, y cuelga su teléfono de un golpe.
Y en ese mismo instante el móvil sin dueño deja de sonar.
Fernando y Santi se miran sorprendidos. El primero habla.
– Pero ¿de quién era? -pregunta sin dirigirse a nadie en particular-. No es de ninguno de los nuestros. Nos sabemos de memoria las melodías de todos.
Nadie responde.
Santi se planta en medio de la sala, mira a Clara y, antes de que le diga nada, ella ya sabe qué debe hacer. Mientras marca los nueve números para llamar de nuevo al «Chico de los Recados», él indica a los compañeros que bajen la voz. La melodía de un móvil sin dueño vuelve a sonar con la banda sonora de Rocky.
Fernando olfatea en el aire como si pudiera oler los sonidos, mueve la cabeza como un perro de presa con gafas, primero a la derecha, después a la izquierda y, finalmente, se acerca al archivo. Junto a la pared, bajo una pila de carpetas con informes por examinar, al lado de un montón de periódicos atrasados, justo tras la caja de cartón que Clara trajo ayer del apartamento de Olvido y dejó de cualquier modo en el suelo, precisamente de ahí proviene la musiquilla. Se agacha y levanta cuidadoso la caja. Santi mira reprobador a Clara, y ésta encoge los hombros como una niña ante una reprimenda.
– Un día te vas a olvidar la cabeza en un rincón, luego la cubrirá la mierda que siempre dices que tirarás mañana y, al final, ni sabrás dónde la metiste.
– No empieces… -suplica compungida.
– Dejadlo ya -interviene Fernando-, ese rollo paterno-filial vuestro empieza a parecer incestuoso. ¿Alguien me va a decir de quién es este zapatófono? -es un móvil de los más baratos del mercado, de un amarillo chillón que duele a la vista pese a estar dentro de una bolsa de pruebas, enchufado a una toma de corriente a ras de suelo y olvidado, como la cabeza de Clara, debajo de periódicos y carpetas polvorientas.
– Clara, cuelga a ver qué pasa -ordena Santi.
Ella nota cómo, en el brevísimo intervalo que tarda en hacerlo, Fernando y Santi contienen la respiración. Y, en cuanto cuelga, Rocky deja de golpear.
– ¡La hostia! -exclama Fernando-. ¿De dónde lo has sacado?
– Es del Culebra. Lo encontré en su chabola con la batería casi agotada y, como no sabía el PIN, lo enchufé aquí para que se recargara, no fuera a apagarse y perdiésemos todos sus datos antes de enviarlo a Huellas.
– La pregunta del millón no es de quién es el móvil -interviene Santi-, sino a qué número llamabas.
Y aquí es donde yo cojo aire y busco una cara seria, hasta trémula, para aguantar la risa y las ganas de levantarme y bailotear alrededor de la mesa alborozada, para no colgarme de su cuello como una tonta contenta y no plantarle un beso en los morros a un Fernando a quien, posiblemente, nunca hayan besado, para no ponerme a dar palmas como si estuviera en el circo y la musiquilla de Rocky anunciara a los payasos. Porque acabo de descubrir, yo solita, que el Culebra es el «Chico de los Recados», porque su muerte y la de Olvido no pueden ser casuales ni accidentales. Porque las dos están conectadas.
Sin embargo me contengo como puedo y sólo se me escapa una poca de sonrisa, un atisbo de orgullo de empollona a la que le preguntan por el tema que mejor se sabe cuando declaro sobriamente.
– A uno de los números de la lista del teléfono de Olvido. La puta -les aclaro, porque para ellos no tiene otro nombre, o al menos no tan sonoro.
– ¡La hostia! -vuelve a exclamar Fernando.
Pero antes de que Santi me dé una palmada en la espalda o me diga, simplemente, que todo es casualidad y esto tampoco quiere decir nada, un rapto de inspiración hace que Clara se gire en su asiento, le arrebate a Fernando el móvil plastificado y aún enchufado y busque frenética algo en su menú.
– ¿Qué haces? -le pregunta.
– Busco su última llamada.
– Acabamos de hacerla nosotros, listilla.
– Vale, idiota, pues la antepenúltima… Ésta -y le muestra un número de teléfono-. Se hizo la tarde del lunes y el martes amaneció muerto en su chabola.
– Tú tienes la lista de la puta -aclara Santi-. Mira a ver si coincide con algún número.
– Tendría que compararlos uno a uno, y son muchos.
– ¿Y no es más fácil comprobarlo llamando? -pregunta Fernando con la mayor simpleza.
Los tres se miran entre sí.
– Vale -acepta Clara-, pero ¿desde qué teléfono llamamos? Si lo hacemos desde el móvil del Culebra y la otra persona sabe que ha muerto, la hemos cagado. Y si llamamos desde aquí y no reconoce el número, lo mismo no coge.
– No le des tantas vueltas -propone Santi-, primero desde el fijo y, si no hay suerte, probamos desde el móvil.
– Ya, pero…
– Llama de una puta vez, coño, que me voy a hacer viejo.
Esta vez no tengo que pedir silencio, todos bajan la voz conscientes de que algo pasa al ver a Santi y a Fernando de pie junto a mí en tensión. Con el auricular en mi oreja y la mano marcando un número que, a fuerza de mirar, casi he conseguido aprender de memoria en estos escasos minutos, sé que soy el centro de atención. Estoy en mi momento de gracia. Y voy a disfrutarlo.
Sólo que la realidad, cruel, desalmada, se empeña en chafarme el plan. Al otro lado nadie responde y ya van cuatro tonos, cinco, seis, siete. Les miro desalentada, con la decepción marcando mi rostro de ilusa abochornada que por un momento creyó lograr un poco de camaradería, algo de respeto si se tercia, sentirse libre del desdén. Ellos van a arrancarse a decir cualquier cosa, a reprenderme o a darme palmaditas en el hombro, pero ahora de consuelo, cuando de pronto se interrumpen los pitidos y se oye una voz femenina dulce y cálida en un contestador. Le doy al botón de manos libres para que todos puedan escucharla:
Estás llamando a Olvido.
Y un impulso me lleva a decir hola, soy Clara, quisiera hablar contigo, hasta que recuerdo que no va a poder responderme nunca más, que ya no está.
Ahora no estoy en casa o quizá, quién sabe, sí estoy pero no puedo atenderte. Tú sabes que soy una mujer muy ocupada….
Y se ríe y a mí se me congela la sangre, se me para el aliento, se me rebela el pulso porque estoy oyendo la risa cascabelera, alegre, jovial, de una muerta.
Déjame tu mensaje y te prometo que, si te portas bien, te llamaré luego.
No lo hago, me quedo un rato callada y miro a mis compañeros. Santi sonríe orgulloso de mí, Fernando me aprieta un brazo, supongo que como inusual muestra de felicitación. Extrañamente, ninguno habla. Dejo que transcurran unos instantes en silencio hasta que el contestador empieza a emitir una señal que, imagino, significa que el tiempo se me acaba. Como si no lo supiera. Pero no tengo nada que decir. Y cuelgo.
A partir de aquí deberían precipitarse los acontecimientos, lo lógico es que todos nos pusiéramos a dar voces, a adelantar conclusiones y congratularnos emocionados. Pero qué digo, esto no es una serie de televisión yanqui, aquí no chocamos las cinco y yo no voy con tacones de aguja tras los cacos. Ahora, en vez de alharacas, mi deber es serenarme, seguir con la lista, llamar a «Padrino» y a «Primo» y no dejarme llevar por la emoción. Porque para qué hacerlo si, además, inmediatamente vuelve a sonar el teléfono de mi mesa.
– ¿Diga? -pregunto sobresaltada.
– Soy Lola. Tengo los análisis toxicológicos del Culebra: o quería matarse o se lo han cargado. La cantidad de droga que había en su cuerpo tumbaría a un elefante. Ese chute era mortal de necesidad, y además de una pureza extrema. Un yonqui como él tenía que saberlo. Uno no se mete eso por error.
– Vaya… -musito con desgana.
– ¿Vaya? ¿Cómo que «vaya»?, ¿no andabas como loca buscando pruebas? ¿No querías demostrar a toda costa que esa muerte no era accidental?
Qué le digo. Que llega tarde, que esperaba noticias suyas como agua de mayo para sustentar el caso y éstas ya han llegado, que sé que las dos muertes están conectadas y ahora tendré vía libre para continuar y sí, sus datos nos sirven, pero no son tan esenciales, tan cruciales como ayer…
– Tienes razón, soy una impresentable. Te quedas currando hasta las tantas por mí y yo ni te lo agradezco. Eres una buena amiga y vales tu peso en oro.
– Tampoco es para ponerse así -miente, noto cómo su voz se esponja inflada por la falsa modestia-, sólo hago mi trabajo. Además, queda una barbaridad de pruebas por contrastar y están también los análisis de la mujer, no lo olvides. Pero bueno, esto ya es algo, ¿no? Al menos ahora sabes que no puede existir ninguna otra razón para ese chute más que el suicidio o el asesinato.
– Y por la marca de un arma en su sien, va a ser que lo primero no.
– Sí, es otro factor a tener en cuenta -y por cómo lo dice juraría que le remuerde la conciencia por el desplante que me hizo el otro día. Digamos que hoy me siento generosa, dejaré correr los malos rollos.
– Sé que puedo contar contigo -la adulo.
– No hasta el martes. Me debían unos días y libro el lunes.
– Qué envidia.
– Aun así tienes el fin de semana por delante. Disfrútalo, te lo mereces.
– Ojalá. A ver si consigo dormir la noche entera.